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Capítulo 44

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—¿Se puede saber cómo se te olvidó comentarle al inspector que estuviste en casa de Barreda? —preguntó Olivia de mal humor.

—No se me ocurrió. Estaba demasiado ocupado llevando tu macabra foto de un lado para otro —se defendió Mario sin ocultar su malestar. Había sido un descuido por su parte y ahora la policía sospechaba de él.

—Pero estuviste allí, Mario. En casa de una víctima de asesinato, el mismo día del crimen. O bien ya estaba muerta o a punto de morir y ¡¿no te pareció importante comentarlo?! —exclamó Olivia levantando la voz.

—No, Olivia. Ya te expliqué que no vi a Victoria Barreda. Si no lo has olvidado, antes de irte a Lugo me pediste que tratara de volver a hablar con ella. Y eso hice. Llamé al timbre un par de veces y nadie me abrió, ni contestó. Esperé unos diez minutos antes de irme y no vi a la mujer de Ruiz.

Acababan de salir de comisaría cuando un acalorado inspector Castro les había interceptado antes de que pudieran subirse al coche. Por la cara del policía, Olivia supo enseguida que se trataba de algo serio. Castro instó a Mario a entrar en el edificio y, sin dar explicaciones, lo condujo a una sala de interrogatorios. Estuvieron dentro casi una hora hasta que lo dejaron marchar. Durante ese tiempo, Olivia llamó al periódico y puso al corriente a Adaro de lo que estaba pasando. La llamada desencadenó otra al departamento jurídico y, a su vez, un desplazamiento apresurado de uno de los abogados del periódico a la Jefatura Superior de Asturias. Tras una hora prestando declaración, habían dejado marchar a Mario. El hecho de haber estado delante de la puerta de la víctima, aun con la declaración de Angelines, no demostraba nada, había dicho el abogado. Y sin más pruebas no podían retenerlo.

Mario salió del edificio cabizbajo. Las indicaciones del abogado del periódico fueron claras y contundentes: Mario se tomaría unos días de descanso, lo que se traducía en que quedaba apartado de los focos mediáticos hasta nueva orden o hasta que las cosas se aclararan. Para el periódico, una cosa era pisarle titulares y exclusivas a la competencia y otra muy distinta que uno de sus fotógrafos se convirtiera en un titular por ser sospechoso de homicidio.

—Es muy fácil, Olivia. Que cotejen mis huellas y mi ADN. Jamás he estado en esa casa. No he pasado de la puerta de entrada a la finca.

—No estoy dudando de ti, Mario. Ni te estoy pidiendo explicaciones —contestó Olivia sorprendida por la repentina declaración de su compañero—. Pero deberías habérselo comentado a Castro.

—No te preocupes, Mario —intentó tranquilizarlo Carmen, su hermana—. En cuanto vean que no hay nada que te relacione con esta muerte, te dejarán en paz y podrás volver al trabajo.

Después de salir de la comisaría, Mario había decidido ir a casa de su hermana. Olivia quiso acompañarlo. Tenía que hablar con el periódico y, sobre todo, tenía que escribir más de una página para la edición del día siguiente, pero no podía dejar a su compañero solo en aquel trance. De paso, pensó, saludaba a Carmen, a la que hacía semanas que no veía.

Aún no eran las seis de la tarde. Tenía tiempo para tomarse un pequeño respiro. Estaba siendo un día largo y agotador.

—Tengo una idea. ¿Por qué no os quedáis a cenar? A Nico le encantará, Mario —propuso Carmen, intentando animar a su hermano.

—Yo no puedo, Carmen. Aún tengo que trabajar un rato —se disculpó Olivia—. Y estoy deseando coger la cama. ¿Y Nico cómo está?

Carmen se acercó a la ventana del salón, desde la que se divisaba todo el parque de Pola de Siero. Siempre le había encantado aquel lugar, diseñado para el disfrute de la burguesía de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, con sus dos calles, ejes principales del parque, pensadas para el paseo, y sus jardines, bellamente diseñados, ideados para la contemplación. Disponía de un templete de música de forma octogonal construido en hierro y de un palacio —el palacio del Marqués de Santa Cruz— de arquitectura palaciega barroca, que había sido rehabilitado para albergar la oficina de turismo del municipio y que daba empaque a lo que antaño fueron sus jardines y su huerta, hoy integrados en el entorno. Carmen se deleitó con la fuente que lo coronaba en su parte más alta, y cuyos chorros asemejaban la cola de un pavo real. Desde la ventana no alcanzaba a ver el estanque de los patos, el rincón favorito de Nico. Podía pasarse horas contemplando a aquellos palmípedos parduzcos, que a ella nunca le habían hecho gracia. Nico. Su querido Nico. Parecía que hubiera sido ayer cuando su niño de mofletes regordetes y sonrosados la agarraba fuerte de la mano, como si con ello nada malo le pudiera pasar. ¿En qué momento había decidido dejar de aferrarse a ella? ¿Por qué dejó de sentir la necesidad de su mano, de su protección?

—Va mejorando —contestó con lentitud—. La medicación ayuda, claro. Le mantiene tranquilo.

—¿Está muy medicado? —Olivia sentía un cariño especial por Carmen y por Nico. Los consideraba familia. Cuando llegó a Pola de Siero, la acogieron con el mismo cariño que lo había hecho Mario, hacía ya casi quince años. Le costaba entender lo que estaba pasando con el pequeño y el hermetismo con que Carmen estaba capeando el problema. Salvo por lo poco que le contaba él, apenas sabía qué estaba ocurriendo y Carmen se cerraba en banda cada vez que salía el tema a relucir.

—Le han prescrito ansiolíticos. —Carmen hizo una pausa sin dejar de mirar por la ventana—. Le disminuyen el nivel de ansiedad.

—¿Os ha dicho algo el psicólogo?

—Nada nuevo. Se lesiona porque el dolor físico mitiga la angustia.

—Pero ¿qué le provoca esa angustia?

—No lo sabemos. Y Nico no habla. Se muestra taciturno en cada sesión.

—¿Y tú cómo lo llevas, Carmen?

Carmen se apartó de la ventana y se sentó junto a Mario en el sofá. Era tan alta como él, pero a pesar de tener solo tres años más que su hermano, parecía mucho más mayor. Tenía la comisura de los labios y el entrecejo surcados de finas arrugas que le conferían más edad de la que en realidad tenía, además de la piel y la mirada apagadas. Tampoco ayudaba la dejadez evidente que mostraba, con el pelo, encrespado y sin brillo, recogido en un moño sin ninguna gracia. En las sienes empezaban a aparecerle canas y las uñas de las manos casi habían desaparecido.

—Como puedo, Livi. No es fácil ver cómo tu hijo de trece años sufre, se desmorona, se deteriora mentalmente, y no poder ayudarlo.

Olivia no fue capaz de responderle. Qué le dices a una madre que lucha por no perder a su hijo, en una batalla para la que no hay más armas que la propia voluntad del pequeño. Y Nico, por los motivos que fueran, había perdido esa voluntad y las ganas de vivir.

—Ahora está durmiendo. En realidad, duerme mucho. Desde la última crisis, le han aumentado un poco la medicación y le provoca bastante somnolencia.

—¿Y eso es bueno? ¿Que duerma tanto es recomendable? —preguntó Olivia sorprendida, pues siempre había oído que lo que menos ayudaba a los enfermos de depresión era la cama. También recordaba haber leído hacía tiempo que una de las mejores medicinas para curar los trastornos de ansiedad era el ejercicio físico.

—De momento, sí —contestó Carmen sin mucha convicción—. Hay que ir poco a poco. ¿Y cómo va vuestra investigación? Lleváis dos días muy ocupados, ¿no? —dijo cambiando bruscamente de tema y palmeándole a Mario en la pierna.

—Mal. Soy sospechoso —gruñó Mario.

—Vamos, Mario. Sabes que no tienen pruebas ni fundamentos para sospechar de ti —rebatió Olivia—. Hemos descubierto muchas cosas y casi todas malas sobre Guzmán Ruiz, Carmen. Era un degenerado y un ladrón.

—¿Un ladrón? —se sorprendió Carmen abriendo mucho los ojos.

—Sí. Robó un montón de pasta en el banco donde trabajaba en Lugo. No era trigo limpio.

—Tu compañero no se prodiga mucho en explicaciones. Me tiene en ascuas y, si quiero enterarme de novedades, me obliga a leer el periódico —rezongó la hermana de Mario dándole una cariñosa colleja en la cabeza.

—Me acojo al secreto profesional —bromeó él levantando ambas manos en señal de rendición.

El ambiente de repente parecía más distendido que hacía media hora. Tanto Mario como Carmen parecían relajados por primera vez desde que habían llegado a la casa. Olivia puso al día a la hermana de Mario sobre los últimos acontecimientos. Carmen escuchaba con atención y solo interrumpió a Olivia para hacer un par de observaciones. Cuando Olivia terminó de contarle lo sucedido desde la madrugada del día anterior, Carmen se echó hacia atrás en el sofá y se quedó pensativa.

—Pero hay detalles que sabéis desde ayer y que aún no habéis publicado. ¿Os estáis haciendo viejos o es que os están censurando los chupatintas del periódico?

—Si te refieres al cuaderno, no hemos dicho nada en el periódico. Es una prueba en la investigación que la policía ya nos ha requisado, y no es prudente que se haga mención pública de ella, al menos de momento. Podríamos incurrir en obstrucción a la justicia —contestó Olivia poniendo los ojos en blanco—. Aunque si te soy sincera, tampoco hemos intentado vender esa historia al periódico.

—¿Y la foto?

—Esa sí… Ya está en manos del periódico, pero no creo que se publique.

—¿Por qué?

Olivia miró sorprendida a Carmen. La consideraba más conservadora y menos dada a la exposición pública gratuita de las miserias ajenas.

—Porque probablemente el departamento jurídico no quiera exponerse a una demanda por violación de la intimidad de Victoria Barreda. Si hubieras visto la imagen, lo entenderías, Carmen. No es agradable, créeme. De hecho, no deseo que la publiquen.

—Pensé que los periodistas apostabais siempre a favor del interés público por encima de cualquier otra consideración moral o ética —alegó Carmen con cierto retintín.

—Digamos que, a veces, el fin no justifica los medios. Digamos que, a veces, no todo vale. Y digamos que, a veces, los periodistas también tenemos un poquito de conciencia, moralidad, ética o llámalo como quieras —contestó Olivia un poco molesta por la insinuación de Carmen. Mario asistía divertido a la conversación con media sonrisa en la boca. Sabía que aquellas disertaciones sobre ética periodística nunca llevaban a ninguna parte. Y él ya era gato escaldado.

—Pues me alegra oírte decir eso, Olivia. Porque, si te soy sincera, ha habido ocasiones en que he llegado a pensar que los periodistas no teníais límites con tal de publicar una exclusiva. —Olivia supo que, aunque pluralizara, Carmen se refería a ella en particular. No era la primera vez que tenían aquella discusión. Si de Carmen dependiera, en el diccionario de la Real Academia de la Lengua aparecería «ave carroñera» como definición de periodista.

Olivia no tenía fuerzas para discutir sobre ética periodística y tampoco ganas de hacerlo con ella. Cogió aire y se frotó los ojos. De repente, recordó que aún no le había preguntado a Mario si había localizado a algún profesor de la época en la que Guzmán Ruiz daba clases en el colegio de Pola de Siero. Después de la espiral de acontecimientos de las últimas horas, lo que el día anterior parecía un buen filón de información ahora se le antojaba superfluo y sin relevancia. ¿Qué más daría lo que ocurriera hacía treinta años en el colegio de Pola de Siero? Y, después de tanto tiempo, ¿quién se iba a acordar?

Aun así, preguntó, sin excesivo entusiasmo. Quería llegar a casa, escribir el artículo y meterse en la cama.

—No he localizado a nadie —dijo él sin demasiado interés—. Tampoco he investigado demasiado, la verdad. Después de ir a casa de Victoria Barreda, me acerqué al colegio. Resulta que no queda nadie de aquella época.

—¿Ni un solo profesor? —preguntó Olivia incrédula.

—Han pasado treinta años, Livi. Los que no se han jubilado, se han trasladado a otros centros.

—Otro callejón sin salida —afirmó resignada.

—Carmen, yo por aquella época era un crío, apenas me acuerdo. Pero, tú ¿no recuerdas a nadie? ¿Te acuerdas de Guzmán Ruiz?

Carmen pareció pensarlo durante unos segundos. Finalmente, negó con la cabeza.

—No me acuerdo de él. Y ahora mismo no sabría deciros el nombre de un solo profesor o profesora. El colegio no fue mi etapa favorita. Ahora que, si me preguntáis por la facultad, os podría decir el nombre de un par de profesores que no estaban nada mal —respondió con tono jocoso.

—En fin, ya pensaremos en eso mañana. Por hoy ya basta de investigar. Ahora toca escribir.

Olivia cogió su bolso y tras despedirse de los dos hermanos, puso rumbo a su casa. Miró el reloj. Eran casi las siete. Se hacía tarde.

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