Al este del Edén
Cuarta parte » Capítulo 36
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Capítulo 36
1
Salinas poseía dos escuelas públicas de primera enseñanza, ubicadas en dos enormes edificios amarillentos y de alargados ventanales de triste aspecto, que hacían juego con las hoscas puertas. Estas escuelas tenían, respectivamente, los nombres de EastEnd y WestEnd, por el lugar donde se hallaban emplazadas. Como la escuela del EastEnd estaba en el fin del mundo y había que atravesar toda la población para ir a ella, y sólo concurrían a sus clases los niños que vivían al este de la calle Mayor, no me ocuparé de ella.
La del WestEnd, un macizo edificio de dos pisos, frente al cual crecían unos álamos retorcidos, tenía a ambos lados los patios de recreo: uno para niñas y otro para niños. Detrás de la escuela, una alta valla de madera separaba ambos patios, y al fondo de éstos había una charca de agua estancada, en la cual crecían altos juncos, e incluso espadañas. En el WestEnd se estudiaba desde tercero hasta octavo. Los alumnos de primero y segundo curso asistían a la escuela de párvulos, que se hallaba a cierta distancia.
En el WestEnd había un aula para cada curso. Tercero, cuarto, y quinto se hallaban en la planta baja; sexto, séptimo y octavo, en el primer piso. Cada aula poseía los usuales pupitres de roble, gastados y estropeados por el uso, un entarimado donde se encontraba la mesa del maestro, un reloj de Seth Thomas y un grabado, o un cuadro. Estos cuadros servían para identificar las clases, y la influencia pictórica de los pintores prerrafaelistas era decisiva. Galahad, revestido de su armadura, señalaba el camino a los alumnos de tercero; la carrera de Atalanta parecía dar ejemplo a los del cuarto; la historia de Isabella y la maceta de albahaca confundía a los de quinto, y así sucesivamente, hasta que la acusación contra Catilina enviaba a los alumnos de octavo a la escuela superior con la sensación de haber adquirido grandes virtudes cívicas.
Cal y Aron entraron en séptimo debido a su edad, y llegaron a saberse al dedillo todos los detalles del grabado de su clase, que representaba a Laoconte completamente envuelto por las serpientes.
Los dos hermanos se sintieron estupefactos y anonadados por el tamaño y enormes proporciones del WestEnd, después de su experiencia en la escuela rural, en la que sólo había un aula. La opulencia que representaba disponer de un profesor para cada curso les produjo una profunda impresión. Les parecía un despilfarro. Pero, como suele ocurrir con todos los humanos, se sintieron anonadados el primer día; el segundo, se limitaron a sentirse admirados y el tercero ya no se acordaban siquiera de haber ido jamás a ninguna otra escuela.
La profesora era morena y bonita, y los mellizos observaron que, si levantaban la mano con sensatez, no tendrían de qué preocuparse. Cal pronto descubrió el método y se lo explicó a Aron.
—Observa a la mayoría de los chicos —le dijo Cal—. Si saben la respuesta, levantan la mano, y si no la saben, se encogen y casi se ocultan debajo del pupitre. ¿Sabes lo que vamos a hacer?
—No. ¿Qué?
—Ya te habrás dado cuenta de que la profesora no suele llamar a los que tienen la mano levantada. Por el contrario, se dedica a fastidiar a los otros, que a buen seguro no saben nada.
—Así es —corroboró Aron.
—Bien, la primera semana trabajaremos como condenados, pero nunca levantaremos la mano, de modo que ella nos llamará y se dará cuenta de que sabemos las respuestas. Esto la desconcertará. La segunda semana no trabajaremos, pero levantaremos la mano, y ella no nos llamará. La tercera semana nos limitaremos a estarnos quietos, y ella no sabrá si sabemos o no la respuesta. Y verás cómo al poco tiempo nos dejará tranquilos, ya que no querrá perder el tiempo haciendo preguntas a los que ya saben.
El método de Cal dio excelentes resultados. En poco tiempo consiguieron que la profesora los dejara tranquilos, y no sólo eso, sino que adquirieron cierta reputación de chicos listos. En realidad el método de Cal significaba una pérdida de tiempo, ya que ambos muchachos aprendían con mucha rapidez.
Cal se dedicó a perfeccionar su habilidad en el juego de canicas y a completar su colección, recogiendo todas las de yeso, cristal y ágata que encontraba en el patio del recreo. Luego las cambiaba por peonzas. En un momento dado, llegó a poseer y a usar como dueño legal por lo menos cuarenta y cinco peonzas de diversos tamaños y colores, que iban desde las gruesas y pesadas, utilizadas por los niños más pequeños, hasta las delgadas y peligrosas tipo flecha, de acerada punta.
Todos cuantos veían a los mellizos comprobaban la diferencia que había entre ellos, y parecían sorprendidos de que así fuera.
Cal tenía cada vez más oscuros la tez y los cabellos. Era rápido, seguro y reservado. Aun cuando se lo hubiese propuesto, no hubiera podido ocultar su inteligencia. Los adultos estaban impresionados ante lo que les parecía una madurez precoz, e incluso un poco asustados. Nadie sentía demasiado afecto por Cal, pero sí temor y, a través de éste, respeto. Aunque no tenía amigos, sus condiscípulos siempre lo recibían obsequiosamente, mientras que él asumía una actitud fría y natural de jefe en el patio del recreo.
Si era capaz de ocultar su ingenuidad, también ocultaba sus sentimientos heridos. Se le consideraba como un ser insensible y de pellejo duro, que podía llegar incluso a la crueldad.
Aron, por el contrario, suscitaba afecto por todas partes. Parecía un chico tímido y delicado. Su tez rosada y blanca, sus cabellos dorados y sus grandes ojos azules conseguían llamar la atención de todos. Su misma belleza le causó algunas dificultades en el patio del recreo, hasta que sus compañeros descubrieron que Aron era un luchador obstinado, firme y completamente desprovisto de temor, en especial cuando lloraba. El rumor se esparció, y los matones encargados de castigar a los nuevos aprendieron a dejarlo en paz. Aron no hizo nada por ocultar su disposición, que, no obstante, era difícil de descubrir, porque era el extremo opuesto de lo que parecía manifestar su apariencia. Una vez que había tomado una determinación, nada podía apartarlo de ella. Era bastante transparente y muy poco versátil. Su cuerpo era tan insensible al dolor como su mente a las sutilezas.
Cal conocía a su hermano y sabía manejarlo debilitando su habitual equilibrio, pero esto sólo daba resultado hasta cierto punto. Cal había aprendido cuándo hacerse a un lado y cuándo escapar. Los cambios de dirección eran la única cosa que confundía a Aron. Se trazaba el camino y lo seguía firmemente, y no veía ni le interesaba nada de lo que ocurriera al margen. Sus emociones eran limitadas, pero fuertes. Todo estaba oculto tras su rostro de ángel, y de esto, él no se sentía más responsable de lo que pueda sentirse un cervatillo por la moteada piel que cubre su cuerpo.
2
El primer día que Aron acudió a la escuela esperó con ansiedad la hora del recreo, y cuando esta hora llegó, se fue al patio de las niñas para hablar con Abra. Un tropel de niñas chillonas no consiguió hacerlo desistir de su propósito. Fue necesaria la intervención de un alto y corpulento profesor para obligarlo a volver al lado de los chicos.
Al mediodía la niña se le escapó, porque el padre de ésta acudió a buscarla en su calesa de altas ruedas, para acompañarla a almorzar. Por la tarde, una vez que hubo terminado la escuela, la esperó enfrente de la puerta del patio.
La niña apareció rodeada por otras compañeras. Su rostro no denotaba ninguna excitación, ni parecía demostrar que esperaba verlo. Era, indudablemente, la niña más bonita de la escuela, pero es difícil decir si Aron se había dado cuenta de eso.
La nube de niñas continuaba envolviendo a Abra. Aron caminaba tres pasos atrás, paciente y sin mostrar el menor embarazo, ni siquiera cuando las niñas le lanzaban sus agudas pullas. Poco a poco, las niñas fueron dispersándose en dirección a sus propias casas, y sólo había tres con Abra cuando ésta llegó ante la puerta blanca de su jardín y entró en él. Sus amigas miraron a Aron durante un momento, soltaron una risita y siguieron su camino.
Aron se sentó en el borde de la acera. A los pocos instantes, se alzó el picaporte, se abrió la puerta blanca y apareció Abra, que atravesó la acera y se quedó de pie a su lado.
—¿Qué quieres?
Aron la miró con sus grandes ojos.
—¿No estás prometida a nadie?
—No seas ridículo —respondió ella.
Él se puso en pie con esfuerzo.
—Supongo que tendremos que esperar bastante antes de poder casarnos —observó Aron.
—¿Quién habla de casarse?
Aron no respondió. Acaso no oyó aquella observación. Se puso a caminar al lado de la niña.
Abra andaba con pasos firmes y cautos y con la cabeza fija hacia delante. Su rostro mostraba una expresión juiciosa y dulce, y parecía estar sumida en profundos pensamientos. Y Aron, caminando a su lado, no apartaba los ojos de su rostro. Su atención parecía ligada al rostro de la niña por una cuerda tirante.
Cruzaron en silencio ante la escuela de párvulos, donde terminaba la calzada. Abra giró a la derecha y tomó un camino que pasaba por entre el rastrojo de un campo de heno recién segado. Los negros terrones de adobe crujían bajo sus pies.
Al borde del campo se alzaba el pequeño cobertizo de una bomba, y un sauce florecía junto a él, regado por el agua sobrante. Las largas ramas del sauce casi se arrastraban por el suelo. Abra separó la verde bóveda que rodeaba al tronco del sauce. Se podía ver muy bien por entre las hojas, pero en el interior uno se sentía dulcemente protegido, abrigado y seguro. El sol de la tarde esparcía su luz dorada por entre el follaje.
Abra se sentó en el suelo, o más bien pareció dejarse caer, y su larga falda formó una ola en torno a ella. Juntó sus manos en el regazo, casi como si estuviese rezando.
Aron se sentó a su lado.
—Supongo que tendremos que esperar bastante antes de poder casarnos —volvió a decir.
—No tanto —respondió Abra.
—Ojalá fuese ahora.
—No esperaremos mucho —aseguró Abra.
—¿Crees que tu padre te dejará casarte conmigo? —le preguntó Aron.
Aquello era una idea nueva para ella, se volvió y lo miró.
—Puede que no se lo pregunte.
—Pero ¿y tu madre?
—Dejemos a mis padres tranquilos —convino la niña—. Creerían que era una broma o algo malo. ¿No eres capaz de guardar un secreto?
—Oh, sí. Soy capaz de guardar un secreto mejor que nadie. Y, además, tengo uno.
—En ese caso, pon éste junto con los otros —le pidió Abra. Aron tomó una ramita y trazó una línea en la tierra negruzca.
—Abra, ¿ya sabes de dónde vienen los niños?
—Sí —respondió ella—. ¿A ti quién te lo dijo?
—Lee me lo contó, y me lo explicó todo. Me parece que tardaremos en poder tener niños.
Abra plegó las comisuras de los labios con una expresión sabia y condescendiente.
—No tanto —contestó.
—Algún día tendremos una casa —dijo Aron, algo confuso—. Entraremos en ella, cerraremos la puerta y será muy bonito. Pero todavía falta mucho tiempo para eso.
Abra extendió la mano y le tocó en el brazo.
—No te preocupes por ello —le tranquilizó—. Aquí también estamos como en una casa. Podemos jugar a que vivimos aquí, mientras esperamos. Y tú serás mi marido y podrás llamarme mujer, o esposa.
Él probó a decirlo en un susurro, y luego repitió en voz alta:
—Esposa mía.
—Así practicaremos —aseguró Abra.
El brazo de Aron temblaba bajo la mano de la niña, y ésta volvió a dejarla, con la palma hacia arriba, en su regazo.
—Mientras practicamos podríamos hacer alguna otra cosa —propuso Aron de pronto.
—¿Qué?
—Tal vez no te guste.
—¿Qué es?
—Podríamos fingir que tú eres mi madre.
—Es muy fácil —respondió ella.
—¿Te importaría hacerlo?
—No, me encantaría. ¿Quieres que empecemos ahora?
—Claro —resolvió Aron. ¿Cómo quieres que lo hagamos?
—Actuaré como ellas —dijo Abra poniendo la expresión adecuada y dando a su voz un tono arrullador—. Ven, hijo mío, pon tu cabecita sobre el regazo de mamá. Ven, cariño. Mamá te arrullará.
La niña bajó la cabeza y, de pronto, Aron comenzó a llorar de forma incontenible. Lloraba en silencio, y Abra le daba golpecitos en la mejilla y le secaba las abundantes lágrimas con el borde de su falda.
El sol caminaba hacia su ocaso tras el río Salinas, y un pájaro comenzó a cantar maravillosamente desde el rastrojo dorado en el campo. Bajo las ramas del sauce, el momento era de una hermosura tal que no podía ser comparado a nada en el mundo.
Poco a poco, fue cesando el llanto de Aron, quien se sintió reconfortado y protegido.
—Mi pobre niño —le contestó Abra—. Ven, deja que mamá te peine la cabecita.
Aron se incorporó y dijo casi con enfado:
—Nunca suelo llorar, a menos que esté enfurecido. No sé por qué he llorado de esta manera.
—¿Te acuerdas de tu madre? —preguntó Abra.
—No. Murió cuando yo era muy pequeño.
—¿No sabes qué aspecto tenía?
—No.
—Pero debes de haber visto alguna fotografía.
—Te repito que no. No tenemos ninguna fotografía. Se lo pregunté a Lee y me dijo que no o puede que fuera Cal quien se lo preguntó.
—¿Cuándo murió?
—Poco después de que Cal y yo naciéramos.
—¿Cómo se llamaba?
—Lee dice que Cathy. Pero dime, ¿por qué preguntas tanto?
Abra prosiguió con calma:
—¿Qué aspecto tenía?
—¿A qué te refieres?
—Que si tenía el cabello rubio u oscuro.
—No lo sé.
—¿No te lo dijo tu padre?
—Nunca se lo preguntamos.
Abra permaneció silenciosa, y, tras un momento, Aron preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Te ha comido la lengua un gato?
Abra miraba hacia el sol poniente.
Aron preguntó con inquietud:
—¿Estás enfadada conmigo —y añadió, tentador—, esposa mía?
—No, no estoy enfadada. Estoy haciéndome preguntas.
—¿Sobre qué?
—Sobre algo.
El rostro firme de Abra mostraba una expresión fija, como si en su mirada bullese una interrogación. Por último, preguntó:
—¿Cómo debe ser eso de no tener madre?
—No lo sé. Creo que como todo.
—Supongo que apenas debes de darte cuenta de la diferencia.
—Te equivocas. Me gustaría que me dijeses lo que piensas. Pareces un acertijo del Bulletin.
Abra continuaba imperturbable y concentrada.
—¿Te gustaría tener una madre? —preguntó.
—Eso es una tontería —respondió Aron—. Claro que me gustaría, como a todo el mundo. Supongo que no te propondrás herir mis sentimientos, ¿verdad? Cal lo hace a veces y luego se ríe.
Abra apartó su mirada del sol poniente. Le costaba ver debido a las manchas purpúreas que bailaban ante sus ojos.
—Hace poco has dicho que sabías guardar secretos.
—Y es verdad.
—¿Y jamás revelarías tu secreto, bajo ninguna circunstancia?
—Por supuesto que no.
Abra dijo con suavidad:
—Dime cuál es, Aron —y pronunció su nombre como una caricia.
—¿Que te diga qué?
—Que me digas el secreto más profundo y terrible que poseas.
Aron se apartó de ella, alarmado.
—No puede ser —contestó—. ¿Qué derecho tienes a preguntármelo? No puedo decírselo a nadie.
—Vamos, cariño, díselo a mamá —le apremió ella, arrulladora.
Las lágrimas pugnaban por asomar nuevamente a los ojos del muchacho, pero esta vez eran lágrimas de ira.
—No sé por qué quiero casarme contigo —respondió—. Me parece que me voy a casa.
Abra lo asió por la muñeca, y su voz perdió el tono de coquetería.
—Quería comprobarlo. Ahora veo que eres capaz de guardar un secreto.
—¿Cómo te las has arreglado para hacer eso? Has conseguido que me enfade. Me has puesto de muy mal humor.
—Me parece que te voy a contar un secreto —dijo la niña.
—¡Bah! —contestó él, con burla—. Y ahora, ¿quién es la que no sabe guardar secretos?
—No sabía si hacerlo —le aseguró ella—. Si te lo digo es porque creo que te beneficiará. Quizá me lo agradezcas.
—¿Quién te dijo que no lo contaras?
—Nadie. Fue mi decisión —respondió Abra.
—Bueno, eso es otra cosa. ¿Cuál es tu viejo secreto?
El sol tocaba ya con su borde el árbol que se cernía sobre la casa de Tollot, junto a la carretera de Blanco, y la chimenea de la casa se alzaba como un negro pulgar contra el disco incandescente del astro.
—Escucha, ¿te acuerdas de aquella vez que fuimos a tu casa? —le preguntó Abra.
—¡Claro que sí!
—Bien, pues yo me quedé dormida en la calesa, en el viaje de regreso, y cuando me desperté, mis padres no se dieron cuenta. Estaban diciendo que tu madre no había muerto, sino que se había escapado. Añadieron que le debió de haber ocurrido algo malo, y por eso se escapó.
—Está muerta —sentenció Aron con brusquedad.
—Pero ¿no te gustaría saber que está viva?
—Mi padre dice que está muerta, y mi padre no es un embustero.
—Acaso él crea que está muerta.
—Supongo que debe de saberlo —respondió Aron, pero su voz mostraba cierta vacilación.
—¿No sería bonito que la encontrásemos? —preguntó Abra—. Supón que hubiese perdido la memoria, o algo por el estilo. Yo he leído cosas así. Y cuando la encontrásemos, ella se acordaría de todo.
La gloria de la novela que estaba forjando la levantó como una marea y la arrastró consigo.
—Se lo preguntaré a mi padre —resolvió Aron.
—Aron —repuso la niña con firmeza—, lo que te he dicho es un secreto.
—¿Quién lo dice?
—Yo lo digo. Ahora repite conmigo: «Tomaré una doble ración de veneno y me degollaré, si lo digo».
Durante un momento, él vaciló, y luego repitió:
—Tomaré una doble ración de veneno y me degollaré, si lo digo.
—Ahora escupe en la palma de tu mano; así, muy bien —le ordenó Abra—. Ahora dame la mano, ¿ves? Para que se mezclen nuestras salivas. Ahora sécate la mano en el pelo —ambos niños realizaron aquel ritual, y luego Abra dijo solemnemente—: Ahora me gustaría ver si te atreverás a contarlo. Conocí a una niña que dijo un secreto después de haber pronunciado este juramento, y murió quemada en el incendio de un establo.
El sol se había puesto tras la casa de Tollot, y la luz dorada había desaparecido. La estrella vespertina lucía sobre Monte Toro.
—Me van a despellejar viva. Vamos, ¡aprisa! Apostaría a que mi padre ha sacado el silbato para llamarme. Seguro que me azotan —aseguró Abra.
Aron la miró con expresión de incredulidad.
—¿Azotarte? Pero ¿es que a ti te azotan?
—¿Pues qué te figurabas?
Aron dijo apasionadamente:
—Que lo intenten. Si intentan pegarte, diles que los mataré —sus grandes ojos azules estaban entornados y lucían—. Nadie se atreverá a azotar a mi esposa —dijo.
Abra le pasó los brazos alrededor del cuello en la semioscuridad que reinaba bajo el sauce, y lo besó en la boca.
—Te amo, esposo mío —dijo; y luego, se volvió y se puso en pie de un salto, echando a correr hacia su casa, sosteniéndose las faldas por encima de las rodillas, y sus enaguas de encaje blanco brillaban.
3
Aron regresó junto al tronco del sauce y se sentó en el suelo, apoyando su espalda contra la corteza. Su mente estaba oscurecida por una nube gris, y sentía dolorosos calambres en el estómago. Trató de poner en orden sus sentimientos, bajo la forma de pensamientos e imágenes, para ver si conseguía disipar el dolor. Era difícil. Su mente discurría lenta y pausadamente y no podía aceptar tantas ideas y emociones a la vez. La puerta de su cerebro estaba cerrada para todo lo que no fuese el dolor físico. Transcurridos unos instantes, la puerta se abrió ligeramente y dejó pasar cada cosa de una en una para poder ser examinadas, y analizarlas, hasta que consiguió absorberlas todas. Al otro lado de la puerta de su obstruida razón pugnaba por entrar algo muy voluminoso, pero Aron lo hizo esperar hasta el final.
Primero dejó entrar a Abra, y examinó su vestido, su rostro, recordó la sensación que le causó su mano sobre la mejilla, el perfume que emanaba de ella, que tenía algo de leche y algo de hierba segada. La vio, la sintió, la oyó y la olió otra vez por completo. Pensó en lo limpia que era, especialmente las manos y las uñas, y qué decidida y distinta de las mocosas del patio de recreo.
Luego, y por ese orden, pensó cómo ella le había sostenido la cabeza, y cómo él había llorado como un niño, con lágrimas de añoranza, deseando algo y sabiendo en cierto modo que ya lo tenía. Acaso esto último es lo que le hacía llorar.
Después, recordó la treta que ella le hizo, aquella estratagema para ponerle a prueba. Se preguntó lo que ella hubiera hecho si él hubiese dicho un secreto. ¿Pero qué secreto le podría haber dicho, de haberlo deseado? No recordaba ningún secreto, a no ser aquel que golpeaba la puerta de su mente pidiendo entrada.
La más ardua pregunta que ella le había hecho, la de «¿Cómo debe ser eso de no tener madre?», se deslizó en su mente.
¿Y cómo era, en realidad? Pues de ninguna manera. Ah, pero en la escuela, durante las fiestas de Navidad, o de final de curso, a las que asistían las madres de los demás niños…, entonces él lloraba en silencio y experimentaba una indecible nostalgia. Así es como era aquello.
Salinas se hallaba rodeada y poblada de charcas y pantanos cenagosos, de estanques llenos de juncos, en cada uno de los cuales saltaban miles de ranas. A la caída de la tarde, la atmósfera estaba tan repleta de su canto, que se formaba como una especie de silencio croante. Ello constituía una especie de velo, un telón de fondo cuya súbita desaparición, como ocurría, por ejemplo, después de un trueno repentino, era algo que sorprendía. Es posible que si por la noche hubiese cesado de repente el croar de las ranas, todos los vecinos de Salinas se hubieran despertado, creyendo oír un gran ruido. Aquel croar de millones y millones de ranas parecía poseer un ritmo y una cadencia, aunque acaso ésa sea la función del oído, así como la de los ojos es hacer centellear a las estrellas.
Bajo el sauce reinaba ahora una profunda penumbra. Aron se preguntaba si ya estaba preparado para dejar entrar la «gran cosa», y mientras se lo preguntaba, aquello entró cautelosamente y se aposentó en su interior.
Su madre vivía. Se la había representado a menudo yaciendo en el seno de la tierra, muy quieta, fría y perfectamente conservada. Pero aquello era diferente. En alguna parte, ella se movía y hablaba, agitaba las manos y abría los ojos. Y en medio de la ola de gozo que lo inundaba, una pena se abrió paso junto al sentimiento de haber experimentado una terrible pérdida. Aron se sentía desconcertado y sorprendido. Examinó la nube de tristeza. Si su madre estaba viva, resultaba que su padre era un embustero. Si uno de ellos estaba vivo, el otro estaba muerto. Aron proclamó en voz alta, bajo el árbol:
—Mi madre está muerta. Está enterrada en algún lugar del este.
En la oscuridad, vio el rostro de Lee y oyó sus suaves palabras. Lee había sido muy hábil. Si por una parte sentía un respeto casi lindante con la reverencia por la verdad, por otra sentía, como era natural, una verdadera repugnancia por la mentira. Se lo expuso muy claramente a los muchachos. Si había algo que no era cierto, y uno lo ignoraba, aquello constituía un error. Pero si sabiendo que algo era verdad se trocaba en falsedad, tanto ella como el que la manifestaba no merecían otra cosa sino el desprecio más profundo.
La voz de Lee decía: «Ya sé que a veces se usa una mentira con finalidad piadosa. Pero no creo que eso dé nunca un buen resultado. El agudo dolor causado por la verdad puede llegar a desaparecer, pero la lenta y roedora agonía de la mentira nunca desaparece. Es como una úlcera que corroe poco a poco». Y Lee había trabajado pausada y pacientemente, y había conseguido convertir a Adam en el centro, en los fundamentos y en la esencia de la verdad.
Aron movió la cabeza en la oscuridad con enérgico ademán de incredulidad.
—Si mi padre es un embustero, Lee también lo es.
Se sentía perdido. No tenía a nadie a quien preguntar. Cal era un mentiroso, y las convicciones de Lee habían contribuido a que fuera un mentiroso hábil. Aron sintió que algo tenía que morir, su madre o su mundo.
La solución se le apareció de repente. Abra no había mentido. Se había limitado a decirle tan sólo lo que había oído, y sus padres lo sabían también de oídas. Se puso en pie y volvió a empujar a su madre hacia la tumba, cerrando la puerta de su espíritu tras ella.
Llegó tarde a cenar.
—He estado con Abra —tuvo que explicar.
Después de cenar, mientras Adam estaba sentado en su sillón nuevo leyendo el Salinas Index, sintió una mano que se detenta en su hombro y levantó la mirada.
—¿Qué te pasa, Aron? —preguntó Adam.
—Buenas noches, padre —respondió Aron.