Angelica

Angelica


Primera parte » Capítulo 10

Página 12 de 57

Capítulo 10

 

U

na hostigadora luna en cuarto creciente atisbaba a través de la ventana del salón y observaba a Constance mientras ésta leía. Inactivos los asesinos de Londres, los periódicos inevitablemente anunciaban con toda la trompetería los detalles de la carnicería cometida en tierras lejanas. Aunque el nombre del lugar y de los autores desapareció de la mente de Constance casi tan pronto como hubo leído las palabras, la imagen de los hechos no se había separado de ella desde que se enteró de la noticia. Los cincuenta y seis mujeres y niños británicos habían sido cogidos por sorpresa. Constance percibió este no comunicado e incomunicable hecho en un detalle concreto y muy significativo: las madres se habían quedado paralizadas (convirtiéndose así en víctimas aún más fáciles) al creer, incluso mientras los cuchillos cortaban, que aquel horror no podía estar sucediendo, porque las mujeres no habían visto signo alguno de que se acercara. Nunca hubieran imaginado que aquellos hombres morenos las odiaran tanto. Aquellos británicos habían prosperado bajo algún abrasador sol extranjero y observado a sus niños cuando perseguían animales exóticos sobre la arena. No habían sentido ninguna preocupación cuando sus propios criados aparecieron, demasiado temprano, gritando instrucciones, pidiendo calma. El momento siguiente, horrible por derecho propio, debió de ser peor por su falta de lógica.

¿Quiénes son esos hombres enfurecidos? ¿Son extranjeros o unos hombres en los que no nos hemos fijado, que alegremente nos traían el té justo ayer? No pueden odiarnos tanto que sean capaces de hacerle daño a un niño.

La pura verdad, cuando se hizo evidente, debió de cegarlas como la luz del sol cuando le da a uno directamente. ¿Cuánto tiempo pudieron soportar esa visión las mujeres? Las que no fueron asesinadas inmediatamente, debieron de volverse locas. Eso es lo que los hombres hacen cuando se les da rienda suelta. Nunca estuvimos seguros. Sólo soñamos que lo estábamos. Nunca fuimos amados, ni suficientemente temidos. Le harían daño incluso a mi dulce niña, a mi Meg, a mi adorable Torn.

El periódico anunciaba los castigos que se impondrían, el severo correctivo que el ejército de Su Majestad descargaría sobre aquellos diablos morenos. El general Mackey-Wylde sería implacable. Pero Constance sabía que se castigaría a las personas equivocadas. Y las nuevas almas maltratadas incubarían entonces nuevos agravios, que a su vez acabarían estallando, supurando hasta desencadenar una nueva venganza sobre sus enemigos, y quienes estarían más a mano serían más mujeres y niños. Y un nuevo general tendría que administrar nuevos castigos.

Constance y Joseph estaban sentados ante la chimenea del salón, desapaciblemente fría, aunque faltaban sólo quince días para que fuera pleno verano.

—¿Crees que encontrará a los culpables? —preguntó ella.

—Son todos culpables. Los que lo hicieron, los que los esconden, los que los alentaron, los que silenciosamente lo aprueban. El problema es que hay un exceso de culpables. Es pedirle demasiado a Mackey-Wylde que los aprese a todos.

—¿Pero qué enfureció tanto a esos hombres? ¿Por qué hicieron algo tan inimaginable?

—No hay ninguna razón. Apenas si son hombres. Cobardes, animales, esclavos de fugaces apetitos o agravios.

Cobardes... uno podía preguntarse si todos los cobardes sabían que eran cobardes, como ella sabía que lo era. Quizás esos hombres se consideraban a sí mismos valientes. Quizás lo eran, a su manera, porque aunque comprendían que no podían expulsarnos de allí asesinando a unos inocentes, sin embargo los asesinaban, destruyendo a aquellos que en su fuero interno debían de saber que eran merecedores de su bondad. Seguramente comprendían que asesinar a inocentes británicos no haría más que atraer sobre sus cabezas la ira del Imperio, y sin embargo, asesinaban. ¿No era eso un horrible y primitivo valor?

Joseph le había contado muy poco de la guerra en que había luchado, y ella no podía recordar el impronunciable nombre del lugar donde sus heroicidades le habían merecido cartas de elogio y una medalla que no enseñaba a nadie.

—¿Han hecho los soldados británicos alguna vez una cosa así?

—¿Estás loca? —Ella no había querido irritarlo. Sólo se había permitido que un sentimiento siguiera a otro hasta que las palabras salieron de su boca—. ¿Te imaginas que todos los hombres son así de bestias?

—No, sólo que esos hombres de color eran también hombres, y también debían de considerarse soldados.

—Dios mío. El combatiente británico... —Y podía verse su orgullo de que se le considerara uno de ellos, aunque de hecho él era medio británico y medio moreno. Ella se lo imaginó con el uniforme (como solía), pero esta vez no llevaba los tensos tirantes y los relucientes pantalones blancos. Lo vio mojado, asustado y furioso, su cara llena de barro, y, en sus manos, a mujeres y niños que se retorcían.

Ella permaneció junto a las brasas, y sus excusas por su estúpido comentario fueron casi insuficientes para calmar el malhumor de su marido. Sola, en el salón que se iba oscureciendo, oyó los pasos de él arriba. Pensaba subir inmediatamente si le oía acercarse a la habitación de Angelica... Se detuvo a mitad del pensamiento. «¿Qué me está pasando? Tiene razón. No pienso con claridad, y acabaré armándome un lío tremendo si no me controlo. ¿Por qué debería asustarme que él vaya a besar a su hija y a desearle las buenas noches? Más bien debería desconfiar de un hombre que no hiciera eso.»

Cuán poco de él podía descubrirse aquí, en el mobiliario, en los objetos de su pasado. Cuando él la trajo aquí como su esposa, la casa estaba casi vacía. Y ahora, sola, ella la sentía nuevamente vacía, pese a todos sus esfuerzos. Otro detalle que ella había oído durante sus recados: los hombres de color les habían cortado la cabeza a los niños. Los negros, bajo el sol de la mañana, cuando no era concebible ningún horror, les habían cortado las ensangrentadas cabezas a los apaleados cuerpecitos y se las habían mostrado a sus madres.

El suelo crujió a sus espaldas.

—Lo siento —dijo ella sin darse la vuelta; pero ninguna respuesta le llegó desde la oscuridad.

Las brasas chisporrotearon y se hundieron en la ceniza. Ella vio reflejado en el cristal de la ventana el rostro de un hombre detrás, pero, al volverse, no encontró a nadie, sólo la oscura habitación y la puerta que daba a la oscura cocina. Las tablas del suelo volvieron a crujir, pero también oyó los pasos de Joseph arriba. Se mordió la lengua y corrió hacia las escaleras. Tropezó con sus faldas, naturalmente, se golpeó la rodilla con el borde de la escalera y lanzó un grito; pero se puso de pie nuevamente. Alguien la estaba agarrando de la falda, la cogía y le arrancaba una tira de tela, produciendo un sonido como si desgarrara carne. Subió corriendo los dos tramos de escalera y entró en su habitación, y en el tiempo que tardó en subir esos últimos escalones, cerrar la puerta tras ella y gritar el nombre de Joseph, mientras éste estaba alisando sobre la mesa las arrugas de los pantalones del día siguiente, dos pensamientos acudieron a su cabeza al mismo tiempo. Primero, que ella se había imaginado todo eso, y, segundo, que en un momento de miedo y de peligro —por falso que fuera—, había corrido en busca de la ayuda de su marido, más que para ofrecérsela a su hija, y estaba avergonzada de su doble debilidad.

Fue a buscar los brazos de Joseph.

—Soy una mala esposa. Pequeña y estúpida, y me asustan las sombras.

Él insistió en demostrarle que no pasaba nada, la acompañó escaleras abajo, iluminó, para que ella lo viera, el trozo de falda enganchada en una astilla de la escalera y la alfombra que se había levantado, iluminó también el vacío y ahora acogedor salón, mientras le pasaba un brazo alrededor del hombro. De nuevo la acompañó arriba.

—Hemos sido puestos a prueba, los dos —dijo estrechándola entre sus brazos y apretando su cabeza contra su pecho—. Soy consciente de ello, Con. Una prueba muy dura. Cuando nos separamos el uno del otro, nuestros corazones se llenan de oscuros, fríos pensamientos. —La boca de Joseph estaba junto a su oído. La besó en el cuello—. No hay nada de qué tener miedo. Nunca permitiré que sufras daño. —Le besó las mejillas y la oreja, y también el cuello, con labios y dientes—. ¿Te acuerdas alguna vez del día en que nos conocimos, Con?

—Amor mío. Debo ir a ver cómo está Angelica.

Los dientes de Joseph mordieron la blanda y dolorida piel del cuello de su mujer. No parecía haberla oído, pero entonces, de repente, la soltó.

—Naturalmente. —Se dio la vuelta—. Naturalmente.

Cuando ella, de mala gana, regresó, él estaba dormido. Esa quinta noche con Angelica a distancia, bajo ellos, él no le exigió sus derechos, y ella silenciosamente le agradeció su contención o su cansancio. Se echó de costado y lo estuvo observando hasta que distinguió uno o dos rasgos. Vio finalmente el perfil de sus cerrados ojos mientras éstos se movían rápidamente de un lado a otro bajo sus párpados, y los labios se separaban, al tiempo que respiraba con rapidez, jadeando ligeramente.

—Lem, sujétala, maldición —dijo de golpe, muy claramente, entre dientes. Su expresión era de irrefrenable sensualidad—. Sujétala, ¿no puedes?

 

Ir a la siguiente página

Report Page