Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 9

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Capítulo 9

 

A

la luz del día, la idea de que Angelica hubiera padecido el miedo y el dolor de su madre se debilitaba, tanto como fenómeno creíble, como motivo de orgulloso placer. De haber sido Constance menos melancólica de carácter, podría soñar cosas más dulces, y su hija suspiraría —muy abajo, o muy lejos, en la casa de otro hombre— y absorbería del húmedo aire de la noche la satisfacción de su madre. Con todo, la visión de Angelica jugando sola y, observada sin saberlo, frotándose la mano como si le doliera, provocó en Constance un fugaz e intenso sentimiento que la hizo llorar unas lágrimas en silencio, apretando la boca.

Dejó a la niña jugando, con la jovial afirmación de Joseph de que, pese a que aquél era el día de descanso mensual de Nora, él podía pasar una hora a solas con su propia hija. Gracias. Inclinando la cabeza ante la rutinaria burla de su marido sobre sus «supersticiones», y su rutinaria negativa a permitir que Angelica la acompañara, Constance se despidió y se marchó a la iglesia sola.

Esta viuda casada, esta madre sin hija se sentó muy atrás. Llegó la última y fue la primera en irse. Cuando estaba sin marido y sin hija, se sentaba en la parte de delante, era la primera en llegar y la última en marcharse. Había llegado a este compromiso con el absoluto rechazo de la religión de Joseph, y con la desaprobación del sacristán y de las mujeres. Se dirigió su casa rápidamente, huyendo de las burlas que ella creía percibir a sus espaldas.

Y regresó a su hogar. Al caos. Angelica yacía boca abajo en el suelo del salón, y sus chillidos encontraban eco en las inarmónicas notas del piano. El sobrenatural lamento resultante hizo rechinar los dientes de Constance. Al otro lado de la habitación, Joseph, en una cortés actitud de aburrimiento, se apoyaba en el marco de la puerta, al parecer sin sentirse afectado por la aflicción de la niña.

—¿Se ha hecho daño? —gritó Constance por encima del estrépito.

—Ni una pizca —dijo con voz cansina Joseph—. Al parecer, ha perdido el juicio.

La niña daba patadas contra el suelo y luego giró sobre sí, para seguir lanzando coces al aire. Tenía la cara hinchada, roja, húmeda. Su voz era ronca:

—¡No es mi papá! No es mi papá, no es mi papá, no es mi papá, ¡no!

—Lo que he dicho —murmuró él.

Sólo con gran dificultad, consiguió Constance que se recuperara la niña, mientras Joseph aducía esto y lo otro, cuestionando los métodos de Constance, pero, por lo demás, no ayudando en absoluto, y reiniciando el ataque de la niña con sus resoplidos o llamándola un «preocupante espécimen de niña».

—¿Cómo ha empezado esto?

—Pregúntale a esa pequeña y salvaje derviche.

—Él —gimió Angelica, sacudiéndose en los brazos de Constance como un bebé enfebrecido— quiere que me coma un ciervo.

—Oh, es demasiado absurdo —exclamó Joseph, abandonando a Constance con la convulsa niña.

El acontecimiento no habría sido muy perturbador —Angelica de vez en cuando sufría ataques de ira sin razón alguna que comprendiera un adulto, y si él había insistido en que comiera carne de venado (si es que Constance había comprendido bien), no resultaba muy sorprendente que los acontecimientos sobrepasaran la capacidad de Joseph para controlarlos—, pero después, aquella misma tarde del domingo, cuando él se acercó a Angelica ofreciéndose a leerle un libro, ella huyó y se refugió tras las faldas de Constance, llorando. Él se encogió de hombros y se retiró arriba, mientras Constance trataba de mantener una expresión que no diera a entender que pensaba que Angelica estaba mínimamente justificada.

—¿Por qué te estás portando así con tu papá? —susurró.

Angelica se volvía más infantil a cada frase, buscando más amor, y más protección.

—Te prefiero a ti. Prefiero a mamá. Angelica quiere a mamá. Yo amo a mamá.

—Y yo a ti, mi ángel. Pero tenemos que portarnos bien con papá. No debemos molestarlo. Debemos hacer lo que pide. Es nuestro protector. ¿Lo entiendes?

—¿Protege a mamá, también?

—Desde luego, mi niña.

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