Arabella

Arabella


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Fue en ese momento cuando lord Fleetwood, un joven imprevisible, miró con gesto risueño a su amigo y anfitrión, el señor Beaumaris, y preguntó en tono desafiante:

—¡Bueno! Me has prometido que mañana tendremos un excepcional día de caza (por cierto, ¿dónde nos citamos?), pero ¿qué distracciones piensas ofrecerme esta noche, Robert?

—Mi cocinero está considerado un verdadero artista. Es francés, y creo que te gustará cómo rellena el pollo Davenport. Por otra parte, no sé qué truco aplica para sazonar la salsa Benton…

—¡Ah! ¿Te has traído a Alphonse de Londres? —lo interrumpió lord Fleetwood.

—¿A Alphonse? —repitió Beaumaris arqueando ligeramente las finas cejas—. ¡No, no! Me refiero a otro cocinero. Creo que no sé su nombre, pero me gusta cómo cocina el pescado.

Lord Fleetwood rió.

—Supongo que si encontraras un cocinero que sirviera la caza de un modo que te agradara, lo enviarías a tu pabellón y le pagarías un dineral aunque no tuviera nada que hacer durante tres cuartas partes del año.

—Sí, supongo que sí —admitió Beaumaris sin inmutarse.

—Muy bien —añadió lord Fleetwood con severidad—, pero no pienso dejarme distraer por un cocinero. He venido aquí con la esperanza de verme rodeado de sílfides, permíteme que te lo diga, y de participar en toda clase de sorprendentes orgías. Creería que beberíamos vino en calaveras y esas cosas…

—¡Es increíble la lamentable influencia que ejerce lord Byron en la sociedad! —intervino Beaumaris esbozando una sonrisa despectiva.

—¿Cómo? Ah, ese poeta que ha causado tanto revuelo. En mi opinión es sumamente vulgar, pero no queda bien decirlo, desde luego. ¡En fin! ¿Dónde has escondido las sílfides, Robert?

—Si tuviera alguna sílfide aquí, supongo que no creerás, Charles, que correría el riesgo de quedar eclipsado por un hombre tan encantador como tú, ¿verdad?

Lord Fleetwood le sonrió, pero repuso:

—No me salgas con patrañas. Haría falta alguien con diez veces mi encanto para eclipsar a… a… ¡a un Midas como tú!

—Si no me traiciona la memoria, todo lo que tocaba ese Midas se convertía en oro. Creo que te refieres a Creso.

—¡Pues no! Nunca había oído hablar de ese tal Creso.

—Verás, lamentablemente, la mayoría de las cosas que toco tienden a convertirse en basura —reconoció Beaumaris en tono jovial, pero con un deje de amargura y cinismo en su voz apagada.

Eso fue demasiado para su amigo.

—¡Basta, Robert! ¡No conseguirás engañarme! Si no va a haber sílfides…

—No entiendo qué te hizo suponer que las habría —lo interrumpió su anfitrión.

—Oye, no supuse nada, pero debo confesarte algo, amigo mío: ¡la gente no habla de otra cosa!

—¡Cielo santo! ¿Cómo es posible?

—Lo ignoro por completo. Supongo que será porque no te has decidido a proponerle matrimonio a ninguna de las bellezas que te persiguen desde hace cinco años. Es más, tus

chères–amies son siempre tan endemoniadamente ambiciosas, querido amigo, que todas esas chismosas no saben qué pensar. ¡Acuérdate de la Faraglini!

—Prefiero no pensar en ella. Es la mujer más codiciosa que conozco.

—Sí, pero ¡qué rostro! ¡Qué figura!

—¡Y qué temperamento!

—¿Qué ha sido de ella? No he vuelto a verla desde que dejaste de ofrecerle protección.

—Creo que se marchó a París. ¿Por qué lo preguntas? ¿Pensabas sustituirme?

—¡No, por Júpiter! No habría podido costear sus caprichos —respondió lord Fleetwood con sinceridad—. ¡Me habría arruinado en menos de un mes! ¿Cuánto te costaron aquellos dos rucios con que se paseaba por toda la ciudad?

—No me acuerdo.

—Si quieres que te diga la verdad, yo no creía que valiera la pena. Aunque admito que era una mujer condenadamente hermosa.

—Tienes razón: no valía la pena.

Lord Fleetwood lo miró entre intrigado y divertido.

—¿Hay algo que valga la pena para ti, Robert? —preguntó en tono socarrón.

—¡Sí! ¡Mis caballos! Y hablando de caballos, Charles, ¿cómo demonios se te ocurrió comprarle ese jamelgo a Lichfield?

—¿Ese zaino? Oye, ese caballo me cautivó —respondió lord Fleetwood, y su sencillo rostro se iluminó de entusiasmo—. ¡Qué animal! En serio, Robert…

—El día que encuentre un penco parecido en mis establos —dijo Beaumaris, despiadado—, te lo ofreceré con la certeza de que quedarás fascinado.

Lord Fleetwood todavía protestaba, con indignación y vehemencia, cuando el mayordomo entró en la habitación para informar a su señor, disculpándose, que un coche se había averiado delante de sus puertas y las dos damas que viajaban en él solicitaban refugio en la casa por poco tiempo.

Los fríos y grises ojos de Beaumaris no delataron emoción alguna, pero por un instante sus labios dibujaron una expresión más dura.

—Por supuesto —repuso con serenidad—. La chimenea del saloncito debe de estar encendida. Dígale a la señora Mercey que atienda a las damas allí.

El mayordomo hizo una reverencia, y se habría retirado si lord Fleetwood no lo hubiera detenido al exclamar:

—¡Pero Robert! ¡Qué maneras son ésas! ¡No pienso permitirlo! ¿Cómo son, Brough? ¿Viejas? ¿Jóvenes? ¿Hermosas?

El mayordomo, habituado a los modales desenfadados de lord Fleetwood, contestó con absoluta solemnidad que una de las damas era joven y, en su opinión, muy hermosa.

—Insisto en que ofrezcas a esas damas la adecuada cortesía, Robert —dijo lord Fleetwood con firmeza—. ¡Nada de llevarlas al saloncito! ¡Hazlas venir aquí, Brough!

El mayordomo miró a su señor en busca de consejo, como si dudara de que la orden fuera a ser aprobada, pero Beaumaris se limitó a decir con su habitual indiferencia:

—Como quieras, Charles.

—¡Qué desagradecido eres! —dijo lord Fleetwood cuando Brough hubo salido de la habitación—. No te mereces la fortuna que tienes. ¡Esto es obra de la Providencia!

—Dudo mucho que sean sílfides. ¿No era eso lo que querías?

—Cualquier distracción es mejor que nada.

—¡Un comentario muy desafortunado! No sé por qué te invité a venir.

Lord Fleetwood lo miró sonriente.

—¡Pero Robert! ¿De verdad pensaste que podrías contentarme con cualquier cosa? Es posible que haya un montón de tiralevitas dispuestos a todo sólo de pensar en que los invites a tu casa (y en que no les ofrezcas mejor diversión que una mano de

piquet, por cierto), pero…

—Te olvidas del cocinero.

—… pero yo no me cuento entre ellos —concluyó lord Fleetwood inexorablemente.

El aspecto habitual de Beaumaris era de frialdad y reserva, pero a veces sonreía de un modo que no sólo suavizaba la austeridad de sus rasgos, sino que iluminaba sus ojos con un destello de diversión. No era la sonrisa que reservaba para las reuniones sociales —una mueca ligeramente sardónica—, y quienes tenían la suerte de verla solían revisar las primeras impresiones sobre su persona. Los que no conocían esa sonrisa tendían a considerarlo un hombre orgulloso y antipático, aunque sólo los más atrevidos habrían formulado en voz alta esa crítica de una persona que, además de poseer todas las ventajas del linaje y la fortuna, era una de las personas más influyentes de la sociedad. Lord Fleetwood, que conocía bien esa sonrisa, la vio florecer en ese momento, y sonrió a su vez con deleite.

—¿Cómo te atreves, Charles? Debes de saber que lo único que te confiere categoría es que yo te preste alguna atención.

Arabella entró en la habitación y encontró a ambos hombres riendo, así que tuvo la suerte de ver a Beaumaris en uno de sus mejores momentos. No se le ocurrió pensar que ella también estaba muy atractiva, con sus castaños rizos y su delicado cutis admirablemente enmarcados por una capota con plumas de avestruz y cintas rojas atadas con un lazo bajo una oreja, porque a las hijas del señor Tallant nunca las habían animado a pensar mucho en su aspecto físico. Se detuvo un momento en el umbral mientras el mayordomo murmuraba su nombre y el de la señorita Blackburn, pero miró alrededor con inocente y sincera curiosidad. Lo que vio la impresionó mucho. La casa no era muy grande, pero Arabella se percató de que estaba amueblada con buen gusto y discreto lujo. Con un rápido escrutinio reparó en lord Fleetwood, que de modo instintivo había levantado una mano para enderezarse la corbata Belcher que llevaba, y a continuación se fijó en Beaumaris.

Aunque Arabella tenía un hermano que aspiraba a ser un dandi y creía que en Harrowgate había conocido a caballeros muy elegantes, de inmediato comprendió que se había equivocado: nunca había visto a nadie cuya elegancia pudiera compararse con la de aquel hombre.

Beaumaris, o cualquiera de sus amigotes, habría podido reconocer al instante el corte de esa chaqueta de tela extrafina de color verde oliva; Arabella, que desconocía el mágico nombre de Weston, sólo detectó que se trataba de una prenda confeccionada de manera tan exquisita que parecía amoldarse a la figura de la persona que la llevaba. Que, por cierto, era una muy buena figura, pensó con aprobación. No necesitaba relleno de bucarán, como el que ese sastre de Knaresborough había metido en los hombros de la chaqueta nueva de Bertram. Y cómo habría envidiado Bertram las bien torneadas piernas del señor Beaumaris, enfundadas en unos ceñidos pantalones metidos dentro de unas relucientes botas con borlas. Las puntas del cuello de la camisa de Beaumaris no eran tan altas como las de las que llevaba Bertram, pero su corbata mereció el respeto de la joven, que en más de una ocasión había visto a su hermano pelearse con un lazo mucho menos complicado. Arabella no estaba del todo segura de que le gustara su corte de pelo, pero concluyó que el hombre que tenía delante, cuya risa estaba esfumándose de sus labios y de sus grises ojos, era decididamente guapo.

Beaumaris sólo se quedó un momento plantado de esa guisa. Arabella tuvo la impresión de que la analizaba con la mirada; entonces él dio un paso adelante e inclinó ligeramente la cabeza, suplicándole en tono monótono que le dijera en qué podía ayudarla.

—¿Cómo está usted? —dijo ella con educación—. Le ruego me perdone, pero mi coche ha sufrido un percance y… y está lloviendo y hace un frío espantoso. El postillón ha ido a caballo a Grantham y supongo que no tardará en volver con otro coche, pero… pero la señorita Blackburn se ha resfriado, y le estaríamos muy agradecidas si nos permitiera esperar aquí.

Cuando llegó al final de su discurso, estaba balbuceando y sonrojándose. Antes de entrar en la casa, le había parecido sencillísimo pedir refugio; pero bajo la mirada del señor Beaumaris, de pronto tenía la impresión de que su petición era escandalosa. Sí, él sonreía, sin embargo su expresión era muy diferente a la que lucía cuando Arabella entró en la habitación. Su sonrisa se limitaba a una débil mueca, y sin embargo había algo que la hacía sentirse incómoda y turbada.

—Qué percance tan desafortunado —dijo con impecable cortesía—. Permítame que la envíe a Grantham en uno de mis coches, señorita.

Lord Fleetwood, que había permanecido allí plantado, contemplando a Arabella sin disimular su admiración, reaccionó al instante.

—¡De ninguna manera! —exclamó acercando una butaca a la chimenea—. ¡Pase y siéntese, señorita! Debe de estar helada. Hace un tiempo nefasto para viajar. Seguro que tiene los pies mojados, y eso es muy inconveniente. ¿Has perdido el juicio, Robert? ¿Por qué no le pides a Brough que vaya a buscar un refrigerio para la señorita… la señorita… para estas damas?

Con una mirada que Arabella interpretó de resignación, Beaumaris replicó:

—Creo que eso es lo que está haciendo. Le ruego que se siente, señorita.

Pero fue lord Fleetwood quien acompañó a Arabella hasta la butaca que había acercado al fuego y dijo, servicial:

—Debe de estar hambrienta, seguro que querrá comer algo.

—Pues… sí, señor —admitió Arabella, que estaba muerta de hambre—. La verdad es que llevo varios kilómetros pensando en la cena. Y no es de extrañar, porque veo que ya son más de las cinco.

La candidez de esas palabras hizo que lord Fleetwood, que nunca se sentaba a cenar antes de las siete y media como muy pronto, se atragantara, pero recobrándose al instante replicó sin pestañear:

—¡No me diga! ¡Así que está hambrienta! Pues no se preocupe. Precisamente el señor Beaumaris estaba diciéndome que se hallaban a punto de servir la cena. ¿Verdad, Robert?

—Ah, ¿sí? Tengo muy mala memoria, pero estoy seguro de que estás en lo cierto. Le ruego me conceda el honor de cenar conmigo, señorita.

Arabella vaciló. Por la angustiada expresión de la señorita Blackburn, se dio cuenta de que ésta prefería aceptar el primer ofrecimiento de Beaumaris; además, ni el más empedernido optimista habría podido detectar en la voz de aquel lánguido caballero algo más que una reacia cortesía. Pero la acogedora y bien amueblada habitación suponía un agradable alivio comparada con el coche de viaje, y el olor a comida que su olfato había detectado cuando cruzara el vestíbulo le había abierto considerablemente el apetito. Miró con cierto recelo a su anfitrión. Una vez más, fue lord Fleetwood quien, con su amable sonrisa y sus desenvueltos modales, solucionó el asunto:

—¡Pues claro que van a cenar con nosotros! ¿Verdad, señorita?

—No queremos causarles ninguna molestia, señor —dijo la señorita Blackburn con un hilo de voz.

—En absoluto, señorita, se lo aseguro. De hecho, les estaremos muy agradecidos, porque lamentábamos no tener compañía, ¿verdad, Robert?

—Desde luego —afirmó Beaumaris—. Precisamente acababa de comentarlo.

La señorita Blackburn, que había soportado numerosos desaires y desprecios, captó enseguida la entonación satírica del dueño de la casa. Le dirigió una mirada cohibida y reprobatoria y se ruborizó. Éste la miró también y, con un tono más amable, dijo:

—Me parece que no está usted muy cómoda ahí, señorita. ¿No quiere acercarse más al fuego?

Ella se aturulló, y aseguró a su interlocutor que estaba muy cómoda y que él era muy atento. Brough había entrado en la habitación con una bandeja de copas y licoreras, que dejó en una mesa a la que se dirigió Beaumaris mientras decía:

—Supongo que querrán subir con mi ama de llaves para quitarse esos abrigos mojados, pero antes permítanme que les ofrezca una copa de vino. —Empezó a servir el Madeira—. Pon dos platos más en la mesa, Brough, y sirve la cena inmediatamente.

Brough pensó en los pollos Davenport que estaban asándose en la cocina, y en el cocinero francés que se ocupaba de ellos, y se alteró bastante.

—¿Inmediatamente, señor? —repitió consternado.

—Bueno, digamos que dentro de media hora —se corrigió Beaumaris mientras le llevaba una copa de vino a la señorita Blackburn.

—Muy bien, señor —dijo Brough, y salió de la habitación muy preocupado.

La señorita Blackburn aceptó el vino de buen grado, pero Arabella lo rehusó. A su padre no le gustaba que sus hijas bebieran nada más fuerte que la cerveza negra o la copita de suave burdeos que servían en el salón de Harrowgate, y no estaba segura del efecto que podía provocarle. Beaumaris no insistió en absoluto y dejó su copa en la bandeja; sirvió un poco de jerez para él y para su amigo y volvió a sentarse junto a la señorita Blackburn en el sofá.

Entretanto, lord Fleetwood se había arrellanado al lado de Arabella, y charlaba con ella en tono alegre e intrascendente, lo que contribuyó a que la joven se relajara. El caballero se alegró de oír que Arabella se dirigía a Londres, y dijo que confiaba en tener el placer de verla allí, en el parque quizá, o en Almack’s. Sabía muchas anécdotas de la buena sociedad con que distraerla, de modo que siguió hablando con ella hasta que llegó el ama de llaves para acompañar a las damas arriba.

Las condujo a una habitación de invitados del primer piso, y una vez allí, una criada les llevó agua caliente y recogió sus mojados abrigos para secarlos en la cocina.

—¡Qué elegante es todo! —observó la señorita Blackburn—. Pero no deberíamos quedarnos a cenar. Estoy segura de que no deberíamos hacerlo, señorita Tallant.

Arabella también dudaba de la conveniencia de aceptar la invitación, pero como ya era demasiado tarde para echarse atrás, contuvo sus recelos y expresó con firmeza su convicción de que no podía haber ningún inconveniente. Vio un cepillo y un peine encima del tocador y empezó a arreglarse los desordenados rizos.

—Son muy caballerosos —dijo la señorita Blackburn para consolarse—. Dos señores muy elegantes, desde luego. Seguro que han venido aquí a cazar: esta casa debe de ser un pabellón de caza.

—¡Un pabellón de caza! —exclamó Arabella, sobrecogida—. ¿No es demasiado grande y magnífica?

—¡Nada de eso, querida! Yo diría que es pequeña. Los Tewkesbury, de cuyos hijos estaba al cuidado antes de trabajar para la señora Caterham, poseían una casa mucho más grande, se lo aseguro. Estamos en Melton, como usted ya debe de saber.

—¡Cielo santo! Entonces ¿son cazadores? ¡Ay, cómo me gustaría que Bertram estuviera aquí! ¡Cuántas cosas voy a tener que contarle! Me parece que el dueño de la casa es el señor Beaumaris. ¿Quién será el otro? Al principio he pensado que se hallaba fuera de lugar, porque el chaleco a rayas que lleva y el pañuelo de topos en lugar de una corbata le hacen parecer un mozo de cuadra o algo similar. Pero en cuanto le he oído hablar me he percatado de que no tenía nada de vulgar.

La señorita Blackburn, que por una vez en la vida se sentía superior, soltó una risita y dijo con desdén:

—¡No, señorita Tallant! Verá usted a muchos jóvenes caballeros elegantes con ropa mucho más extraña que ésa. Es lo que el señor Geoffrey Tewkesbury, un joven muy moderno, llamaba «el no va más». —Hizo una pausa y añadió, pensativa—: Pero he de confesar que no me agrada ese estilo, y a la querida señora Tewkesbury tampoco le gustaba. El señor Beaumaris, en cambio, sí se corresponde con mi idea de un verdadero caballero.

Arabella se desenredó el cabello con el peine.

—Pues a mí me ha parecido un hombre muy orgulloso y reservado. Y nada hospitalario —agregó.

—¿Cómo puede hablar así? ¿Acaso no se ha mostrado amable y complaciente invitándome a sentarme cerca del fuego? Sus modales son exquisitos y nada presuntuosos. Le aseguro que me ha turbado su condescendencia.

Arabella se percató de que la señorita Blackburn y ella tenían opiniones muy diferentes de su anfitrión. La joven guardó un escéptico silencio, y tan pronto la señorita Blackburn hubo terminado de arreglarse los canosos rizos ante el espejo, sugirió que volvieran a bajar. Así pues, salieron de la habitación y cruzaron el descansillo hasta la escalera. Beaumaris había tenido el capricho de alfombrar la escalera, un lujo que la señorita Blackburn señaló a su acompañante apuntando con el dedo y dirigiéndole una elocuente mirada.

La puerta de la biblioteca, que daba al vestíbulo de la planta baja, estaba entreabierta. La voz de lord Fleetwood, que hablaba con gran exaltación, llegó a oídos de las dos mujeres:

—¡Eres incorregible! Una criatura adorable cae sobre tu regazo, como un verdadero regalo del cielo, y tú te comportas como si un usurero hubiera entrado a la fuerza en tu casa.

—Mi querido Charles —replicó el anfitrión con una arrolladora claridad—, cuando hayan intentado engañarte con todos los trucos conocidos por el ingenio de la mente femenina, quizá comprendas mejor mis sentimientos ante esta situación. He tenido a numerosas bellezas deseosas de casarse conmigo por mi fortuna desmayadas en mis brazos, he visto cómo se les rompían los lazos de las botas enfrente de mi casa de Londres y cómo se les torcía el tobillo cuando tenían cerca mi brazo para aferrarse a él, y ahora resulta que van a perseguirme también en Leicestershire. ¡Que su coche ha sufrido un percance! ¡Vaya! ¡Esa joven debe de haberme tomado por un ingenuo!

Una pequeña mano se cerró como un torno alrededor de la muñeca de la señorita Blackburn. La institutriz, haciendo una mueca de indignación, vio cómo centelleaba la mirada y se le coloreaban las mejillas de Arabella. Si hubiera conocido mejor a la señorita Tallant, esas señales la habrían asustado.

—¿Puedo confiar en usted, señorita Blackburn? —le susurró Arabella al oído.

La señorita Blackburn le habría asegurado con vehemencia que sí podía, pero la mano le soltó la muñeca y le tapó la boca. Sobresaltada, la institutriz asintió con la cabeza. Para su sorpresa, vio que Arabella se recogía la falda y subía de puntillas hasta lo alto de la escalera. Una vez allí, la joven se dio la vuelta y empezó a bajar despacio, diciendo con voz alta y clara:

—¡Sí, desde luego! Estoy segura de que lo he dicho ya infinidad de veces, señorita Blackburn. Pero pase delante, se lo ruego.

La señorita Blackburn se quedó aún más boquiabierta cuando la firme mano de la joven la empujó por la espalda, haciéndola avanzar.

—Pero a pesar de todo —prosiguió Arabella—, prefiero viajar con mis propios caballos.

El ceño que acompañó esas ligeras palabras desconcertó más a la pobre institutriz, pero comprendió que lo que esperaba era que respondiera con la misma ligereza, así que dijo con voz temblorosa:

—¡Tiene usted mucha razón, querida!

El ceño de Arabella dio paso a una sonrisa de aprobación. Cualquiera de sus hermanos o hermanas le habría suplicado, en ese momento, que tuviera en cuenta las consecuencias de una actitud tan impetuosa; en cambio, la señorita Blackburn, que ignoraba el principal defecto de la señorita Tallant, se alegró de no haberla decepcionado. Arabella cruzó el vestíbulo hacia la puerta entreabierta de la biblioteca y entró.

Fue lord Fleetwood quien acudió a recibirla.

—Ahora se sentirá más cómoda —dijo mirándola sin disimular su admiración—. Es muy peligroso quedarse con un abrigo mojado. Pero todavía no nos hemos presentado, señorita. ¡Qué tonto soy! ¡Me cuesta muchísimo recordar la primera vez que me dicen un nombre! Y ese mayordomo de Beaumaris habla tan bajo que nadie lo oye. Permítame que me presente. Lord Fleetwood, a sus pies.

—Soy la señorita Tallant —dijo Arabella con un peligroso destello en la mirada.

Murmurando un agradecimiento por haber sido el destinatario de esa información, el caballero se sorprendió por su tono.

—¡Sí, sí! ¡La famosa señorita Tallant! —declaró Arabella suspirando y haciendo una mueca de desdén.

—¿La famosa señorita Tallant? —balbuceó lord Fleetwood sin comprender.

—¡La acaudalada señorita Tallant! —rectificó ella.

Lord Fleetwood le lanzó una turbada e inquisitiva mirada a su anfitrión, pero Beaumaris no estaba mirándolo sino que, distraído, contemplaba a la acaudalada señorita Tallant entre divertido y curioso.

—Confiaba en que al menos aquí podría pasar inadvertida —continuó Arabella, sentándose en una butaca un poco alejada del fuego—. Ah, y permítame que le presente a la señorita Blackburn, mi… ¡mi

dame de compagnie!

Lord Fleetwood inclinó la cabeza; la señorita Blackburn, adoptando una expresión insondable, hizo una leve reverencia y se sentó en la butaca más cercana.

—¡Señorita Tallant! —repitió lord Fleetwood rebuscando en vano en su memoria—. ¡Ah, sí! ¡Por supuesto! Me parece que nunca he tenido el honor de conocerla en la ciudad, ¿verdad?

Arabella desvió su inocente mirada hacia Beaumaris antes de contestar.

—¡Ay, pero si usted no lo sabía! —exclamó juntando las manos y fingiendo una mezcla de satisfacción y consternación—. ¡Podría haberme ahorrado revelárselo! Es que cuando me ha mirado de esa forma, he creído que usted era como todos los demás. ¿Verdad que es enojoso? Mi mayor deseo es pasar inadvertida en Londres.

—Querida señorita Tallant, puede confiar en mí —se apresuró a replicar lord Fleetwood, que, como la mayoría de los indiscretos, se consideraba un modelo de discreción—. Y sepa que el señor Beaumaris se halla en el mismo caso que usted, así que sin duda la comprenderá.

Arabella se fijó en su anfitrión y vio que había levantado su monóculo, que colgaba de una cinta negra, para mirarla a su través. Elevó un poco la barbilla, porque no le gustó nada aquel escrutinio descarado.

—Ah, ¿sí?

No era nada habitual que las jóvenes levantaran la barbilla de ese modo cuando Beaumaris las miraba a través de su monóculo, pues solían sonreír como unas tontas, o intentaban fingir que no se daban cuenta de que él las estaba observando. Reparó en que había una chispa decididamente combativa en la mirada de aquella damisela, y eso avivó su interés.

—Sí, así es. ¿Y usted? —dijo con gravedad mientras dejaba caer el monóculo.

—¡Ay de mí! —exclamó Arabella—. ¡Soy tremendamente rica! ¡Es un suplicio para mí! ¡No se lo puede usted imaginar!

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