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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 18

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—Muchacho, hablas como si supieras algo que yo no sé —lo tantea Buffa, desenvainando una sonrisa mefistofélica, antes de alzar una mano cuando Henry abre la boca para protestar—. Hazme caso, Henry, no hay razones para preocuparse. Nuestra Alice es una auténtica estrella. Ya no quedan astros como ella. Pertenece a otra generación, a esa vieja guardia de estrellas sobre las que el sol nunca se ponía, seres por encima del bien y del mal que exigían llenar sus bañeras con flores de los invernaderos de San Petersburgo o la sangre de una niña de doce años y no dudaban en disparar contra sus mayordomos si tardaban un segundo en hacerles caso. Y encima es todavía joven, y bonita. ¡Por todos los diablos, Henry, dejémosles que hablen! No creo que Alice vaya a sufrir por otro infundio que vierten sobre ella.

Lo dudo, desea replicar Henry; pero se reprime de hacerlo.

No quiere seguir oponiéndose a los argumentos de un Buffa en el que empieza a desconfiar, o este no tardará en sospechar que entre él y Alice hay un montón de publicidad que compartir con la prensa. Así que suelta un par de frases banales que no lo comprometen a nada, y una vez intuye que Buffa cree haberse salido con la suya, abandona su despacho con un suspiro de alivio, aunque no puede evitar sentirse embargado por la extrañeza al descubrir que, contra lo que suponía, era cierto que Alice había ordenado desbrozar de espejos el estudio de Amerika.

Henry, sin embargo, no quiere inquietar a Alice. Puede que su temor a los espejos sea una manía que el tiempo convertirá en obsesión, argumenta ante su amigo Rifkin, a quien ha decidido visitar para plantearle sus dudas, y la obsesión en una enfermedad que impedirá a Alice llevar una vida normal; pero puede que también sea una forma de aligerar la tensión que para ella reviste el hecho de ponerse después de tantos años otra vez ante las cámaras. Rifkin, que por supuesto no ignora la relación que hay entre Alice y su amigo, asiente a las palabras de este con expresión meditabunda, pero le pide que recuerde el día en que ambos la conocieron. La pitillera se estrelló contra el suelo, el espejo de su interior se rompió, y la atención de Alice quedó atrapada por unos instantes en la luz que reverberaba en los cristales rotos.

—Quizá no sea solo una manera de aligerar la tensión —reflexiona Rifkin, valorando el suceso bajo aquella nueva perspectiva—; quizá se trata de algo más profundo, algo que aún subyace en su psique en la forma de un poderoso trauma.

Al decir esto, Henry se agita en la silla y mira a su amigo con aprensión, pero Rifkin sonríe y hace un gesto desdeñoso con la mano que sostiene la pipa, restando ominosidad a su argumento, antes de proseguir:

—No quiero inquietarte, Henry, no es algo de lo que debamos preocuparnos. No, al menos, por ahora. Puedes tener razón y quizás el modo en que Alice ha decidido enfrentarse a una experiencia que la supera es volcando su angustia contra los espejos. Diablos, Henry, es una actriz. Todo cuanto es se lo debe a su propia imagen. Verla todos los días ante ella a la hora de acostarse, al ingresar en un ascensor o cuando alguien pasa una capa de maquillaje sobre su rostro puede ser en estos momentos un empeño superior a sus fuerzas. Actuaría como el recordatorio de un acontecimiento extraordinario que ella desea ver simplemente como una situación normal en su propia vida. No podemos saberlo, Henry. Pero tal vez, solo tal vez, debemos estar en guardia.

—No me gusta cómo suena eso, Sigmund —responde Henry, con visible preocupación.

—Bueno —replica Rifkin—, recuerda que esto no es más que una hipótesis. Es probable que Alice no padezca ningún trauma, no podemos estar seguros de ello. Pero tampoco de lo contrario. La mente humana, Henry, es una máquina maravillosa, pero también inquietante. No conocemos más que una parte muy pequeña de sus múltiples y complejas posibilidades. Si mañana algún hombre lograse volar gracias al control absoluto de su mente, te aseguro que no me asombraría lo más mínimo. No sería más que la prueba que confirmaría mi teoría de que el ser humano solo llegará al perfecto dominio de las fuerzas que operan sobre él, ya sean los elementos, o incluso el propio azar, cuando consiga descifrar cómo funciona ese fascinante motor al que llamamos cerebro. En mi opinión, Dios no es más que el nombre que le damos a nuestra incapacidad de imponernos sobre el medio por la fuerza de nuestra voluntad, por el gobierno absoluto de nuestra propia mente —Rifkin hace una pausa para dar una bocanada a su pipa y, de reojo, observar a un atento Henry, que en ningún instante se muestra sorprendido al oír sus palabras—. Sí, Henry. Podríamos lograr todo eso si alguna vez comprendiéramos el funcionamiento de la mente humana. Seríamos como dioses. Pero aun así, incluso alcanzando ese maravilloso estado de poder sobrehumano, bastaría que una única pieza del conjunto fallase para que todo el sistema se derrumbara de forma imprevisible. Cuanto más grande fuese el poder, más terrible sería la caída. Por eso tal vez estamos todavía en la infancia de nuestro propio conocimiento. Hasta que no resolvamos las que seguramente no pasan de ser pequeñas averías de nuestra mente, tendremos vedado el acceso al último peldaño de la escala evolutiva, donde se oficiará la muerte del Homo Sapiens para que el nuevo hombre surgido de sus cenizas habite el mundo en una nueva Edad de Oro.

—Y una de esas pequeñas averías sería lo que conocemos por el nombre de trauma —argumenta Henry—. ¿Significa eso que, en el caso de que Alice sufriera algún trauma, aún estaríamos en condiciones de ayudarla?

—Así debe ser —concede Rifkin—. Sin embargo, como he indicado, la mente humana muestra en ocasiones un comportamiento imprevisible. A veces ni siquiera el científico puede aventurar qué puerta se abre cuando otra se cierra. Pero Henry —insiste Rifkin empuñando su pipa y enarbolando una vez más su sonrisa amistosa, mientras se levanta para acompañar a su amigo a la puerta—, recuerda que estamos exponiendo una hipótesis. Alice puede estar perfectamente sana, y en el caso de que no fuese así, nada nos debe hacer pensar que el remedio, como suele decirse, sería peor que la enfermedad. Mi querido amigo, si algo puedes hacer por ella es seguir tratándola como has hecho hasta ahora: llévala a cenar a uno de esos restaurantes a los que un sueldo como el mío jamás podría aspirar, cómprale flores, regálale algún vestido que sepas que a ella le va a gustar; simplemente, ámala. No te inquietes con demasiadas preguntas. Muchas veces, el amor es un fármaco más poderoso que cualquiera de los inventados por la ciencia del hombre.

Henry sonríe y asiente, algo más aliviado al escuchar el sensato diagnóstico de Rifkin.

—Pero si algo ocurriese —dice—, quiero decir, si algo me hiciese sospechar que Alice puede estar en peligro...

—Entonces —lo tranquiliza Rifkin propinándole una afectuosa palmada en la espalda—, sería el momento de ver qué podemos hacer por ella.

 

Fundido en negro y fin de la escena. Acto seguido, en una rápida sucesión de secuencias animadas por un alegre fondo musical que impide que escuchemos a sus protagonistas, reencontramos a Alice y Henry discutiendo con el resto del equipo un pasaje del guión en el plató donde se filma Otro invierno en Amerika, momento que Henry aprovecha para pasarle disimuladamente la mano por la espalda a la joven y propinarle un pellizco que la hace respingar ante la extrañeza de todos; más tarde los vemos compartiendo entre risas una tarta de queso sobre la cama de uno de esos hoteles que acogen sus citas clandestinas, o asistiendo a la proyección de una película de terror, a juzgar por el modo en que Alice se tapa la cara ante la sonrisa divertida de Henry, hasta que por fin los sorprendemos disfrutando de una semana de vacaciones en las cataratas del Niágara, gracias a una pausa en el rodaje por problemas técnicos. Es allí donde Alice, inesperadamente, vuelve a ver a la mujer que la seguía tras su primera cita con Henry. Abrazados tras uno de los pasamanos que se elevan sobre el río, Henry y Alice contemplan sobrecogidos cómo el agua se precipita desde las alturas para estrellarse contra las rocas con un ensordecedor bramido. En un alarde de buen humor, Henry señala el espectral arco iris que se yergue majestuosamente sobre el río, y, ahuecando la voz para atemorizar a Alice, le dice que en realidad aquello no es un simple arco iris, sino una puerta abierta al más allá a través de la cual los muertos se adentran sigilosamente en nuestro mundo. Tras proferir una teatral carcajada con la que remachar su broma, Henry advierte a lo lejos la presencia de uno de los fotógrafos que se ofrecen a los visitantes para brindarles un recuerdo de su paso por el Niágara, y apresurándose hacia él le pide a Alice que no se mueva de donde está. Pero Alice no dice nada. Se limita a observar ansiosamente las jabonosas nubes que se forman en el lecho del río, como si en realidad, tal y como ha dicho Henry, fuesen algo más de lo que aparentan ser. De hecho, para Alice todo ha adquirido de pronto una consistencia blanda, vaporosa, pero ya no solo allá abajo, donde el agua entona su borboteo ronco, sino en todas partes adonde mira, incluidos los árboles y las cabañas que la rodean, y hasta esas parejas de enamorados que se asoman con reverencioso temor desde el otro lado del pasamanos. Es entre esa niebla que envuelve el mundo donde Alice, para su espanto, sorprende a la mujer que lleva semanas espiándola. No la ha visto bien, como le sucedió la vez anterior, pero, al igual que en aquella ocasión, está convencida de que es ella. Sin pensarlo dos veces, se separa del pasamanos y se lanza a seguirla entre la multitud, que a los ojos de Alice ahora no es sino una hueste de fantasmas incoloros, mustios. Mientras tanto, Henry regresa con el fotógrafo al lugar en el que Alice debía esperarle, y, alarmado al no verla allí, trata ansiosamente de localizar su cabellera dorada entre el gentío que a aquella hora tan temprana abarrota el mirador del Niágara. Tras una ardua carrera a contracorriente del grupo, consigue abrirse paso hasta el restaurante donde ha visto perderse su rastro, pero una vez allí su desconcierto aumenta considerablemente al ver a Alice forcejeando con un par de camareros que tratan de contener sus bruscos aspavientos, lo que sin duda ha debido ocasionar el amasijo de platos rotos que crujen bajo sus pies.

—¡Alice! —exclama Henry mientras aparta a un lado a los dos camareros, que intercambian una mirada y un confuso encogimiento de hombros—. Alice, ¿qué sucede?

Alice tarda unos instantes en reaccionar, pero en cuanto reconoce a Henry abre los ojos de par en par, y, presa del pánico, como si la realidad fuera aún más inquietante despojada del velo de bruma que la ha acompañado en su carrera hasta el restaurante, exclama:

—¡Está allí, Henry! ¡Es la misma mujer que nos siguió aquella noche!

Secundada por los maliciosos murmullos de la concurrencia, Alice señala hacia algún lugar situado a la espalda de Henry, y este no tiene más que volverse ligeramente para advertir que la aterrada joven está señalando a un espejo, y que en el espejo está ella, con el rostro desfigurado de terror y apuntando absurdamente a la Alice de carne y hueso que él sostiene entre los brazos.

 

En la siguiente escena, el interior de un hotel que precipita sus vistas sobre las cataratas, Henry le ofrece a Alice un vaso de agua; está tendida sobre la cama, la cabellera revuelta y las manos inmóviles, temblorosas, con ese mismo aire desvalido que tenía en el hospital veinte años atrás.

—¿Estás mejor? —le pregunta Henry cuando Alice deposita el vaso sobre la mesilla.

Alice asiente con la cabeza, mirando de reojo el espejo que uno de los dos, Henry o Alice, ha ocultado tras una sábana.

—Dilo —espeta Alice, sintiéndose examinada por el silencio de Henry—. Crees que estoy loca, ¿verdad?

—Por supuesto que no —responde Henry—. ¿Por qué dices eso?

—Porque incluso yo lo pensaría si estuviese en tu lugar —Alice se abraza a su cuello y, rompiendo en un mar de lágrimas, exclama—: Dios mío, Henry, dime que no me estoy volviendo loca. Por favor, dímelo.

—No, Alice, no es verdad. No te estás volviendo loca. Simplemente, estás sufriendo una presión excesiva. No es únicamente la película que estás rodando, también es nuestra relación, mantenernos ocultos para que nadie arruine lo que es nuestro. Pero quizás no sería tan malo consultar a un médico, exponerle el asunto. Como una medida de precaución.

—¿Un médico? —replica Alice, deshaciéndose bruscamente de su abrazo—. No, gracias. Durante mi vida he pasado más tiempo en los divanes de los médicos que en las camas de mis propios amantes.

Henry recibe la respuesta de Alice con un gesto repugnado, como si de veras pudiese ver a su amada entre unos brazos que no son los suyos, besando unos labios que pertenecen a otro.

—Perdona, Henry —se disculpa Alice, volviendo a abrazarse a él—, no he querido ser injusta. No contigo. Pero no creo que pueda resistirlo. Otra vez no. Si solo supieras cómo ha sido mi vida antes de conocerte...

—Lo sé, Alice —responde Henry, desplegando una sonrisa que suaviza ligeramente la tensión de sus mandíbulas—. Pero me preocupo por ti. No puedo ni imaginar qué ocurriría si te sucediera algo, sea lo que sea. No sé qué sería de mí si te perdiese.

Al escuchar las palabras de Henry, Alice le clava una mirada descreída, tratando de encontrar en sus ojos algo que le permita creer en esa frase hecha que ella misma ha pronunciado demasiadas veces, tantas como para despojarla de cualquier valor. El resultado parece ser positivo, pues es el único momento durante la conversación en que desaparece la rigidez que se ha ido apoderando de sus facciones, e incluso una sonrisa dulce acude ahora a desentumecerle los labios. Henry se incorpora de la cama, acude con gesto misterioso a una de las mesillas que la flanquean y extrae un objeto diminuto de uno de sus cajones. Vuelve junto a Alice y expone a su mirada el objeto, que acaba revelándose como una sencilla caja forrada de terciopelo azul:

—Tenía pensado dártelo cuando regresáramos a Nueva York —dice—. Pero creo que no habrá un momento mejor que este para hacerlo.

Henry abre la cajita, que Alice ha estado observando con asombro y curiosidad, y le muestra el anillo de platino y diamantes que guarda en su interior:

—Alice, no quiero seguir ocultando esto por más tiempo. Te amo, te amo desde el primer momento en que te vi, desde que eras una niña de cabellos dorados que partía corazones en las plateas. Te he visto crecer como si formaras parte de mi propia vida, Alice, te he amado día tras día, sin que tú supieses siquiera que existía. Nunca he podido arrancarte de mi corazón, y ahora que estás conmigo no puedo creer que todo esto sea cierto, que no sea un sueño del que voy a despertar mañana. Alice, te amo y quiero casarme contigo. No sé de qué otro modo decirte que eres la mujer de mi vida.

—Y tú el hombre de la mía —contesta Alice, mientras el brillo de los diamantes fulgura en sus ojos—. No debes temer que esto sea un sueño, que llegará un día en que despertarás y yo ya no estaré aquí. No, Henry. Te quiero, y quiero casarme contigo. Quiero pasar el resto de mi vida a tu lado. Nunca he estado tan segura de algo en toda mi vida. Con otros hombres siempre tuve la sensación de que, tarde o temprano, una parte de mí se separaría de ellos. Por mucho que los quisiese, por mucho que pensase que los amaba con toda mi alma. Pero contigo no me sucede eso. Es como si esa voz horrible que en ocasiones parece resonar dentro de mí hubiera desaparecido para siempre.

Entonces Alice le ofrece sus labios, y Henry se inclina a besarlos apasionadamente, como si con ello sellase el compromiso eterno de su amor. Cuando por fin Henry sonríe y se aparta para mirarla a los ojos, Alice le dice:

—Está bien, Henry. Haremos lo que tú quieras. Si piensas que debo acudir a un médico, lo haré. Desde que pasé la primera noche contigo, sé que puedo confiar en ti. Nada me ocurrirá si estoy a tu lado.

Pasa el tiempo. Los problemas técnicos surgidos durante el rodaje de la película acaban solucionándose, la filmación continúa sin mayores complicaciones, y como para confirmar esa impresión de que el mundo, por fin, parece bien hecho, asistimos a una escena en la que tras una toma excelente Alice es agasajada por el director de la película y sus ayudantes, a lo que se suma el afectuoso guiño que Henry le lanza desde el secreto de los bastidores. A esa escena, sin embargo, le sigue un encadenado de imágenes, resumidas en diferentes portadas de periódicos, que demuestra que la prensa no ceja en su empeño de sugerir rumores y romances entre la estrella y uno de los miembros del equipo de rodaje, a quien los titulares no siempre identifican correctamente. Pero a Alice ya no parece afectarle esa clase de publicidad. En cuestión de segundos, la encontramos probándose un sombrero en una lujosa tienda de la Quinta Avenida, después de firmar un autógrafo a una pareja que la ha reconocido al encontrarla allí; acto seguido la vemos en su camerino, hablando y sonriendo, mientras es maquillada por una muchacha que le devuelve la sonrisa a través de un espejo; y en una última escena, Alice se dispone a salir por una puerta tras colocarse sobre el peinado el mismo sombrero que le hemos visto probarse en la tienda de la Quinta Avenida, volviéndose al tiempo para despedirse animadamente de un hombre que nos da la espalda, pero del que no necesitamos otra información que la pipa que sostiene en la mano para saber que se trata de Sigmund Rifkin.

Pero no todo va a ser perfecto en la vida de Alice. Una tarde, Franz Buffa la reclama para que se reúna con él en su despacho, a fin de discutir lo que el productor califica de «asuntos pendientes». Alice se presenta allí, y Buffa la recibe con un gesto sospechosamente jovial junto a un hombre que, sentado a horcajadas en una silla, ni siquiera hace ademán de incorporarse para saludarla. Su nombre es Bobby West, le informa Buffa, periodista de la gaceta Famous Stalker, y ha acudido a ver a Alice con el propósito de hacerle una entrevista. La expresión carroñera con que West examina a Alice de arriba abajo, abrazado al respaldo de la silla, no nos hace presentir nada bueno, y Alice debe opinar lo mismo, pues no tarda en enarbolar una tímida protesta que a Buffa apenas le causa esfuerzo repelir.

—Es parte de tu trabajo, Alice —la increpa con su mejor acento alemán—; te debes a tu público, él es el que manda ahora. Así es como hoy en día funcionan las cosas. Ya ha pasado el tiempo en que las estrellas no podían tocarse con las yemas de los dedos.

—Si lo dice por mí —le reprocha Alice—, puedo asegurarle que ese tiempo jamás ha existido.

—En eso estamos de acuerdo —replica desde la silla Bobby West.

Al oír las palabras de West, Alice le dedica una mirada recelosa. Pero está cansada para discutir, y de todos modos sabe que si la prensa anda detrás de algún asunto suyo, sea verdad o mentira, tarde o temprano conseguirá lo que busca; así pues no ve otra salida que acudir a su camerino para responder a las preguntas de West. La entrevista, sin embargo, no puede comenzar de peor forma: West advierte a Alice que la ha hecho seguir durante varios días, que la ha fotografiado en actitudes que él prefiere describir como «comprometedoras» y que por supuesto no ignora la identidad de su conquista: Henry Dunn. ¿Acaso tiene que acostarse con su propio guionista para conseguir un buen papel?, ironiza el periodista con una sonrisa que es toda colmillos.

—Eso es otra de las estupideces de la prensa —balbucea Alice, en una respuesta que para un sujeto como West no puede resultar más inocente—. Pero, aunque fuera cierto, no creo que pueda importarle a nadie con quién me acuesto fuera de las pantallas.

—Bueno, yo no estaría tan seguro de ello —le replica West, mientras apoya la espalda en la puerta y se cruza lentamente de brazos, como mostrándose abierto a discutir el asunto, y, a la vez, con todas las de ganar en la discusión—. Pero, a decir verdad, tampoco a mí me importan gran cosa sus asuntos con ese Dunn. Y es un interés que comparte la gaceta para la que trabajo.

—¿Entonces qué quiere de mí?

West se retira del armario, se lleva una mano al bolsillo interior de su chaqueta y deposita en el regazo de Alice la fotografía de un hombre que sonríe con un candor infantil a la cámara. Por el color desvaído de la imagen y el sello de los estudios Lasky que reconoce en una esquina, Alice intuye que se trata de una fotografía promocional de 1920 o 1925.

—¿Le dice algo el nombre de Fenny Flint?

—¿Fenny Flint? —repite Alice, frunciendo ligeramente las cejas.

—Fenimore Flint —insiste West señalando la fotografía con el cigarrillo que acaba de encender—. Rodó un número nada despreciable de películas cómicas para la Famous-Players Lasky entre 1915 y 1923, siempre haciendo de niño, pese a que tenía más de treinta años. El nombre tendría que sugerirle algo: Flint era toda una estrella en la misma época en que usted arrasaba en las taquillas, aunque ya nadie se acuerde de él, ni del terrible fin que tuvo. —West hace una pausa, tratando de amplificar el efecto que no ignora sus palabras deberán obrar en Alice—. También era un buen amigo de su madre. Al menos, hasta que se le fue la cabeza en cierta fiesta en casa de Mabel Normand. Aunque, por lo que sé de él —sonríe West con estudiada malicia—, esa no fue la primera vez que se le fue la cabeza por una niña.

—No sé de qué me está hablando —exclama Alice, repentinamente pálida—. Si lo que pretende es conseguir mentiras para su periódico, puede inventárselas sin recurrir a mí.

—Yo creo que sí —le responde lentamente West mientras se inclina sobre ella, acercando su rostro al de Alice—. Yo creo que sabe muy bien a lo que me refiero, señorita Riddle. Un pajarito me ha dado información de primera mano sobre aquella noche en que Flint la arrastró hasta una cabaña, la encerró en un armario y la golpeó y la violó hasta que usted consiguió escapar de él. Hay muchos pajaritos que pueden hablar de ello, señorita Riddle. No todos viven como antes, encerrados en jaulas de oro, y la mayoría de ellos todavía arrastran ciertos vicios que resultan demasiado caros de mantener.

Con el corazón encabritado, Alice pierde el control. Alarga una mano hacia la mesita y atrapa las tijeras que reposan entre los cosméticos, arrojándose al instante sobre un desprevenido West, al que alcanza a herir en una mano. Pero West, una vez repuesto de la sorpresa, no tiene que emplearse demasiado para defenderse de su ataque, lo que logra hacer asiéndola sencillamente por las muñecas.

—Vamos, nena, ¿qué pretende con eso? ¿Quiere sumar a su currículum el asesinato de un periodista? Le aseguro que vendería, pero preferiría ser yo quien redactase la noticia —de un violento empujón, West lanza a Alice contra la mesa y se ajusta el sombrero antes de abrir la puerta—. Piense de mí lo que quiera, señorita Riddle, pero solo pretendía hacerle un favor. Le he dado la oportunidad de que sea usted quien cuente la historia tal y como la recuerda, simplemente porque creo que se merecía ese gesto; pero supongo que ahora tendré que hacerlo a mi manera. ¿Sabe qué? Es muy joven aún, pero creo que creció demasiado pronto y se ha hecho demasiado vieja para esto.

West sale del camerino de Alice sin cerrar la puerta, a sabiendas de que no necesita la rúbrica del portazo para remachar en la mente de Alice el terrible significado de la escena que ha tenido lugar en el camerino. Y, como si fueran ciertas las palabras que ha pronunciado, como si al expresarse así la hubiera liberado de un hechizo que la engañaba haciéndola verse como una mujer joven y bonita cada vez que se ofrecía a algún reflejo, Alice alza la cabeza lentamente, se esfuerza en enfrentarse al espejo, y, por el grito que se arranca de las tripas, es como si hubiera visto aparecer en su superficie el rostro de una mujer mil veces más vieja que ella.

 

La aparición de West y la turbadora información que traía consigo derrumban a Alice por completo. El rodaje se suspende durante varios días, que Alice deshoja en el cuarto de un hotel cuyo nombre únicamente conocen Henry y su amigo Sigmund Rifkin. Ajenos a la intervención del periodista, pues Alice rehúsa hablar de su encuentro con él, ni Henry ni Rifkin saben de qué modo interpretar el brusco receso en la recuperación de la joven. Rifkin sospecha que algo o alguien ha podido despertarle el trauma que origina su temor a los espejos, y persuade a Henry para que hable con ella hasta que se confíe a él. No va a hacerlo conmigo, le avisa Rifkin, pero si de veras algo ha sucedido tampoco podrá ocultarlo por mucho tiempo, y la única persona con la que aceptará compartirlo eres tú. No quisiera resultar dramático, continúa Rifkin, pero creo que no tenemos demasiado tiempo que perder. Así que Henry se presenta en la habitación del hotel, y tras una tortuosa conversación en la que incluso se ve obligado a forcejear con ella, Alice por fin se desmorona y le cuenta todo lo que sucedió tras reunirse con Buffa: la advertencia de Bobby West de que conocía su romance con Henry, el momento en que West le refirió que disponía de cierta información sobre su pasado que podía arruinarla, y las amenazas de que desenterraría aquella historia aun contra la voluntad de Alice. Henry no da crédito a lo que oye. Quiere saber a qué historia se refiere West, si no se trata de una mentira más, de otra de las fantasmagorías que últimamente la prensa se ha acostumbrado a difundir sobre ella.

—Eso es lo que no sé, Henry —responde Alice—. Desde el instante en que ese West empezó a hablar, tuve la sensación de que estaba contando algo que yo conocía, pero era como si aquello perteneciese a los recuerdos de otra persona. En el fondo —añade con una sonrisa melancólica—, he sido tantas personas diferentes a lo largo de mi vida que a veces dudo qué cosas me pertenecen a mí y cuáles les pertenecen a ellas.

Más allá de eso, Alice no detalla cuál es la historia que West le refirió, y con un suspiro resignado Henry decide que es mejor no insistir más:

—Quizás sea así, Alice —responde por fin—, pero solo tenemos un modo de saberlo. Si en esa historia hay algo de cierto, creo que ha llegado el momento de saber quién está al otro lado del espejo.

No tardamos mucho en ver otra vez reunidos a Alice, Henry y Rifkin. Están en el elegante apartamento de este último, perfilados por la tenue luz de una única lámpara, y por lo que se desprende del encuentro, Alice parece resuelta a descubrir la verdad que hay tras las palabras de West. Rifkin la hipnotiza, en una oscuridad casi completa que, unida a la cavernosa voz del psiquiatra, provoca el estremecimiento de Henry, quien verá recrudecidos sus temblores unos minutos más tarde, cuando todo lo que se ocultaba tras el muro que Alice se había obstinado en levantar durante años empiece a aflorar a la superficie. De pronto, Alice se incorpora del sillón, y, tras caminar unos pasos, cae desmadejada al suelo, encogiéndose dolorosamente como si estuviera retrocediendo al tiempo en que aún era una niña; acto seguido, sus manos forcejean con el aire, simulando la lucha con una puerta que se niega a abrirse, y entre inconsolables chillidos la emprende a patadas y puñetazos contra el suelo. Henry se siente incapaz de soportar por más tiempo su angustia. Se arroja sobre Alice para aplacarla y le ordena a Rifkin que detenga el experimento, pero ya es demasiado tarde para hacerlo. Hasta que Alice no descienda hasta el último escalón de su memoria, le avisa Rifkin, aquello no acabará, y detener la prueba antes de alcanzarlo sería igual a no haber intentado absolutamente nada. A Henry le faltan fuerzas para reprimir a Alice y pide a Rifkin que le sujete las piernas, pero antes de que el doctor acuda en su ayuda, la joven se revuelve con una violencia que pilla por sorpresa a Henry y, de un fuerte empujón, lo arroja contra la mesa. La lámpara se tambalea y termina por estrellarse contra el suelo, creando en la habitación una oscuridad densa que la joven desmantela con un grito desgarrado: «¡Ahora, Alice, huye de aquí!», exclama, imitando lo que parece la voz de una niña, tan escalofriante que hiela la sangre del propio psiquiatra. Antes de que Alice alcance la puerta, Rifkin, que sin duda esperaba una reacción semejante, se abalanza sobre ella y, sosteniéndola firmemente por las muñecas, le ordena que despierte. Mareado, Henry se incorpora entre tambaleos, pero enseguida reacciona y corre a encender la luz. Cuando regresa al revuelto escenario del experimento, encuentra a Alice sostenida sin apenas fuerzas por los brazos de Rifkin, preguntando con una voz inaudible qué ha sucedido, antes de perder la consciencia.

En la siguiente escena encontramos a un pensativo Rifkin atrincherado tras la mesa de su despacho, mientras Henry, pasándose una mano por la desordenada cabellera, sale de una habitación vecina y se desploma con evidente cansancio en el sillón:

—Creo que Alice va a dormir durante horas. Está devastada, pero al menos no recuerda nada de lo ocurrido. Sigmund, ¿qué significa todo esto?

Rifkin saca la pipa de un cajón de la mesa, demorándose en introducir un poco de tabaco en la cazoleta antes de responder:

—Todo esto, mi querido amigo, no es otra cosa que el trauma. El terror de Alice a los espejos. Muchas de las cosas que hemos visto esta noche yo ya las logré entrever durante su tratamiento. El rapto, la violencia, el espejo. Pero me temo que no fui lo bastante rápido para llegar al fondo del problema, y cuando ese tal West apareció con su fardo de malas noticias, todo lo que Alice había adelantado en pos de su recuperación se derrumbó por completo.

Al escuchar aquello Henry se remueve en el sillón:

—¿Quieres decir que lo que le contó ese tipo a Alice era la verdad? ¿Alguien la atacó cuando era una niña?

—Bueno —suspira Rifkin—, así fue, pero la historia es mucho más complicada de lo que parece. Por un lado, Alice fue atacada por un hombre que la atrajo a una cabaña en mitad de una fiesta. Ese West no se ha equivocado al referir esos datos. Pero por otro lado Alice no recuerda que aquello le sucediese, no, al menos, a ella. Y, en cierto modo, al aferrarse a esa convicción es como si de veras aquello no le hubiese sucedido.

—Sigmund, estoy muy cansado —se lamenta Henry, meneando la cabeza en un gesto de impotencia—; ¿qué quieres decir exactamente?

—Quiero decir —continúa Rifkin— que, desde ese momento, Alice se convirtió en dos personas, por así decir, y decidió enterrar a una de ellas, la que sufrió el ataque, para seguir viviendo sin el recuerdo de aquella experiencia traumática. En otros pacientes tal cosa representaría un trabajo de años, incluso de toda una vida, pero a Alice no le costó mucho esfuerzo conseguir esa especie de bifurcación de la personalidad. En realidad una segunda Alice ya existía mucho antes del ataque. Era una presencia que invitaba a jugar a Alice desde el otro lado de los espejos.

—¿Una amiga invisible? —insinúa Henry.

—Algo así. Sin embargo, los niños que inventan presencias semejantes para sus juegos suelen ponerles nombres fantásticos, ya sean procedentes de su propia imaginación o de los personajes de algún cuento. A veces incluso puede ser el de una mascota o el del amigo que hicieron el último verano. Pero Alice decidió que su amiga se llamaría igual que ella. Es fácil interpretarlo. Alice era una niña sin infancia, sin amigos ni hermanos, con una responsabilidad excesiva como era la de convertir en un gran éxito cada una de sus películas, así que se inventó a una Alice más feliz que ella, una Alice con la que jugar, crecer y compartir sus pesares. Cuando aquel perturbado la atacó, le fue fácil llegar a la conclusión de que quien había sufrido el ataque no era Alice, sino... la otra Alice. Y cuando la niña logró huir de allí, su instinto de supervivencia hizo que la ilusión se convirtiese en realidad; con el tiempo incluso acabó creyendo que si pudo escapar de aquel hombre fue porque esa otra Alice había salido de algún espejo y se había hecho pasar por ella. Para salvarla.

—Ahora entiendo. Por eso Alice, cuando estaba hipnotizada, gritó a esa otra Alice que huyese.

—Eso es —reconoce Rifkin—. Era ella, gritándose a sí misma que huyera de allí. Ese es el momento exacto en que su personalidad se divide en dos partes y la otra Alice adquiere una existencia real en sus pensamientos. Y es, al mismo tiempo, el momento en que Alice la entierra. O mejor dicho, el momento en que entierra una parte de sí misma: la que sufrió el daño.

Henry, sin poder evitar mostrarse afectado por las revelaciones de Rifkin, se incorpora del sillón y se dirige al velador para servirse con manos temblorosas una copa de whisky:

—¿Un trago?

—No, gracias, Henry. Pero esto no ha hecho más que empezar. Esto es solo el principio. Porque el cuerpo que Alice enterró años atrás se resiste a permanecer en su tumba, como un vampiro, y, actuando como tal, en ocasiones emerge a las capas más altas de la consciencia de Alice para demandarle un tributo. Puesto que esa Alice la salvó de sufrir lo que ella sufrió, se siente con todo el derecho del mundo a obligarla a cumplir sus órdenes. Y aquí viene lo más importante de todo: casualidad o no, las veces que se le aparece coinciden exactamente con el momento en que Alice inicia alguna nueva relación amorosa.

—La mujer que la seguía —propone Henry, asombrado.

—Exacto. Esa sin duda era la otra Alice, escapada del espejo probablemente porque Alice, en esta ocasión, había decidido no responder a sus demandas. Naturalmente, la otra Alice no es ninguna presencia real, ni tampoco un fantasma que se cierne sobre sus pasos, sino, sencillamente, una voz interior que la exhorta una vez y otra a saldar su deuda. Alice ha demostrado un gran valor al desafiarla, y supongo que ha sido así porque en esta ocasión podía defenderse con un arma muy poderosa: tu amor por ella.

—¿Y qué es lo que debo hacer ahora, Sigmund? —pregunta Henry, mirando fijamente a su amigo.

—No mucho, Henry —replica Rifkin—. Esperar. West ha provocado con su aparición que Alice abriese una puerta de su psique que nunca había estado firmemente cerrada. Y nadie puede precisar con qué nos comunicamos cuando en nuestra mente una puerta se abre o se cierra. A veces significa la salvación, otras veces significa el derrumbamiento total de la cordura. Yo he intentado cerrar esta noche la puerta por la que ese West entró a la fuerza, pero quién sabe: tal vez ha entrado por ella con tanta furia que ya no existe ninguna puerta que cerrar.

 

La intervención final de Rifkin enlazaba sin fricciones con las palabras del productor de la Lasky que, al principio de la película, animaba a la madre de Alice a olvidar lo ocurrido en la fiesta de Mabel Normand. Redondeaba también esa sensación de fatalidad que pesaba sobre Alice desde que la veíamos por primera vez, y ahora esa sensación se hacía tan intensa tras la explicación de Rifkin que ya nada podía abolir la certeza de que Alice había sido marcada para cumplir un destino trágico y, quizás, arrastrar con ella a quien luchase por liberarla de esa maldición. De hecho, las cosas cambian de tal modo en su vida que, tras el experimento de Rifkin, Alice ni siquiera se parece a la Alice que conocemos, esa muchacha tímida y sensible, con un glamuroso pasado como reina del celuloide y su terrible envés de náufrago sentimental. La Alice que vemos ahora es una mujer fría, brutal, que no se cansa de repetir la frase que de pronto parece haber adoptado como lema vital —«el tiempo me ha enseñado a volverme práctica, Henry»—, que no titubea en abofetear a sus maquilladoras por una raya de más o en humillar a una actriz secundaria por no darle el pie cuando ella considera oportuno. Incluso hay momentos en los que Alice podría confundirse con una mujer distinta, escenas en las que la forma de sus labios, la dureza de sus pómulos, o, en último extremo, el color de sus cabellos, refuerzan la opinión de que algún rasgo imprescindible para reconocerla ha sufrido un brusco cambio, convirtiéndola en alguien que es Alice y no lo es al mismo tiempo, alguien a quien hasta la luz parece detestar, a juzgar por el modo en que deforma ese rostro que escasos minutos atrás nos parecía irreprochablemente hermoso. Para colmo, sus incursiones en el plató donde se rueda la película son cada vez más erráticas, aunque cuando aparece es para arruinar con sus manías de diva la tranquilidad del rodaje. Harto de su estrella, Franz Buffa le promete a Gilray que, si las cosas siguen así, suspenderá la filmación y demandará a Alice por incumplimiento de contrato. Puede que ahora a esa maldita engreída le lluevan las ofertas, le insinúa Buffa, pero nadie querrá contratarla si sale a la luz cierta información que sin duda Alice no deseará ver publicada. Las amenazas llegan a oídos de Henry, quien, en un arrebato de furia, resuelve que es el momento de hacer una visita a West, al que de una manera u otra ha acabado culpando del deterioro que ha ido produciéndose en su relación con Alice. Henry irrumpe pues en la oficina de Buffa, sin importarle que el productor se encuentre reunido con un par de inversores, y dado su terrible aspecto de hombre que lo ha perdido todo, tampoco tiene que emplearse a fondo para arrancarle el paradero de West. Con esa información Henry acude al escondite del periodista, un edificio ruinoso en las afueras de Manhattan, y, oculto en un pequeño claro bajo las escaleras, espera pacientemente su llegada. Cuando West aparece por fin, Henry sale de las sombras y se interpone ante él, con una de sus manos formando un sospechoso bulto en el bolsillo de la gabardina:

—No haga ninguna tontería, West —dice—. Ya sabe quién soy, así que también sabrá por qué estoy aquí. Si intenta huir, si intenta llamar la atención, dispararé. Llevo demasiado tiempo deseando hacerlo como para no aprovechar cualquier movimiento en falso que se atreva a dar.

Bobby West asiente, y se entretiene en deformar el rostro con la misma sonrisa viscosa que le dedicó a Alice antes de abandonarla en su camerino:

—Tranquilo, vaquero. Seré tan dócil como un corderito. Solo tiene que decirme qué quiere de mí y le daré lo que busca.

—Por ahora subamos a su piso —replica Henry—. El resto dependerá de las ganas que me queden de coserle a balazos.

Nunca sabremos si Henry portaba o no una pistola, pero lo que sí sabemos es que al menos West tiene una. Lo advertimos tras un tenso intercambio de palabras, cuando, ya sentado tras la mesa de su despacho, el periodista saca de un cajón el sobre con todos los datos que pormenorizan la historia de Alice Riddle: las fotografías de su romance con Henry, algún antiguo recorte de prensa, las páginas de ese artículo cuya publicación Buffa le obliga a retrasar. West se sirve una copa, todavía con un ojo puesto en el cajón de la mesa, avisando a Henry mientras tanto de que está cometiendo un lamentable error:

—No sé qué juego se trae entre manos, amigo —le dice—, pero será mejor que se asegure de que no ha dejado ningún cabo suelto cuando salga por esa puerta.

Henry se limita a ordenar a West que se aparte de la mesa y le entregue el sobre que ha sacado del cajón, pero el periodista no se inmuta y, con disimulo, desliza lentamente una mano hacia la pistola.

—¿Y quién le asegura que no tengo una copia de todo esto en algún lugar seguro? —replica West—. Si de veras pretende que esto no salga a la luz, creo que no tendrá más remedio que matarme. Y aun así, ¿quién le dice que no he arreglado las cosas para que todo sea publicado en caso de que muera?

Henry se da cuenta entonces de que West está intentando ganar tiempo. Repara en la mano que ha reptado sigilosamente hasta el cajón, y, en el mismo instante en que West coge la pistola y apunta sobre él, Henry se hace a un lado de un salto y logra apagar las luces un momento antes de que West abra fuego, provocando con sus disparos un estrépito de cristales rotos. West se agazapa tras la mesa, no sin antes descargar tres balas más en dirección a la puerta:

—Intente salir por esa puerta, Dunn. Inténtelo y es hombre muerto.

Tratando de no hacer ruido, West abre el tambor de la pistola y, con sumo cuidado, tantea con una mano el interior del cajón hasta dar con el pequeño compartimento donde guarda las balas.

—Adelante, héroe, sé que está ahí —dice West, elevando el tono de voz para encubrir el ruido metálico de las balas al introducirlas en el tambor—. Asome un momento para que pueda ponerle esto entre los ojos.

Henry permanece inmóvil tras el armario, y si guarda una pistola en el bolsillo de la gabardina, tampoco se muestra dispuesto a emplearla. West, impaciente, comienza entonces a arrastrarse hacia él, pendiente de las sombras que recorren las paredes por si alguna perfila la silueta de Henry. En ese momento se escucha un ruido procedente de la esquina opuesta a la que West cubre con la pistola, lo que le obliga a ladearse y disparar sobre una percha a la que ha golpeado el objeto lanzado astutamente por Henry. Este aprovecha para arrojarse sobre un desprevenido West, que ve con impotencia cómo la pistola resbala de sus manos y queda al alcance de Henry. Los dos hombres forcejean sobre la alfombra por hacerse con el arma, hasta que tras un intercambio de golpes y resuellos oímos un disparo seguido de un gruñido ronco. El fogonazo ha iluminado durante unas décimas de segundo las dos siluetas, confundidas en un bulto informe que nos impide saber quién es Henry y quién West, quién ha disparado y quién ha recibido la bala. Transcurren unos segundos más, hasta que por fin vemos que una de las sombras se desploma en el suelo sin fuerzas, produciendo un ruido sordo, y la otra, en la que ya distinguimos los rasgos de Henry, se apresura a huir por la puerta.

El rumor de las pisadas de Henry se interrumpe abruptamente y lo siguiente que vemos es el interior del apartamento de Alice, quien nada más llegar a casa ha recibido una desagradable sorpresa. El salón es un caos, y lo mismo puede decirse de la habitación de invitados y los dormitorios: los armarios están abiertos de par en par, escupiendo una ristra de prendas con esa resignación de las reses destripadas, lo que junto a la confusión de cajones desventrados y papeles que se entremezclan en el suelo deja constancia del concienzudo cacheo que la casa ha sufrido durante la ausencia de la joven. Envuelta en temblores y sin saber a quién culpar de lo sucedido, Alice se apresura a abandonar su apartamento, para darse casi de bruces con el anciano conserje que deambula por el pasillo.

—¡Señorita Riddle! —exclama el hombre al reparar en la palidez que se ha apoderado de su rostro—, ¿está usted bien?

—Por supuesto que no —responde Alice, a punto de romper en lágrimas—. ¿Quién diablos ha entrado en mi apartamento?

—Nadie ha subido a este piso desde que usted se marchó esta tarde, señorita —dice el anciano, perplejo—. De haber sido así, yo tendría que haberlo visto.

Tan desconcertada como el conserje, Alice siente que las rodillas le tiemblan bajo la falda:

—No pudo verme esta tarde. Me fui por la mañana y no he regresado hasta hace cinco minutos.

—Me encantaría poder darle la razón, señorita Riddle —enuncia el hombre tras aclararse la voz—, pero me temo que no es así. Yo mismo la vi esta tarde. ¿No lo recuerda? Salía de su habitación y le pregunté si había vuelto a tener problemas con el cierre de una de las ventanas. Pero usted estaba demasiado distraída y se encaminó hacia el ascensor como si yo no estuviera allí. Igual que si yo no fuera más que un fantasma.

Alice aparta con el brazo al anciano y, la expresión vacía, regresa vacilante a su apartamento. Durante unos instantes permanece con la espalda apoyada contra la puerta, solo para reaccionar cuando escucha en la habitación contigua el timbre del teléfono. Se apresura a correr hasta allí y descolgar el auricular, tras desbrozarlo de los papeles que lo sepultan como una insólita nevada blanca. Al reconocer la voz que llega desde el otro lado el corazón le da un vuelco en el pecho:

—¿Henry?

—¡Alice! —exclama Henry, con una voz desgarrada que delata su estado de nervios—. Alice, no hay tiempo que perder, debes escucharme con atención...

—¡No! —le interrumpe Alice—. ¡Escúchame tú! Alguien ha estado aquí y ha registrado mi apartamento. ¡Alguien que se ha hecho pasar por mí!

Henry trata de hacerse oír, pero Alice sigue gritando incoherencias hasta conseguir exasperarle por completo:

—¡Alice, olvídate ahora de eso! Es importante que atiendas a lo que voy a decirte. Mañana a primera hora te reunirás conmigo en la estación de Grand Central. Con suerte llegaremos a Boston cuando caiga la tarde, y si todo va bien el jueves por la mañana habremos atravesado la frontera con Canadá. Tal vez allí podamos empezar una nueva vida y esta horrible pesadilla termine de una vez...

—¡Henry! ¿De qué estás hablando? ¿Qué sucede?

—No hay tiempo para explicaciones. Solo recoge tus cosas y haz lo que te digo. Por favor, hazlo...

Sin poder reprimir los sollozos, la joven se derrumba y su voz se quiebra en un llanto desconsolado:

—¿Qué está ocurriendo, Henry?

—No puedo decírtelo ahora. Pero Alice... ha sucedido algo terrible. Solo te pido que escuches a tu corazón, y si aún hay en él un pequeño hueco para mí, puede que tengamos todavía una oportunidad para ser felices. Confía en mí, Alice, huyamos juntos de esta maldita ciudad y empecemos de nuevo.

—Pero Henry, la película...

—¡Olvídate de la película! —estalla Henry—. Es una trampa, como todo en este horrible mundo de focos, risas, mentiras y candilejas. Somos víctimas, Alice, víctimas de unos monstruos de avaricia para los que únicamente somos unas pobres marionetas en sus manos. Oh, Dios mío, Alice, ¿por qué he sido tan ciego? Tengo la impresión de que te he tendido un lazo para que otros te destruyan.

La conversación termina con la promesa de Alice de acudir a la estación, y lo último que vemos es su pequeño cuerpo encogido en un rincón de la habitación, la mitad del rostro en sombras y la otra mitad iluminada por una luz brusca, diríase que deformante, aún con el auricular en el regazo mientras al otro lado de la línea la voz de la operadora anuncia que la comunicación se ha cortado.

 

Era ahora cuando debía tener lugar la escena que había inspirado aquella historia, la que Mary Pickford contó a King Vidor, King Vidor relató en el ranchito de Ventura y Val Lewton, Jacques Tourneur y más tarde Leonardo Rilke confundieron con la historia de su vida. Lo sorprendente era que encajaba de tal manera en el guión que resultaba imposible afirmar que no se trataba más que de una concesión a los mandatos de Rilke. Henry debía huir del estado de Nueva York cuanto antes si no quería verse detenido por homicidio. Alice probablemente ya estaba loca, o cuando menos a punto de sufrir los primeros estertores de su cordura, y la última persona en la que podía confiar era ella misma. Henry acababa de decirle que la película era una conspiración, nada menos, y que sin él saberlo también había aportado su granito de arena en la causa. Aunque no sea por otra cosa que el arrepentimiento que le muestra y el amor que quizá todavía siente por él, Alice sabe que si hay alguien en quien puede confiar, ese es Henry. Al menos, claro, hasta la mañana siguiente. Porque en la estación de tren ya sabemos lo que va a pasar: Alice aparecerá entre la muchedumbre, buscará el rostro de la única persona que podrá darle una explicación para lo que está ocurriendo, la única que la ayudará a convencerse de que no está loca, la única a la que podrá abrazarse cada noche con la seguridad de que la realidad es lo que sucede cuando está entre sus brazos y la pesadilla todo lo demás. Pero el hombre que se abre paso hasta ella entre la niebla que envuelve al andén y le pide que se apresure a ingresar en el vagón no es alguien a quien Alice conoce, no es desde luego el mismo hombre al que ella ha estado segura de amar, no es el hombre a quien puede recordar como el prometedor guionista que hasta entonces respondía al nombre de Henry Dunn. Es, simplemente, alguien a quien Alice no ha visto en toda su vida. Un completo desconocido.

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