Arabella

Arabella


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A Beaumaris le temblaron ligeramente los labios.

—Sin embargo, siempre he creído que una gran fortuna conlleva ciertas ventajas.

—¡Ah, pero usted es un hombre! Como es lógico, no entiende nada de estos asuntos. No puede imaginarse lo que significa para una ser el objetivo de todos los cazafortunas, que continuamente la cortejen y halaguen sólo por su riqueza, hasta el punto de que una desearía no poseer ni un penique.

La señorita Blackburn, que había supuesto que su acompañante era una muchacha modesta y bien educada, apenas pudo contener un estremecimiento.

—Estoy seguro de que se subestima usted, señorita —dijo el anfitrión.

—¡No, absoluto! —lo contradijo Arabella—. He oído demasiadas veces cómo me llamaban «la acaudalada señorita Tallant» para dejarme engañar, señor. Y ésa es la razón por la que quiero pasar inadvertida en Londres.

Beaumaris sonrió, pero como el mayordomo entró en ese momento para anunciar la cena, guardó silencio y se limitó a ofrecer su brazo a Arabella.

La cena, que consistía en dos platos, le pareció a Arabella más suntuosa de lo imaginable. No imaginó en ningún momento que su anfitrión, tras un rápido vistazo al aparador, se había convencido de que tanto su reputación como la de su casa estaban en peligro; ni que el cocinero francés, tras despedazar —mientras profería extrañas imprecaciones galas que hicieron temblar a sus ayudantes— los dos pollos Davenport a medio asar y meterlos en una sartén con una salsa bechamel aderezada con estragón, no hubiera decidido todavía si abandonar inmediatamente aquella poco honorable casa o cortarse el cuello con el cuchillo más grande que encontrara en la cocina. La

soupe à la Reine se sirvió con filetes de rodaballo con salsa italiana; y los pollos al estragón iban acompañados de un plato de espinacas con pan frito, jamón glaseado, dos perdices frías, champiñones asados y pastel de cordero. El segundo plato sorprendió a Arabella con una selección aún más apabullante, pues había, además de los cestos de pastelitos, una crema renana, una gelatina, un bizcocho Savoy, un plato de

salsifí frita con mantequilla, una tortilla y tostadas con anchoas. La señora Tallant siempre se había enorgullecido de cómo gobernaba la casa, pero un ágape como aquél, adornado con elegantes guarniciones y sutiles salsas, estaba más allá de las posibilidades del cocinero de la rectoría. Arabella no pudo evitar abrir un poco los ojos al ver aquel despliegue de viandas, pero consiguió disimular lo impresionada que estaba y aceptar cuanto le ofrecían con un meritorio alarde de indiferencia. Beaumaris, quizá reacio a degradar su vino de Borgoña, o tal vez con la vaga y dudosa esperanza de añadir un poco de interés a aquella comida tan corriente, había ordenado a Brough que sirviera champán. Arabella, que ya había abandonado por completo la discreción, dejó que le llenaran la copa y se la bebió aunque le resultara desagradable. El champán le produjo un efecto estimulante, de manera que informó a Beaumaris que se dirigía a la residencia de lady Bridlington en la ciudad; se inventó a varios tíos con el sencillo propósito de dotarse de sus fortunas; y se deshizo como si nada de sus cuatro hermanos y tres hermanas, que quizá podrían haber reclamado parte de su riqueza. Sin jactarse hasta el punto de parecer vulgar, consiguió causar la impresión de que estaba huyendo de numerosos y persistentes pretendientes; y su anfitrión, que la escuchaba con auténtico deleite, aseguró que Londres era el lugar idóneo para alguien que no quisiera llamar la atención.

Abordando con temeridad la segunda copa de champán, Arabella comentó que entre la multitud era más fácil pasar inadvertido que en la reducida sociedad del campo.

—Eso es cierto —coincidió Beaumaris.

—¡Tú nunca lo has hecho! —observó lord Fleetwood mientras se servía del plato de champiñones que le estaba ofreciendo Brough—. Debe usted saber, señorita, que se halla ante una persona sin parangón. El señor Beaumaris es la figura más destacada de la sociedad desde que murió el pobre Brummell.

—¿En serio? —dijo Arabella a Beaumaris con un aire de inocente curiosidad—. No lo sabía. Quizá no haya oído bien su nombre.

—¡Mi querida señorita Tallant! —exclamó lord Fleetwood fingiéndose horrorizado—. ¿Cómo no va a conocer al gran Beaumaris, el árbitro de la moda? Robert, te han dejado en ridículo.

Beaumaris, que con sólo levantar imperceptiblemente un dedo había hecho acercarse al vigilante Brough, le estaba murmurando alguna orden a su atento pero asombrado oído, y no prestó atención a su amigo. El mayordomo transmitió la orden al lacayo que se hallaba de pie junto a la mesita auxiliar, que, como era muy joven y por tanto controlaba mal sus emociones, adoptó una expresión de asombro que delató en cierto modo la incredulidad que lo embargaba. Sin embargo, la fría mirada que le dirigió su superior le recordó al instante cuál era su posición, y el joven salió de la habitación para cumplir la pasmosa orden que acababa de recibir.

La señorita Tallant, entretanto, había encontrado una oportunidad para satisfacer su más ardiente deseo, que consistía en desairar a su anfitrión hasta el punto de que no pudiera recuperarse.

—¿Arbitro de la moda? —repitió en tono inexpresivo—. No querrá decir que es uno de esos dandis, ¿verdad? Creía que… Oh, le ruego me perdone. Supongo que en Londres eso es tan importante como ser un gran soldado, un estadista o… algo por el estilo.

Ni siquiera lord Fleetwood podía confundir el tenor de ese ingenuo discurso, y sofocó un grito. La señorita Blackburn, que ya era consciente de cómo estaba empañándose gravemente el disfrute de aquella cena, rechazó la perdiz e intentó en vano captar la mirada de su acompañante. Sólo Beaumaris, que estaba disfrutando de lo lindo, parecía indiferente.

—Sí, desde luego. Uno puede ejercer una influencia trascendental —replicó con frialdad.

—Ah, ¿sí? —dijo Arabella con educación.

—Por supuesto, señorita. Uno puede arruinar por completo una carrera con sólo arquear una ceja, o elevar a una debutante a los más altos niveles de la buena sociedad con sólo recorrer una calle cogida de su brazo.

Arabella sospechó que estaban poniéndola a prueba, pero una extraña euforia se había apoderado de ella, de modo que no dudó en habérselas con aquel experto esgrimista.

—No cabe duda, señor, de que si yo tuviera la ambición de destacar en sociedad, su aprobación sería imprescindible, ¿verdad?

Beaumaris, célebre por su manejo de la espada verbal, burló la guardia de Arabella con una estocada inesperada:

—Mi querida señorita Tallant, usted no necesita permiso para ser admitida en las filas de las jóvenes más solicitadas. Ni siquiera yo podría desmentir las virtudes de una persona dotada… si me permite decirlo, de su rostro, su figura y su fortuna.

Arabella se sonrojó y atragantó con el último sorbo de champán y aunque intentó adoptar un aire de superioridad, sólo consiguió parecer adorablemente turbada. Lord Fleetwood, percatándose de que su amigo se había embarcado en otro de sus expertos flirteos, le lanzó una mirada furibunda e hizo cuanto pudo por atraer la atención de la presunta heredera. Estaba a punto de lograrlo cuando, de pronto, lo distrajo el insólito comportamiento de Brough: al ir a servir el segundo plato, le retiró la copa de champán y la sustituyó por un vaso que procedió a llenar con el líquido de una alta jarra que a lord Fleetwood le pareció limonada. Bastó con que diera un sorbo para confirmar ese espantoso temor y para que se quedara momentáneamente sin habla. Beaumaris, bebiendo de manera insulsa la inocua mezcla, aprovechó la oportunidad para retomar la conversación con la señorita Tallant.

Arabella se alegró de que le retiraran la copa de champán, pues aunque no lo habría admitido por nada del mundo, el vino espumoso le resultaba sumamente desagradable y le provocaba ganas de estornudar. Bebió un revitalizante sorbo de limonada, y la alegró enterarse de que en los círculos elegantes servían esa bebida con el segundo plato. La señorita Blackburn, más versada en las costumbres de la élite, ya no sabía qué juicio formarse de su anfitrión. Pasar en varias ocasiones de la convicción de que era un verdadero caballero a la sospecha de que no se trataba más que de un patán dejó a la pobre mujer muy desconcertada. No sabía qué pensar, pero fue incapaz de abstenerse de dirigirle una elocuente mirada de la más profunda gratitud. Los ojos de su anfitrión se encontraron con los de la institutriz, pero fue un intercambio tan fugaz que la señorita Blackburn no pudo discernir si había captado en ellos el destello de una burla o si eran imaginaciones suyas.

Brough recibió un mensaje en la puerta y anunció que el postillón de la señorita había traído un coche de alquiler a la casa, y que preguntaba cuándo quería reemprender su viaje a Grantham.

—Eso puede esperar —dijo Beaumaris colmando de nuevo el vaso de Arabella—. ¿Le apetece un poco de crema renana, señorita Tallant?

—¿Cuánto tardarán en reparar mi coche? —preguntó ella recordando el desagradable comentario que el anfitrión había hecho a su amigo.

—Creo que será necesaria una vara nueva, señorita. No sabría decirle cuánto tiempo tardarán en colocarla.

La señorita Blackburn chascó débilmente la lengua indicando que aquella información la consternaba.

—Un accidente muy inoportuno —admitió el anfitrión—. Pero les ruego que no se preocupen. Mañana puedo enviarles mi cupé a Grantham, a la hora que más les convenga.

Arabella se lo agradeció, pero rehusó cortésmente el ofrecimiento, asegurándole que no había ninguna necesidad. Si la reparación tardaba tanto que agotaba su paciencia, terminaría el viaje en una silla de posta.

—¡Será toda una experiencia! —declaró con sinceridad—. Mis amigos siempre me reprochan mis ideas anticuadas, y aseguran que en las sillas de posta se viaja con considerable comodidad.

—Veo que tenemos mucho en común, señorita —repuso el señor Beaumaris—. Pero discrepo en que el hecho de que no le guste viajar en coches de alquiler sea estar anticuada. Digamos que nosotros somos más delicados que el resto de los mortales. —Miró a su mayordomo y añadió—: Que le envíen un mensaje al carretero, Brough, diciéndole que me haga el favor de reparar el coche de la señorita Tallant con la mayor prontitud posible.

La señorita Tallant no pudo hacer más que agradecerle su amable mediación y terminarse la crema renana. Entonces se levantó, dijo que ya había abusado en exceso de la hospitalidad de su anfitrión y que debía despedirse de él, al tiempo que reiteraba el agradecimiento por su amabilidad.

—Soy yo el que está agradecido, señorita Tallant —replicó él—. Me alegro de que hayamos tenido ocasión de conocernos y espero que me conceda el placer de ir a visitarla en la ciudad cuanto antes.

Esa promesa produjo una gran agitación a la señorita Blackburn. Cuando acompañó a Arabella al piso de arriba, le susurró al oído:

—¿Cómo ha podido hacer algo así? Ahora quiere ir a visitarla en Londres, y usted le ha dicho… ¡Ay! ¿Qué pensará su madre?

—¡Bah! —contestó Arabella restándole importancia—. Si de verdad es un hombre rico, no se molestará en visitarme. ¡Ni siquiera se acordará de mí!

—¿Si lo es? Santo cielo, señorita Tallant, debe de ser uno de los hombres más ricos del país. Cuando comprendí que se trataba del señor Beaumaris, poco faltó para que me desmayara.

—Bueno —dijo Arabella, envalentonada por el alcohol—, si tan poderoso e importante es, seguro que no tiene ninguna intención de volver a verme. Y le garantizo que confío en que no lo haga, porque me resulta francamente odioso.

Arabella se negó a corregir su punto de vista y a reconocer siquiera que el señor Beaumaris, como mínimo, observaba un comportamiento impecable. Afirmó que no lo encontraba atractivo y que detestaba a los dandis. La señorita Blackburn, aterrada de pensar que Arabella, en su alarmante estado de ánimo, pudiera delatar la opinión que le merecía su anfitrión al despedirse de él, le suplicó que no olvidara que debía tratarlo con cortesía. Añadió que una sola palabra despectiva que él formulara sería suficiente para arruinar la carrera de cualquier damisela, y entonces lamentó haber hecho ese comentario, porque esa advertencia hizo surgir de nuevo en los ojos de Arabella aquel destello combativo. Pero cuando el señor Beaumaris la ayudó a subir al coche y, con la más atractiva de sus sonrisas, le rozó delicadamente la mano con los labios antes de soltársela, la joven se despidió de él con una tímida vocecilla en la que no había ni el más ligero rastro de desprecio.

El coche se puso en marcha; Beaumaris se dio la vuelta y echó a andar sin prisas hacia la casa. Su ofendido amigo se abalanzó sobre él en el vestíbulo y le preguntó qué diantre pretendía sirviéndoles limonada a sus invitados.

—Me parece que a la señorita Tallant no le ha gustado mi champán —replicó él, imperturbable.

—Si no le hubiera gustado podría haberlo rechazado, ¿no? —protestó su amigo—. Además, eso no es cierto. ¡Se ha bebido dos copas!

—No importa, Charles. Podemos tomar oporto.

—¡Estupenda idea! —se animó lord Fleetwood—. ¡Y espero que sea el mejor de tu bodega! Un par de botellas de ese vino tuyo del setenta y cinco…

—Sírvelo en la biblioteca, Brough. Uno de esos de barril…

Lord Fleetwood, que era una presa fácil, mordió el anzuelo sin vacilar:

—¡Pero cómo! —exclamó palideciendo—. ¡Robert! ¡En serio, Robert!

Beaumaris arqueó las cejas fingiendo sorpresa, pero Brough, apiadándose de él, dijo en tono tranquilizador:

—No se preocupe, señor. En nuestra bodega no hay vino de ése.

—¡Te mereces que te dé un puñetazo, Robert! —exclamó con vehemencia lord Fleetwood, percatándose de que lo habían embaucado otra vez.

—Si te atreves…

—No, no me atrevo —confesó lord Fleetwood, y acompañó a su amigo a la biblioteca—. Pero lo de la limonada ha sido una jugarreta. —Frunció la frente, como si se concentrara, y añadió—: ¡Tallant! ¿Habías oído ese apellido? A mí no me suena de nada.

Beaumaris lo miró por un instante. Entonces desvió la vista hacia la caja de rapé que había sacado del bolsillo. Abrió la tapa y cogió un pellizco con el índice y el pulgar.

—¿Nunca has oído hablar de la fortuna de los Tallant? ¡Mi querido Charles!

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