Amelia

Amelia


Capítulo 3

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Durante la cena King presidió la mesa pero no despegó los labios a pesar de los esfuerzos de su madre por mantener una conversación agradable. Después de cenar se retiró al despacho a fumar sin pedir permiso a nadie.

-Algo ha ocurrido, lo sé -musitó Enid, preocupada-. Siempre se pone así cuando se enfada. No grita, como su padre. Simplemente se encierra en sí mismo y no dice nada.

Amelia ayudó a recoger la mesa y a fregar los platos sin dejar de preguntarse qué había disgustado a King.

-Deja eso, Amelia, yo lo fregaré -dijo Enid, sacándola de sus cavilaciones-.

Rosa se ha tomado el resto de la noche libre. Hazme un favor, querida. Llévale el café a King. Lo quiere sin leche ni azúcar.

-Pero... -protestó.

-No te preocupes. No muerde.

Amelia accedió de mala gana. Sabía que Enid la enviaba directamente al matadero pero no se atrevió a negarse.

Llamó suavemente a la puerta del despacho, esforzándose por no derramarse encima el café casi hirviendo.

-¡Entre!

A pesar de que su voz no sonaba demasiado amable, Amelia abrió la puerta y entró. Su corazón palpitaba mientras se acercaba al escritorio con los ojos fijos en la taza para no tener que mirarle a la cara.

Estaba arrellanado cómodamente en un enorme sillón de color burdeos y tenía los pies sobre el tapete que cubría la sólida mesa de roble. El humo del puro se elevaba hacia el techo formando volutas azules.

Sintió su mirada clavada en ella cuando dejó la taza sobre la mesa con manos temblorosas.

-Su madre me ha pedido que le trajera el café. Buenas noches -dijo rápidamente, dándose la vuelta para marcharse.

-Cierre la puerta y siéntese, por favor, señorita Howard -replicó él fríamente.

-Es tarde...

-Acaban de dar las seis.

Amelia no se atrevía a mirarlo. La desconcertaba la proximidad de su peor enemigo pero, sobre todo, le horrorizaba que descubriera el poder que ejercía sobre ella.

-He dicho -repitió lentamente- que cierre la puerta y se siente ahí.

Amelia lo intentó por última vez.

-No me parece correcto que…..

-En ausencia de mi padre yo decido lo que está bien y lo que está mal en esta casa -interrumpió King-. ¿Quiere hacer lo que le digo, por favor?

Amelia se sentía demasiado cansada para discutir. Así que se dirigió hacia la puerta, la cerró y luego se sentó frente a él.

King jugueteó con el puro que sostenía entre los dedos. Desde su encuentro frente a la habitación de Marie no había dejado de provocarla con la intención de hacerla reaccionar, pero todos sus esfuerzos habían sido en vano. «A lo mejor, pensó, resulta que yo tenía razón y no es más que una cobarde.»

Amelia seguía sentada frente a él con las manos en el regazo.

-Hoy me ha ocurrido algo muy curioso, ¿sabe? He ido a la ciudad y allí me he encontrado con un conocido de su padre que me ha preguntado cuándo vamos a formalizar su compromiso con Alan.

-:Cómo dice? -exclamó Amelia.

-Al parecer, su padre tiene tanto interés en que ese matrimonio se celebre cuanto antes -siguió él- que va por ahí extendiendo el rumor entre los ambientes financieros de la ciudad.

-No conozco las intenciones de mi padre pero, en lo que a mí respecta, Alan es sólo un buen amigo -protestó. ¿Cómo podía su padre haber cometido una indiscreción tan grave?

Los ojos de King brillaban cuando se inclinó hacia Amelia para advertirle:

-Sea su amiga si eso le place, señorita Howard, pero olvídese de ese matrimonio.

Le aconsejo que rechace cualquier propuesta que mi hermano le haga en ese sentido.-¿Puedo preguntar por qué?

-Mi hermano necesita una mujer fuerte -contestó-. Reconozco que usted tiene ases escondidos en la manga, pero no corresponde en absoluto a lo que yo llamaría una mujer moderna. Su padre le ordena cuándo y cómo debe respirar, y usted le obedece ciegamente. Una mujer que se deje influir así por su padre difícilmente podrá mantener a raya a un caballero como mi hermano, y mucho menos llevar un rancho tan grande como éste.

Amelia no daba crédito a sus oídos.

-Señor Culhane, le repito que su hermano y yo sólo somos buenos amigos y le aseguro que ninguno de los dos desea contraer matrimonio con el otro. En cuanto a lo que ha dicho de mi padre, me niego a creerlo.

King la miró tan fijamente que Amelia se sintió incómoda.

-Y si su padre le ordenara casarse con mi hermano, ¿qué le contestaría usted, señorita Howard?

Amelia apartó la vista.

-¿Por qué teme tanto a su padre? -preguntó él de repente.

La pregunta era tan directa que la cogió desprevenida.

-Se equivoca -contestó.

-¿Ah, sí?

Se acercó el puro a la boca lentamente sin dejar de mirarla.

-Mi madre me ha dicho que nos acompañará a la fiesta de los Valverde.

-¿Tiene algo que objetar, señor Culhane?

-No me parece una buena idea dejarla aquí sola mientras nosotros pasamos la noche fuera. Por supuesto que puede venir. -Entornó los ojos y añadió-: Quizá encontremos allí a un caballero que le convenga.

Amelia se puso en pie y dijo:

-Gracias por su interés, señor Culhane, pero no necesito a ningún hombre.

King se acomodó de nuevo en el sillón y dijo de repente:

-Si no recuerdo mal, Quinn decía que nunca se la había visto en compañía de un hombre.

-Nunca tuve tiempo para dedicarme a esas frivolidades -replicó Amelia dirigiéndose hacia la puerta-. Me ocupé de la casa y de mis hermanos pequeños hasta que murieron.

-Parece que su madre vivía muy bien.

-Mi madre no podía valerse por sí misma -replicó ella con aspereza.

King no supo qué contestar. jugueteó con el puro mientras pensaba que la Amelia que en esos momentos le desafiaba no se parecía en nada a la sumisa muchacha que todos conocían.

-Tiene veinte años. Ya es hora de que se case.

-Siempre que no sea con Alan. ¿No es eso lo que quiere decir?

King intentó hallar en su precioso rostro indicios del tono sarcástico que acababa de emplear, pero Amelia parecía impasible.

-Tengo otros planes para él.

-Eso me ha dicho -replicó-. Usted y mi padre son de la misma calaña.

-¿Es un insulto o un cumplido, señorita Howard? -preguntó, divertido.

Amelia abrió la puerta.

-Tómeselo como quiera, señor Culhane. Buenas noches.

Salió del despacho sin esperar a que él le diera permiso. Cuando se reunió con la señora Culhane en la cocina, el corazón le latía tan fuerte que temía que le fuera a estallar. Aquella breve conversación la había dejado intranquila e inquieta. No conocía a ningún hombre que produjera ese efecto en ella.

Los días transcurrían lentamente para Amelia. Ella y la señora Culhane cosían, cocinaban, trabajaban en el jardín y se ocupaban del rancho. La colada era una de las faenas más pesadas. Se necesitaba un día entero y la ayuda de dos de los mejores hombres de King para manejar las enormes pilas de ropa. Había que llenar dos enormes barreños, uno para lavar y otro para enjuagar, y había que mantener el agua hirviendo constantemente.

Dos veces a la semana se mataban los pollos y había que desplumarlos, limpiarlos y cocinarlos. También había que preparar las reservas de carne de ternera, salchichas y jamón para el invierno. Durante el verano se comían, sobre todo, verduras en conserva de la cosecha del verano anterior.

Amelia comprobó aliviada que King pasaba muchas horas fuera del rancho. Se sentía feliz y relajada cuando se veía libre de su lengua afilada y sus hirientes comentarios.

La ausencia de su padre había hecho de Amelia otra mujer. Enid se había fijado en ese detalle pero era demasiado discreta para mencionarlo.

Una tarde, Amelia decidió salir a dar un paseo. El sol brillaba y la temperatura era muy agradable. Se sentó a contemplar los picos de las montañas que se dibujaban en el horizonte y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió libre. Si pudiera coger un caballo y huir lejos de todo el mundo, sobre todo de su padre. Se consoló pensando que ahora él estaba lejos y ella era libre. ¡Libre!

Se echó a reír a carcajadas, extendió los brazos y empezó a cantar y a girar sobre sí misma, bailando un vals imaginario.

Se detuvo bruscamente al oír los cascos de un caballo junto a ella y quedó en una posición tan forzada que estuvo a punto de perder el equilibrio. Allí estaba King, montado en su caballo y observándola atónito.

-¿Ha tomado usted demasiado sol, señorita Howard? -preguntó.

-Es posible -contestó ella. Podía sentir la frialdad de su mirada atravesándola a pesar del calor.

-Sólo he venido para decirle que dos bandidos mejicanos han disparado contra el propietario de un rancho cercano. Todavía no les hemos atrapado.

-¡Dios mío!

-No se asuste, tengo a mis hombres rastreando la zona. De todas maneras, no se aleje mucho del rancho.

-No lo haré. Gracias por avisarme.

Amelia se fijó en que llevaba un revólver que no había visto nunca: un Colt 45

plateado.

-¿Le gusta? Me lo regaló mi padre cuando cumplí dieciocho años. Lo utilicé por primera vez cuando me uní al coronel Wood y al coronel Roosevelt y tomamos Kettle Hill.

-Quinn también luchó en la guerra contra España. -Amelia recordó lo preocupada que había estado por los dos. Alan, en cambio, había preferido continuar con sus estudios en vez de participar en la lucha.

-Quinn era un buen soldado. Supongo que por eso ha decidido unirse al ejército de Texas. En la unidad de al lado había dos tejanos y Quinn se hizo muy amigo de ellos.

Amelia pensó que era la primera vez que le hablaba de buen talante y que la trataba como a una persona, y no pudo evitar sonreír.

-Teníamos un tío que fue oficial de paz en Missouri. Murió intentando impedir el asalto a un banco.

King asintió. Quinn le había hablado de él en alguna ocasión cuando estudiaban juntos en la universidad. Se inclinó sobre la silla y vio que Amelia llevaba un ramo de flores en la mano.

-¿Para qué es eso? -preguntó.

-Su madre me ha pedido que las cogiera. Quiere ponerlas en la mesa esta noche.

-A mi madre le encantan las flores. ¿Y a usted, señorita Howard?

-Oh, sí. En Atlanta teníamos unas rosas preciosas pero supongo que aquí hace demasiado calor.

-Alguna vez hemos tenido pero tiene usted razón, este clima no les favorece. Sin embargo, aquí también tenemos flores. Si sobrevive al verano de Texas, un día la llevaré a verlas.

-¿Lo dice en serio? -preguntó elevando sus grandes ojos llenos de agradecimiento.

Fue esa mirada lo que desconcertó a King. De repente se sintió vulnerable.

Durante años había evitado a Amelia y ahora, con sólo una mirada, lo había despojado de toda su arrogancia y le tenía a su merced. Cuando estaba con Darcy siempre se sentía superior. Era una muchacha atractiva, casi deseable, pero a él le interesaba su fortaleza mental, no sus sentimientos. Amelia le hacía sentir cosquillas en el corazón y empezaba a perder el control de sus actos.

-Tengo que volver al trabajo -dijo bruscamente-. Recuerde lo que le he dicho.

Amelia le vio alejarse, cautivada por su elegante figura sobre el caballo. Como si sintiera su mirada clavada en la espalda, King se detuvo para mirarla por última vez.

Rodeada de los colores del atardecer ofrecía una imagen realmente preciosa. El sol hacía brillar su cabello dorado y parecía frágil y abandonada. Haciendo un gran esfuerzo, siguió su camino y desapareció tras una colina. Amelia se dio cuenta de que él la había mirado y empezó a sentirse intranquila y preocupada. Esperaba que no se le ocurriera intentar nada, porque lo último que quería era una aventura con un hombre tan déspota y dominante como su propio padre.

Y llegó el sábado por la noche. Enid y Amelia habían estado cosiendo sin descanso durante dos días para tener los vestidos terminados. El de Amelia, imitación de uno de los diseños más elegantes de Charles Worth, era de tafetán y gasa lavanda y tenía mangas ahuecadas. El cuerpo de encaje se ceñía a su cintura y le daba un aspecto muy femenino. Una diadema de rosas blancas artificiales completaba el conjunto.

-Estás preciosa, querida -dijo Enid cuando la vio.

-Usted también está muy elegante, señora. El color verde le sienta maravillosamente -contestó Amelia devolviéndole el cumplido.

Las dos mujeres llevaban largos guantes blancos y bolsos engalanados con pedrería. El de Amelia había pertenecido a su madre y se alegraba de haberlo metido en la maleta en el último minuto.

King se reunió con ellas en el vestíbulo. Llevaba un traje oscuro muy elegante, botas negras recién lustradas y un sombrero Stetson.

-¡Dios mío, estás muy guapo! -exclamó su madre cariñosamente.

King enarcó una ceja complacido y dirigió una mirada desdeñosa a Amelia.

Aunque no hacía demasiada vida social, Amelia se había dado cuenta de que su belleza no pasaba inadvertida allá donde iba. Sin embargo, esa mirada la hizo sentir más insignificante que nunca. Huyó de sus ojos escrutadores y se refugió en la oscuridad del armario donde se guardaban los abrigos. Todavía hacía frío por las noches.

-Voy a buscar el coche-dijo King.

-Creo que será mejor que tú vayas delante -contestó su madre-. Amelia y yo nos sentaremos detrás e intentaremos que los vestidos se arruguen lo menos posible.

Amelia sintió alivio. No le apetecía en absoluto sentarse junto a King y tener que mantener una conversación de circunstancia.

-Vamos, Amelia. Es hora de marchar.

En ese momento se escuchó un trueno y Enid hizo una mueca.

-¡ Oh, no! Espero que no empiece a llover ahora. No quiero llegar a casa de los Valverde con el vestido lleno de barro.

Afortunadamente no llovió durante el largo trayecto que les llevó a la hacienda de los Valverde. El sendero era arenoso y bastante firme pero Amelia sabía en qué se convierten estos caminos cuando llueve. Recordó una ocasión en la que ella y Quinn viajaron de Atlanta a Georgia en la época de las lluvias y acabaron atrapados en el barro. Habían tenido que dejar el carruaje y volver a casa a caballo. Sus piernas y su dignidad habían sufrido mucho en aquella ocasión pero era de noche y nadie se había dado cuenta.

Cuando llegaron, King detuvo el coche frente al porche y les ayudó a descender antes de llevar los caballos al establo. La casa ya estaba llena de invitados que conversaban animadamente y bebían ponche mientras en el interior una orquesta interpretaba una música que ponía alas en los pies.

-Ya verás cuánto te diviertes -le aseguró Enid-. Ven, te presentaré a nuestros anfitriones.

Amelia sabía que los Valverde descendían de una familia de colonos españoles a los que se había entregado vastas tierras antes de que estallara la guerra con México. Cuando los españoles fueron expulsados del territorio se invitó a los americanos a colonizar Texas. Al poco tiempo, los colones americanos habían exigido que se les permitiera independizarse de México y había estallado la guerra. Los Valverde habían luchado a favor de la independencia y, según Enid, si mantenían su propiedad era porque sus hombres se ocupaban de los intrusos muy eficazmente.

Dora y Horace Valverde eran morenos y no muy altos, y bastante reservados.

Sin embargo, Dora les dispensó una calurosa bienvenida.

-¿Conoce a nuestra hija Darcy, señorita Howard? -preguntó.

-Sí, -contestó Amelia esbozando una tímida sonrisa-. ¿Cómo está usted, señorita Valverde?

-Me alegro de volver a verla -contestó Darcy sin apenas mirarla.

Desvió la atención hacia Enid y exclamó admirada: -¡Qué elegante está usted!

¿Dónde ha comprado ese vestido?

-Ya sabes que yo misma me hago toda la ropa -contestó ella, halagada-.

Amelia también se ha hecho su vestido. ¿Verdad que es precioso?

-Desde luego. Me recuerda a un diseño de Charles Worth que vi en Nueva York -aseguró Dora.

-Sí, es cierto -dijo Amelia, ruborizándose al ver acercarse a King.

-¡King, estás guapísimo! -exclamó Darcy tomándole del brazo, sin que al parecer le importaran las formalidades y la etiqueta-. Nadie se ha fijado en mi Jacques Doucet, y eso que lo mandé traer directamente de París -añadió quejumbrosa.

-Ya sabes que yo siempre te encuentro preciosa, te pongas lo que te pongas

-dijo King.

Amelia no podía creer lo que oía. Una mujer de mayor estatura habría lucido mucho mejor ese diseño original pero la pobre Darcy parecía un cucurucho de vainilla. No es que no fuera atractiva pero tampoco era lo que se dice una belleza, y ni siquiera los vestidos caros lo disimulaban. Tal vez King la amaba de verdad y no la miraba con los ojos sino con el corazón. Cuando intentó imaginarse a King comportándose como un ardiente enamorado tuvo que esforzarse para contener la risa.

-Y bien, ¿quién es esta aparición? -preguntó un caballero alto y rubio que se había acercado al grupo inadvertidamente. Era a Amelia y no a Darcy a quien contemplaba con admiración.

-Amelia Howard, le presento a Ted Simpson, un amigo de Boston-dijo Dora.

-Es un placer, señorita Howard -dijo inclinándose ceremoniosamente.

-Lo mismo digo -contestó ella sonriendo.

El parecido de ese caballero con su hermano le pareció increíble y enseguida supo que se llevarían bien. Por lo menos no parecía un hombre temperamental ni violento, y había conseguido que ella, por primera vez en mucho tiempo, se sintiera atractiva.

-¿Me concedería el honor del próximo baile, señorita Howard?

-Será un placer -contestó ella tomando el brazo que le ofrecía-. ¿Me disculpan?

-Desde luego, querida -contestó Enid.

King les observó con expresión ceñuda mientras se dirigían a la pista charlando animadamente.

-¿Verdad que hacen muy buena pareja? -comentó Dora-. Su invitada es una muchacha encantadora, señora Culhane.

-Supongo que debe ser una engreída, como la mayoría de las mujeres guapas

-señaló Darcy-. Y también una inútil para las tareas del hogar. ¿Sabe montar?

-No lo sé... No creo -contestó Enid, desconcertada ante las críticas dirigidas a Amelia.

-¿Te la imaginas encima de un caballo? -intervino King con un tono sarcástico que sorprendió aún más a su madre-. Es una preciosa cajita de bombones sin una pizca de carácter e imaginación.

-Es una comparación muy ingeniosa -replicó Darcy-. Deduzco que la conoces muy bien.

-Su hermano y yo hemos sido buenos amigos durante muchos años -contestó King encogiéndose de hombros-. Conocí a la señorita Howard en una de mis escasas visitas a su familia.

-Ya veo -dio Darcy acercándose un poco más a él-. ¿Así que no te gusta?

-¡Por favor, Darcy, qué pregunta! -exclamó Dora.

-No, no me gusta nada -contestó King con una expresión de profundo disgusto-.

Sospecho que no durará mucho aquí en Texas.

Enid abrió la boca para protestar pero King no quería discutir con su madre delante de sus anfitriones, así que, antes de que ella pudiera decir nada, preguntó a Darcy:

-¿Bailamos?

Ted resultó tan amable y cortés como Amelia había imaginado. Mientras bailaban hablaron del Este, donde él viajaba a menudo por negocios.

-Conozco Atlanta muy bien. Pronto se convertirá en una ciudad próspera.

Ofrece muchas posibilidades de inversión.

-Es una locura vivir en una gran ciudad. Prefiero la amplitud de los territorios de Texas, aunque El Paso no es una ciudad pequeña. ¡Es muy fácil perderse entre sus calles!

-No lo dudo. Señorita Howard, ¿le importaría que un día fuera a visitarla?

-En estos momentos estoy viviendo con los Culhane -contestó-. Además, mi padre lleva fuera de la ciudad unas semanas. No me parece correcto recibir visitas en una casa que no es la mía. Preferiría que esperase a que mi padre regresara.

Vivimos en El Paso.

-Lo comprendo. No se preocupe.

En ese momento sus miradas se cruzaron con la de King, que les observaba abiertamente.

-El señor Culhane me detesta -dijo Amelia-. Mi padre pretende que me case con su hermano Alan pero King no lo aprueba porque cree que no soy la mujer más adecuada.

-De veras?

Ted conocía a King desde hacía mucho tiempo y nunca le había visto expresar el mínimo desagrado por una mujer, y menos por una tan bonita como Amelia.

cuando menos, curioso.

-Perdóneme -le dijo Amelia, azorada-. Creo que he hablado demasiado... He estado muy nerviosa esta semana.

-No se preocupe. Baila usted maravillosamente.

-Gracias. Hacía mucho tiempo que no bailaba y antes sólo se me permitía hacerlo con mi hermano. Bonita música, ¿verdad?

-Desde luego. El chico del violín es mi hermano y el de la flauta mi cuñado.

-¿De veras? Y usted, señor Simpson, ¿no toca ningún instrumento?

-Me temo que no. ¿Y usted?

-Yo toco un poco el piano -contestó Amelia-. En realidad es mi única habilidad.

Prefirió no dar más detalles. Ese hombre era amigo de King y no le interesaba que él se enterara de que ella no era tan despreciable e insignificante como creía.

Lo que menos quería era convertirse en objeto de interés para King. Darcy se lo podía quedar para ella, si eso quería... pero ¿por qué no dejaba de mirarla?

-Me niego a creer que una mujer tan encantadora sólo tenga una habilidad

-replicó Ted-. Me encantaría averiguar cuáles son las otras.

-Si mi padre no tiene inconveniente, estaré encantada de disfrutar de su compañía-dijo Amelia con escasa convicción.

-Será un placer -contestó él atrayéndola hacia sí. Le sonrió mientras, al otro lado de la habitación, un hombre alto de ojos plateados hacía grandes esfuerzos para contener sus impulsos asesinos.

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