Al este del Edén

Al este del Edén


Tercera parte » Capítulo 33

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Capítulo 33

1

Los montes permanecieron verdes hasta muy avanzado junio, antes de que la hierba empezase a amarillear. Las espigas de la avena silvestre estaban tan cargadas de grano que se doblegaban bajo su peso. Los pequeños manantiales y regatos siguieron fluyendo hasta bien entrado el verano. El ganado estaba tan gordo y lucido que el peso de la grasa lo hacía tambalear, y su pellejo rebosaba salud. Era uno de esos años de abundancia en que los habitantes del valle Salinas olvidaban los años de sequía. Los granjeros compraban más tierras de las que podían mantener, y sacaban las cuentas de sus beneficios futuros sobre las tapas de sus talonarios.

Tom Hamilton trabajaba como un gigante, no sólo con sus fuertes brazos y sus callosas manazas, sino también con su espíritu y su corazón. El yunque resonaba de nuevo en la forja. Pintó de blanco la vieja mansión y dio una mano de lechada a los cobertizos. Fue a King City y estudió la construcción de un retrete de agua corriente, y luego se construyó uno con estaño hábilmente curvado y madera labrada. Como el agua del manantial fluía muy lentamente, colocó un depósito de pino rojo al lado de la casa, e hizo subir el agua hasta él con ayuda de la bomba de un molino de viento de construcción casera, pero tan bien hecho que el menor soplo de aire lo hacía girar. Y con madera y metal construyó los prototipos de dos ideas que había tenido, con el fin de enviarlos a la oficina de patentes en otoño.

Y por si fuera poco, trabajaba, además, lleno de ánimo y con buen humor. Dessie tenía que levantarse muy temprano para poder echar una mano en el trabajo de la casa, antes de que lo hubiese hecho todo Tom. Ella observaba la gran felicidad de aquel gigante pelirrojo, pero aquella felicidad no era ligera y alada como la de Samuel. No se levantaba de sus raíces ni flotaba en las alturas. Tom la fabricaba del mejor modo que sabía, moldeándola y tratando de darle forma.

Dessie, que tenía más amigos que nadie en todo el valle, no poseía ningún confidente. Cuando la infelicidad hizo presa en ella, no pudo contar sus cuitas a nadie, y siempre se vio obligada a guardar sus dolores en secreto.

Una vez que Tom la encontró rígida y envarada a causa del atenazante dolor y le gritó lleno de alarma «¿Qué te pasa, Dessie?», ella trató de dominar la expresión de su rostro, y respondió: «Un pequeño calambre, eso es todo; nada más que un pequeño calambre. Ahora ya estoy bien». Y al instante, se pusieron a reír.

Reían mucho, como si tratasen de darse ánimos mutuamente. Sólo cuando Dessie se iba a la cama, permitía que el recuerdo de su pérdida se apoderase de ella, terrible e insoportable. Entretanto, Tom yacía en las tinieblas de su habitación, aturullado y confundido como un niño, y escuchando el latir de su corazón, que de vez en cuando producía un sonido sibilante. Su mente abandonaba pronto los pensamientos importantes y se refugiaba en sus pequeños planes, sus diseños y sus máquinas.

A veces, durante las tardes de verano, subían a la cima del monte para contemplar, después del ocaso, los celajes que se adherían a las cumbres de las montañas de occidente, y para dejarse acariciar por la brisa refrescante que soplaba en el valle. Por lo general, permanecían silenciosos durante unos minutos, y aspiraban la paz que reinaba en aquella hora. Ambos eran tímidos y jamás hablaban de sí mismos, así que sabían muy poco el uno del otro.

Por eso, a ambos les sorprendió que, una tarde, cuando se hallaban en la cumbre del monte, Dessie le preguntase:

—Tom, ¿por qué no te casas?

Él la miró y rápidamente apartó la vista.

—¿Quién me querría? —dijo.

—¿Hablas en broma o es que realmente lo piensas?

—¿Quién me querría? —repitió él—. ¿Quién podría querer a un hombre como yo?

—Parece como si realmente lo pensaras —y entonces ella violó su acuerdo tácito y no expresado de no indagar en sus respectivas vidas—. ¿Nunca te has enamorado?

—No —contesto él.

—Me hubiera gustado saberlo —repuso ella, como si no hubiese oído respuesta.

Tom no volvió a hablar mientras descendían por la ladera del monte. Pero al llegar al porche, dijo de pronto:

—Tú te sientes muy sola aquí. Me parece que no quieres seguir viviendo conmigo —esperó un momento—. Respóndeme: ¿Tengo razón?

—No quiero estar en ningún otro sitio, sino aquí —respondió Dessie, y preguntó a su vez—: ¿Vas alguna vez con mujeres?

—Sí —contestó él.

—¿Y eso te hace algún bien?

—No mucho.

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé.

Volvieron en silencio a la casa. Tom encendió la lámpara del viejo salón. El sofá de crin que él había reparado con sus propias manos levantaba su respaldo contra la pared, y la alfombra verde estaba muy desgastada en los lugares de paso.

Tom se sentó junto a la redonda mesa del centro. Dessie tomó asiento en el sofá, y observó que su hermano seguía turbado por su indiscreta pregunta. Pensó en cuán puro era, cuán inadecuado para un mundo que incluso ella conocía más que él. Tom era un matador de dragones, un libertador de doncellas, y sus pecadillos le parecían tan grandes que se sentía indigno e indecoroso. Ella deseaba que su padre se hubiese encontrado todavía allí. Su padre se habría dado cuenta de la grandeza de Tom. Acaso hubiera sabido cómo libertarla de su oscuro refugio y dejarla volar libremente.

Probó un cambio de táctica para ver si podía despertar en él alguna chispa.

—Ya que hablamos de nosotros, ¿nunca has pensado que todo nuestro mundo se limita al valle y a algunos viajecitos a San Francisco? ¿Has pasado alguna vez de San Luis Obispo? Yo no.

—Ni yo tampoco —respondió Tom.

—¿Y no es estúpido?

—Hay centenares de personas que tampoco lo han hecho —replicó Tom.

—Pero no está prohibido. Podríamos hacer un viaje a París, a Roma o a Jerusalén. Me entusiasmaría poder contemplar el Coliseo.

Él la observó con suspicacia, esperando que saliera con alguna broma.

—¿Y cómo lo haríamos? —preguntó—. Requiere mucho dinero.

—No lo creo —respondió ella—. No necesitamos ir a todo lujo. Podríamos viajar en las líneas marítimas más baratas y en tercera clase. Así es como nuestro padre llegó aquí desde Irlanda. Y a propósito: también podríamos ir allí.

Él volvió a mirarla, y sus ojos empezaron a brillar.

—Podríamos estar un año trabajando y ahorrando hasta el último céntimo —prosiguió Dessie—. En King City yo podría encontrar algún trabajo de modista. Will nos ayudaría. Y el verano que viene podrías vender todo el ganado y nos iríamos. No hay ninguna ley que nos lo impida.

Tom se levantó y salió al exterior. Alzó la cabeza y contempló el estrellado cielo estival, en el cual lucían la azulada Venus y el rojo Marte. Se llevó las manos a la cintura, con los puños cerrados, que luego abrió. Después se volvió y entró de nuevo en la casa. Dessie seguía en el mismo sitio.

—¿De verdad quieres que nos vayamos, Dessie?

—Más que nada en el mundo.

—En ese caso, nos iremos.

—¿Y tú lo deseas también?

—Más que nada en el mundo —repitió Tom, y añadió—: Egipto… ¿Ya has pensado en Egipto?

—¿Y Atenas? —dijo ella.

—¿Y Constantinopla?

—¿Y Belén?

—Sí, Belén —afirmó él, y añadió de pronto—: Vete a la cama. Tenemos por delante todo un año de trabajo. Es necesario que descanses. Tendré que pedir dinero prestado a Will para comprar cien cochinillos.

—¿Qué les darás de comer?

—Bellotas —respondió Tom—. Construiré una máquina para recogerlas.

Después de que él se hubo marchado a su habitación, Dessie le oyó pasear arriba y abajo, y hablar en voz baja consigo mismo. Dessie se asomó a la ventana para contemplar la estrellada noche, y se sintió feliz y contenta, aunque se preguntaba si realmente deseaban hacer el viaje; de pronto, le asaltó el dolor en el costado.

Cuando Dessie se levantó a la mañana siguiente, Tom ya estaba ante su mesa de dibujo, golpeándose la frente y refunfuñando en voz baja. Dessie se asomó por encima de su hombro.

—¿Es la máquina para las bellotas?

—Debería ser fácil —contestó— pero ¿cómo hacer para separar las ramitas y las piedras?

—Ya sé que tú eres el inventor, pero yo he ideado el mejor recolector de bellotas del mundo, que además ya está listo para funcionar.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a los niños —respondió ella, con sus manitas siempre en movimiento.

—No lo querrían hacer ni aunque les pagasen.

—Pero lo harían si les premiasen. Un premio a cada uno, y uno mayor para el ganador, que podría ser cien dólares. Recogerían todas las bellotas del valle. ¿Me dejarás probar?

Él se rascó la cabeza.

—¿Por qué no? —respondió. Pero ¿cómo reunirías las bellotas?

—Los propios niños las traerían aquí —le explicó Dessie—. Deja que yo me ocupe de ello. Supongo que tendrás sitio suficiente para almacenarlas.

—Pero eso sería explotar a la infancia, ¿no te parece?

—Sí, lo sería —convino Dessie—. Cuando yo tenía mi taller, explotaba a las muchachas que querían aprender a coser, y ellas me explotaban a su vez. Creo que podríamos llamar a esto la Gran Competición de las Bellotas del Condado de Monterrey. Podrían participar en ella cuantos quisieran. Tal vez podríamos ofrecer bicicletas como premios. ¿No recogerías tú bellotas si tuvieses la esperanza de ganar una bicicleta, Tom?

—Ya lo creo que sí —contestó él—. Pero ¿no podríamos pagarles también?

—No con dinero —replicó Dessie—. Si les pagamos, eso se convertiría en un trabajo, y los niños hacen todo cuanto les es posible para evitarlo. Lo mismo que yo.

Tom se recostó en su mesa de dibujo y se volvió, riendo.

—Y que yo —admitió—. De acuerdo, tú te encargas de las bellotas y yo de los cerdos.

Dessie dijo:

—Tom, ¿no te parecía ridículo que hiciésemos dinero, precisamente nosotros?

—Pero tú bien que lo hiciste en Salinas —repuso él.

—Algo, no mucho. Pero era muy rica en promesas. Si me hubiesen pagado todas las facturas que me adeudaban, no tendríamos necesidad de ninguna clase de cerdos. Podríamos ir a París mañana mismo.

—Voy al pueblo a hablar con Will —dijo Tom, apartando su silla de la mesa de dibujo—. ¿Quieres acompañarme?

—No, prefiero quedarme aquí haciendo planes. Mañana comienza la Gran Competición de las Bellotas.

2

Al volver al rancho a última hora de la tarde, Tom se sentía deprimido y triste. Will se las había arreglado, como siempre, para masticar su entusiasmo y escupirlo como si fuese un pedazo de tabaco. Will se había tirado del labio, se había frotado las cejas, rascado la nariz, limpiado sus lentes, y finalmente había liado y encendido un cigarrillo con la mayor calma y prosopopeya. La compra de cerdos le parecía un negocio lleno de riesgos, y Will había puesto el dedo en todas y cada una de las llagas.

Dijo que la Competición de las Bellotas no daría ningún resultado, aunque se calló el porqué. Todo ello le parecía muy dudoso y poco claro, particularmente en los tiempos que corrían. Lo más que pudo hacer Will fue convenir en que seguiría pensando en ello.

En un momento de la conversación, Tom pensó en hablar a Will del proyectado viaje a Europa, pero enseguida comprendió instintivamente que no debía hacerlo. La idea de ir a dar una vuelta por Europa —a menos, desde luego, que uno se hubiese retirado ya de los negocios y tuviese el capital invertido en buenos valores del Estado— le hubiera parecido una locura tan grande que, a su lado, el proyecto entero de la cría de cerdos podía parecer una muestra genial de sagacidad financiera. Tom no le habló de ello, pues, y dejó a Will «pensando en el asunto», sabiendo de antemano que su veredicto sería contrario a la cría de cerdos y a la recogida de bellotas.

El pobre Tom ignoraba y era incapaz de entender que el arte de disimular con éxito constituye una de las alegrías creadoras de un verdadero hombre de negocios. Dar muestra de entusiasmo no demostraba otra cosa sino idiotez. Y cuando Will decía que «pensaba en el asunto», no mentía en lo más mínimo. Algunas partes de aquel plan le fascinaban. Tom había dado con algo muy interesante. En efecto, le parecía un buen negocio la compra de cochinillos a crédito, para cebarlos con una comida que costaba casi menos que nada, y venderlos luego, pagar el crédito y recoger los beneficios. Will no era capaz de robar la idea a su hermano, aunque sí trataría de recortarle los beneficios; pero, por otra parte, Tom era un soñador, y no merecía mucha confianza para realizar un proyecto tan bueno. Tom, por ejemplo, desconocía incluso el precio de los cerdos y sus probables oscilaciones. Si aquello salía bien, Will acaso estudiaría la posibilidad de darle a Tom un regalo muy sustancial, acaso un Ford. ¿Y qué tal estaría conceder un Ford como primero y único premio para la recogida de bellotas? Todos los habitantes del valle se lanzarían a recogerlas.

Subiendo por la carretera, Tom se preguntaba cómo haría para decirle a Dessie que su plan no era bueno. Lo mejor sería que idease un plan alternativo. ¿Cómo podrían reunir suficiente dinero en un año para poder ir a Europa? Y de pronto se dio cuenta de que ni siquiera sabía cuánto necesitaban. Ignoraba el valor de un pasaje de barco. Podían pasarse la velada haciendo números.

Tom casi esperaba que Dessie saliera corriendo de la casa a su encuentro cuando llegara. Le pondría su expresión más risueña y le diría alguna broma. Pero Dessie no apareció. «Estará durmiendo la siesta», pensó. Dio agua a los caballos, los condujo al establo y puso forraje en el pesebre.

Dessie estaba tumbada en el sofá cuando entró Tom.

—Echando una siesta, ¿eh? —le preguntó, pero cuando vio el color de su rostro, le gritó—: ¿Qué tienes, Dessie?

Ella trató de dominar su sufrimiento.

—Es sólo un dolor de estómago —respondió—, pero me duele bastante.

—Oh —exclamó Tom aliviado—. Me habías asustado. Te lo quitaré enseguida.

Se dirigió a la cocina y volvió a los pocos instantes con un vaso de líquido perlado, que le tendió a su hermana.

—¿Qué es, Tom?

—Son unas sales muy buenas que ya no se usan. Puede que te dé algún retortijón, pero te curarán.

Ella lo bebió obedientemente, e hizo una mueca.

—Ya me acuerdo de este sabor —dijo—. Era el remedio que usaba mamá por la época en que las manzanas aún estaban verdes.

—Ahora échate y descansa —le ordenó Tom—. Voy a preparar enseguida algo de cenar.

Ella lo oyó trajinar en la cocina. El dolor se extendía por todo su cuerpo, pero, sobre todo, tenía miedo. Podía sentir la medicina abrasándole el estómago. A los pocos instantes se levantó y se arrastró hasta el nuevo retrete de construcción casera, donde se esforzó por vomitar las sales. Tenía la frente cubierta de sudor, que le caía sobre los ojos y casi la cegaba. Cuando trató de enderezarse, notó que tenía los músculos del estómago agarrotados, y no pudo hacerlo.

Más tarde, Tom le trajo unos huevos revueltos. Ella movió negativamente la cabeza.

—No puedo —dijo sonriendo—. Me parece que me voy a la cama.

—Las sales pronto producirán su efecto —le aseguró Tom—. Te sentirás bien enseguida.

La ayudó a meterse en cama.

—¿Recuerdas haber comido algo que pueda haberte hecho daño?

Dessie yacía en su lecho, y su voluntad luchaba contra el dolor. Alrededor de las diez de la noche, su voluntad comenzó a ceder y llamó a su hermano.

—¡Tom! ¡Tom!

Éste abrió la puerta. Llevaba el World Almanac en la mano.

—Tom —dijo ella— lo siento, pero es que estoy muy mal, terriblemente mal.

Él se sentó en el borde de su lecho en la semioscuridad.

—¿Te duele mucho?

—Sí, es un dolor terrible.

—¿No tienes ganas de ir al retrete?

—No, todavía no.

—Voy a buscar una lámpara y me sentaré aquí, a tu lado —le propuso—. Es mejor que intentes dormir. Mañana por la mañana ya estarás bien. Las sales habrán producido su efecto.

La joven consiguió dominarse de nuevo y permaneció quieta mientras Tom le leía párrafos del Almanac para distraerla. Cuando creyó que dormía, dejó de leer y empezó a dar cabezadas sentado junto a la lámpara.

Un ligero gemido lo despertó. Se puso en pie y se acercó a las revueltas ropas de la cama. Los ojos de Dessie tenían una expresión lechosa y extraviada, como los de un caballo desbocado. De las comisuras de sus labios brotaban gruesas burbujas y su rostro ardía. Tom metió la mano bajo las sábanas y notó los músculos del estómago nudosos como el hierro. Y entonces el esfuerzo cesó, y Dessie dejó caer la cabeza sobre la almohada, y sus ojos brillaron a través de los párpados entornados.

Tom embridó su caballo y, montándolo a pelo, partió a galope tendido. Palpando su cinturón, se lo desabrochó y se lo quitó de un tirón para fustigar al aterrorizado caballo, que adquirió un galope endiablado sobre el sendero pedregoso y lleno de baches.

Los Duncan, que dormían en el primer piso de su casa, junto a la carretera vecinal, no oyeron los furiosos golpes sobre su puerta, pero sí el estrépito que ésta produjo al ser arrancada juntamente con los goznes y la cerradura. Cuando Red Duncan bajó con la escopeta en la mano, Tom gritaba como un loco, con la boca pegada al teléfono de pared, hablando con la central de King City.

—¡El doctor Tilson! ¡Póngame con él! ¡No me importa! ¡Póngame con él enseguida, maldita sea!

Red Duncan, medio dormido, le apuntaba con la escopeta.

—¡Sí, sí, ya le oigo! —contestó el doctor Tilson—. Es usted Tom Hamilton. ¿Qué le pasa a su hermana? ¿Se le ha agarrotado el estómago? ¿Qué le hizo usted? ¿Le dio sales? ¡Está usted loco!

Luego el doctor dominó su ira.

—Tom —dijo—. No te asustes, muchacho. Vuelve y aplícale paños fríos, tan fríos como puedas. Supongo que no tendrás hielo. En ese caso, tendrás que ir cambiándole los paños. Iré tan pronto como pueda. ¿Me oyes? Tom, ¿me oyes?

El médico colgó el auricular y se vistió. Con aspecto de cansancio y de disgusto, abrió el armario de la pared y sacó escalpelos y pinzas, esponjas y tubos de sutura, que metió en su maletín. Sacudió su linterna de gasolina a presión, para asegurarse de que estaba llena, y extrajo de su escritorio el bote de éter y la mascarilla. Su esposa, en gorro de dormir y camisón, se asomó a la puerta. El doctor Tilson le dijo:

—Voy al garaje. Telefonea a Will Hamilton y dile que tiene que acompañarme en coche al rancho de su padre. Si pone trabas dile que su hermana se está muriendo.

3

Tom volvió al rancho, montado a caballo, una semana después del entierro de Dessie. Iba erguido sobre la silla, muy compuesto y ataviado, con los hombros hacia atrás y el mentón bien firme, como un granadero en un desfile. Lo había dispuesto todo con calma y meticulosidad. El caballo estaba enjaezado y cepillado, y Tom llevaba el sombrero de fieltro perfectamente aplomado sobre la cabeza. Ni el propio Samuel hubiera tenido un aire tan digno como el de Tom volviendo a caballo a la vieja mansión paterna. Ni un halcón que se abalanzó sobre una gallina con las garras crispadas le hizo volver la cabeza.

Descabalgó al llegar frente al establo, dio agua al caballo, lo retuvo un momento en la puerta, luego le puso el ronzal y colocó cebada fresca en el pesebre. Desensilló el caballo y dio la vuelta a la manta que le cubría el lomo, para que se secase y airease. Cuando el pienso se hubo terminado, sacó el caballo bayo del establo y lo dejó suelto para que pastara libremente.

En el interior de la casa le pareció como si los muebles, las sillas y la estufa se alejasen de él con disgusto. Un taburete se apartó de su camino cuando se dirigió al salón. Sus cerillas estaban blandas y humedecidas, y como si tratara de excusarse, fue a la cocina para buscar más. Sólo la lámpara del salón parecía hermosa y solitaria. La llama del primer fósforo que encendió Tom se extendió rápidamente en torno a la mecha Rochester, de la que se levantó una gran llama amarillenta.

Tom se sentó y miró a su alrededor. Sus ojos evitaban fijarse en el sofá de crin. Un ligero ruido de ratones en la cocina le hizo volver la cabeza. Vio su sombra sobre la pared, y se percató de que todavía seguía con el sombrero puesto. Se lo quitó y lo depositó sobre la mesa que había a su lado.

Sus pensamientos eran perezosos y protectores, allí sentado a la luz de la lámpara, pero sabía muy bien que pronto le llamarían por su nombre y que tendría que comparecer ante el estrado en el que él mismo actuaría de juez, y sus propios crímenes como jurados.

Efectivamente, fue llamado por su nombre, y aquella llamada resonó agudamente en sus oídos. Mentalmente se adelantó para enfrentarse con sus acusadores: la Vanidad, que le reprochaba el ir mal vestido, lleno de manchas y con vulgaridad; la Lujuria, que le entregaba el dinero necesario para ir a los lupanares; la Mentira, que le hacía pretender tener un talento y unas ideas que no tenía y, por último, la Pereza y la Gula, codo con codo. A Tom le consolaba la presencia de estos pecados, porque retrasaban su enfrentamiento con el gran Pecado Gris que estaba sentado en la última fila, esperando. Se entretenía examinando acciones menores, pecadillos que usaba casi como si fuesen virtudes para excusarse. Entre éstos aparecían: la Codicia del dinero de Will; la Traición hacia el Dios de su madre; el Hurto de tiempo y de esperanza y el enfermizo Desprecio por el amor.

Samuel hablaba bajito, pero su voz resonaba por toda la estancia:

—Sé bueno, sé puro, sé grande, Tom Hamilton.

Pero Tom no hizo caso a su padre, y se dijo: «Ahora estoy ocupado dando la bienvenida a mis amigos».

E inclinó la cabeza ante la Descortesía y la Fealdad, la Mala Conducta Filial y las Uñas Descuidadas. Entonces volvió a empezar con la Vanidad. Pero el Pecado Gris se abrió paso entre los demás y apareció en primera fila. Era ya demasiado tarde para entretenerse con pecadillos de niño. Aquel Pecado Gris era el Asesinato.

La mano de Tom notó el frío del vaso, y vio el líquido perlado de sales que se disolvían en él dando vueltas, mientras se elevaban burbujas transparentes, y él repetía una y otra vez en la habitación vacía por completo: «Esto te curará. Mañana por la mañana ya estarás bien». Así lo había dicho, con aquellas mismas palabras, y aquellas paredes, aquellas sillas y aquella lámpara lo habían oído y podían atestiguarlo. No había sitio en el mundo para Tom Hamilton, aunque había intentado encontrar uno. Barajaba las posibilidades como si fuesen naipes.

¿Londres? No. Tal vez Egipto, con las pirámides y la Esfinge. ¡No! ¿Y París? ¡Tampoco! Espera, ése es un sitio ideal para los pecadores. Pero ¡tampoco! Por si acaso, lo pongo aparte y tal vez luego vuelva a pensarlo. ¿Y Belén? ¡Dios mío, no! Un extranjero se sentiría muy solo allí.

Y entonces pensó: ¡Es tan difícil recordar cómo se muere o cuándo! Un párpado entornado o un susurro, así puede ser; o una noche moteada por manchas de luz, hasta que el plomo impulsado por la pólvora descubre el secreto y deja escapar el fluido vital.

Lo cierto era que Tom Hamilton estaba muerto y sólo le quedaban por hacer unas pocas cosillas decentes para que ello fuese definitivo.

El sofá crujió a modo de crítica, y Tom lo miró. Y también a la lámpara humeante a la cual se refería el sofá.

—Gracias —dijo Tom al sofá. No lo había advertido.

Y bajó la mecha hasta que ésta dejó de humear.

Su mente se iba adormeciendo. El asesinato la despertó de golpe. Pero Tom el Rojo, Tom el Elástico, se sentía demasiado cansado para matarse. Aquello requería algún trabajo, y acaso resultara doloroso.

Recordó que a su madre le repugnaba el suicidio, que para ella representaba la combinación de tres cosas que detestaba: malos modales, cobardía y pecado. Le parecía casi tan malo como el adulterio o el robo, acaso igual que ellos. Había que encontrar la manera de evitar la desaprobación de Liza. Liza siempre hacía sufrir a los demás las consecuencias de su desaprobación.

Samuel no sería un gran inconveniente, pero por otra parte, era imposible evitar su presencia, que flotaba en el aire, hasta en el último rincón de la casa. Así es que Tom tuvo que decírselo con las siguientes palabras:

—Lo siento, padre. No puedo evitarlo. Usted me sobreestimaba. Se equivocó. Hubiera deseado poder justificar el amor y el orgullo que sentía por mí tan generosamente. Tal vez usted hubiera podido encontrar una escapatoria, pero yo no la he sabido hallar. No puedo seguir viviendo. He matado a Dessie, y ahora sólo quiero descansar.

Y su mente habló por su padre ausente, diciendo:

—Sí, lo comprendo muy bien. Hay muchos modelos para escoger en el arco que va de nacimiento a nacimiento. Pero vamos a pensar cómo podemos hacerlo sin que madre se enfade. ¿Por qué estás tan impaciente, hijo mío?

—Es que no puedo esperar —respondió Tom—. No puedo esperar más.

—Claro que puedes, hijo, querido hijo. Has llegado a ser tan grande como yo esperaba. Abre el cajón de la mesa, y luego emplea ese nabo que tienes por cabeza.

Tom abrió el cajón y vio un bloc de papel de carta y un paquete de sobres que hacían juego con él, dos lápices mordisqueados y gastados y, en un ángulo polvoriento del cajón, unos cuantos sellos. Puso a un lado el cuaderno y sacó punta a los lápices con su cortaplumas.

Luego escribió:

«Querida madre:

»Espero que esté bien. Tengo el proyecto de pasar más tiempo con usted. Olive me invitó para el día de Acción de Gracias, y puede usted estar segura de que iré. Nuestra pequeña Olive es capaz de preparar un pavo casi tan bien como usted, aunque sé que nunca querrá creerlo. He tenido últimamente muy buena suerte. He comprado un caballo por quince dólares, es un capón, y a mí me parece como si fuese un purasangre. Me ha salido tan barato porque al bicho le desagradan los hombres. Su anterior propietario se pasaba más tiempo echado sobre su propia espalda que sobre el lomo del caballo. Debo añadir que es un animal muy bonito. Me ha tirado dos veces al suelo, pero ahora ya lo conozco, y, si consigo dominarlo, tendré uno de los mejores caballos de la comarca. Y puede usted estar segura de que lo conseguiré, aunque ello requiera todo el invierno. No sé por qué me encapriché con él, pues el hombre que me lo vendió me dijo algo muy divertido. Me dijo: «Este caballo es tan díscolo, que sería capaz de comerse a su jinete después de haberle arrojado al suelo». ¿Se acuerda usted de lo que decía padre cuando íbamos a cazar conejos? «Vuelve con tu escudo, o tendido sobre él». La veré a usted el día de Acción de Gracias. Su hijo,

»Tom».

Se preguntó si había quedado bien la carta, pero se sentía demasiado cansado para hacerla de nuevo. Añadió al pie:

»PD. Veo que Polly no ha cambiado en lo más mínimo. Ese loro me hace sonrojar».

En otra hoja escribió:

«Querido Will:

»No importa lo que puedas pensar, pero ahora ayúdame. Te lo pido por nuestra madre, ayúdame. Me mató un caballo, me arrojó al suelo y me coceó en la cabeza. Te lo ruego. Tu hermano,

»Tom.»

Puso sellos a las cartas, se las metió en el bolsillo y preguntó a Samuel:

—¿Está bien así?

En su dormitorio abrió una caja de balas nueva, e introdujo una de ellas en el tambor de su Smith y Wesson, del calibre 38, que siempre tenía muy bien engrasado, y colocó la cámara cargada un espacio a la izquierda del percutor.

Su caballo, que estaba despierto junto a la valla, acudió a su silbido y empezó a mordisquear la hierba mientras él lo ensillaba.

Eran las tres de la madrugada cuando depositó las cartas en la estafeta de King City. Luego montó y dirigió su caballo hacia el sur, en dirección a las yermas colinas entre las que se asentaba la vieja mansión de los Hamilton.

Era todo un caballero.

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