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AMERIKA O LAS CONFESIONES DE UN MUERTO VIVIENTE » 18

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Alice huye de la estación atropelladamente, sin siquiera preocuparse por su maleta. La vemos correr por las calles de Manhattan volviendo la mirada atrás, con el terror ciego de los animales acorralados, la vemos ingresar en un taxi, la vemos adentrarse en un pequeño parque en el que juegan unos niños bajo un emparrado de árboles, y cuando se sienta en uno de los bancos que reciben de lleno el murmullo de la fuente, no solo vemos su angustia sino que casi también podemos escuchar los pensamientos que le sobrevienen. No está loca, se dirá a sí misma, y si no lo está, entonces aquel desconocido de la estación no puede ser Henry, no cabe duda de eso. Porque si lo fuera y ella no lo hubiera reconocido, entonces es que habría perdido el juicio, y como ha decidido que no es así, no le queda sino aceptar que no era Henry. Esto es simple y pura lógica. Los locos no emplean la lógica, así que aquí tiene otra prueba más de que no está loca. Pero si ese hombre no era él, entonces Henry tiene que estar todavía en alguna parte de la ciudad. Al menos fue él quien la telefoneó, pues Alice reconoció su voz, pero alguien más debió de escuchar su llamada: ese alguien, fuera quien fuese, se hizo pasar posteriormente por él y trató de secuestrarla a la vista de todo el mundo, en la misma estación de tren. ¿Pero quién iba a querer secuestrarla, y por qué? Bueno, piensa Alice, nada más fácil de responder: alguno de los secuaces de Buffa. Para lo que no encuentra respuesta, en cambio, es para el posible paradero de Henry. ¿Y si han conseguido secuestrarlo, valiéndose de la mujer con la que se tropezó el anciano conserje de su edificio y de su parecido con ella? En un arrebato de lucidez, Alice decide que pondrá a Rifkin al corriente de lo sucedido, confiando en que probablemente el brillante médico sabrá qué hacer. Se levanta pues del banco y, tras abandonar el parque con paso resuelto, detiene un taxi para dirigirse a la casa de Sigmund Rifkin. Con todo, no deja de mirar atrás una vez y otra, convencida de que el secuestrador que intentó introducirla en el vagón de tren ya habrá alarmado a Buffa de su fuga y el productor no tardará en poner a sus espías tras su pista. Al menos por ahora, la ciudad parece limpia de sospechosos, lo que tranquiliza momentáneamente a Alice; una tranquilidad que sin embargo se vendrá abajo cuando la joven abandone el taxi, irrumpa en el edificio en que Rifkin tiene su despacho, llame a su puerta y al abrirse esta de par en par la salude por su nombre un tipo que la invita a pasar blandiendo amistosamente su pipa, pues solo entonces Alice comprenderá que se ha equivocado por completo en sus conjeturas, que todo el mundo está contra ella y que sin duda puede confiar tanto en Henry como en ese desconocido que trata de arrastrarla al interior de la casa haciéndose pasar por el doctor Sigmund Rifkin.

Alice no espera ese golpe de efecto, y embargada por el pánico huye del lugar para encerrarse en su apartamento. Una vez allí, cierra los batientes de las ventanas y desenrosca las bombillas de las lámparas para que no haya ninguna luz en el caso de que alguien fuerce la puerta y atraviese los muebles que ha apilado contra ella. De vez en cuando, vemos el paso del tiempo en los ruidos que ascienden desde la calle hasta las habitaciones de Alice, en los cambios de luces que se cuelan por la puerta, en el terrible desorden que va apoderándose del lugar. También de vez en cuando escuchamos el timbre del teléfono que, por algún motivo, Alice se resiste a desconectar. En otro momento, la voz de un viejo pregunta desde el exterior del apartamento por Alice y golpea en la puerta con timidez antes de volver a preguntar por ella. No sabemos cuánto tiempo ha podido pasar desde que Alice ha decidido encerrarse, pero sí sabemos que al menos es el suficiente como para que haya despertado la inquietud del anciano conserje. El teléfono vuelve a sonar una vez, dos veces. Por fin, en un arranque de coraje, Alice se atreve a descolgarlo. Al otro lado del hilo telefónico escucha la voz de Henry. Desesperado, intenta convencerla entre lágrimas de que se reúna con él y huyan del país, pero al ver que todos sus esfuerzos por persuadirla resultan inútiles le anuncia que teme no poder asirse por más tiempo a la vida, pues lo único que le hacía tolerar los padecimientos, ella, está tan lejos de él como el propio Henry puede estarlo del hombre que la conoció solo unos meses atrás y al que ha destruido poco a poco por amarla. Vagamente insinúa que pondrá punto final a su vida esa misma noche, que se siente acorralado y sin ella a su lado no podrá hacer frente al sombrío destino que se cierne sobre él, y Alice, cuando ya sin fuerzas deja caer el auricular, sabe que es cierto y que tras esa noche Henry estará muerto.

Tras la llamada de Henry los acontecimientos se precipitan. Franz Buffa, junto a dos hombres de negro a los que Alice no reconoce, consigue irrumpir en la casa echando simplemente la puerta abajo. Uno de los hombres duerme a la joven mediante el viejo truco del pañuelo con cloroformo, y cargándola como un fardo se desliza con ella por la escalera de incendios hasta un coche que aguarda al grupo en el callejón. Cuando Alice despierta, observa desconcertada la pequeña habitación en la que se encuentra, a la que tarda en reconocer como su camerino. Buffa está sentado frente a ella, como Alice descubre espantada cuando, sacudiendo la cabeza, acierta a centrar la mirada en su rostro:

—¿Y bien? —le pregunta Buffa, inclinándose ligeramente hacia ella—. ¿Cómo se encuentra?

No recibe respuesta a su pregunta y le pide a un hombre que se yergue a su lado que traiga un poco de coñac. El hombre acude con parsimonia hasta el armario de las bebidas, sirve una copa y se la ofrece a Alice. La joven bebe un sorbo y luego rechaza el vaso. El hombre intenta que Alice siga bebiendo, pero un gesto del productor basta para que se aparte de ella:

—Bien, señorita Riddle —dice Buffa, incorporándose de la silla—. Creo que es el momento de dejar las cosas claras. Ignoro qué ha sucedido en todo este tiempo, pero la situación a la que hemos llegado es bastante lamentable. Llevo días intentando localizarla; por fortuna, he dado con usted antes de que lo hiciera la policía. Si ellos la hubieran encontrado antes que yo, créame, le aseguro que no serían ni la mitad de comprensivos con usted.

—¿La policía?

—Vamos, señorita Riddle —replica Buffa—. Bobby West apareció muerto en su apartamento hace un par de semanas. Hay testigos que vieron salir al señor Dunn de sus habitaciones tras oír varios disparos. A estas alturas, nadie ignora que entre usted y Dunn hubo algo más que una relación profesional. Y ahora Dunn está desaparecido. Dígame, señorita Riddle —concluye Buffa, situándose a la espalda de Alice—, ¿no cree que hay más de una razón para pensar que está usted en un apuro?

Alice mira por un momento al desconocido que se apoya en la puerta. El tipo le dirige una sonrisa socarrona, mientras se levanta la punta del sombrero con uno de esos cortaplumas que los matones de las películas utilizan para rebanar cuellos y hurgarse las uñas:

—¿Qué quiere de mí? —pregunta, con apenas un hilo de voz.

—Quiero que termine de rodar esta maldita película —susurra Buffa mientras se inclina sobre su oído—. Quiero que haga lo que tiene que hacer, desaparezca de mi vida y no la vuelva a ver jamás. Me ha hecho perder mucho dinero, señorita Riddle. Demasiado. Afortunadamente, su relación con Dunn, la muerte de West y la desaparición de quien la propia policía considera su asesino representan publicidad suficiente como para que la película sea un éxito, aunque su presencia en ella sea pura basura. Pero hasta que eso suceda la necesito, señorita Riddle. Necesito que se ponga ante una cámara y termine de rodar las escenas que quedan. Me da igual si su interpretación es un fracaso o un derroche de genio. Lo único que quiero es su rostro. Ojalá existiera alguien a quien pudiera hacer pasar por usted, pero no sé si existe alguien así, y, de todos modos, no tengo más tiempo que perder. Usted ha arruinado todas las reservas de tiempo y de paciencia que tenía.

—¿Y si le digo que sé lo que se trae entre manos, señor Buffa? —se atreve a decir Alice—. ¿Y si le digo que sé que su película es una trampa?

Buffa alza las cejas, asombrado, y lanza una mirada divertida al desconocido de la puerta, que deja por unos instantes de hurgarse las uñas con el cortaplumas para devolverle la sonrisa:

—¿Has oído eso, Lester? ¡Una trampa! Reconozco que tiene gracia. Sí, señorita Riddle, todos hemos caído en esa trampa: Dunn, Gilray, incluso yo. Pero es usted quien nos la ha tendido a nosotros. Si hubiera sabido que estaba usted más loca que una cabra, le juro que jamás me hubiera molestado en devolverla a la pantalla. Jamás habría movido un dedo por arrancarla de la tumba. Ahora vístase y esté preparada para empezar a rodar.

Tras decir esto, Buffa abandona el camerino, no sin antes enviar una seña al matón que se interpone ante la puerta. El tipo se guarda el cortaplumas en un bolsillo, y antes de proceder también a salir del cuarto se vuelve a Alice para decirle:

—Procure estar arreglada en cinco minutos. Y no se le ocurra hacer ninguna tontería. La estaré vigilando.

Cuando la puerta se cierra, Alice aún permanece sentada en la silla, inmóvil, sin saber qué hacer ni qué pensar. Tarda unos segundos en reaccionar, hasta que por fin se incorpora de la silla, y, retorciéndose las manos, da unas vueltas por la habitación, mientras trata de concebir un plan. Lo único en lo que piensa es en escapar de allí. ¿Pero cómo? Repara entonces en la ventana que hay frente a la puerta. Si intentase escapar por ella se expondría a una caída de más de doce metros, suficiente para matarla. Pero ahora a Alice la muerte no se le antoja un destino peor que seguir secuestrada por Buffa. Se precipita pues hacia la ventana, descorre sigilosamente los cierres y empuja la hoja de cristal hacia arriba, hasta abrir un hueco por el que se dispone a introducir las piernas. Pero en ese mismo instante Lester golpea la puerta, amenazando a Alice con entrar si no abandona el camerino de una vez. Alice respira hondo, cierra los ojos, y unos instantes más tarde vemos la expresión perpleja y colérica de Lester al escuchar él también el ruido a cristales rotos procedente de la habitación.

Lester irrumpe en el camerino y sin detenerse corre hasta la ventana rota. Asoma la cabeza al exterior y masculla una maldición, mientras mira a ambos lados para ver si Alice está en la cornisa. Pero antes de romper la ventana con una silla Alice se ha ocultado tras la puerta, y gracias a los preciados segundos en que Lester la busca allá afuera la joven logra escabullirse del cuarto y huir por los pasillos que comunican con el plató. Lester oye sus pasos y corre tras ella. La única ventaja que Alice tiene sobre Lester para poder escapar es su conocimiento del edificio, así que durante varias escenas Alice será una silueta esquiva que vaga de un cuarto a otro y Lester una sombra demasiado torpe como para darle alcance. Alice desciende por unas escaleras, se interna por una trampilla, se desliza por unos pasillos flanqueados de maniquíes y por fin desemboca en un oscuro sótano con hechuras de laberinto, o eso supone Alice al palpar a ciegas sus paredes. Pero cuando Lester llega al lugar y enciende la luz, se descubre que las paredes no son otra cosa sino los espejos que Alice ordenó retirar durante el rodaje de Otro invierno en Amerika. Sobrecogida, apenas puede dar un paso más allá de los múltiples reflejos que le devuelven su imagen, pero el rumor de las pisadas de Lester le lanza a una carrera enloquecida hacia ninguna parte, pues apenas es capaz de distinguir los pasillos reales de las engañosas figuras geométricas que proyecta la superficie de los espejos. La carrera de Alice se torna cada vez más imprevisible y desesperada, los espejos se ciernen sobre ella como monstruos de cuento, los golpes y el estrépito de los cristales rotos se repiten una vez y otra, y todo da vueltas a su alrededor hasta que Alice al fin se tambalea, como un boxeador noqueado, y cuando el cuerpo se desmadeja contra el suelo, vuelve hacia la cámara un rostro irreconocible al que parecen haber herido las zarpas de cientos de fieras hambrientas.

—¡Es una historia horrible! —dice la voz de una mujer, y de nuevo nos encontramos en la primera escena de la película: como un oasis de inesperada paz, vemos el jardín junto al lago, a las tres mujeres y hasta a la criada escuchando con suma atención al hombre de la pipa, todos ellos sentados en esa terraza cálidamente regada por el sol de la tarde.

—Así es —admite el hombre al que ahora reconocemos como Sigmund Rifkin—. No dije que fuera a ser una historia agradable.

—¿Pero por qué se volvió loca? —pregunta una de las mujeres, la más joven y atractiva del grupo—. ¡Era tan feliz junto a ese pobre Henry!

—Bueno —explica Rifkin—, cabe la posibilidad de que la aparición del periodista West sirviese como detonante para algo que quizá ya estaba larvado en la mente de Alice, y una vez fue hipnotizada, la delgada pared que separaba la realidad de la fantasía acabara por desmoronarse, mezclando ambos mundos entre sí y abocándola inevitablemente a la locura. Pero a veces... perdónenme, pues quizá solo sea la opinión de un pobre viejo descreído... Pero a veces también pienso que Dios no supo bien lo que puso en nuestras manos cuando nos brindó la capacidad de despertar amor, de amar y ser amados.

—Oh, señor Rifkin —le reprende una de las mujeres—, dudo que usted pueda creer esas palabras. En otra época le habrían hecho arder por ellas.

—Pero dígame —interviene de nuevo la joven, tras las carcajadas que, salvo en ella, ha despertado el comentario anterior—, ¿después de aquello, qué ocurrió con la señorita Riddle? ¿Murió?

Rifkin se incorpora de la silla, rodea la mesa con expresión misteriosa y se detiene ante la bandeja donde aún reposan los fragmentos del espejo roto:

—Es curioso —divaga—. Un espejo roto es como un millón de cuchillos, y a veces esos cuchillos pueden herirnos con tanta furia como lo haría la mano de un loco... —luego se vuelve hacia la joven para decir—: vi su rostro, señorita Finney. Y créame: vivir con ese rostro sería mucho peor que estar muerto.

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