Annabelle

Annabelle


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Una hora permaneció Charlie tumbada en la cama mirando al techo, incapaz de levantarse. «Tengo que ducharme —se dijo—; por lo menos tengo que ducharme».

El agua caliente se acabó al cabo de unos minutos, pero ella permaneció en la ducha y dejó que el agua fría anestesiara su cuerpo.

Hugo tenía la culpa de todo, pensó. Si él no la hubiera llamado y le hubiera revuelto todo su interior, ella no habría bebido tanto, ni se habría llevado a ese cabrón de periodista a la habitación, ni… Pero luego pensó que su razonamiento era idéntico al de esos inconscientes delincuentes con los que se había topado a lo largo de su vida profesional, esos cobardes que siempre echaban la culpa de lo que habían hecho a los demás. Anders solía decirles que cada uno era dueño de sus actos. Ella, sin embargo, nunca llegó a convencerse de que eso fuera realmente así.

—Acabo de quitar el bufé del desayuno —le anunció Erik cuando Charlie llegó al comedor—. Pero si quiere, puedo prepararle unos huevos fritos con beicon.

—No, no se preocupe. Gracias.

—¿Todo bien?

Charlie asintió con la cabeza. Se sirvió café y, tras sentarse a una de las mesas, se puso a hojear el periódico local. Como no podía ser de otra manera, estaba repleto de las últimas noticias sobre Annabelle, de fotos de personas buscando por las cunetas y de preguntas a las que se les buscaba respuesta. Pero no decía nada del vídeo. Charlie albergaba la esperanza de que tampoco lo publicaran al día siguiente. Quizá los periodistas locales tuvieran más ética.

Anders se sentó frente a ella.

—Quiero estar sola —le advirtió Charlie.

—Y yo quiero hablar contigo.

—¿No deberías estar en la comisaría?

—Como te acabo de decir, quiero hablar contigo.

Charlie deseó preguntarle: «¿Qué es exactamente lo que le has dicho a Challe?». Pero luego se dio cuenta de que era mejor no saberlo. No soportaría oírlo, así que se limitó a comunicarle que se tomaría unos días de descanso.

—Muy bien —concluyó Anders—. Lo necesitas.

—Qué bien que todo el mundo parezca saber lo que necesito —le soltó Charlie.

—Pues quizá sí, porque tú no pareces entenderlo.

—Como te acabo de decir —respondió ella sin levantar la vista del periódico—, quiero estar sola.

—No lo he hecho para joderte, si es eso lo que crees —le aclaró Anders—. ¿Qué querías que le dijera a Challe? Me ha llamado y me ha preguntado cómo estabas; y yo sabía que te habías llevado a un periodista a la habitación e imaginé que probablemente estuvieras borracha. Sí, no me pongas esa cara. No es culpa mía que me despertaseis al subir la escalera, y… Joder, es que cuando oí tu voz me vi en la necesidad de levantarme para ver lo que pasaba.

—Bueno —dijo Charlie—, vale ya. Por cierto, ¿cómo te has enterado de que es periodista?

—Ayer intentó hacerme unas preguntas. ¿No lo sabías?

—El muy cerdo me dijo que era de Missing People —comentó Charlie.

«¿Por qué no me paraste? —quiso preguntarle—. ¿Por qué no dijiste nada?».

—Si no hubiese salido en el periódico, igual te habrías salvado.

—¿Y quién dice que soy yo la que ha filtrado la información?

—Bueno, la posibilidad de que uno se vea inclinado a sospecharlo es bastante grande —contestó Anders—. En cualquier caso, quizá fuera mejor que acabara así. No me mires con esa cara —continuó—. Sabes que sólo pienso en…

—¿Lo mejor para la investigación? —Charlie tomó un sorbo de café y se quemó la lengua.

—Lo mejor para ti —le aclaró Anders—. Pienso en ti, Charlie.

—Gracias por tu consideración —respondió Charlie antes de levantarse.

—¿Te vuelves a Estocolmo?

—No lo sé. Ya no sé nada.

—¿Y ahora adónde vas?

—A hacer la maleta.

Charlie recogió la ropa que se encontraba esparcida por el suelo y la echó en la maleta. Bajo un jersey estaba la bolsa de libros que Annabelle sacó en su día de la biblioteca municipal. La metió también en la maleta con la idea de pasar por allí antes de… ¿De qué?, ¿qué era lo que iba a hacer? Pensó en su caótico apartamento de Estocolmo, en las sedientas plantas de la ventana, en el calor… ¿Qué diablos haría en Estocolmo si no podía trabajar?

«No puedo ir allí —se dijo—. Al menos hoy».

Cuando bajó al vestíbulo del motel, Anders se encontraba sentado en el sofá.

—¿No vas a trabajar? —preguntó Charlie.

—He pensado que a lo mejor quieres que te lleve a la estación de trenes.

—No voy a la estación —contestó Charlie.

—Y, entonces, ¿adónde vas?

—A visitar a una persona que conozco.

—Yo te llevo —se ofreció Anders.

Charlie estuvo a punto de declinar la oferta, pero luego pensó que, con aquel calor, no sería capaz de andar con la maleta los cinco kilómetros que había hasta Lyckebo, de modo que aceptó.

Ya en el coche, permanecieron callados. Charlie deseaba hablar del caso, de Svante, que estaba en prisión preventiva; y de lo del vídeo, preguntarle si había habido alguna novedad durante la noche… Pero no se atrevió a correr el riesgo de que Anders le recordara que ella había sido excluida de la investigación, de que le dejara claro por enésima vez que, antes que amigos, eran compañeros de trabajo.

Ella le indicó por dónde girar. El bosque se hacía cada vez más denso. Las ramas de los abetos invadían el camino, mal asfaltado.

—¿Adónde vamos exactamente? —preguntó Anders.

—A casa —respondió Charlie.

—¿A casa?

—Métete por aquí.

—¿Por aquí? ¿Hay algún camino?

—Anda, métete.

—Pues yo aquí no veo ninguna casa —dijo Anders al llegar al final de aquel pequeño camino de grava.

—Está más adelante —le aclaró Charlie.

—Lyckebo —leyó Anders en un blanco letrero de madera medio caído en el suelo—. ¿Quién te espera en Lyckebo?

—No lo sé. Eso es exactamente lo que no sé.

—¿Es aquí donde viviste?

Charlie asintió con la cabeza. Abrió la puerta del coche y se bajó.

—Oye, Charlie, ¿no pensarás en serio quedarte en…? ¡Charlie! —gritó Anders tras ella—. No sé si es muy buena idea… O sea, dejarte aquí sola, en medio de la nada, teniendo en cuenta que…

—Mira, Anders —Charlie se dio la vuelta y, deslumbrada por el sol, entornó los ojos—: no me importa lo que pienses.

Acababa de abrirse paso entre la maleza cuando lo oyó gritar de nuevo:

—¡¿Y cómo doy la vuelta?!

—¡Pues dando marcha atrás! —le gritó también ella—. ¿No eras un hacha conduciendo?

Charlie casi se sorprendió al ver que la casa seguía todavía en pie. El jardín había sido totalmente invadido por la vegetación. Era como si el bosque se hubiera adentrado en él para reclamar su territorio.

Lyckebo. Betty había elegido aquella casa por tres razones. La primera porque le encantaba el nombre. La segunda porque estaba muy bien situada, a una distancia perfecta del pueblo; Betty nunca había entendido eso de apelotonar casas y vivir pegada a personas que una no había elegido. Y la tercera por el agua. Un sueño vivir tan cerca del agua, opinaba Betty.

Si no se sabía, resultaba muy difícil imaginar que hubo un día en el que aquella casa fue roja. Ya durante los últimos años que vivieron allí, la pintura había empezado a desconcharse, y Betty solía bromear con que hubiera sido mejor haber pintado la casa de color madera, porque así se habrían despreocupado del asunto. Ahora la fachada presentaba una tonalidad grisácea, apagada, y una humedad verdosa se había extendido por los cimientos; y en el sitio donde Betty solía sentarse al sol, los cardos y las ortigas campaban a sus anchas. Los rosales trepadores, que le encantaban a Betty, habían extendido sus ramas y cubrían las ventanas de la parte sur. El columpio del viejo roble se mecía al viento.

Sintió una punzada en la parte izquierda del pecho. «¿Esta vez es de verdad? —pensó Charlie—. ¿Me está dando un infarto? ¿Voy a morirme justo ahora que estoy tan cerca?». Tuvo que sentarse en una piedra. Metió la cabeza entre las rodillas e intentó concentrarse en su respiración. «Inspirar y luego espirar —pensó—. Adentro y afuera. Es sólo un ataque de pánico. No voy a morir. Sobreviviré».

En cuanto pudo volver a respirar con normalidad, dirigió la mirada hacia el bosque de cerezos.

En mi jardín florece el paraíso

un día sí y el otro también.

Y lo que tengas que pagarme

ya lo decidiré.

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