Al este del Edén

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Tercera parte » Capítulo 32

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Capítulo 32

1

Dessie era la más querida de la familia, Mollie la niña mimada, Olive la juiciosa y reposada y Una la atolondrada; y aunque todas eran igualmente queridas por sus padres, Dessie era, sin embargo, la predilecta. Nadie más que ella sabía hacer aquellos guiños y reír con una risa tan contagiosa como la viruela, y ninguna poseía aquella alegría que iluminaba el día y contaminaba de tal forma a los que la rodeaban que el júbilo no tenía fin.

La señora de Clarence Morrison, que vivía en el número 122 de la calle de la Iglesia, en Salinas, tenía tres hijos y un marido que regentaba una mercería. Algunos días por la mañana, durante el desayuno, Agnes Morrison decía:

—Después de comer, iré a casa de Dessie Hamilton, a probarme.

Los niños se ponían muy contentos y golpeaban las patas de la mesa con los pies, hasta que su madre los reñía. Y el señor Morrison se frotaba las manos y se iba a la tienda, esperando que aquel día apareciera algún viajante. Y si venía alguno, era seguro que conseguiría un buen pedido. Es posible que tanto los niños como el señor Morrison hubiesen olvidado por qué aquel día era tan bueno, y acabaría tan bien.

La señora Morrison solía ir a la casa contigua a la panadería de Reynaud a eso de las dos, y permanecía allí hasta las cuatro. Cuando salía, tenía los ojos empañados en llanto, y la nariz enrojecida. De camino a casa, se sonaba suavemente, se enjugaba los ojos y comenzaba a reír de nuevo. Quizá Dessie se había limitado a clavar algunos alfileres de cabeza negra en el acerico, convirtiéndolo en la caricatura del sacerdote anabaptista, haciéndole pronunciar un breve sermón. Acaso había vuelto a contar su entrevista con el viejo Taylor, aquel que compraba casas viejas y las transportaba a un enorme terreno vacío que poseía, hasta que tuvo tantas, que parecía el mar de los Sargazos en tierra firme. O quizá sólo se limitó a leer un poema de Chatterbox haciendo muecas. No importa. Era siempre divertidísimo y su risa se contagiaba.

Cuando regresaban del colegio, los niños Morrison no encontraban en casa dolores, malhumor o migrañas. No les reñían por sus narices mocosas, ni por sus caras sucias. Y cuando empezaban a reír, su madre se unía a ellos de muy buena gana.

El señor Morrison, al volver a casa, hablaba de cómo le había ido el día, y conseguía que le escuchasen, y trataba de contar de nuevo las historias que le había contado el viajante, al menos, unas cuantas. La cena era deliciosa, tortillas bien batidas que no se deshinchaban, pasteles apetitosos, bizcochos esponjosos, y nadie sabía sazonar mejor un estofado que Agnes Morrison. Después de cenar, cuando los niños se caían de sueño después de tanto reír y se iban a la cama, el señor Morrison solía tocar a Agnes en el hombro, con su vieja y conocida señal, y luego ambos iban a acostarse para hacerse el amor y sentirse muy felices.

La visita de Dessie seguía produciendo su efecto durante dos días más, antes de desvanecerse y de que reapareciesen los dolores de cabeza y las preocupaciones por el negocio que no iba tan bien como el año anterior. Así era Dessie, y ése era su poder. Llevaba la animación en sus brazos lo mismo que la había llevado Samuel. Era la más querida, era la favorita de la familia.

Y no era guapa. Quizá no llegaba ni a bonita, pero poseía ese encanto que hace que los hombres vayan tras una mujer, con la esperanza de que algo de él se les transmita. Cualquiera hubiera asegurado que con el tiempo terminaría por olvidar su primer amor y encontrar otro, pero no lo hizo. Si se piensa en ello, todos los Hamilton, a pesar de ser tan versátiles, carecían de toda versatilidad en cuestiones amorosas. Ninguno de ellos parecía capaz de sentir un amor ligero o variable.

Dessie no se limitó a alzar los brazos al cielo y a renunciar. Lo que hizo fue mucho peor, pues siguió siendo y actuando como era pero sin su anterior encanto. Quienes la querían, sentían pena por ella al verla sufrir aquella prueba, y desearon compartirla.

Los amigos de Dessie eran buenos y fieles, pero también eran seres humanos, y los seres humanos buscan el bienestar y aborrecen el desasosiego. Al cabo de cierto tiempo, todas las clientas como la señora Morrison fueron encontrando diferentes pretextos y razones de peso para dejar de ir a la casita contigua a la panadería. No es que fuesen desleales; lo que ocurría era que preferían ser felices a estar tristes. Siempre es fácil encontrar algún pretexto lógico y virtuoso para dejar de hacer lo que no se quiere hacer.

El negocio de Dessie empezó a decaer, y las señoras que habían creído que deseaban hacerse vestidos, jamás se dieron cuenta de que lo que en realidad querían era felicidad. Los tiempos cambiaban y los vestidos de confección se iban popularizando. Ya no constituía ninguna vergüenza llevarlos. Desde el momento en que el señor Morrison vendía trajes de confección, parecía muy razonable que Agnes Morrison los luciese.

La familia se sentía muy preocupada por Dessie, pero ¿qué se podía hacer, si ella no quería admitir que le ocurriese nada? Lo único que reconocía era que la acometían de vez en cuando unos dolores agudos en el costado, pero duraban muy poco y se le presentaban sólo a largos intervalos.

Entonces, Samuel murió, y el mundo se hizo añicos como un plato de porcelana. Sus hijos, hijas y amigos andaban a tientas entre los fragmentos, tratando de recomponer alguna especie de mundo.

Dessie decidió traspasar su negocio y volver al rancho para hacer compañía a Tom. No había mucho que traspasar. Liza se enteró de esta intención, lo mismo que Olive, y de que Dessie había escrito a Tom. El único que no se había enterado, al parecer, era Will, que ahora se encontraba gruñendo sentado a una mesa del restaurante San Francisco. Will estaba tragándose su ira, y acabó tirando la servilleta y poniéndose en pie.

—Me he olvidado de algo —dijo a Adam—. Ya nos veremos en el tren.

Caminó media manzana hasta llegar a casa de Dessie, atravesó el frondoso jardín y tiró de la campanilla.

Dessie estaba comiendo sola y fue a abrir con la servilleta en la mano.

—¿Tú por aquí, Will? —dijo, ofreciéndole su rosada mejilla para que la besara—. ¿Cuándo has llegado a la ciudad?

—He venido por negocios —dijo él—. Sólo tengo un rato antes de tomar el tren y quiero hablar contigo.

Ella lo condujo a la cocina, que hacía las veces también de comedor; era una estancia pequeña y cálida, de paredes empapeladas con dibujos de flores. Sirvió maquinalmente una taza de café que puso ante su hermano, colocando también a su alcance el azucarero y una jarrita de leche.

—¿Ya has visto a mamá? —preguntó ella.

—Ya te he dicho que he venido con el tiempo justo —replicó él algo hosco—. Dessie, ¿es verdad que quieres volver al rancho?

—Lo estoy pensando.

—No quiero que vayas.

Ella sonrió algo perpleja.

—¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en ello? Tom está muy solo allá arriba.

—Tienes un buen negocio —argumentó él.

—Ya no tengo ningún negocio —replicó ella—. Creía que ya lo sabías.

—No quiero que vayas —repitió él sombríamente.

Ella mostró una sonrisa socarrona y se esforzó por hablar con un tono algo burlón.

—Vaya, veo que mi hermano mayor se ha convertido en un mandón. ¿Dime por qué no?

—Aquello es muy solitario.

—Siendo dos, ya no lo será tanto.

Will se mordió los labios con enojo. De pronto barbotó:

—Tom ya no es el mismo. No debes estar sola con él.

—¿Es que no está bien? ¿Necesita ayuda?

—No quería decírtelo… —manifestó Will—, pero me parece que Tom ha sido incapaz de sobreponerse a la muerte de papá. Se ha vuelto muy extraño.

Ella sonrió con expresión afectuosa.

—Will, siempre has pensado que él era raro. Ya te lo parecía cuando decía que no le gustaban los negocios.

—Eso era diferente. Pero ahora está siempre ensimismado. Apenas habla. Pasea por el monte de noche. Yo fui a verle y, encontré poesías, tenía la mesa llena de cuartillas.

—¿Es que tú nunca has escrito poesías, Will?

—¡Dios me libre!

—Pues yo sí —contestó Dessie—. Yo también tenía la mesa llena de cuartillas.

—Te repito que no quiero que vayas.

—Déjame pensarlo —dijo ella con mansedumbre—. He perdido algo, y quiero ver si lo encuentro de nuevo.

—Hablas como una loca.

Ella rodeó la mesa, y pasó sus brazos alrededor de los hombros de su hermano.

—Mira, hermano, déjame decidirlo a mí.

Él salió visiblemente enojado de la casa, y llegó a la estación con el tiempo justo para alcanzar el tren.

2

Tom fue a esperar a Dessie a la estación de King City. Por la ventanilla del tren vio cómo escudriñaba todos los vagones para ver si la encontraba. Su rostro estaba bruñido y tan bien afeitado, que su tez oscura relucía como madera recién barnizada. Sus bigotes rojizos se veían muy bien recortados. Se tocaba con un sombrero nuevo de fieltro, de copa plana, y vestía una chaqueta curtida de Norfolk, y la hebilla de su cinturón era de madreperla. Sus zapatos relucían a la luz del mediodía y estaba claro que se los había frotado con su pañuelo antes de la llegada del tren. Su fuerte y enrojecido pescuezo estaba oprimido por un cuello duro, y lucía una corbata azul pálido de punto, sujeta por un alfiler en forma de herradura. Trataba de ocultar su nerviosismo oprimiéndose sus ásperas manazas.

Dessie agitó locamente el brazo por la ventanilla y gritó:

—¡Estoy aquí, estoy aquí! —aunque sabía que no podía oírla por encima del rechinar de las ruedas del tren, cuando el coche pasó junto a él.

Bajó por la escalerilla y lo vio mirando desesperadamente en dirección opuesta. Ella sonrió y se le aproximó por la espalda.

—Perdone usted, señor —le dijo quedamente—. ¿Está por aquí un tal señor Tom Hamilton?

Él giró en redondo, lanzó un grito de alegría, y levantándola del suelo en un abrazo de oso, empezó a bailar con ella. Luego la sostuvo con una sola mano y le dio unas palmaditas en las nalgas con la mano libre. Después, frotó su áspero bigote contra las mejillas de la joven. Separando la cara, le pasó el brazo por los hombros y la miró. Los dos echaron la cabeza para atrás y rompieron en carcajadas.

El jefe de estación se asomó por la ventanilla y apoyó los codos, protegidos con manguitos negros, en el alféizar. Volviendo la cabeza, le dijo al telegrafista:

—¡Hay que ver esos Hamilton! ¡Míralos!

Tom y Dessie, con las manos unidas sólo por las puntas de los dedos, estaban danzando una elegante pavana, mientras él cantaba «Doodl-doodl-doo», y ella «Deedle-deedle-dee», y terminaron por abrazarse de nuevo.

Tom la miró.

—¿No serás por casualidad Dessie Hamilton? Me parece que te recuerdo. Pero has cambiado bastante. ¿Dónde están tus coletas?

Les llevó mucho tiempo encontrar el talón del equipaje de Dessie, después Tom no supo en qué bolsillo lo había metido, y cuando finalmente lo encontró y fue a recoger el equipaje, regresó con unos bultos que no eran de su hermana. Al final, consiguió amontonar todas las maletas de la joven en la trasera de su carromato. Los dos caballos bayos apisonaban la tierra dura con impaciencia, y erguían sus cabezas, haciendo saltar las varas brillantes y chirriar la doble cruz. Los arneses estaban pulidos y el latón refulgía como el oro. En mitad del látigo había un lazo encarnado, y los caballos lucían cintas rojas también en la crin y en la cola.

Tom ayudó a Dessie a encaramarse al asiento, y simuló mirarle los tobillos a hurtadillas. Luego agitó las riendas, y aflojó los bocados. Desenvolvió el látigo que tenía enrollado en el mango, y los caballos giraron tan bruscamente, que la rueda chirrió contra la guarda.

—¿No te gustaría que diésemos una vuelta por King City? —le preguntó Tom—. Es una ciudad muy bonita.

—No —respondió ella—. Ya la conozco.

Entonces él giró a la izquierda, en dirección al sur, y dejó que los caballos tomasen un buen trote.

—¿Dónde está Will? —preguntó Dessie.

—No lo sé —respondió él gruñendo.

—¿Te dijo algo?

—Sí. Me dijo que no debías venir.

—A mí me dijo lo mismo —observó Dessie—. También ha obligado a George a escribirme.

—¿Por qué no puedes venir si ése es tu deseo? —preguntó Tom enfurecido—. ¿A él qué le importa?

Ella le tocó el brazo.

—Cree que estás loco. Dice que escribes versos.

El rostro de Tom se ensombreció.

—Debió de entrar en casa cuando yo no estaba. ¿Qué es lo que quiere? No tiene derecho a escudriñar mis papeles.

—No te enfades, no te enfades —dijo Dessie—. Will es tu hermano. No lo olvides.

—¿Qué diría él si yo escudriñase sus papeles? —preguntó Tom.

—No podrías hacerlo —contestó Dessie secamente—. Los tiene en la caja fuerte. Pero no estropeemos el día por una rabieta.

—Está bien —accedió él—. Pero me pone furioso. Claro, como no quiero vivir su clase de vida, me considera loco, loco de remate. Dessie cambió de tema, de manera algo forzada.

—Últimamente lo he pasado bastante mal, Tom —admitió—. Mamá también quería venir. ¿La has visto llorar alguna vez, Tom?

—No, al menos no lo recuerdo. No es una mujer que suela llorar por cualquier cosa.

—Pues lo hizo. No fue mucho, aunque para ella sí. Se sofocó un poco, emitió dos sollozos, tuvo que sonarse, limpiar sus anteojos, y luego cerró la boca tan fuertemente como la tapa de un reloj.

—Dessie, no sabes el bien que me hace tenerte aquí conmigo. Es algo magnífico que me hace sentir como si me hubiese repuesto de una enfermedad —aseguró Tom.

Los caballos trotaban por la carretera vecinal.

—Adam Trask se ha comprado un Ford —le dijo Tom—. O quizá, debería decir que Will se lo ha vendido.

—No lo sabía —respondió Dessie—. Quiere comprarme la casa y me ofrece un buen precio por ella —rió—. La tasé a un precio muy alto y estaba dispuesta a rebajarlo durante las negociaciones, pero el señor Trask aceptó sin regatear, lo que me puso en un aprieto.

—¿Y qué hiciste, Dessie?

—Tuve que explicarle que había puesto un precio muy alto porque esperaba que me lo discutiera, pero a él no le importó.

—Te ruego que nunca le cuentes eso a Will —le dijo Tom, porque haría que te encierren.

—¡Pero la casa valía mucho menos de lo que yo pedía por ella!

—Te repito lo que te he dicho sobre Will. ¿Para qué quiere Adam tu casa?

—Piensa trasladarse a vivir allí. Quiere que sus hijos vayan a la escuela en Salinas.

—¿Y qué hará con el rancho?

—No lo sé. No me lo dijo.

—Me pregunto qué hubiera ocurrido si padre hubiera tenido un rancho como ése en lugar de nuestra vieja, seca y polvorienta propiedad —comentó Tom.

—No es un sitio tan malo.

—Sí, sirve para cualquier cosa, menos para vivir en él.

—¿Has conocido alguna familia de mejor humor que la nuestra? —le preguntó Dessie muy seria.

—No, la verdad. Pero eso se aplica a la familia, no a la tierra.

—¿Te acuerdas, Tom, de cuando llevaste a Jennie y a Belle Williams al baile de Peach Tree en el sofá?

—¡Mamá nunca me permitió olvidarlo! Dime, ¿qué te parecería si les pidiésemos a Jennie y a Belle que viniesen a hacernos una visita?

—Yo creo que vendrían —respondió Dessie—. Podemos decírselo.

Cuando abandonaron la carretera vecinal, ella dijo:

—Guardaba un recuerdo diferente de esta tierra.

—¿Estaba más seca?

—Sí, creo que sí. Hay mucha hierba, Tom.

—Voy a comprar veinte cabezas de ganado para que se la coman.

—Debes de ser rico.

—No lo creas, y un año tan bueno como éste hará bajar mucho el precio de la carne de buey. Me gustaría saber lo que haría Will en mi caso. Es un hombre que sabe desenvolverse en malas épocas, porque me dijo que siempre se saca provecho de la escasez. Will es muy listo.

La carretera, llena de baches y roderas, seguía con el mismo aspecto, sólo que las roderas eran más profundas y las piedras parecían más abundantes.

—¿Qué es ese letrero que cuelga de esos mezquites? —preguntó Dessie. Al pasar junto a él, lo agarró y vio que rezaba: BIENVENIDA A CASA.

—¡Eso lo has hecho tú, Tom!

—¿Yo? No. Alguien habrá andado por aquí.

Cada cincuenta metros aparecía un nuevo letrero sujeto en algún arbusto, o colgado de las ramas de un madroño, o clavado al tronco de un castaño de Indias, y en todos se leía: BIENVENIDA A CASA. Dessie chillaba de alegría cada vez que descubría uno.

Coronaron la loma que dominaba el vallecito donde se encontraba la vieja residencia de los Hamilton, y Tom detuvo el carruaje para permitir que Dessie disfrutase de la vista. En la ladera del monte opuesto, y escritas con lechada sobre las piedras, se leían unas enormes letras que decían: BIENVENIDA A CASA, DESSIE. Ella apoyó la cabeza en la solapa de su hermano, y rió y lloró al mismo tiempo.

Tom miró con firmeza frente a sí.

—¿Quién habrá hecho esto? —se preguntó. Veo que ya no se puede dejar la casa sola.

3

Al amanecer, Dessie se despertó con un agudo dolor que la asaltaba a intervalos. El dolor la atenazaba angustiosamente; parecía extenderse por su costado y su abdomen; empezaba como un ligero pellizco y luego se convertía en una sensación punzante que se transformaba en dolor intenso e insoportable, como si una poderosa garra se hubiese clavado en su flanco. Cuando el dolor menguaba, sentía en aquel lugar una ardiente comezón. Aquello no se prolongaba mucho, pero mientras duraba, todo desaparecía a su alrededor, y ella se plegaba sobre sí misma, atenta sólo a la terrible lucha que se libraba en su cuerpo.

Cuando sólo le quedaban unas ligeras molestias, se percató de que el alba plateada se asomaba por las ventanas. Aspiró la brisa matinal que agitaba las cortinillas, aportándole el olor de la hierba, de las raíces y de la tierra húmeda. Después, llegaron a sus oídos los ecos de los gorriones parloteando entre ellos; una vaca que mugía y que regañaba monótonamente a una ternera hambrienta que la acosaba; el graznido de falsa excitación de un arrendajo azul; el grito de advertencia de una codorniz en guardia, y el susurro de respuesta de la hembra, oculta por allí cerca entre la alta hierba. El gallinero hervía de excitación a causa de un huevo, y una enorme gallina Rhode Island roja, que pesaba dos kilos, protestaba hipócritamente ante el horror que representaba verse clavada salazmente al suelo por la ruina flaca y huesuda de un gallo al que hubiera podido tumbar de un solo aletazo.

El arrullo de los palomos le despertó muchos recuerdos. Dessie se acordó de su padre, sentado a la cabecera de la mesa, diciendo: «Le dije a Rabitt que pensaba criar palomos, y ¿sabéis lo que me contestó? Mientras no sean blancos… ¿Por qué no blancos?, le pregunté, y él respondió: Traen muy mala suerte. Suelen acarrear tristeza e incluso la muerte. Es mejor que los tenga grises. Me gustan los blancos. Es mejor que sean grises, me repitió él. Y tan cierto como que ahora es de día, he de criar palomos blancos».

Y Liza le reprendía con mucha paciencia: «¿Por qué eres tan tozudo, Samuel? Los grises son tan sabrosos como los blancos, y además son mayores». «No voy a permitir que esos estúpidos cuentos de hadas me obliguen a hacer lo que no quiero», respondía Samuel.

Y Liza contestaba entonces con su terrible simplicidad: «Es tu tozudez en llevar la contraria la que te obliga. ¡Eres más terco que una mula, sí, que una mula!». «Alguien tiene que serlo», respondía hoscamente. «De lo contrario, nunca se podría burlar al destino y hacerlo avanzar, y la humanidad seguiría encaramada en las ramas más altas de los árboles».

Y desde luego, crió palomos blancos y esperó con truculencia a que llegasen las tristezas y la muerte, hasta que demostró la falsedad de aquel aserto. Y los tataranietos de aquellos palomos eran los pichoncitos talludos que esa mañana se arrullaban y emprendían el vuelo para describir círculos en una nívea franja en torno al cobertizo de los carruajes.

Dessie, sumida en sus recuerdos, oía voces en torno a ella, y la casa entera se poblaba. Pensaba en la tristeza y en la muerte, y luego en la muerte y en la tristeza, y en su estómago se revolvían los pensamientos y el malestar. Si tienes paciencia, todo llega a su debido tiempo.

Oía cómo resoplaba el aire al ser expulsado de los enormes fuelles de la forja, y el isócrono golpear del martillo sobre el yunque. Oía a Liza abrir la puerta del horno, y el golpe sordo de la hogaza amasada al caer sobre la tabla espolvoreada con harina. Luego aparecía Joe, buscando sus zapatos en los sitios más extraños, hasta que al final los encontraba donde los había dejado, o sea, debajo de la cama.

Oía también la dulce voz de Mollie, que leía en tono muy alto un pasaje de la Biblia en la cocina, según hacía todas las mañanas, y a Una corrigiéndola con su voz plena y engolada, aunque fría.

Y Tom había cortado la lengua de Mollie con su cortaplumas, y casi llegó a desmayarse al pensar en el valor que había tenido.

—¡Oh, querido Tom! —se dijo, moviendo apenas los labios.

La cobardía de Tom era tan desmesurada como su valor, como debe ser en los grandes hombres. Su ternura contrarrestaba su violencia y su alma constituía el campo de batalla, lleno de hoyos, donde luchaban sus propias fuerzas. Ahora se sentía muy confuso, pero Dessie podía llevarlo de la brida a donde quisiera, de la misma manera que un mozo conduce a un caballo purasangre ante la barrera para mostrar su estampa y su forma.

Dessie se encontraba sumida en el dolor y también el sueño, mientras la mañana se iba iluminando al otro lado de la ventana. Se acordaba de que Mollie tenía que encabezar el Gran Desfile del 4 de Julio, en compañía nada menos que de Harry Forbes, senador del Estado.

Y Dessie todavía no había acabado de bordar los galones en el traje de Mollie. Hizo un esfuerzo por levantarse. Había muchos galones por coser, y ella estaba todavía medio adormecida.

—¡Enseguida lo hago, Mollie! Estará listo en dos minutos —gritó.

Se levantó de la cama, se echó un batín sobre los hombros y recorrió con los pies descalzos la casa atestada de miembros de la familia Hamilton. No estaban en el vestíbulo, así es que debían hallarse en los dormitorios. En ellos encontró las camas recién hechas, y supuso que estallan en la cocina, pero cuando llegó allí, habían desaparecido. Tristeza y muerte. La ola retrocedió y la dejó completamente despierta en la cruda realidad.

La casa estaba muy limpia, fregada e inmaculada, con las cortinas lavadas y las ventanas pulidas, pero se notaba que lo había hecho un hombre. Las cortinas planchadas no tenían los pliegues muy rectos, en las ventanas había regueros y, cuando quitó un libro de encima de la mesa, apareció un rectángulo oscuro en el lugar que había ocupado.

La estufa estaba encendida, y por los bordes de la tapa se veía una luz anaranjada, y se oía el trueno apagado de las llamas arrastradas por el tiro abierto. El reloj de la cocina movía su péndulo detrás de su cubierta de cristal, y su tictac parecía el golpear de un martillito de madera sobre una caja vacía, también de madera.

Del exterior llegó un silbido tan salvaje y ronco como el de un caramillo, y su diapasón era alto y extraño. El silbido modulaba una salvaje melodía. Luego sonaron en el pórtico los pasos de Tom, y éste entró transportando un haz de madera de roble tan grande que le impedía ver. Acercándose al cajón de la leña dejó caer los maderos en una cascada.

—Veo que ya estás levantada —saludó—. Silbaba para despertarte en el caso de que aún durmieses. —Tenía el rostro resplandeciente de alegría—. Hace una mañana maravillosa, y hay que aprovecharla.

—Hablas como papá —dijo Dessie, y unió sus risas a las de él.

La alegría de Tom se convirtió en un tono de desafío.

—Sí —dijo altivamente—. Y te prometo que haré que volvamos a los viejos tiempos. He estado arrastrándome por aquí lastimosamente como una serpiente con el espinazo roto. No es extraño que Will pensase que estaba chiflado. Pero ahora que has vuelto tú, ya verás. Voy a respirar la vida a pleno pulmón otra vez. ¿Me oyes? Esta casa vivirá de nuevo.

—Me alegro de haber venido —respondió ella, pero pensó, desolada, cuán frágil era ahora su hermano y qué poco costaba echar sus propósitos por tierra, y de ello se desprendía que tendría que protegerlo en todo lo posible—. Tienes que haber trabajado noche y día para tener la casa tan limpia —observó.

—Todo lo contrario —contestó Tom—. Cuatro golpecitos aquí y allá.

—Sí, cuatro golpecitos pero con el cubo, el estropajo y de rodillas, a menos que hayas inventado algún nuevo sistema para hacerlo por medio de la fuerza de las gallinas, o con ayuda del viento embridado.

—Inventar, en eso se va todo mi tiempo. He inventado una pequeña muesca que permite que una corbata se deslice libremente de un lado a otro en un cuello duro.

—Pero si tú no usas cuello duro.

—Ayer me puse uno, y fue entonces cuando lo inventé. Y también tengo grandes proyectos con las gallinas: pienso criar millones de ellas, pondré gallineros por todo el rancho, y una abertura en el techo para bañarlas en un tanque de lechada. Y los huevos serán transportados por una pequeña cinta sin fin. Espera, te haré un dibujo.

—Preferiría que me dibujases el desayuno —replicó Dessie—. ¿Qué forma tiene un huevo frito? ¿De qué color pintarías la carne y la grasa de un pedazo de tocino?

—¡Ahora mismo lo verás! —gritó él, abriendo la tapa de la estufa y removiendo el fuego con el atizador, hasta chamuscarse el vello de la mano; echó leña al interior y se puso a silbar de nuevo con fuerza.

—Pareces uno de esos individuos con pies de cabra, tocando una flauta en una montaña de Grecia —comentó Dessie.

—¿Y qué te crees que soy? —le vociferó con alegría.

Dessie pensaba, llena de dolor: «Si él está contento, ¿por qué no puedo estarlo yo? ¿Por qué no puedo salir de mi gris zurrón de harapos? Tengo que hacerlo», se chilló a sí misma. «Si él puede, yo también».

—¡Tom! —le gritó.

—Dime.

—Quiero un huevo de color púrpura.

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