Ari

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—El término «distante» resulta adecuado, creo. No le interesa el contacto social. Cuando en una reunión se forman los típicos grupitos, ella suele acabar sola.

—¿Qué sabe de la relación matrimonial entre ambos?

Las últimas preguntas de la subinspectora Mediavilla lo tomaban por sorpresa, hasta incluso descolocarlo. Lo notaba en el hecho de que cada vez tardase más en responderlas. Tal y como ella había previsto, cualquier motivo que pudiera haber imaginado para aquella charla con una agente de la policía, resultó equivocado.

—Que yo sepa tienen una relación estable, de muchos años. La verdad, no se me ocurre qué más puedo contarle al respecto.

—¿Ha escuchado rumores de que alguno de los dos haya cometido una infidelidad?

—No, y para ser sincero, ninguno de los dos me parece el tipo de persona que engañe a su pareja. Ambos se encuentran muy centrados en su trabajo y apenas salen, salvo cuando el compromiso lo requiere.

—Bien. Hábleme ahora de la cartera de clientes del señor Del Cid, ¿hay alguno que haya tenido problemas con la justicia?

Para aquel tipo de cuestión sí que se había preparado. Se relajó y se dispuso a hablar sin ningún tipo de concentración o esfuerzo previo.

—En absoluto. Sé que los asesores financieros, y más si nos dedicamos a empresas internacionales, arrastramos una fama más bien dudosa, pero le aseguro que aquí solo trabajamos con empresas serias, con negocios sólidos y transparentes. No nos dedicamos a ayudar a blanquear o evadir el dinero de nadie.

—¿Tal vez no conozcan todas las actividades de sus clientes?

—Por supuesto. Por ejemplo, hace un par de años, a uno de ellos, dueño de una zapatería, lo detuvieron en la playa, junto con dos de sus empleados, ayudando a descargar doscientos kilos de hachís. Pero le aseguro que nosotros solo nos dedicábamos a los zapatos, y que fuimos los primeros sorprendidos. Que yo sepa, ese es el único cliente nuestro en problemas con la justicia.

—¿Me facilitará un listado de clientes del señor Del Cid?

Una sonrisa con un punto de maldad, o más bien de niño travieso, se perfiló en su rostro.

—No debería. Ya sabe, la ley de protección de datos y todas esas historias —respondió—. No obstante, si usted me explica de qué va todo esto, encontraría una forma de atender su petición sin violentar ninguna norma.

Mediavilla también sonrió. En realidad, no disponía de ningún motivo para continuar ocultándole la desaparición de Ariadna. Si no se lo comunicaba ella, se enteraría en unas horas por otros medios, y obtener el listado podría resultar importante para comprobar si alguno de sus clientes poseía antecedentes penales o estaba siendo investigado, ya fuera por nosotros o por la Interpol; y si no era así, podrían descartar aquella vía y centrarse en otras. Tan importante para avanzar se le antojaba lo uno como lo otro.

Rengel también ejercía de padre, le confesó tras escuchar lo que le había sucedido a la hija de su socio, aunque se apresuró a añadir que se encontraba separado, y la noticia le consternó de inmediato. Descolgó el teléfono al instante y ordenó que le prepararan el listado de empresas, junto con personas de contacto, para que pudiera recogerlo antes de marcharse. Se puso a su disposición para todo aquello en lo que pudiese ayudar y facilitó a Mediavilla el número de teléfono del tercer socio del despacho, Márquez, aunque le reveló que estaría de vuelta de Alemania a la mañana siguiente, por lo que la subinspectora no consideró oportuno ponerse todavía en contacto con él.

Minutos después dejó la asesoría con una carpeta de cartón azul bajo el brazo, y un par de folios en su interior que contenían los datos que había solicitado. Más adelante podría plantearse hablar con los empleados, al menos con los que tuvieran un contacto más directo con Del Cid. Ahora, en cambio, pretendía cumplir el encargo que le había hecho yo y dirigirse al Hospital Clínico Universitario para, poco más o menos, hacer lo mismo que acababa de hacer allí.

Sin embargo, las consecuencias de su siguiente visita, resultarían muy diferentes...

XII

Lo primero que me llamó la atención de Nuria Aguilar fue su marcado acento cordobés. Las zetas y las ces las convertía siempre en eses y hacía gala de ese deje tan característico al hablar que identifica a los cordobeses por donde vayan, sin necesidad de preguntar por sus orígenes, pues en cuanto pronuncian la primera frase, se delatan sin remedio.

En segundo lugar, me sorprendió lo seca que resultaba, al menos por teléfono. No había empleado ni una palabra más de lo necesario en cada respuesta. Si podía, se limitaba a monosílabos, y si no le quedaba otra salida, componía una pequeña oración, pero sin adornos. Nada de saludos ni despedidas; de cortesía o amabilidad. Transmitía una sensación de infelicidad o enfado con el mundo bastante notoria. De cualquier manera, procuré no hacerme una idea hasta no encararla, pues la voz a través de la línea telefónica, a menudo, suele transmitir percepciones equivocadas.

Me contó que se encontraba en su pueblo, disfrutando de una semana de vacaciones. Me citó en un bar sin siquiera molestarse en explicarme cómo llegar a ninguno de los dos lugares; ni al bar ni al pueblo. Afirmó que llegaría allí en un par de horas, y me pidió que no me retrasase demasiado porque quería liquidar pronto este asunto. Intenté que me adelantara alguna respuesta, pero ni se inmutó, remitiéndome al encuentro que acabábamos de concertar.

Antes de llamarla supuse que la encontraría deseosa de hablar con nosotros y arrojar un montón de basura sobre Olivia Madueño, tal y como nos había insinuado Palacios la noche anterior en su casa; pero tras la breve conversación, me asaltaron las dudas. Imaginé que me enfrentaría a una persona celosa de su intimidad, parca en palabras y desabrida de la que no iba a resultar sencillo obtener nada útil.

Avisé a Mediavilla para que se ocupase también de lo referente a la madre, y decidí partir sin más dilaciones que una breve parada en el baño y otra para llenar el depósito de mi viejo Xsara en la gasolinera más cercana.

Conocía bien la zona de la campiña cordobesa, con sus llanuras fértiles y apacibles, adornadas de olivos, pues mi madre nació en un pequeño pueblo llamado Montalbán, que también dejaría a mi izquierda en algún punto del recorrido hacia mi destino. Sobre todo en mi infancia, y también durante mi adolescencia, habíamos acudido con cierta frecuencia hasta el pueblo. Aún conservaba abundante familia allí, compuesta en su mayoría por primos que rondaban mi edad, pero también me quedaban un par de ancianas tías que parecían haber firmado un pacto con el diablo para conservarse inmunes al paso de los años. De vez en cuando me llamaban o, rara vez, tomaba yo la iniciativa de descolgar el teléfono para preguntar cómo iba todo, pero hacía años que no pisaba aquel lugar. La razón de que no hubiera dejado de verlos se hallaba en la playa, a la que casi todos acudían, con más o menos frecuencia, en los meses de verano. Cuando el trabajo o el ánimo me lo permitían, yo les acompañaba, y de ese modo mantenía el contacto e iba conociendo a las nuevas generaciones.

De repente añoré los dulces de la pastelería de Andrea y rememoré la sensación de libertad y paz de la vida en el pueblo. Las costumbres relajadas, los coches que se detenían, uno junto a otro, para que sus ocupantes se saludaran a través de las ventanillas bajadas sin que al que circulaba detrás se le ocurriera hacer uso del claxon. Las calles estrechas, antiguas, la comida abundante, el calor insoportable, el frío seco, las palabras que no conocía, los paseos, el olor a campo, el cielo con más estrellas de las que hubiera imaginado, las casas enormes, los churros de los domingos, el trabajo de sol a sol de mis tíos, las bolsas repletas de todo tipo de verduras que nos ofrecían, el machismo arraigado, la Semana Santa, la sagrada siesta del verano y, por encima de todo, la certeza de que la vida allí discurría más despacio, y a la vez, más auténtica que en Málaga.

Por mi cabeza cruzó la idea de detenerme en el pueblo. Podría llamar a mi primo Paco y comer en Montalbán. Prácticamente, me pillaba de paso. La desviación resultaría mínima. Sin embargo, hasta que no hubiese concluido mi charla con Nuria Aguilar, no sabría cuánta prisa tendría por regresar, por lo que decidí que no merecía la pena hacer planes todavía. En todo caso, determiné que, en cuanto pudiera, visitaría a mi familia y disfrutaría de un fin de semana junto a ellos.

La conversación con Sonia me había traído de vuelta al mundo. De repente, notaba que resurgían los deseos de hacer planes. La vitalidad y la ilusión, que parecían haberme abandonado para siempre, regresaban inopinadamente, sorprendiéndome. Mi hija había puesto en marcha mecanismos oxidados, pero que aún, con el impulso adecuado, funcionaban.

No lo supe al principio, no inmediatamente, pero al poco tiempo, cuando tenía doce o treces meses y daba sus primeros pasos o articulaba sus primeros intentos de decir papá, obtuve la completa seguridad de que aquella niña sonriente y vital sería el motor de mi vida y que todo lo demás palidecería ante sus ojos azules, su piel sedosa y su pelo rizado. Yo, tan obtuso como de costumbre, me empeñé en seguir con mi vida. Mantenía la esperanza de que mi pequeño mundo no resultase alterado por su llegada. Pero Sonia no había sido elegida para dar nombre a una insignificante tormenta tropical, sino a un huracán que arrasó con todo a su paso. Y, la verdad, no puedo quejarme ni dejar de reconocer que aquella devastación tuvo consecuencias muy positivas para mí. Al fin conseguí escapar a los últimos residuos de aquel egoísmo que caracterizaba a cualquier adolescente envejecido como yo.

Estuve a punto de equivocarme y tomar dirección Sevilla, al poco de dejar atrás Antequera. Pronto descubrí, a mi derecha, la enorme silla que anunciaba que Lucena estaba repleta de tiendas de muebles a las que acudían todos los habitantes en cientos de kilómetros a la redonda. Yo también había comprado una buena parte del mobiliario de mi piso allí. Junto a Elena, recorrí almacenes y polígonos hasta encontrar lo que buscábamos a un precio mucho más asequible que el que nos ofrecían en nuestra ciudad. Fueron días ilusionantes ante la perspectiva de dar forma a nuestro hogar. Las decisiones se sucedían veloces, el tiempo escaseaba y el dinero se perdía factura tras factura, sin que las cuentas cuadrasen del todo.

Recordé la canción de Ismael Serrano, Papá, cuéntame otra vez, en la estrofa en la que mencionaba los días de vino y rosas, e intenté ubicar dónde se encontraban los míos; si es que alguna vez disfruté de ellos. Decidí suponer que sí. Que dispuse de momentos felices, cientos, pequeños, secretos, escondidos, vulgares, utópicos, estridentes, insospechados, fugaces, desencantados, odiosos, frágiles, absurdos, añorados, promiscuos, irreverentes, alcohólicos, triunfales, vergonzantes, dolorosos, cegadores, falsos, prometedores, satisfactorios, hirientes, rutinarios, televisivos, fanáticos, ajenos, propios y, todos ellos, pasados, lejanos, ajados y descoloridos.

Mi mundo había resultado como la vida en el pueblo; una foto fija. El mismo decorado con las caras de diferentes generaciones. Se habían sucedido blanco y negro, color, alta definición... Tecnología cambiante para convencerse de que las metas no eran las mismas de siempre; las de tus padres y los padres de tus padres. Las que te ataban a la tierra con siete nudos gordianos, aunque ni siquiera imaginaras que existiesen ese tipo de nudos.

A la altura de Monturque, la negrura del cielo se hizo más intensa y supe que no tardaría en llover. Instintivamente, aceleré con el propósito de evitar la tempestad, pero lo único que conseguí fue zambullirme antes en ella. Los limpiaparabrisas apenas daban abasto ante el empuje del agua. Me obligué a acentuar la concentración, pues la visibilidad resultaba escasa y el momento peligroso. No me gustaba conducir bajo aquellas condiciones, y menos por una autovía cuya inmensidad me daba sensación de abandono en mitad de ninguna parte.

Por fortuna, aquella lluvia intensa no se prolongó más allá de unos cuantos kilómetros, los suficientes para salir de la influencia de alguna nube mal encarada que añoraba los tiempos en que Noé recorría el mundo en su arca cargada de animales.

Recordé el propósito que me había marcado al empezar la jornada; el de dedicar mis pensamientos en exclusiva a Ariadna del Cid Madueño, y me sentí profundamente culpable. Llevaba ya más de una hora de viaje y ni siquiera me había acordado de ella. Había dejado, una vez más, que mi nostalgia, mis recuerdos y mis fantasmas ocuparan el lugar de aquella niña que luchábamos por encontrar.

Decidí centrarme en mi trabajo y dejar de lado lo demás. Me dirigía a hablar con una persona que conocía bien al que, hasta ahora, parecía el único personaje discordante en la historia. Pensé que resultaba demasiado sencillo que la madre hubiese raptado a su hija, y volvió a acompañarme el sentimiento de que todo aquello se complicaría mucho más.

Si Nuria Aguilar se encontraba resentida con Olivia Madueño, sus revelaciones no resultarían, precisamente, objetivas. La labor de Mediavilla en el hospital se me antojaba más importante si cabe, pues las opiniones que pulsara no se hallarían tan contaminadas, e incluso podrían ofrecernos una perspectiva diferente de cómo se vivió desde dentro la relación entre ambas, y el recuerdo que guardaban sus compañeros sobre la salida de Nuria.

Yo sabía que nos encontrábamos ante un día clave para la investigación. No solo por las pesquisas de Mediavilla en los centros de trabajo de los padres y mi conversación con Nuria Aguilar, sino también por el visionado de los vídeos de seguridad, pues juzgaba fundamental ir encontrando una explicación medianamente lógica a la desaparición de la niña en el interior de un ascensor. Ese punto, por mucho que pretendiésemos continuar sin prestarle atención, interfería en todo lo demás. Si ni siquiera podíamos establecer cómo desapareció, no parecía sensato hablar de quién lo hizo o dónde se encontraba Ariadna.

Algo golpeó el parabrisas. Bandadas de pájaros, cuya especie desconocía, volaban sin rumbo sobre mi cabeza, tan alterados como conductores en mitad de un atasco. Los primeros reflejos de un sol tibio despuntaban en la lejanía. Acaso componían la melodía de una promesa en un horizonte oscuro al que me acercaba.

Comprobé la temperatura en la pequeña pantalla digital del coche. Apenas cuatro grados. El frío seco me atería la manos al volante. No hacía falta pasar de Despeñaperros para sentir una buena rasca, aunque algunos castellanos vivieran en la firme convicción de que en Andalucía usábamos la palabra frío cuando el mercurio bajaba de veinte grados.

Observé el indicador de Montilla. Faltaba ya poco para dejar la autovía y adentrarme por carreteras secundarias, comarcales en su mayoría. Intenté concentrarme para no dejar atrás mi salida. Aquel podía considerarse el único punto crítico del recorrido, así que por unos minutos dejé aparcados otros pensamientos y el gris del asfalto colmó mis cavilaciones con su monotonía dictatorial e inflexible.

Alcancé, al fin, tras acertar en un par de endiabladas rotondas, con la dirección correcta, la carretera que unía La Rambla con el municipio sevillano de Écija, famoso por sus torres. Me relajé. La primera parte del viaje había concluido sin extravío y ahora me adentraba en un mundo diferente, en el que podía toparme con un tractor en cada cambio de rasante.

Los campos presagiaban un cercano esplendor en sus colores, mas todavía se mostraban amarillos y apagados a la espera de que la primavera los pintara en tonos más alegres. Pronto el trigo acotaría la calzada aunque, en esta primera parte, reinaban las naves que se dedicaban a la fabricación de cerámica u otras en las que decenas de mujeres clasificaban y empaquetaban ajos sin descanso.

Un nutrido grupo de ciclistas deceleró mi paso con sus llamativos maillots fluorescentes hasta que pude aprovechar una larga recta para dejarlos atrás con seguridad.

Pronto La Rambla quedó a mi izquierda, y pocos minutos más tarde, mientras extensas parcelas de tierra cultivable se abrían a mi derecha, también el pueblo de mi madre quedó atrás, sin que ningún sentimiento especial me embargara por ello. Supuse que el depósito de melancolía se encontraba casi vacío después de haberlo usado tanto en lo que iba de mañana.

Por segunda vez, había logrado escapar a un pasado que parecía perseguirme pese a que ahora existía un futuro llamado Seattle en mi punto de mira. Nunca había acudido a la consulta de un psicólogo, pero imaginé que si compartiera mis pensamientos con alguno, puede que juzgara mi estado al borde de la depresión. Sí, yo sabía que llevaba mucho tiempo tonteando con ella, demasiado quizás, pero si hasta entonces había logrado esquivarla, no encontraba motivos para caer en un momento como aquel.

Entre los policías, como entre los profesores, no resultaban extraños los problemas psicológicos. En mi profesión te enfrentabas cada día a las miserias de un mundo podrido y, muchas veces, esa misma podredumbre se introducía en tu cabeza y se extendía como un cáncer fuera de control. Contemplar el sufrimiento y la injusticia, sin que en algún momento superaran tus barreras, se me antojaba imposible. Por si fuera poco, la escasez de plantilla, la acumulación de tareas pendientes y los casos sin resolver pesaban como una losa sobre cualquiera que dispusiese de una mínima conciencia. A menudo, constatar que no podías dedicar ni un minuto de tu tiempo a problemas realmente serios de gente que se había puesto en tus manos, te desanimaba por completo. Con los años, se iba formando una costra que inmunizaba contra cualquier situación, pero a la vez conseguía que te sintieras menos humano y más alejado del propósito por el que ingresaste en el cuerpo, sumiéndote en la desazón más absoluta.

Me pregunté cómo le iría a mis compañeros, qué estarían haciendo en ese preciso instante. Corrales y Santos debían seguir sentados frente a unos monitores y repasando los vídeos. Una tarea no divertida para nadie, pero para Pat, siempre tan activo, especialmente insoportable. Me arrepentí de haberle encargado ese cometido. Debería haber dejado solo a Corrales con los vídeos, como decidimos en un primer momento, y que Santos se ocupase de visitar el hospital. Me lo hubiese agradecido, y, probablemente, también Corrales, que estaría increpándolo por levantarse cada tres minutos de su silla y no dejarlo trabajar en paz.

Mediavilla, si no se encontraba en mitad de algún atasco, acaso habría liquidado el tema de la asesoría y se ubicara ya en el trabajo de Olivia, o a punto de llegar a él. Decidí que, cuando me encontrase a las afueras de La Carlota, me detendría y hablaría con ella. A lo mejor podría ofrecerme información valiosa sobre Nuria Aguilar, que me diese alguna baza que jugar antes de enfrentarme con ella.

Hacía tiempo que no emprendía viajes tan largos en coche, y empezaba a notarme algo cansado. De repente, no lograba encontrar una posición cómoda al volante y el dolor de espalda pronto hizo acto de presencia, para recordarme no solo que ya no vivía mi juventud, sino que aquella época ya nunca regresaría. Puede que la bajada resultase tan larga como la subida, pero me encontraba ya en esa parte de mi vida en la que el final se percibe con cierta claridad.

Nunca he temido a la muerte, ni esperado nada más allá de ella, pero admito que con los años su presencia se acrecienta en mis pensamientos hasta hacerse con una parte de mí. Una molesta e infatigable compañera de viaje que, como una brújula, me recuerda constantemente la dirección a seguir.

Tras una ligera ondulación del camino, la iglesia de Santaella, con su imponente torre, comenzaba a vislumbrase en el horizonte. La postal típica de aquel pueblo de la campiña me recibía entre nubes y claros, igual que una aparición celestial en mitad de llanuras interminables, antaño recorridas por bandoleros de leyenda, como «Los siete niños de Écija».

El primer tono de aviso me cogió desprevenido, pero antes de que la segunda señal se extinguiese, conseguí descolgar.

—Si estás conduciendo —adivinó Mediavilla—, será mejor que te detengas en el arcén y me devuelvas la llamada, tengo algo importante que decirte.

Podía haberme echado a un lado en ese mismo instante y meter mi viejo Xsara en cualquier cuneta llena de barro al borde de los campos, pero recordé que me hallaba a un par de minutos del cruce en el que se encontraba el hotel Doña Aldonza, junto a una serie de almacenes y naves industriales; así que, pese a la urgencia del momento, conseguí dominar mis nervios y llegar hasta el aparcamiento exterior del establecimiento antes de contactar con mi compañera.

—Olivia ya no trabajaba en el hospital —me espetó a bocajarro.

—¿Cómo? —Me revolví, inquieto.

—Pidió una excedencia voluntaria, y hace aproximadamente un mes que dejó su puesto.

XIII

La voz de Mediavilla, siempre diáfana, mostraba una excitación tan inusual como comprensible ante la revelación que me ofrecía. Durante unos segundos, los dos permanecimos en silencio ante el nuevo golpe que nos propinaba el caso. Olivia Madueño escondía tantas sorpresas que comenzaba a convertirse en un quebradero de cabeza bastante notable. Nunca había afrontado tantas novedades, y de semejante envergadura, en menos de veinticuatro horas de investigación. Me pregunté si aquel carrusel de sorpresas se detendría en algún momento o si, por el contrario, seguiría girando indefinidamente, hasta marearnos a todos.

Tras valorar el premio gordo, sin extraer ninguna conclusión útil, aproveché la coyuntura para que Mediavilla me relatase si había averiguado algo más, en especial lo referido a Nuria Aguilar.

Me contó que, durante un par de años, había mantenido una relación muy estrecha con la madre de Ariadna, pero que de repente dejaron de hablarse y hasta de mirarse. Nadie conocía con exactitud las razones de aquel distanciamiento, pero, al parecer, el origen podría hallarse en el mal diagnóstico que hizo Nuria de una enferma de cáncer. Esta pidió una segunda valoración y Olivia refutó la opinión de su amiga.

Incluso a riesgo de retrasarme más de lo que Nuria Aguilar juzgase oportuno, decidí entrar en la cafetería del hotel y tomar algo. Necesitaba apaciguar mi mente antes de conversar con ella. Demasiados pensamientos bullían sin orden. En ese momento no me encontraba capacitado para preguntar nada a nadie.

Pedí una Coca-Cola y, tras titubear y sentirme culpable, un bocadillo de tortilla. Por unos momentos, la deliciosa esponjosidad untada en mayonesa de la patata con leve sabor a cebolla, me permitió desconectar por completo, mientras un par de individuos, con sucios monos de trabajo que una vez, presumiblemente, lucieron un color azul marino, apuraban sus copas de aguardiente y me observaban como a un florero fuera de lugar mientras hablaban con acento de la tierra sobre maquinaria agrícola y tratamientos contra las plagas.

Cuando estimé que mi nivel de adrenalina en sangre había descendido lo suficiente como para poder conducir hasta La Carlota, pedí la cuenta que, como siempre por aquellos parajes, me pareció excesivamente barata, y dejé el local dando los buenos días a los presentes, que me saludaron con el inconfundible brillo del alcohol en la mirada. Y es que, tras un par de intentos por abandonar el local que habían desembocado en sendas rondas de aguardiente, se habían abandonado, al fin, a su suerte y ahora filosofaban sobre la importancia de Manolete en la cultura popular contemporánea.

Una vez en el coche, procuré ordenar mis ideas y recapitular, en la medida de lo posible, para pergeñar una estrategia válida con la que abordar a Nuria Aguilar sin que la situación me desbordara. Apremiado por las circunstancias, la tarea no se me antojaba sencilla, más que nada porque la amiga de Palacios no parecía alguien fácil de manejar, o al menos esa impresión me dio por teléfono.

Cuando reemprendí mi camino, la amenaza de lluvia se había disipado. El sol se abría paso con dificultad, mientras el viento del norte barría las últimas nubes oscuras, sustituyéndolas por otras blanquecinas, de apariencia inofensiva.

Todos los caminos conducían a la doctora Madueño y no a Roma, como decía la gente. ¿Cómo se las habría arreglado para simular que seguía trabajando durante más de un mes? Tal vez, supuse, le hubiera contado a su marido que se encontraba de vacaciones, aunque algo me hacía sospechar lo contrario. Puede que emplease el tiempo en preparar su prodigiosa espantada, llevándose con ella a su hija.

Aunque continuaba sin cuadrarme del todo que ella mantuviera a su hija oculta, debía reconocer que la acumulación de mentiras y referencias a su comportamiento pasado, la situaban, por el momento, muy cerca de la condición de sospechosa de la desaparición de Ariadna. En cuanto llegase a Torremolinos, convocaría una nueva reunión del grupo de investigación y, salvo que los vídeos indicaran otro camino, deberíamos considerar seriamente centrar todos los esfuerzos en encontrar a Olivia Madueño, intentando determinar a qué se había dedicado en ese mes de excedencia. Nos veríamos obligados a reconstruir sus pasos, sacar a la luz su vida detrás de la cortina. Y lo mismo valía para su supuesto viaje a Toledo. Averiguar sus movimientos del fin de semana en que desapareció la niña resultaba vital. ¿Disponía de una segunda vivienda en la que pasar unos días aguardando el momento oportuno, o se había alojado en algún hotel cercano a su domicilio?

Cuando me quise dar cuenta, estaba entrando a La Carlota y pidiéndole a un señor mayor, que caminaba junto a un pequeño perro, que me indicara cómo llegar hasta el bar en el que me había citado con Nuria Aguilar. No había definido ninguna estrategia, así que improvisaría sobre la marcha. Tampoco me parecía tan complicado. En el fondo, el único tema que me interesaba era su relación con la madre de Ariadna, y a eso me dedicaría.

Una mujer de unos treinta y cinco años, larga melena rubia y que vestía un enorme abrigo de paño gris que alcanzaba hasta las rodillas de los vaqueros negros, esperaba en la puerta. Sus ojos azules destellaban glaciales, a la vez que ayudaban a componer un rostro de belleza celestialmente desangelada.

—Soy el inspector Van der Hayden. —Probé fortuna con la desconocida.

Ella me estrechó la mano al tiempo que confirmaba su identidad y me indicaba que pasáramos al interior para resguardarnos del frío reinante.

Buscamos una mesa apartada, casi en una esquina. Ella pidió una copa de tinto y yo otra Coca-Cola.

—Cuando Enrique me avisó de que me llamarían, no imaginé que pudiera ser tan pronto, la verdad.

—Todavía no disponemos de muchos hilos de los que tirar —le confesé—, y usted es uno de ellos. En casos como este, con la desaparición de una niña, hay que actuar con rapidez. Las primeras horas pueden marcar la diferencia entre un desenlace feliz o uno trágico.

Asintió. Consideré que su actitud no escondía hostilidad. Sin embargo, la parquedad de sus gestos y la distancia que ponía entre ella y el mundo me descolocaban y no me permitían desentrañar sus pensamientos.

—Si no me equivoco —rompí el hielo, o al menos eso intenté—, usted trabajó junto a Olivia Madueño durante unos años.

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