Ari

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Ari

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—Tres —afirmó escuetamente, mientras se mojaba los labios con el vino, por primera vez.

—En esos años, ¿cómo calificaría su relación con ella? ¿Llegaron a convertirse en amigas?

Su mirada se perdió primero en algún punto indeterminado por encima de mi hombro izquierdo, para después centrarse en la copa de tinto, con la que empezó a juguetear, rodeándola con sus dos manos, como decidiendo si daba o no otro trago mientras, supuse, también meditaba sobre qué responderme, sobre si de verdad Olivia Madueño y ella habían mantenido una amistad o aquella relación resultó poco más que un espejismo entre la arena del desierto.

Finalmente, bebió un buen trago antes de hablar.

—Sí, nos hicimos amigas. Pasábamos muchas horas juntas en el trabajo y, poco a poco, empezamos a desarrollar más confianza y a quedar alguna vez fuera del hospital para ir de compras o para tomar una copa.

—En esa época, ¿qué opinión le merecía Olivia?

—Me parecía una gran profesional. Una persona, como yo, dedicada a su trabajo, a su verdadera vocación. Alguien en quien se podía confiar.

—¿Qué sabe de la relación que mantenía con su marido? ¿Alguna vez la puso al tanto de sus problemas personales?

—Hasta donde yo conozco, su matrimonio marchaba bien. Tampoco disponían de mucho tiempo para pelearse. Los dos trabajaban un montón de horas, y eso, unido a las guardias y los turnos de Olivia, hacía que coincidiesen poco.

—¿Qué opinión tenía usted de José Alberto del Cid?

—No lo conocí mucho. Un tipo normal, supongo. Algo pijo, quizás.

—¿A qué se refiere?

—Ya sabe, a la forma de vestir, siempre impecable; a la gomina en el pelo y ese tipo de cosas.

—¿Resultaba arrogante?

—No creo que llegara a tanto, pero ya le digo que no lo conocí en profundidad. Algún fin de semana salí a comer con ellos, poco más charlé con él.

Por el momento, no consideré que hubiese ningún otro asunto accesorio que aclarar. Dudé si preguntarle de qué conocía al comisario, pero lo descarté al punto por intrascendente, además de que, sin saber muy bien por qué, me dio la impresión de que si pisaba ese terreno podría patinar y acabar por los suelos; algo que para nada deseaba, por mucho que me picase la curiosidad por conocer qué clase de vínculo existía entre ambos.

Había llegado, pues, la hora de pasar de los preliminares al meollo de la cuestión; al motivo que un par de años antes había hecho estallar su amistad con la doctora Madueño. Mi objetivo consistía en lograr que Nuria me diera todos los detalles al respecto para que yo pudiese hacerme una idea más clara sobre la personalidad de Olivia y, a la vez, valorar cuánto de verdad y cuánto de resentimiento había en el relato de mi interlocutora. No iba a resultar sencillo, pero sí crucial o, al menos, tal convencimiento albergaba yo.

Justo entonces, la banda sonora original de El señor de los anillos estalló con fuerza en su teléfono. Ella lo cogió con fastidio mientras, con un leve gesto de disculpa, se alejó de mí en dirección a la calle. Prefería el frío antes que mi compañía para atender la llamada. La improbable, pero malévola, suposición de que se tratase de Olivia Madueño cruzó apresuradamente por mi cerebro, obligándome a esbozar una sonrisa. A fin de cuentas, una nueva sorpresa apenas resaltaría en un informe plagado de ellas.

Aproveché para echar una mirada a la enorme pantalla de televisión que presidía el local. Un montón de chicas guapas, luciendo generosos escotes, competían por un musculoso individuo de sonrisa Profident y desconcertante gesto reflexivo. La presentadora se esforzaba por dar enjundia a una conversación de patio de colegio sobre sentimientos impostados, disfrazándola con profundos y sesudos análisis, que trascendían lo humano para alcanzar a menudo la esencia misma de lo sobrenatural.

De vez en cuando me cercioraba de que Nuria Aguilar no se hubiese dado a la fuga. Su conversación telefónica se prolongaba más allá de lo deseable. Mi escasa paciencia comenzó a resentirse. Desde dentro no alcanzaba a escuchar nada ni a observar con claridad la expresión de su rostro, pero imaginé que sería algo importante lo que la retenía alejada de mí tanto tiempo.

Miré el reloj y consideré seriamente la posibilidad de poner fin a la llamada haciendo valer mi condición de agente de policía, responsable de una investigación, venido desde muy lejos solo para hablar con ella; pero antes de que me decidiera, observé con alivio que entraba de nuevo mientras guardaba el móvil en su bolso.

—¿Puedo hacerle una pregunta, inspector? —dijo, cogiéndome totalmente desprevenido.

—Claro —balbucí, sin saber muy bien qué decir. Se suponía que el encargado de hacer las preguntas era yo.

—Su apellido es extranjero, ¿verdad?

—Eh..., sí, holandés —respondí, reponiéndome de la sorpresa.

—Pues su acento no lo parece.

De repente, me pareció entender lo que buscaba con aquellas preguntas. Por alguna razón, la extensa charla telefónica la había puesto nerviosa y, desviando la conversación conmigo hacia temas intrascendentes, pretendía serenarse antes de afrontar la cuestión principal, que tanto ella como yo sabíamos que me había traído hasta allí. Así que decidí relajarme y facilitar sus propósitos, convencido de que estos, a su vez, ayudarían a los míos.

—Mi familia, por vía paterna, procede de los Países Bajos. Pero mi padre nació en Tarragona y yo en Lanzarote.

—Vaya, así que es a partes iguales holandés, catalán y canario —dedujo mientras apuraba la copa de vino y hacía ademán de buscar al camarero para pedir otra.

—También escondo una parte cordobesa.

—¿De verdad? —preguntó con más interés.

—Mi madre nació en Montalbán.

—Vaya, eso está aquí al lado. Así que ya conocía esta zona.

—En efecto, aunque confieso que hacía mucho que no venía por aquí.

El camarero trajo la segunda ronda. En el gesto de Nuria adiviné la autorización para reiniciar la charla sobre Olivia Madueño y su relación con ella, por lo que me lancé sin aguardar ni un instante.

—Antes de que sonara el teléfono, recordábamos la época en la que usted y la doctora Madueño, además de compañeras de trabajo, mantenían una buena relación de amistad. ¿Qué ocurrió para que se rompiera?

—Me la jugó para conseguir un ascenso; así de sencillo —contestó con una rapidez que me desarmó.

—Explíquese, por favor —le pedí.

—A la persona que ejercía el cargo de jefe del servicio de cirugía le quedaban apenas unos meses para jubilarse. Tanto Olivia como yo formábamos, junto con otro compañero, la terna de candidatos para asumir el puesto; pero ella, valiéndose de un engaño, consiguió a la vez hacer méritos y desacreditarme, por lo que finalmente obtuvo lo que pretendía. Yo opté por el traslado.

—¿Qué hizo exactamente?

—Yo me encargaba de una paciente llamada Ascensión Risdruejo. Las pruebas demostraban que la señora padecía un tumor en el pulmón, demasiado grande para operarse. El diagnóstico se manifestaba sencillo, aunque brutal: no le quedaban más que unos meses de vida.

Hizo una pausa para mojarse los labios con el vino en un gesto casi automatizado, sin mirar siquiera la copa ni mirarme tampoco a mí. Ahora parecía abstraída en otro mundo, el de sus fantasmas personales, deduje.

—La familia pidió una segunda opinión y, para mi sorpresa, Olivia dictaminó que el cáncer resultaba operable. La diferencia residía en el tamaño del tumor. El de sus pruebas, en solo unos días, había menguado milagrosamente. Solo cabía una explicación. Alguien me dio unas radiografías de otra paciente para que yo me confundiera y, la única persona que podía hacerlo, se llama Olivia Madueño.

XIV

La conversación se prolongó lo justo para que Nuria disipase mis sospechas sobre el tercer candidato al ascenso. Cuando le pregunté si ese tercero en discordia no hubiera podido alterar las pruebas, puesto que también aspiraba al cargo, me respondió que resultaba imposible de todo punto, pues se encontraba de viaje de novios en Honolulu o en algún otro paraíso lejano cuyo nombre nunca logré retener. De todas formas, le pedí que me facilitara sus datos, por si en el transcurso de la investigación juzgaba oportuno hablar con él.

Nos despedimos con la frialdad propia del clima y del carácter de la doctora Aguilar que, al menos, pagó la cuenta y me deseó suerte en la tarea de encontrar a la hija de su enemiga. Me pareció una mujer sincera, directa y, desde luego, resentida pero sin perder de vista la realidad ni dejar que sus sentimientos afectasen a sus percepciones.

En cuanto arranqué, se dio la vuelta. Juraría que echó mano a su teléfono móvil. Reconozco que el detalle me inquietó. Acababa de mantener una larga conversación justo antes de que yo pudiera plantearle las preguntas clave, y ahora, un instante después de responderme, se refugiaba de nuevo en el móvil. Por supuesto, podía hallarme ante una casualidad. Quizá el asunto no guardara ninguna relación conmigo. Puede que antes cortase la comunicación a medias, para que yo no me desesperara, pues sabía que la aguardaba en el interior del bar, y ahora la retomase; o que, simplemente, llamase a otra persona. Sin embargo, algo en mi interior me decía lo contrario. Las casualidades solían esconder señales, para quien las supiese leer. ¿Palacios? La posibilidad resultaba bastante lógica. Él sabía que hablaríamos con ella. También le gustaba tenerlo todo controlado. ¿Había algo que ocultaba en su relación con Nuria Aguilar, que pudiese guardar relación con el caso, o simplemente deseaba conocer de primera mano cómo hacía mi trabajo? Todo aquello no me pareció más que una digresión que me alejaba de mi objetivo principal, sin aportarme nada. Así que, simplemente, lo aparté de mi pensamiento.

Acorté la duración del viaje de vuelta a base de pisar a fondo el acelerador, exprimiendo al máximo las exiguas prestaciones de mi viejo vehículo. Ya no evocaba el pasado ni a mi familia. Mi cabeza no disponía de espacio para inútiles nostalgias ni destellos de un futuro diferente construido a partir de mi hija. Solo podía, y quería, pensar en Ariadna, y en cómo haríamos para encontrarla lo más pronto posible; para devolverla a su hogar, a su entorno, al maravilloso y protegido lugar del que una niña de su edad nunca debió ser arrebatada.

En la parte final de mi conversación en La Carlota, un pensamiento, una conexión inverosímil, se había establecido en mi cerebro, pero había ocurrido de una forma tan fugaz que no había conseguido retenerla y ahora me devanaba los sesos por recordarla. En el instante, la consideré absurda y por eso la descarté, pero ahora que me parecía importante no conseguía traerla de vuelta.

Seguí martirizándome unos minutos hasta que me di por vencido, sabiendo que tarde o temprano reaparecería para quedarse. La experiencia de años de servicio me decía que las intuiciones relevantes acababan regresando, porque se basaban en hechos relacionados con el caso, y cuando los avances de la investigación me prepararan para ello, aterrizaría para darme una nueva perspectiva de los hechos. Aunque, por supuesto, nada garantizaba que la nueva dirección me condujera a un final feliz. A veces sucedía que lo complicaba todo mucho más, llevándome a un callejón sin salida.

Una vez coroné el puerto de Las Pedrizas, el tiempo empeoró. El viento racheado balanceaba mi coche sin piedad mientras, a mi derecha, los rayos atacaban los campos por doquier, con un estruendo ahogado por la abundante lluvia.

Después de dejar a mi derecha Casabermeja, con su famoso cementerio observando el escaso tráfico de la autovía, la tempestad decidió tomarse un respiro y me permitió relajar los músculos y soltar un poco de la tensión acumulada durante los últimos kilómetros. El reloj marcaba las tres de la tarde, pero la oscuridad reinaba en el horizonte anunciando una noche larga y aterradora, en la que ni los lobos se atreverían a salir de sus guaridas y los niños buscarían cobijo junto a sus padres, mientras yo me acurrucaría arropado por mis propios miedos.

Mis tripas comenzaron a sonar, componiendo una melodía de hambre improvisada. Me di cuenta de que el bocadillo de tortilla que me tomé en Santaella no serviría para engañar a mi estómago mucho más tiempo, así que decidí detenerme en la primera estación de servicio con que me topase y pedir otro similar, que me sustentara al menos durante unas horas.

Tras parar lo preciso para comer, e intercambiar unas frases sobre la tempestad que nos asediaba, reinicié el viaje hasta Torremolinos con energías renovadas, aunque con una ligera somnolencia amenazando con cerrarme los ojos en mitad de cualquier recta. Me arrepentí por no haber bebido otro refresco de cola, pero, no sin esfuerzo, conseguí mantenerme despierto y llegar de una pieza a mi destino.

Apenas entré en la comisaría, el recepcionista de turno me hizo una señal para que me acercase y me indicó que mis tres compañeros me esperaban arriba.

—¿Los tres? —pregunté extrañado.

Asintió, por lo que no quise insistir. Corrales y Santos debían estar visionando las imágenes de seguridad. Puede que se encontrasen arriba, pero desde luego no podían estar aguardándome sin más. Debía ser, por tanto, un error.

Unos instantes después, descubrí que, como de costumbre en esta investigación, el equivocado era yo.

—¿Vamos a la sala de interrogatorios o necesitas vaciar el depósito? —me preguntó Pat Santos.

—Tenemos algo —anunció Corrales.

Me encaminé a la sala mientras me preguntaba si al fin habríamos conseguido desentrañar lo sucedido en el ascensor y, si así había sucedido, por qué nadie contactó conmigo para ponerme al tanto de una cuestión tan importante.

Durante un buen rato se dedicaron a mostrarme las imágenes en un portátil. Primero de la mañana del viernes, cuando Olivia Madueño, empujando una elegante maleta roja, abandonaba su vivienda, entraba en el ascensor y dejaba posteriormente el edificio para acudir a su inexistente congreso en la bella ciudad de Toledo.

Después mucha gente que entraba y salía a cámara rápida. No porque caminara muy deprisa, sino porque Corrales había decidido que podíamos prescindir de un montón de horas entre el viernes por la mañana y el sábado por la noche. Ahí pausó la grabación y, antes de continuar avanzando, me avisó:

—Ahora viene lo bueno.

Una mujer o, al menos alguien que parecía una mujer, atravesaba el rellano de la planta baja y se introducía en el ascensor. Desde luego, nos encontrábamos en invierno. El tiempo llevaba días siendo frío, pero aquella persona no parecía haberse vestido para protegerse del frío, sino de las cámaras. Llevaba gafas oscuras, la capucha del abrigo sobre la cabeza y caminaba mirando ensimismada al suelo, como si avanzara por un campo de minas en lugar de por un suelo de mármol de una urbanización de lujo en la Costa del Sol.

Con todo, su atuendo no resultó lo que más me sorprendió. En cuanto se abrieron las puertas y salió, en la misma planta en la que había entrado, me dirigí a Corrales.

—¿Cuánto tiempo ha pasado ahí dentro?

—Seis minutos y doce segundos.

—Seis minutos parada en la planta baja.

—Exacto. Y justo a la mañana siguiente, Ariadna del Cid entra en el mismo ascensor y desaparece.

Meneé la cabeza. Decenas de preguntas se agolpaban otra vez en mi cabeza esperando una respuesta que no iba a obtener de inmediato. Vale, con absoluta seguridad podíamos afirmar que alguien había manipulado de alguna manera el ascensor, pero, cómo lo había conseguido continuaba siendo un misterio.

—¿Otras personas utilizaron el ascensor entre que ella salió y la niña entró?

—Sí —admitió Santos, sabiendo que me disponía a echar por tierra esa afirmación tan optimista de que teníamos algo.

—Solo tenemos otra sorpresa. Nada más.

Me sentí derrotado. Me excusé para huir durante unos minutos al baño y que no notaran mi estado de ánimo. Esa mujer, suponiendo que la imagen correspondiese a una mujer, había abandonado el edificio diez horas antes de que Ariadna desapareciese. Tras ella, otros individuos habían usado el ascensor, sin que nada extraño sucediese. Todos los que habían entrado habían salido sin demora. Mi cabeza se encontraba a un paso de explotar, llevándose por delante todo cuanto hubiese a su alcance, cuando, de repente, aquella absurda conexión, que había cruzado por ella en La Carlota, reapareció.

No guardaba relación con el ascensor, sino con la disputa entre Nuria Aguilar y Olivia Madueño. La primera dictaminó que el tumor de su paciente resultaba inoperable y que le restaba poco tiempo de vida. Sonreí. Yo también había recibido un diagnóstico como aquel y continuaba viviendo.

En cuanto terminara la reunión mantendría una larga conversación con Duende. Esta vez no le cabría otro remedio que explicarme su don, y quizás con eso pudiera entender otras situaciones. Se trataba de algo cogido por los pelos, pero la conexión existía, y en eso consiste la labor de un investigador, en conectar indicios para dar sentido a otros.

Regresé con ánimo renovado. Insté a Mediavilla a que nos informara minuciosamente de sus dos visitas de aquella mañana, algo que ella realizó con diligencia, prodigándose en detalles que siempre me preguntaba cómo conseguía retener en la memoria, sin recurrir jamás a un bloc de notas.

El padre seguía apareciendo como un tipo predecible e insulso, tanto que comenzaba a mosquearme la falta de novedades con respecto a su actividad. El contraste con su mujer resultaba escandaloso. Aún no había concluido de dar forma a este pensamiento, cuando Corrales lo verbalizó.

—No me creo que el padre sea tan aburrido. Me hace sospechar.

—Ten en cuenta —intervino Mediavilla, aportando un punto de cordura— que solo llevamos un día. El padre ocultará sus miserias, como cualquiera, pero todavía no hemos dispuesto del tiempo necesario para descubrirlas.

Por supuesto, andaba en lo cierto, pero el ritmo vertiginoso de revelaciones en que se había transformado el caso hacía que todos esperásemos que aquella velocidad se contagiase al resto de implicados.

—Ahora sí que parece claro que hay que centrarse en Olivia Madueño —opinó Corrales.

—Sí —concedí—, pero primero hay que llamar al padre para que venga a ver el vídeo y nos diga si tras el camuflaje de esa persona reconoce, o al menos intuye, a su mujer. También habrá que preguntarle si ella ha vuelto a casa, tal y como especulaba esta mañana Pat; aunque supongo que, si hubiera sido así, ya nos habría avisado.

Santos desvió la mirada, como si ahora la audacia que había mostrado hacía unas horas, al plantear aquella teoría sobre la no desaparición de Olivia Madueño, le pesase como una soberana metedura de pata. Las investigaciones avanzaban así. Las ideas que considerábamos brillantes, o al menos plausibles, se transformaban con el paso del tiempo en absurdas o, al revés, lo imposible se convertía en obvio. Yo debía mantener el ambiente adecuado para que esas ideas, equivocadas o no, siguieran surgiendo, para que nadie se guardara ninguna dentro por miedo a hacer el ridículo o a quedar señalado por su falta de tino.

Si el padre reconocía a su mujer en las imágenes, no habría duda de que el cien por cien de nuestros esfuerzos se centrarían en ella. En cambio, si no lo hacía, nos enfrentaríamos a la obligación de mantener algún otro camino abierto, pero la cuestión residía en cuál, puesto que no existía por el momento nada que comprometiera a nadie, salvo a la doctora.

—Supongamos —tomé la palabra— que el marido descarta taxativamente que la persona del vídeo sea Olivia, ¿qué nos quedaría entonces?

—Dudo que vaya a darnos una respuesta tan contundente, ni a favor ni en contra —me respondió Mediavilla—. La mujer de las imágenes, suponiendo que sea una mujer, va demasiado tapada para que un reconocimiento, positivo o negativo, resulte sencillo.

—De acuerdo —admití—. Pero supongamos que ocurre así, que haya algo, no sé, en su forma de caminar, por ejemplo, que le lleve a afirmar con rotundidad que no es ella, ¿en qué lugar nos dejaría eso?

—En mi opinión —intervino Corrales—, nos dejaría en la misma situación. La conducta de la madre ha sido errática. No disponemos de ningún otro hilo que resista un buen tirón, así que sea cual sea el resultado de la identificación, deberíamos centrarnos en Olivia Madueño.

—No opino lo mismo —repliqué—. Si el marido se muestra firme respecto a que la mujer del ascensor no es su esposa, entonces, como mínimo, tendremos que averiguar quién es; porque, contra la doctora, lo que tenemos hasta ahora resulta, desde luego, muy sospechoso, pero nada directamente relacionado todavía con el caso. En cambio, esa persona se dedicó, presumiblemente, a manipular el ascensor en el que solo unas horas más tarde desapareció la niña, por tanto, se convertiría en la principal responsable de la desaparición.

Santos suspiró, y aquello fue el primer signo en varios minutos de que continuaba en la sala. El patinazo anterior le mantenía más cauteloso que de costumbre, pero yo no le quería así, de modo que lo involucré en la conversación.

—Di algo, Pat.

Santos se mesó el cabello con la mano izquierda. Después se levantó antes de contestar.

—No sé, Holandés, la del vídeo debe ser ella, estoy seguro; pero claro, esta mañana estaba seguro de lo contrario y la cagué. Así que ando un poco despistado en este caso; esa es la verdad.

—Todos nos sentimos igual. —Le animó Mediavilla.

—Lo que me gustaría dilucidar es si nos quedarían otros caminos que recorrer en caso de que la persona del vídeo no fuera Olivia Madueño. Si es ella, todas las piezas encajarán y nos dedicaremos a reconstruir su vida en las últimas semanas, concretamente desde el momento en el que dejó su trabajo en el hospital. Pero si no fuera ella, os confieso que desconozco hacia dónde nos dirigiremos.

Los tres meditaron sobre el planteamiento que les proponía. Mi intención consistía en prepararnos para el peor escenario posible, pues actuar con rapidez seguía siendo una prioridad para mí y no me apetecía permanecer parado, desperdiciando horas en la toma de decisiones, mientras Ariadna seguía en paradero desconocido. Necesitábamos, pues, anticiparnos a cada momento, que nuestros planes anduviesen un paso por delante de los indicios para, de ese modo, optimizar nuestros recursos.

—Supongo —se atrevió Corrales— que deberíamos mostrar el vídeo al resto de vecinos. Primero a los del mismo bloque y, después, a los porteros y al resto de la urbanización, por si alguien reconoce, o cree reconocer, a la persona; o por si mientras entraba o salía de allí coincidió con otro vecino, que pueda darnos más detalles.

—Sí —apoyó Mediavilla—, no se me ocurre nada mejor.

—Deberíamos profundizar en los negocios y en el carácter del padre —añadió Santos.

—Sí —intervine—, además de reconstruir el último mes de la madre.

—No crees que seamos capaces de hacer todo eso a la vez, ¿verdad? —preguntó Mediavilla, intuyendo cierta desazón en mi tono.

—No sin emplear semanas en hacerlo.

—Entonces deberíamos pedir refuerzos —concluyó Corrales.

—Dudo que Palacios nos los conceda si no le mostramos una pista clara que seguir. Poner a toda la comisaria a trabajar en tres caminos diferentes, y con un montón de interrogantes sobre la mesa, no le parecerá sensato.

Comprendieron que yo llevaba razón, que si José Alberto del Cid no reconocía a su mujer entrando en el ascensor, el caso se complicaría de tal forma que solo un golpe de fortuna, en forma de testigo o hallazgo de la Científica, nos sacarían del atolladero. Por otra parte, no convenía ponerse tan pronto en lo peor. Con frecuencia cometía ese error y, en ocasiones, arrastraba a los demás; así que intenté levantar los ánimos del grupo, además de los míos.

—Bueno, vayamos pasito a pasito. Traigamos al padre y a ver qué nos cuenta.

Decidimos que Corrales se pondría en contacto con él y que esta vez nos encontraríamos los cuatro presentes cuando acudiera a la comisaría. El tiempo que tardase el padre en venir lo dedicaríamos a descansar y a despejarnos. Cada cual corrió a refugiarse en su mesa, mientras yo hacía lo propio en mi pequeño despacho, con la sensación de que nos aguardaba otro momento crucial para el desarrollo de la investigación.

Me dejé caer sobre el sillón y puse la radio de fondo con la intención de relajarme unos segundos. Pronto mis ojos se cerraron. Durante unos minutos caí en un sueño poco reparador. Desperté sobresaltado, con un molesto dolor de cabeza, apenas diez minutos más tarde.

Llamé a Corrales para comprobar que hubiese contactado con el señor Del Cid. Una vez supe que tardaría otra media hora en acudir, descolgué de nuevo el teléfono para concertar un encuentro con Duende. Pasase lo que pasase con la mujer del ascensor, aún conservaba el interés por averiguar cómo un tumor cancerígeno podía disminuir de tamaño, o detener su crecimiento; y solo le conocía a él para aclarármelo.

Su móvil se encontraba apagado o fuera de cobertura. Me pregunté si de nuevo se encontraría de viaje. Consideré que no resultaría muy probable, puesto que acababa de regresar de otro; claro que con él nunca se podía dar nada por seguro. En cualquier caso, sus idas y venidas surgían constantemente y nunca se prolongaban demasiado en el tiempo, pero prefería zanjar aquella cuestión de inmediato, pues algo me decía que resultaría muy importante.

Me asomé a la ventana. La oscuridad de la tarde se rompía apenas con las luces de los coches y el alumbrado municipal. Contemplaba un día inhóspito, en una estación inhóspita; en un mundo inhóspito. Me pregunté cuántas tardes tendría que mirar desde aquella ventana hasta atisbar una luz en el horizonte, que nos condujera hasta Ariadna.

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