Angelica
Primera parte » Capítulo 11
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Capítulo 11
C
onstance se resistió, pero, con todo, el sueño se apoderó de ella, y cuando sus ojos se abrieron a las tres y cuarto, no podía recordar que hubiera sucumbido a él. Cinco noches así habían emborronado sus marfileños rasgos. Durante cinco noches se había despertado exactamente a esa misma hora, completamente desvelada, los ojos sin una lágrima, atisbando a través de la oscuridad el lejano reloj escondido en las sombras. En el mismo minuto de cada noche, el mismo hábil truco de prestidigitador de su mente adormilada, su cuerpo en estado de alerta, como si estuviera dispuesto a recibir un mensaje de la máxima importancia, pero encontrándose sólo con el caballo sin jinete del mensajero.
Angelica dormía profundamente. Constance se sentaba en la silla azul, sólo por un momento, para descansar los ojos y escuchar los sonidos de su dulce pequeña, pero luego se despertaba a la luz del día, con calambres, sus pies sobre la cama de Angelica y la niña despierta en su regazo.
—¿Cuánto tiempo llevas encima de mí?
—Una semana —replicó Angelica con aire pensativo—. Y unas horas.
Joseph seguía arriba, remoloneando.
—Que papá disfrute de la pereza que tanto deseaba —le susurró a Angelica, y llevó a la niña abajo, a desayunar—. Se merece su descanso —dijo con palabras más amables, cuándo llegaban al vestíbulo.
—¿De veras?
Joseph había aparecido al pie de las escaleras.
—Me has dado un susto, amor mío. No te he oído bajar.
—¿Tendremos que establecer un sistema por el cual te avise cuando cambio de piso? ¿Quizás unas campanillas? Tendría que tratar de no moverme tan silenciosamente en mi propia casa, pero cuando he descansado bien soy bastante ágil.
—Ágil, ágil, ágil. —A Angelica le gustó el sonido de la palabra y la repetía despreocupadamente mientras Nora la servía y Constance inspeccionaba el fuego de la cocina. Una y otra vez la niña repetía la palabra, deformándola juguetonamente—: ágil, ajul, ajed, jed, jed.
Constance había trabajado en las cocinas del Refugio y aún estaba orgullosa de su capacidad, incluso años más tarde, para encontrar fallos en las tareas de Nora.
—¡He tenido un sueño! —dijo Angelica.
—¿Ah, sí, querida?
La muchacha irlandesa era, cosa natural, proclive al desaseo y le costaba cumplir con sus tareas... una muestra de ingratitud hacia Joseph, su generoso patrón, y hacia Constance (que ahora estaba aplicando un poco de pez a un hornillo), que era responsable ante el mismo patrón del buen trabajo de Nora. Y era ingratitud, también, hacia Dios, que había procurado que Nora tuviera un empleo, y esperaba, a cambio, que agradeciera Su bondad trabajando bien.
—¿Me has oído, mamá? Me muerdieron.
—«Muerdieron», no, querida, «mordieron». ¿Te mordieron? ¿Quién te mordió?
—Lo que he dicho. En el sueño, mamá, ¿qué me quema debajo del cuello?
—No puedo entenderte, Angelica. ¿Qué te mordió?
—Por todo el cuello y las orejas, había conejos y ratones y mariposas.
—Las mariposas no tienen dientes.
—Pero las sentí.
—¿Qué estás diciendo? Vamos, ven aquí, deja que te mire.
Constance le bajó el cuello del camisón y separó su cabello.
—Mamá, me estás haciendo daño. ¡Mamá! ¡Para!
—Chitón, chitón, no pasa nada. —La niña tenía el cuello enrojecido—. ¿Qué es esto? Te has rascado aquí. —Constance tocó la línea roja en la nuca de la niña, ligeramente rasguñada—. ¿Cómo te has hecho esto?
—Ha sido Nora.
—¿De veras? —Constance casi se rió en voz alta—. Nora, ¿cómo es eso?
La muchacha irlandesa sonrió afectuosamente mientras alzaba la mirada, la cara roja porque el horno de la cocina estaba abierto.
—Señora, no sé lo que la niña quiere decir.
—No, Nora fue buena mamá. El hombre que vuela y sus mariposas iban a morderme, y Nora lo cortó con su grande y brillante cuchillo de la cocina, pero me cortó en el cuello también. No duele gracias al ungüento mágico.
—Angelica. No debes decir esas mentiras. Las mentiras hacen daño a Jesús. Hacen que sus heridas sangren y sus ángeles lloren.
—Sí, mamá.
Pese a que Angelica tenía realmente un cortecito, sin duda era algo notable, como mínimo, que la niña hubiera soñado que la mordían unos dientes que suavemente se apretaban contra sus orejas y cuello, tal como los labios y dientes de Joseph habían hecho con el cuello de Constance. No, no era notable. Era absurdo. Él tendría una explicación lógica. Lo encontró cuando él bajaba por la escalera.
—Veo que tienes prisa. Lamento retrasarte.
Su irritación se puso instantáneamente de manifiesto.
—¿Qué pasa ahora?
—No puedo decirlo del todo.
—Bueno, entonces quizás no deba retrasarme.
—No, por favor. Angelica tiene un poco, algo de dolor. No exactamente dolor...
—Un poco de dolor no es dolor. Perdóname.
—Molestias. Las ha sentido estas dos últimas noches y mañanas.
—Manda a Nora a buscar al médico.
—No creo que haga falta. Tu paciente guía sería bien recibida.
—¿Por qué no lo crees? ¿Necesita atención o no? Tú eres mejor juez que yo, querida.
Su tono era de burla, quizás se refería a aquellas vacaciones, cuando Angelica cayó enferma por su culpa, y pese a sus afirmaciones sobre su robusta salud.
—Las molestias son muy curiosas.
—Con, ¿no puedes hablar con claridad? ¿Es una cuestión femenina?
—Su molestia es —no sé cómo decirlo— coincidente con... Eso es, coincidente. Sus quejas coinciden con las molestias... No sé qué estoy diciendo. Su mano y su cuello. A mí me pasó lo mismo, ya sabes...
—¿Estás del todo bien tú? ¿Tienes fiebre? ¿Necesita atención médica la niña o no? ¿Podéis tú y Nora resolver este asunto en mi ausencia?
—Naturalmente. Perdona.
—Pero no le llenes la cabeza a la niña con tonterías. Ella repite todo lo que tú dices, ya sabes.
Cogió el sombrero de encima de la mesa de media luna de la entrada, y chascó la lengua como si estuviera ante una pieza de su equipo de laboratorio que no acababa de funcionar bien.
—Ven aquí, querida. No hace falta que te excuses. Nos juramos anoche que procuraríamos cerrar esta brecha que tanto nos trastorna. Así que procura el bienestar de la niña, y cuéntamelo esta noche. Y haz que el doctor te dé una píldora para dormir. Te has convertido casi en una lechuza. Démonos un beso. Excelente. Hasta la noche.
—¿Quién es Lem? —le preguntó ella cuando llegaban a la puerta. Él se volvió hacia ella lentamente, sin expresión en su rostro.
—Dilo otra vez.
—Lem. ¿Quién es Lem?
—¿Cómo puedes haber...? ¿Ha venido a molestarnos incluso aquí?
—Soñaste con él y dijiste su nombre —dijo ella, sonriendo y esforzándose por aplacar su creciente enfado.
—No es nadie de interés. Un mendigo que me abordó en la calle. Ve a buscar al doctor. Y no le repitas como un lorito cosas absurdas. La niña debe de tener pesadillas. No dramatices. Se pondrá bien en un momento... Toma nota.
Ella tomó nota de sus palabras, y de su tono, cuando él se marchó. Cuán fácilmente equiparaba las quejas reales con las pesadillas.
Constance no fue a buscar al médico, ya que la niña no se volvió a quejar, y las señales de su cuello realmente no requerían atención. Pero, aquella misma noche, Angelica se resistió a ir a su dormitorio, a su cama, a dormir... fue tal el despliegue emocional de la niña que Constance creyó ver que allí había algo más que las manipulaciones de una niña caprichosa. «Me siento rara», dijo finalmente, sacudiendo la cabeza para mantener los ojos abiertos. Sus piernas lucharon contra la ropa de la cama, demasiado remetida.
—¿No te sientes bien, amor?
—No quiero dormir.
—Pero si estás cansada.
—Por favor, no me hagas dormir.
—¿Y por qué no? Todo el mundo duerme.
—No lo deseo. No deseo dormir. Me siento extraña. Cuando duermo.
—Yo te vigilaré. No me iré de esta silla. ¿Servirá?
—Prométemelo. Tú no te dormirás. Júralo, mamá.
—Lo juro. —Constance se rió ligeramente—. Me mantendré vigilante.
Con esa palabra, dicha con una sonrisa, Angelica se durmió casi al instante. Y casi inmediatamente después, entró Joseph, que venía del salón a buscar a su mujer. Preguntó si la niña no estaba aún dormida.
—Está a punto de dormirse —replicó Constance. Poco rato después, él bajó de su dormitorio a buscarla, y ella dijo—: Me quedaré sólo un momento más. —Y fingió ocuparse en arreglar la ropa de Angelica en el armario.
Él volvió a marcharse.
Una nueva grieta había aparecido en el panel posterior del armario, y ella sintió que la pieza cedía al tocarla.
Ella lo oía pasear por la habitación de arriba, y el armario ropero se sacudía, y ella supo que si él iba a buscarla por tercera vez, lo único que eso podía significar era que sus once meses de paciencia habían llegado a su fin, y que el tiempo que ella había ganado con sus mentiras unas noches antes se había acabado. Él arriesgaría la vida de su mujer por su deseo.
Oyó sus pasos, que descendían, y absurdamente se sintió como una niña a la que fueran a reñir. No se veía capaz de encontrar una excusa: las ropas arregladas, la ventana cerrada, las sábanas ordenadas, los libros guardados, la niña roncando, sus pasos en el pasillo...
—¿Cuándo me harás el favor de regresar al lugar que te corresponde?
Hacía mal en resistirse. No podía decir nada en su defensa, con la cama de la niña entre ellos, más que citar una y otra vez las advertencias de los médicos.
—Se lo he prometido a la niña... —empezó a decir tontamente.
Permaneció sentada en la silla Edwards de seda azul hasta que la amenaza de su marido sobre ella desapareció silenciosamente. Sin conseguir agradar a nadie, trataba de resistirse al sueño. Cuando ya no pudo resistir más, soñó que se resistía al sueño. Estaba en cuclillas en un enorme jardín detrás de una casa. La alta hierba se deslizaba por debajo de la falda de su camisón y le hacía cosquillas en las piernas, produciéndole rojeces en la piel. Ella se prometió permanecer en la hierba y no dormirse nunca, como hacen los adultos y exigen a los niños que hagan. Tenía frío, y lo que quedaba del sol se estaba poniendo. «Yo nunca duermo —se decía a sí misma—, porque me sentiría extraña. Parpadeo a veces, pero sólo eso.» Y entonces llegó aquel sofocante olor.
Angelica se estiró hacia su madre desde el borde de la cama.
—Lo ves —la acusó, su cara hinchada todavía por su viaje nocturno—. ¿Ves? Te has dormido. Me lo prometiste. Una mamá buena no me dejaría sola.
Con la Princesa Elisabeth sujeta en su mano, Angelica pasó corriendo por el lado de su madre para ir a donde estaba Nora y pedirle su leche y su bollo matinales. Su malhumor tardó en desaparecer y Constance tuvo que enfrentarse durante el desayuno a la ira conjunta de la niña y de Joseph.