Amelia

Amelia


Capítulo 2

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Amelia se las arregló para irse a la cama sin tener que enfrentarse con su padre.

A la mañana siguiente, cuando bajó a desayunar, todavía no había dado señales de vida.

King estaba allí, vestido con ropa de faena, y también sus padres, Brant y Enid.

Alan, Marie y las niñas no habían bajado aún.

-¿Dónde está todo el mundo? -preguntó deteniéndose en la puerta.

Llevaba el pelo recogido en un moño y un delantal a rayas azules sobre un sencillo vestido gris que apenas dejaba ver sus pequeños zapatos. Apoyada contra la puerta, era la viva imagen de la inocencia.

King le dirigió una mirada desdeñosa. Estaba acostumbrado a que las mujeres le colmaran de atenciones. Su fortuna y el buen nombre de su familia hacían de él un partido más que apetecible para todas las mujeres de la región. Además, tenía buenos contactos y alardeaba de ser un hombre culto. Pero esta mujer le sacaba de sus casillas, quizá porque sabía que ella le detestaba. O quizá porque a sus ojos era simplemente una cobarde. Sin embargo, tenía que admitir que era una preciosidad.

Lástima que ésta fuera su única cualidad, Ciertamente, tocaba el piano bastante bien y chapurreaba algo de francés, pero sin duda no tenía carácter ni inteligencia.

King no era conocido por comportarse como un caballero precisamente. Antes bien, era rudo y desagradable y lo que a esta niña le hacía falta, pensaba, era un au-téntico caballero que la tratara corno se merecía. No, no era mujer para él. Además, ella lo consideraba un animal. El recuerdo de lo ocurrido la noche anterior le provocó una sonrisa. Hacía mucho tiempo que no deseaba tanto a una mujer como ahora deseaba a Amelia. Qué curioso que se esforzara en esconder ese deseo detrás de su arrogante actitud.

-Pasa, querida - sonrió Enid-. Creo que a los demás se les han pegado un poco las sábanas.

-Incluido tu padre -añadió Brant-. Anoche nos acostamos muy tarde. He ordenado que no se le moleste para que pueda descansar antes de que salgamos esta noche. Alan nos acompañará y puede que estemos fuera unas semanas. Parece que un animal salvaje se dedica a matar mi ganado y quiero acabar con él.

Amelia se sentó junto a Enid sin atreverse a mirar a King. Sin embargo, sus ojos burlones se clavaron en ella y la miraron como si su presencia le disgustara y le divirtiera a la vez.

-¿Qué te apetece comer, querida? -preguntó Enid mientras le acercaba un plato de galletas caseras recién sacadas del horno.

-Tomaré huevos y bacon, gracias -contestó-. Tengo mucho apetito.

-Pásale los huevos, querido, por favor-pidió Enid a su marido-. ¿Café?

-¿Puedo tomar un poco? -preguntó Amelia dirigiendo una rápida mirada a la puerta cerrada-. Papá no me permite...

-Papá está durmiendo -intervino King con tono sarcástico.

-Creí que habías dicho que tenías cosas que hacer-le interrumpió Brant secamente.

King se encogió de hombros.

-¿Y cuándo no? Que tengáis un buen viaje. Madre y yo procuraremos que la señorita Howard no se aburra -contestó, enigmático.

Sus padres se miraron extrañados cuando salió del salón con paso majestuoso.

No comprendían esa hostilidad hacia Amelia. Ellos y Alan la compadecían por lo mal que su padre la trataba, pero King parecía actuar como si creyera que se lo merecía.

-A King siempre le ha puesto de mal humor que le dejemos todo el trabajo del rancho a él solo -dijo Brant lentamente, sonriendo a Amelia-. No le hagas caso. Ya se le pasará.

-Claro que sí -corroboró Enid.

Amelia se limitó a sonreír tristemente. Sabía que él la despreciaba y que su actitud no tenía nada que ver con las pesadas faenas que el señor Culhane le había encomendado. En los últimos días la idea de pasar una temporada lejos de su padre le había parecido de lo más atractiva, pero ahora le aterrorizaba pensar que durante las siguientes dos semanas la escrutadora e inquietante mirada de King la iba a seguir allá donde fuera.

«Por lo menos Marie, las niñas y Enid me harán compañía -pensó-. Creo que lo soportaré.»

Al anochecer los cazadores se hallaban listos para partir.

-Esta noche acamparemos en las colinas y al amanecer saldremos hacia las montañas Guadalupe. Recibiréis noticias nuestras en cuanto encontremos una oficina de telégrafos -dijo Brant, y se inclinó para besar a su mujer-. King se queda para cuidar de vosotras pero no dudéis en avisar al ejército si hay problemas en la frontera.

Enid prometió hacerlo. En los últimos años se habían producido incidentes aislados en la zona, en los que había muerto por lo menos un hombre. La frontera era un territorio peligroso. La pequeña ciudad de El Paso era como un oasis de civilización, pero en un inhóspito rincón como Látigo era necesario extremar las precauciones.

-¿Lleváis suficiente munición? -preguntó.

-De sobra -contestó su esposo con una sonrisa. Levantó la mirada al oír ruido de cascos y sus ojos brillaron orgullosos al distinguir la silueta de King montado en su mejor caballo árabe. El animal era un semental y uno de los mejores ejemplares de su raza, demasiado bueno para emplearlo en las faenas del campo. King lo montaba dos veces al día para procurarle algo de ejercicio. A menudo utilizaba el caballo como excusa para ir a la hacienda de los Valverde y hacer una visita a la señorita Darcy.

Amelia había conocido a la señorita Darcy hacía pocos días en una cena organizada por los Culhane y no le había causado muy buena impresión. Le había parecido fría, maleducada y un poco descarada. Como si hubiera intuido la atracción que Amelia sentía por King, no pareció dispuesta a dejarse pisar el terreno y consiguió que la pobre Amelia se sintiera más insignificante que nunca.

A los ojos de los demás era una muchacha encantadora, pero su padre le había metido en la cabeza la absurda idea de que sus habilidades como ama de casa eran lo único que ella podría ofrecer a un hombre. Y le constaba que King no estaba interesado en absoluto en los quehaceres domésticos.

-¿Ya os vais? -dijo King.

-Así es -contestó su padre-. Deséanos suerte.

-Espero que atrapéis a ese asesino de ganado y que de paso hagáis una buena caza. ¿Qué te parece un par de ciervos?

-Quizá atrapemos algunas buenas piezas en las cumbres -intervino Alan-. El tiempo es muy frío allí todavía. ¿Seguro que estarás bien, Amelia?

-Claro que sí. Pensaré en ti mientras estés fuera-respondió ella, conmovida por su inquietud.

-Quédate todo el día en casa -gruñó Hartwell Howard-. ¡Nada de corretear por ahí como una cabra sin cencerro!

-Sí, papá.

-Y aprovecha el tiempo libre para practicar con ese piano -añadió-Últimamente tocas fatal, hija.

-Sí, papá -repitió ella, acercándose a arreglarle el cuello de la camisa-.

Prométeme que tendrás mucho cuidado.

-¡Déjame en paz! ¡Sabes que siempre tengo cuidado! -exclamó él impaciente, apartándose bruscamente.

Le arrebató de las manos los guantes que Amelia le ofrecía, montó el caballo y tiró de las riendas con tanta fuerza que hirió al pobre animal en la boca, lo que hizo que se revolviera; entonces él le fustigó sin piedad.

King saltó de su caballo antes de que su padre o su hermano pudieran impedirlo. Arrebató el látigo a Hartwell y lo hizo restallar contra el suelo.

Sus ojos desafiantes expresaban un profundo desagrado.

-No solemos pegar a nuestros caballos -dijo amenazadoramente-. Si no le parece bien puede ir andando. Hartwell miró a King entornando los ojos y se acarició una sien.

-Lo entiendo, muchacho -contestó con una sonrisa forzada-, pero no me negarás que este caballo es un poco rebelde.

-Sólo cuando algún bruto no le trata como está acostumbrado -replicó King bruscamente.

Hartwell bajó la vista mientras meditaba su siguiente jugada. King le ahorró el esfuerzo: retiró el pie del estribo y encendió un puro.

Ese simple gesto fue suficiente para apaciguar a Hartwell. Tiró de las riendas, esta vez suavemente, e inició la marcha quejándose de la consideración que tenían los Culhane con unos bichos tan estúpidos como los caballos.

Amelia se retorcía las manos con desesperación. Su padre podía perder la cabeza, coger la escopeta y empezara disparar indiscriminadamente. ¡Era tan imprevisible! King no tenía ni idea de lo que era capaz y ella no podía decírselo.

¿De qué habría servido? No habría creído ni una palabra.

Brant vio la desesperación reflejada en el rostro de Amelia y se apresuró a ordenar:

-King, ya basta.

King le miró con rabia contenida.

-Creo que deberíamos irnos, padre -intervino Alan, temiendo que los dos hombres llegaran a las manos.

-Tienes razón. Vámonos -suspiró Brant-. Cuídate esa espalda -añadió dirigiéndose a King.

-Lo mismo digo -replicó.

Brant sonrió a su esposa, inclinó la cabeza al pasar junto a Amelia y emprendió la marcha. Alan le siguió con la vista vuelta hacia Amelia hasta casi resbalarse del caballo.

-Será idiota -gruñó King-. Se va a romper el cuello. Señorita Howard, he observado que se interesa mucho por mi hermano. ¿Es cosa suya u obedece órdenes de su querido padre?

Amelia no daba crédito a sus oídos.

-Ya está bien, King -le reprendió su madre-. Por cierto, ¿no ibas a casa de los Valverde? No quisiéramos entretenerte más.

-En este momento la mujer más encantadora y elegante de la región me espera con impaciencia –replicó dirigiendo una mirada desdeñosa al sencillo vestido de Amelia.

Ese comentario le dolió como si le hubieran azotado con un látigo de fuego.

Los Howard habían sido siempre una de las familias más respetables de Atlanta, aunque nunca habían poseído una gran fortuna. Amelia no había tenido una vida fácil ni había disfrutado de lujos excesivos y tampoco era ambiciosa, pero eso no parecía importar mucho a King.

-¿Señora Culhane, puedo ayudar a Marie a bañar a las niñas? -preguntó, deseosa de desaparecer de allí.

-Desde luego, querida -contestó Enid-. A lo mejor también quiere que la ayudes a hacer el equipaje. ¿Te he dicho que se van mañana?

-¿Se van? -preguntó.

King levantó una ceja.

-Parece que todo el mundo la abandona a su suerte, señorita Howard -comentó burlón.

-Le aseguro que no me siento abandonada en absoluto, señor Culhane -contestó tan dignamente como le fue posible-. Excusadme -musitó recogiéndose la falda y echando a correr hacia la casa.

King la siguió con la mirada.

-¿Se puede saber qué te pasa? -le preguntó su madre-. ¿Por qué la tratas así?

King se encogió de hombros y montó de nuevo en su caballo.

-No tardaré-dijo despreocupadamente.

-No entiendo qué ves en esa señorita Valverde. Es la mujer más fría y calculadora que he conocido.

-Creo que has olvidado mencionar que también es muy sincera -replicó King-.

Nunca ha negado que lo único que le interesa es mi dinero y el buen nombre de mi familia. Es exactamente igual que todas las demás pero no lo oculta. Me gusta que tenga sangre fría. Halaga mi sentido del humor.

-Eras todavía muy joven cuando aquello ocurrió -dijo Enid suavemente-, y ha llovido mucho desde entonces. Lo que te dolió no fue su muerte sino que te abandonara por otro hombre. King, te aseguro que hay muchas mujeres que buscan otras cualidades en un hombre aparte de su dinero.

Él la miró. Parecía a punto de estallar.

-¿De verdad? Nómbrame sólo una. No estarás pensando en nuestra invitada,

¿verdad? -preguntó volviendo la vista hacia Amelia, que seguía corriendo hacia la casa-. Es una niña. Un hombre de verdad, que la tratara con mano dura, acabaría con ella. Ella prefiere los refinados modales de Alan. Y su padre se muere por que ese matrimonio le permita entrar a formar parte del negocio. No me digas que no te has dado cuenta.

-Ya es hora de que Alan se case -replicó ella secamente-. Yo creo que Amelia es una muchacha encantadora.

-Una miedosa sin una pizca de carácter, eso es lo que es. Ni siquiera se atreve a plantar cara a su padre, a pesar de lo mal que la trata. ¿Es esa cobardía lo que encuentras tan admirable? Es muy bonita, pero reconoce que es una auténtica pusilánime. Gracias, pero prefiero los caballos salvajes a las frágiles potrillas jóvenes.

-Estamos hablando de mujeres, no de caballos -protestó Enid.

-Es lo mismo -contestó King despreocupadamente, dirigiendo una última mirada a Amelia-. Un terrón de azúcar y una palabra amable en el momento oportuno bastan para que acaben haciendo todo lo que uno quiera.

-No son los gritos de su padre lo que la aterrorizan. Estoy segura de que hay algo más.

-¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó King asiendo de nuevo las riendas.

-Muy sencillo: soy una mujer -replicó enigmáticamente su madre-. Las mujeres podemos entendernos sin necesidad de palabras.

-Y, por lo que he podido observar, también compartís una peligrosa tendencia a dramatizar sobre cualquier tontería -añadió él-. Hasta luego, madre. No tardaré.

Enid le vio alejarse, furiosa por su arrogante actitud. Era exactamente igual que su padre y un día la iban a volver loca entre los dos. Sabía perfectamente lo brutal y prepotente que puede volverse un hombre cuando se emborracha. Estaba segura de que había algo raro en el miedo que Amelia sentía por su padre. Sus sospechas se habían confirmado al observar a la vez alivio e inquietud en el rostro de Amelia mientras se despedía de él. Quizá podría aprovechar su ausencia para sonsacarla y si había algo que ella pudiera hacer para ayudar a esa pobre niña estaba dispuesta a hacerlo, dijeran lo que dijeran los hombres de la casa.

Aquella noche, Amelia, Marie y Enid se encontraban en el salón cosiendo y charlando.

-¿Tu madre no te enseñó a coser, Amelia? -preguntó Enid.

-Entre la casa y los niños nunca tuvo tiempo de hacerlo -respondió Amelia-. Y

yo tampoco.

-Recuerdo aquella vez que King fue a visitaros. Volvió diciendo que trabajabas sin descanso.

-Me sorprende que su hijo se diera cuenta -replicó-. Mientras estuvo allí no me dirigió la palabra ni me miró una sola vez.

Sorprendida, Enid enarcó una ceja pero no dijo nada. Alan y King habían visitado a los Howard en una ocasión antes de la muerte de los pequeños, cuando todavía vivían en Atlanta. A su vuelta, King estuvo malhumorado durante una temporada y su madre no recordaba que hubiera hecho comentarios sobre Amelia.

Alan, en cambio, no podía dejar de hablar de ella. No se cansaba de contar que a Amelia le encantaba jugar a indios y vaqueros con sus hermanos pequeños. Cada vez que hablaba sobre ello, King replicaba fríamente que Amelia le parecía demasiado remilgada para tirarse al suelo y jugar con sus hermanos.

Enid recordó que los gemelos habían muerto de fiebre tifoidea a los pocos meses y que la familia había sufrido mucho. Alan había tenido que asistir solo al funeral en representación de los Culhane, porque King se había negado categóricamente a compartir techo y comida con Amelia. Alan había vuelto diciendo que el señor Hartwell Howard, destrozado por el dolor, se había aficionado a la bebida y se había convertido en un hombre extremadamente violento. Su mujer, la madre de Amelia, se hallaba sumida en una profunda depresión y su vida se apagaba por momentos.

-¿Cómo se encuentra tu hermano? -volvió a preguntar.

-Bien, gracias. Nos escribe muy a menudo -contestó Amelia, demasiado enfrascada en su trabajo para levantar la vista-. ¿No le parece extraño que a un hombre le guste escribir cartas a su familia? La verdad es que son cartas preciosas y muy bien escritas. En estos momentos está en Nuevo México tras la pista de un bandido que mató a un banquero en El Paso. Todavía no me acabo de creer que se haya unido al ejército de Texas.

-He oído que es muy buen soldado -alabó Enid. -¿Tu hermano es oficial del ejército de Texas? -preguntó Marie-. ¡Qué emocionante! Siento no haber podido conocerle. Mi padre fue policía en París. Estoy segura de que se llevarían perfectamente.

-Estoy de acuerdo -sonrió Amelia-. Quizá la próxima vez que vengas Quinn esté por aquí.

-Certaínement. Pero mañana debo regresar a casa, ¿verdad, Enid?

-Exacto, querida;

certamement -replicó Enid con ojos brillantes.

Marie les dio las buenas noches y se retiró a descansar.

-Voy a comprobar que todas las puertas estén bien cerradas -dijo Enid-. Tú vete a dormir, Amelia. Buenas noches, querida.

-Por favor, despiérteme mañana antes de que Marie se vaya-suplicó Amelia-.

No me importa que sea muy temprano. Quisiera despedirme de ella.

-No te preocupes. Que duermas bien. -Y usted también, señora.

Amelia se dirigió a su habitación y cerró la puerta suavemente. Se puso su mejor camisón de encaje, se sentó frente al tocador y empezó a cepillarse su hermosa melena rubia.

Mientras desenredaba largos mechones de cabello pensaba que ya tenía veinte años y se preguntaba si algún día se casaría y tendría niñas tan buenas como las de Marie. Quizá era el momento de empezar a pensar en el matrimonio.

Pero ¿qué podía pasar si escogía a la persona equivocada? Su padre, por ejemplo. Durante años había sido el marido ejemplar y de repente se había vuelto un salvaje. ¿Y si se casaba sin saberlo con un bebedor o un jugador empedernido y éste la maltrataba? ¿Y si escogía a un bruto de esos que tratan a su mujer como un simple objeto de su propiedad? El matrimonio le parecía cualquier cosa menos una puerta abierta a la felicidad. Hasta el momento se las había arreglado para mantenerse alejada de los hombres. Ahora estaba más segura que nunca de que no quería casarse. Ni siquiera su deseo de tener hijos le ha ría cambiar de opinión.

Además, estaba su padre. Podía vivir durante muchos años más. Nadie más podía cuidar de él porque Quinn tenía que trabajar. Y sabía que no descansaría en paz hasta no verla casada con Alan Culhane.

Dejó el cepillo sobre el tocador y un escalofrío le recorrió la espalda. En cuanto Quinn regresara de Nuevo México hablaría seriamente con él. Con un poco de suerte, eso sería antes de que su padre estuviera de vuelta.

Se dio cuenta de que le temblaban las manos e intentó tranquilizarse. Amelia era profundamente creyente y se consolaba pensando en una vida mejor en la que sus padecimientos se verían recompensados con creces. Ella no era cobarde, aunque por culpa de su padre se veía obligada a comportarse como tal.

Volvió a coger el cepillo y siguió cepillándose el cabello con la mirada fija en su imagen reflejada en el espejo. «Sé valiente -se dijo-. Un día papá se verá libre del dolor que le atormenta y ese día tú también serás libre. Si por lo menos accediera a ir al médico... pero no hay quien le convenza.»

Su problema era otro ahora. Marie y las niñas se marchaban. Sólo quedaba Enid para defenderla de los crueles ataques de King. ¿Qué iba a hacer ahora?

«Enid me protegerá-se dijo-. Todo irá bien.»

Dejó el cepillo y se encaramó a la cama. Aunque corrían los últimos días de marzo, las noches eran todavía frescas en el desierto. Amelia agradeció que Enid hubiera puesto un grueso edredón en su cama. Se deslizó entre las sábanas y se quedó dormida apenas apoyó la cabeza sobre la almohada.

Cuando a la mañana siguiente acompañaron a Marie a la estación de ferrocarril de El Paso, King ya se había ido. Amelia pensó tristemente que en los dos últimos días había visto marchar a más gente que en toda su vida.

Menos mal que Enid le había pedido al viejo señor Singleton que las acercara a la estación y las llevara de vuelta al rancho, porque el día se presentaba muy calu-roso. King ni siquiera se había molestado en excusar su ausencia y Amelia empezó a sospechar que en su actitud había algo misterioso que Enid prefería no comentar.

El señor Singleton les ofreció el brazo cortésmente mientras gruñía:

-Estos trenes dejan rastros de carbón por todas partes. En esta estación hay suficiente para pasar un invierno entero.

-Es el precio del progreso, señor Singleton -le regañó Enid cariñosamente.

-Cuando el progreso no había llegado a estas tierras todos vivíamos más tranquilos, señora.

-El señor Singleton presenció el tiroteo entre John Wesley Hardin y John Selman -susurró Enid.

-¿Hay tiroteos aquí en El Paso? -exclamó Amelia.

-Desde luego. Y bastante a menudo -replicó Enid.

-He visto tanto desde que llegué aquí con mis hermanos cuando tenía más o menos tu edad, Amelia -empezó a recordar el anciano-. He visto manadas de búfa-los recorrer estas mismas praderas y gloriosas victorias de los indios. He visto llegar a los primeros colonos y los primeros cables de telégrafo de Texas. Aquéllos sí eran tiempos difíciles. Muy, muy duros. Los comanches estaban en guerra y una vez vi cómo quemaban vivo a un hombre.

-¡Señor Singleton, por favor! -siseó Enid.

El señor Singleton volvió a la realidad cuando vio el rostro desencajado de Amelia. Se aclaró la garganta y murmuró:

-Le ruego que me perdone, señorita Amelia. A veces se me olvida que estoy en presencia de damas.

-No se preocupe. Estoy bien -balbuceó Amelia.

-Se me ocurre que al señor Singleton tal vez le apetezca invitarnos a un helado v cambiar de conversación. ¿No es así, señor Singleton? -dijo Enid.

-Desde luego, señora -contestó él, obediente. Cuando se dirigían a la heladería pasaron por el famoso criadero de caimanes de la ciudad. Amelia nunca había estado allí y se detuvo para contemplar cómo devoraban ávidamente la comida que les arrojaba la gente que pasaba por allí.

-Son unos bichos muy peligrosos -musitó el señor Singleton-. A Don Harris le arrancaron el pie de cuajo, vaya si lo hicieron, pero los mandamases de la ciudad dijeron que se lo había buscado.

-Estoy de acuerdo -intervino Enid-. ¿A quién se le ocurre quitarse el zapato y meter el pie ahí dentro?

-Sigo diciendo que no tenían por qué haberle mordido.

-A lo mejor ese día no habían comido -dijo Amelia con los ojos fijos en las fauces de uno de ellos.

-Aquella misma mañana se habían zampado dos pollos. Ojalá se los llevaran de aquí.-Ten cuidado, Amelia. No te acerques demasiado -previno Enid-. ¿Qué hay de ese helado, señor Singleton? Qué calor hace hoy, ¿verdad?

Aquella noche llegaron tarde al rancho porque a la vuelta Enid se había empeñado en ir a comprar patrones y tela. Los Valverde iban a ofrecer una fiesta el sábado por la noche y disponían del tiempo justo si querían tener los vestidos listos para ese día.

Enid ayudó a Amelia a escoger la tela para su vestido nuevo. Amelia hubiera preferido una pieza de color gris perla pero Enid insistió en que se quedara con un precioso corte de color lavanda.

-Es muy bonito, señora, pero me temo que no puedo permitírmelo -protestó Amelia.

Enid insistió hasta que se salió con la suya y pagó el importe.

-Estarás preciosa, Amelia. Considéralo una pequeña recompensa por todo lo que me has ayudado estos días y lo bien que te has portado con Marie.

-Gracias. Me alegro de haber podido hacer algo por ella. No parecía encontrarse muy bien.

-No ha estado bien desde que su marido murió -replicó Enid-. Pensamos que un cambio de aires le vendría bien y así ha sido. Tu compañía le ha hecho mucho bien. Marie es como una hija para mí.

-Es una mujer encantadora.

-Y tú también, querida -dijo Enid dirigiéndole una cariñosa sonrisa-. Me gusta tu compañía.

-Y a mí la suya, señora. -Se mordió el labio inferior y preguntó-: ¿Así que estoy invitada a la fiesta del sábado?

-Desde luego -contestó Enid-. Se trata de una fiesta informal. Todo el mundo irá.

Amelia dudó. No le gustaba la hija de los Valverde y, evidentemente, el sentimiento era mutuo.

-No te preocupes. Ya verás cómo te diviertes. Ahora date prisa y sube a cambiarte para la cena. Rosa ha preparado su especialidad: pollo frito. ¿Verdad que huele deliciosamente?

Amelia no se atrevió a insistir y se retiró a su habitación. Estaba preocupada por esa fiesta a la que al parecer tendría que asistir. Iba a ser un tormento ver a King en brazos de otra mujer y a ambos manifestando abiertamente el desprecio que sentían por ella.

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