Animal

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Capítulo 43

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Angelines estaba emocionada. Era la primera cosa interesante que le ocurría desde que su hija, Ana, la había apuntado, para darle una sorpresa, a un viaje a Benidorm, hacía ya tres años. Claro que aquello no se podía comparar con ser testigo de un asesinato. Esto superaba con creces cualquier viaje a la playa, aunque se tratara de Benidorm. A pesar de haber disfrutado como nunca, incluso se había atrevido a hacer toples como si fuera una jovencita, pensó ruborizándose, y de bailar hasta que le dolieron los pies, la emoción de ser protagonista de un crimen era, con mucho, lo más excitante que le había ocurrido en su vida.

Cuando se lo contara a Flori, Josefa y Carmina, su grupo de amigas, iban a ponerse verdes de envidia. Ella había sido testigo del más que posible asesino de su vecina, Victoria. Con lo guapa que era… Un poco sosa, sí, porque apenas se relacionaba con los vecinos más allá de un «buenos días» o un «buenas tardes» si te la cruzabas en la calle. Pero guapa y elegante. Nada que ver con el hosco de su marido, que ni guapo, ni joven, ni elegante, ni educado, ni nada de nada. No sabía qué vería en él, pero, como se suele decir, siempre hay un roto para un descosido.

Con estos pensamientos, Angelines caminaba presurosa hacia la comisaría. Se había acicalado cuidadosamente para causar buena impresión. Había elegido el vestido estampado de flores, sus mejores sandalias de verano y el bolso que le había regalado Ana las Navidades pasadas, uno tipo clutch de Bimba y Lola que aún no había tenido oportunidad de estrenar. Aquella era una ocasión tan buena como cualquier otra. Se había esmerado ante el espejo, tanto con el peinado («menos mal que ayer fui a la peluquería a teñirme y a ahuecar», pensó satisfecha) como con el maquillaje.

Mientras se acercaba al edificio de color arena, en donde una marabunta de policías trabajaba a contrarreloj para despejar dudas y encontrar evidencias que les llevara al autor de los crímenes de Ruiz y su mujer, Angelines repasaba mentalmente la declaración que había hecho a aquel policía tan majo por, si tenía que repetirla, no incurrir en contradicciones. A veces era propensa a adornar un poco la realidad. No por inventar, porque ella no era dada a faltar a la verdad, pero a veces, las cosas contadas con algo de aderezo sonaban mejor, menos cotidianas.

El policía que había estado hablando con ella, además de ser un joven muy guapo, era muy agradable. A sus setenta y tres años podía presumir de tener una salud de hierro. A veces le dolían un poco las articulaciones, sobre todo las de las manos. Y en días de calor, se le hinchaban los tobillos. Pero tenía la cabeza como la de una veinteañera y una memoria de elefante. Así que pudo contarle al policía, con pelos y señales, cómo había visto al asesino de Victoria Barreda.

Angelines seguía un horario diseñado al milímetro. Ya en vida de su difunto Jenaro, su día a día se guiaba por una estricta rutina que rara vez se saltaba, ni los domingos ni los días de guardar. A las siete y media sonaba el despertador, se levantaba y se preparaba un desayuno a base de zumo natural, un café descafeinado con leche y dos tostadas con mantequilla y mermelada de melocotón. Mientras tomaba el desayuno, escuchaba la radio. Así se había enterado de la muerte de su vecino, el rarito de enfrente, que se pasaba el día entrando y saliendo a altas horas de la noche. Ya lo decía ella: ese ritmo de vida no podía traer nada bueno. Y con una mujer y un niño pequeño.

Eso en sus tiempos no pasaba. Un hombre como Dios manda se recogía en casa a la hora de cenar y hasta el día siguiente no volvía a salir. Salvo emergencias.

Después de desayunar, arreglaba la habitación, lavaba a mano las prendas íntimas que había usado el día anterior, limpiaba el polvo al resto de la casa y se aplicaba con esmero a sacar brillo a los sanitarios del baño. Angelines presumía de tener la casa como los chorros del oro. El ritual de limpieza venía seguido de una ducha y a las once, puntual como un reloj, bajaba al centro de Pola de Siero a hacer recados. Por lo general, los recados se limitaban a entrar en la gran tienda de los chinos a curiosear gangas que nunca adquiría y a comprar fruta, verdura, algo de carne y, dependiendo del precio, un poco de pescado. Todo en pequeñas cantidades, pues a la vuelta no quería ir excesivamente cargada.

Una vez a la semana, limpiaba los cristales y, ese día, bajaba un poco más tarde al centro, solo a dar un paseo por el parque. Y en eso estaba cuando lo vio. Limpiando los cristales del salón. Le extrañó, pues aquellos vecinos de la casa de enfrente apenas recibían visitas. Y no era una hora apropiada para reuniones sociales. Tampoco se trataba del cartero. Ella conocía de sobra al cartero. Llevaba diez años dejándole la correspondencia en el buzón.

«¿Qué hora era, señora?», le había preguntado el policía, sentado en el sofá de cretona e intentando centrar la conversación en el misterioso visitante y no tanto en las tareas domésticas de la buena mujer.

«Las nueve de la mañana, agente —había contestado ella muy segura—. Acababa de arreglar la habitación y estaba empezando a darle jabón a los cristales», como si este hecho por sí mismo hiciera irrefutable la hora en cuestión.

«¿El hombre entró en la vivienda?».

«Yo no lo vi entrar, mire usted. Lo vi llamar al timbre y esperar. Como nadie le abrió, volvió a insistir. Y luego, yo seguí a lo mío, ¿sabe? Tenía mucho que limpiar antes de poder bajar a Pola de Siero y no me dedico a fisgar la vida de los demás. Pero seguro que fue él. Cada vez que pienso que pudo llamar a mi timbre en vez de al de Victoria, se me ponen los pelos de punta», había explicado Angelines, más presa de la emoción que del miedo.

«¿Podría describirlo?», había preguntado el policía.

Angelines había hecho un esfuerzo de memoria porque la casa de Victoria Barreda quedaba justo enfrente de la suya, con lo cual solo había podido verlo de espaldas y, durante un momento, de perfil. Pero podía dar una descripción más o menos detallada. «Era alto, buen mozo, de raza blanca —esto lo había oído en las series policíacas americanas. Especificar la raza era importante, más ahora con la cantidad de emigrantes que había—, vestía como los jóvenes de hoy en día, con una camiseta que parecía vieja y unos vaqueros gastados. Era joven, pero no tan joven como usted, agente. ¿De verdad no quiere un cafetito?».

El policía le había hecho un par de preguntas más de rigor antes de pedirle que acudiera a la comisaría a primera hora de la tarde a prestar declaración y a que mirara unas fotografías, por si reconocía en ellas al hombre que había visto frente a la vivienda de Victoria. Angelines aceptó, no sin cierto fastidio, pues eso suponía que tendría que perderse el capítulo de la telenovela —y ahora estaba en lo más interesante—, y casi con seguridad, la posibilidad de ver a sus tres amigas esa tarde. Además, la comisaría estaba en Oviedo y a ella la capital no le entusiasmaba. Solía perderse y las distancias eran mayores que en Pola de Siero. Suspiró. Pero ella era una buena ciudadana y todo fuera por solucionar un crimen.

Angelines entró en la comisaría esgrimiendo una amplia sonrisa que dejaba al descubierto sus diminutos dientes. Pero la satisfacción se le atragantó en cuanto vio al policía con el que había hablado aquella mañana. Estaba hablando con otro policía mayor que, por cómo gesticulaba, supuso que sería de rango superior, y junto a ellos, un hombre y una mujer se estaban despidiendo de ambos en actitud cordial.

Angelines se echó a un lado cuando la pareja pasó junto a ella. Se giró al verlos pasar y tragó saliva. De repente, notaba la boca seca. Agarró con fuerza su bolso y estaba a punto de salir tras ellos, porque no comprendía nada, cuando una mano le tocó el hombro.

—Buenas tardes, Angelines. Gracias por venir. La estábamos esperando. —Gutiérrez saludó a la mujer con entusiasmo.

—¿Por qué me han hecho venir si ya tenían al asesino? ¡Y lo dejan marchar! —exclamó Angelines apretando el bolso contra el pecho.

—¿De qué habla? —el subinspector frunció el ceño.

—El asesino. Acaba de salir por esa puerta —señaló indicando la de la comisaría.

—¿Se refiere al hombre al que vio esta mañana frente a la casa de Victoria Barreda? —preguntó Gutiérrez con incredulidad mal disimulada.

—Sí, joven. El mismo que viste y calza. Estaba hablando con usted y con aquel otro policía. —Señaló a Castro, que se acercaba a ellos en ese momento—. ¿Es que no es el asesino?

—¿Está segura de que el hombre que vio usted es el mismo que estaba hablando ahora conmigo y con el inspector Castro? —insistió Gutiérrez obviando la pregunta de la mujer, que cada vez se mostraba más confundida.

—El mismo. Soy vieja, pero ni soy ciega ni estoy senil —contestó ofendida Angelines.

—¿Qué ocurre? —El inspector Castro se había acercado a ellos.

—Señor, tenemos un problema. Angelines es vecina de Victoria Barreda y acaba de reconocer a Mario Sarriá como el hombre que estaba esta mañana frente a la casa de la víctima.

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