Al este del Edén
Cuarta parte » Capítulo 37
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Capítulo 37
1
El mes de febrero en Salinas suele ser húmedo, frío y muy despreciable. Es el mes en que caen los mayores aguaceros, y si el río tiene que desbordarse, lo hace siempre por esa época. El mes de febrero de 1915 fue especialmente lluvioso, pero los Trask se hallaban muy bien establecidos en Salinas. Lee, después de haber abandonado su agridulce sueño libresco, preparó un lugar para residir en la casa contigua a la panadería de Reynaud. En el rancho nunca había desempaquetado, en realidad, sus pertenencias, porque Lee vivía con la idea constante de trasladarse a alguna parte. Pero aquí, por primera vez en su vida, se creó un hogar, dotándolo de comodidad y permanencia.
El gran dormitorio cuya ventana daba a la calle y que estaba cerca de la puerta de la entrada era el suyo. Lee echó mano de sus ahorros. Nunca había gastado un céntimo sin necesidad, ya que destinaba todo su dinero para la librería. Pero ahora se compró un pequeño y duro camastro y un escritorio. Se construyó estanterías, desempaquetó sus libros y adornó su estancia con una mullida alfombra, y clavó estampas en las paredes con chinchetas. Bajo la mejor lámpara de lectura que pudo encontrar, colocó un amplio y cómodo sillón. Y por último, se compró una máquina de escribir y empezó a aprender su manejo.
Habiendo roto así con su antiguo modo de vida espartano, Lee se dedicó a poner orden en la mansión de los Trask, a lo cual Adam no se opuso en lo más mínimo. Compraron una cocina de gas e instalaron en la casa la electricidad y el teléfono. Lee gastaba el dinero de Adam sin sentir el menor remordimiento: nuevo mobiliario, nuevas alfombras, un calentador a gas y una gran nevera. Al poco tiempo, era difícil encontrar en Salinas una casa mejor dispuesta. Lee se defendía ante Adam, alegando:
—Usted tiene mucho dinero. Sería una vergüenza no disfrutar de él.
—Yo no me quejo —protestaba Adam—. Lo que pasa es que a mí también me gustaría comprar algo. ¿Qué podría comprar?
—¿Por qué no va a la tienda de música de Logan y escucha uno de esos nuevos fonógrafos?
—Eso haré —convino Adam.
Y se compró una gramola Víctor, un alto instrumento gótico, y acudía regularmente a la tienda para ver qué discos habían llegado.
El nuevo siglo iba obligando a Adam a salir de su cascarón. Se suscribió al Atlantic Monthly y al National Geographic. Ingresó en la masonería y consideró seriamente la posibilidad de formar parte de los Alces. La nueva nevera lo fascinó. Se compró un manual sobre refrigeración y comenzó a estudiarlo.
La realidad era que Adam necesitaba trabajar. Al salir de su larga modorra, comprendió que necesitaba hacer algo.
—Me parece que voy a meterme en algún negocio —expuso a Lee.
—Usted no lo necesita. Ya tiene bastante para vivir.
—Pero me gustaría hacer algo.
—Eso es diferente —respondió—. ¿Ya ha pensado lo que quiere hacer? No creo que tenga usted mucho de empresario.
—¿Por qué no?
—Es sólo una impresión —suavizó Lee.
—Escucha, Lee, quiero que leas este artículo. Dice que han desenterrado un mastodonte en Siberia, que ha estado entre los hielos durante miles de años. Y la carne todavía es buena.
Lee le sonrió.
—Me parece que se trae algo entre manos —afirmó—. ¿Qué hay en todas esas tacitas que tiene en la nevera?
—Varias cosas.
—¿Ése es el negocio? Algunas de las tazas huelen mal.
—Es una idea que he tenido —contestó Adam—. No puedo quitármela de la cabeza. Creo que se pueden conservar las cosas si se las mantiene lo suficientemente frías.
—No se le ocurra meter una chuleta de mastodonte en la nevera —repuso Lee.
Si Adam hubiese concebido miles de ideas, como solía hacer Sam Hamilton, todas se hubieran disipado, pero él sólo tenía una. El mastodonte no se apartaba de su mente. Sus tacitas llenas de fruta, de budín, de trocitos de carne, tanto cocida como cruda, continuaron en la nevera. Compró todos los libros que pudo encontrar acerca de las bacterias, y mandó buscar las revistas que publicaban artículos de divulgación científica. Y como suele ocurrir con el hombre que sólo tiene una idea, llegó a obsesionarse con ella.
Salinas poseía una pequeña fábrica de hielo y artículos de refrigeración; no era muy grande pero bastaba para proveer de neveras a algunas viviendas y atender las demandas de los puestos de helados. El coche tirado por caballos y cargado de hielo hacía todos los días la misma ruta.
Adam comenzó a visitar la fábrica de hielo, y pronto consiguió que le dejasen poner sus tacitas en las cámaras de congelación. Hubiera dado cualquier cosa porque Sam Hamilton aún viviese, para poder hablar con él acerca de los procesos de la congelación. Sam hubiera comprendido el asunto enseguida.
Adam volvía de la fábrica de hielo una tarde lluviosa, pensando en Sam Hamilton, cuando vio a Will Hamilton penetrar en el bar Abbot House. Entró tras él y se apoyó en la barra del bar, a su lado.
—¿Por qué no viene usted a cenar con nosotros?
—Me gustaría —respondió Will—. Estoy a punto de cerrar un trato. Si consigo ultimar este asunto a tiempo, puede usted estar seguro de que iré. ¿Hay algo nuevo?
—Hombre, no sé. Estoy dándole vueltas a un asunto, y me gustaría conocer su opinión.
Casi todas las proposiciones de negocios de la comarca llegaban tarde o temprano a oídos de Will Hamilton. De no haberse acordado que Adam era un hombre rico, se hubiera excusado. Una idea era una cosa, pero si venía respaldada por dinero contante y sonante, era otra muy diferente.
—¿Aceptaría usted una oferta razonable por su rancho? —le preguntó.
—Verá usted, a los chicos, particularmente a Cal, les gusta el sitio. Por ahora no pienso desprenderme de él.
—Pero yo podría administrárselo.
—Ya está arrendado, y eso cubre los impuestos. Prefiero seguir con él.
—Si no puedo estar en su casa a la hora de cenar, iré después —aseguró Will.
Will Hamilton era un hombre de negocios muy práctico. Nadie sabía exactamente en cuántos negocios sustanciosos había intervenido, pero se sabía que era un hombre listo, y bastante rico. El trato que estaba a punto de cerrar no era más que una excusa. Formaba parte de su política de parecer siempre ocupado, y atareado.
Cenó solo en el Abbot House. Después de esperar un tiempo prudencial, dobló la esquina de la Avenida Central, y tiró de la campanilla de la puerta de la casa de Adam Trask.
Los chicos se habían acostado. Lee estaba sentado junto a un cesto de costura, zurciendo las largas medias que los mellizos se ponían para ir a la escuela. Adam estaba leyendo el Scientific American. Franqueó la entrada a Will y le trajo una silla. Lee fue a buscar una cafetera, y volvió a ocuparse en su labor de zurcido.
Will se acomodó en la silla, sacó un grueso cigarro negro y lo encendió, esperando a que Adam iniciara la conversación.
—Buen tiempo, para variar. ¿Y cómo está su madre? —preguntó Adam.
—Muy bien. Cada día parece más joven. Sus chicos ya deben de estar muy crecidos.
—Sí, lo están. Cal intervendrá en una función que hacen en su colegio. Parece un actor de verdad. Aron ha resultado muy buen estudiante, pero Cal dice que prefiere dedicarse a las labores agrícolas.
—No es mala idea, si se tiene aptitud para ello. Hay muchas posibilidades en el campo para los que miran al futuro.
Will estaba algo perplejo. Se preguntaba si no sería posible que se hubiese exagerado algo hablando del dinero de Adam. ¿Iría a pedirle un préstamo? Will calculó rápidamente cuánto dinero le daría el banco si solicitaba un préstamo sobre el rancho de Trask y cuánto le daría a Adam. Ambas cifras eran distintas, al igual que los intereses. Pero Adam no parecía decidirse a formular su proposición. Will comenzó a impacientarse.
—No puedo quedarme mucho —le apremió—. Tengo una cita de negocios esta misma noche.
—Tome otra taza de café —le propuso Adam.
—No, gracias. Me desvela. ¿Deseaba usted verme para algo?
—Pensaba en su padre —respondió Adam—, y por eso se me ocurrió que me agradaría hablar con un Hamilton.
Will se sintió aliviado.
—Era un conversador formidable.
—No sé cómo se las arreglaba, pero después de hablar con él, uno se sentía mejor —aseguró Adam.
Lee levantó la mirada del huevo de zurcir.
—Acaso el mejor conversador del mundo es aquel que ayuda a hablar a los demás.
—Hombre, resulta divertido oírle a usted hablar de esa forma —comentó Will—. Hubiera jurado que usted siempre hablaba en pidgin.
—Solía hacerlo —contestó Lee—. Aunque supongo que era por vanidad —sonrió a Adam, y se dirigió a Will—: ¿No se ha enterado usted de que en un lugar de Siberia han desenterrado un mastodonte de entre los hielos? Estuvo allí durante cien mil años, y la carne aún estaba fresca.
—¿Un mastodonte?
—Sí, una especie de elefante que ha desaparecido de la faz de la tierra desde hace mucho tiempo.
—¿Y la carne estaba todavía buena?
—Tan buena como una chuleta de cerdo —afirmó Lee, introduciendo el huevo de madera bajo la deshilachada rodilla de una media negra.
—Es muy interesante —declaró Will.
Adam rió.
—Lee todavía no me ha limpiado la nariz, pero ya llegará —vaticinó—. Creo que uso demasiados circunloquios. La cuestión es que estoy cansado de no hacer nada y me gustaría emplear mi tiempo en algo.
—¿Por qué no cultiva usted sus tierras?
—No, eso no me interesa. Verá usted, Will, yo no soy como uno que busca empleo. Lo que yo quiero es trabajar. No me interesa un empleo.
Will abandonó su reserva.
—Bien, ¿qué puedo hacer por usted?
—Desearía darle a conocer una idea que he tenido, porque me interesa su opinión, ya que es usted un hombre de negocios.
—Desde luego —respondió Will—. Puede contar conmigo.
—He estado estudiando la refrigeración —le explicó Adam—. Se me ocurrió una idea y no puedo librarme de ella. Cuando me voy a dormir, me sigue obsesionando. Nada antes me había dado tantos quebraderos de cabeza. Pero se trata de una idea muy grande, aunque acaso puedan hacérsele muchas objeciones.
Will separó sus piernas, que tenía cruzadas, y tiró de los pantalones en los lugares donde éstos le apretaban.
—Adelante, le escucho —dijo—. ¿Un cigarro?
Adam no oyó el ofrecimiento ni entendió la indirecta.
—El país está cambiando —observó—. La gente ya no vive como antes. ¿Sabe usted dónde está el mercado más importante de naranjas durante el invierno?
—No, ¿dónde?
—En Nueva York. Lo he leído. ¿Y no cree usted que, en las regiones frías del país, a la gente le gustaría poder disponer en invierno de artículos que el frío hace desaparecer, como guisantes, lechugas y coliflores? En gran parte del país estos productos no se encuentran durante meses y meses. Pero aquí, en el valle Salinas, podemos cultivarlos durante todo el año.
—Pero aquí no es allí —replicó Will—. ¿Y cuál es su idea?
—Verá, Lee me hizo comprar una gran nevera y yo empecé a interesarme en su funcionamiento. Puse en ella diferentes especies de vegetales, preparados de diferentes maneras. Ya sabe usted, Will, que si se machaca hielo muy fino y se pone entre él una lechuga envuelta en papel encerado, se conservará tierna durante semanas, al cabo de las cuales aparecerá fresca y apetitosa.
—Prosiga —dijo Will cautelosamente.
—Usted sabe que los ferrocarriles emplean vagones especiales para fruta. Fui a echarles un vistazo y me parecieron bastante buenos. ¿Sabía que podríamos enviar lechugas a la costa oriental en pleno invierno?
—¿Adónde quiere usted ir a parar? —preguntó Will.
—Estoy pensando en comprar la fábrica de hielo de Salinas e intentar enviar algunas cosas.
—Eso costaría mucho dinero.
—Yo lo tengo —respondió Adam.
Will Hamilton se tiró del labio con gesto de enojo.
—No sé por qué me meto en jaleos —contestó—. Sé lo que pasará.
—¿Qué quiere decir?
—Mire. Cuando alguien viene a pedirme consejo y opinión acerca de una idea, en realidad lo que quiere es que esté de acuerdo con él. Y si deseo conservar la amistad de esa persona, le digo que su idea es muy buena y que siga adelante. Pero yo siento afecto por usted, y además es un amigo de la familia, así es que me voy a mantener al margen —le expuso Will.
Lee interrumpió su labor, depositó la cesta en el suelo y se cambió de gafas.
—¿Qué es lo que le molesta? —protestó Adam.
—Yo provengo de una condenada familia de inventores —respondió Will—. Tomábamos ideas en lugar del desayuno. Y muchas veces eso era lo único que desayunábamos. Teníamos tantas, que nos olvidábamos de ganar el dinero necesario para ir a la compra. Cuando conseguíamos levantar un poco la cabeza, mi padre o Tom patentaban algo. Yo soy el único de la familia, si se exceptúa a mi madre, que no tenía ideas, y soy también el único que ha conseguido hacer algo de dinero. Tom tenía muchas ideas sobre la ayuda que debía prestarse al prójimo, algunas de las cuales estaban muy próximas al socialismo. Y si usted me sale ahora con que no le interesan los beneficios que puede obtener, me veré obligado a arrojarle esta cafetera a la cabeza.
—Francamente, no me importan mucho.
—Alto ahí, Adam. Ya le he dicho lo que pensaba. Si quiere despilfarrar cuarenta o cincuenta mil dólares en un santiamén, siga adelante con su idea. Pero lo mejor que puede hacer es abandonarla. Eche tierra sobre ella.
—¿Pero por qué le parece mal?
—Por todo. Los del este no están acostumbrados a comer verduras en invierno. No las comprarían. Le meterían los vagones en un apartadero y usted perdería la carga. El mercado está controlado. ¡Oh, Dios! Me saca de quicio que los niños quieran meterse en negocios porque se les ha ocurrido una idea.
Adam suspiró.
—Casi está usted llamando a Sam Hamilton criminal —dijo.
—Era mi padre y yo le quería, pero ojalá hubiese dejado sus malditas ideas a un lado, —Will miró a Adam y vio que los ojos de éste mostraban el mayor asombro, y de repente se sintió avergonzado. Movió lentamente la cabeza—. No tengo intención de menospreciar a los míos —aseguró—. Creo que éramos muy buena gente. Pero la advertencia que le he hecho sigue en pie. Deje en paz la refrigeración.
Adam se volvió lentamente hacia Lee:
—¿Nos queda algo de aquel pastel de limón que hemos tomado para cenar? —le preguntó.
—Creo que no —contestó Lee—. Me parece que he oído a los ratones por la cocina. Temo que habrá merengue en las almohadas de los chicos. Usted ha comprado medio cuarto de whisky.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué no lo tomamos?
—Me he alterado demasiado —dijo Will, tratando de reír para sí mismo—. Un traguito me iría bien. —Su rostro estaba excesivamente purpúreo, y hablaba con voz ahogada—. Estoy demasiado gordo —añadió.
Después de dos copitas, se sintió mejor. Arrellanándose en su asiento, sermoneó a Adam.
—Hay cosas que nunca cambian de valor —le explicó—. Si usted desea invertir dinero en algo, mire a su alrededor. La guerra de Europa durará aún mucho. Y cuando hay guerra, hay hambre. Puede que no ocurra, pero no me sorprendería que nosotros interviniésemos en la guerra. No tengo mucha confianza en ese Wilson, es todo teoría y frases altisonantes. Y si nos metemos en el fregado, muchos se enriquecerán precisamente especulando con los alimentos imperecederos. Tome usted, por ejemplo, el arroz, el maíz, el trigo y las habas, que no necesitan hielo, sino que se conservan sin él y las gentes pueden comerlos y alimentarse con ellos. Me atrevería a asegurar que, si usted se dedicase a plantar habas en sus condenadas tierras y las exportase, sus chicos ya no tendrían que preocuparse por el futuro. Las habas están ahora a tres centavos, pero si nos metiésemos en la guerra, no me sorprendería que subiesen a diez. Y usted puede almacenarlas secas el tiempo que quiera, a la espera de lanzarlas al mercado. Si desea obtener algún provecho, plante habas.
Will salió de la casa muy satisfecho de sí mismo. La vergüenza que había experimentado se había esfumado, y estaba convencido de que había dado beneficiosos consejos.
Después de que Will se hubo marchado, Lee trajo un tercio del pastel de limón, que cortó en dos trozos.
—Está demasiado gordo —afirmó Lee, a modo de explicación. Adam pareció meditar.
—Yo sólo le he dicho que quería hacer algo —observó.
—¿Y qué hay de la fábrica de hielo?
—Me parece que voy a comprarla.
—También debería plantar algunas habas —le recomendó Lee.
2
Cuando el año estaba ya muy avanzado, Adam hizo su gran experimento, que produjo sensación en aquel año ya de por sí tan sensacional, tanto por lo que se refería a los hechos locales como a los internacionales. Cuando lo tuvo todo a punto, los hombres de negocios hablaron de él en términos elogiosos, asegurando que era un hombre previsor, moderno y con gran visión de futuro. La partida de seis vagones de lechuga acomodada entre el hielo constituyó todo un acontecimiento social, al que asistió la Cámara de Comercio en pleno. Los vagones estaban adornados con grandes cartelones que decían: «Lechugas del valle Salinas». Pero nadie sentía el menor deseo de invertir su dinero en el proyecto.
Adam demostró una energía que ni él mismo sospechaba poseer. Era un trabajo muy pesado recoger la lechuga, recortarla, encajonarla entre hielo triturado y cargarla en los seis vagones. No existía equipo adecuado para aquella labor. Todo tenía que ser improvisado, y había que alquilar muchas manos a las que era preciso enseñar a hacer aquel trabajo. Todo el mundo daba consejos, pero nadie ayudaba. Se calculó que Adam había gastado una fortuna en poner en práctica su idea, pero nadie conocía la cantidad exacta, ni siquiera el propio Adam. El único que lo sabía era Lee.
La idea parecía buena. La lechuga iba consignada a los comisionistas en Nueva York, a muy buen precio. Cuando el tren hubo partido, todo el mundo se volvió a su casa a esperar y ver lo que pasaría. Si resultaba un éxito, había muchos que estarían dispuestos a invertir dinero en el negocio. Incluso Will Hamilton se preguntaba si acaso no había estado equivocado en su consejo.
Si la serie de acontecimientos que se sucedieron hubiesen sido planeados por un enemigo omnipotente e implacable, el resultado no hubiera sido más eficaz. Cuando el tren llegó a Sacramento, una avalancha de nieve interceptó los pasos de las Sierras durante dos días, y los seis vagones tuvieron que permanecer en una vía muerta, mientras el hielo se fundía e iba goteando. Al tercer día, el tren pudo cruzar las montañas, y entonces hizo por todo el Medio Oeste un calor desacostumbrado en aquella época del año. En Chicago se cruzaron diversas órdenes contradictorias, de las que nadie tenía la culpa, sino que fueron esas cosas que pasan, pero como resultado los seis vagones de lechuga de Adam permanecieron en la estación de mercancías durante cinco días más. Aquello fue ya más que suficiente, y no es necesario entrar en detalles. Lo que llegó a Nueva York no era más que un horrible aguachirle, que hubo que tirar enseguida. Adam leyó el telegrama de los comisionistas, y se recostó en su silla, mientras una extraña sonrisa de resignación aparecía en su rostro para no borrarse.
Lee lo dejó solo para que se rehiciese del golpe. Los chicos se enteraron de la reacción que ello produjo en Salinas. Tildaban a Adam de loco. Esos individuos que edifican tales castillos siempre salen con las manos en la cabeza. Los hombres de negocios se felicitaban por la vista que habían tenido al no meterse en aquel asunto. Se requería experiencia para llegar a ser un hombre de negocios. Las personas que heredaban su fortuna siempre se metían en líos. Y si se deseaba una prueba de ello, sólo había que fijarse en cómo Adam había gobernado su rancho. Un loco y su dinero no andaban juntos por mucho tiempo. Acaso aquello le serviría de lección. Y encima había doblado la producción de la fábrica de hielo.
Will Hamilton recordó que no sólo se había manifestado en contra de aquel proyecto, sino que había predicho en detalle todo lo que había de ocurrir. No se alegraba por ello, pero ¿qué se puede hacer cuando no se quieren escuchar los consejos de un prudente hombre de negocios? Y Dios sabía muy bien que Will tenía mucha experiencia acerca de ideas descabelladas. Con toda circunspección, le había recordado que Sam Hamilton también había sido un loco. Y por lo que respecta a Tom Hamilton, ése era un loco de atar.
Cuando Lee comprendió que ya había pasado suficiente tiempo, dejó de andarse por las ramas y tomó asiento frente a Adam con el fin de llamar su atención.
—¿Qué tal se encuentra? —le preguntó.
—Muy bien.
—No irá a encerrarse otra vez en su cascarón, ¿verdad?
—¿Qué te hace suponer eso? —preguntó Adam.
—Es que tiene usted el mismo aspecto de antes. Y sus ojos poseen otra vez esa mirada de sonámbulo. ¿Le molesta que le hable así?
—No —respondió Adam—. Pero me gustaría saber si estoy arruinado.
—No del todo —dijo Lee—. Le quedan todavía nueve mil dólares y el rancho.
—Hay que pagar una factura de dos mil dólares por la retirada de los desperdicios —añadió Adam.
—Eso es aparte de los nueve mil.
—Debo bastante por la nueva maquinaria para fabricar hielo.
—Eso ya está pagado.
—¿Y me quedan nueve mil?
—Y el rancho —confirmó Lee—. Tal vez podría usted vender la fábrica de hielo.
El rostro de Adam se endureció, y perdió su sonrisa aturdida.
—Sigo creyendo en mi idea —contestó—. Se encadenaron una serie de circunstancias desgraciadas.
Mantendré la fábrica de hielo. Con la ayuda del frío se pueden conservar muchas cosas. Además, la fábrica produce algo de dinero. Tal vez se me ocurra alguna solución.
—Procure no imaginar nada que le cueste dinero —repuso Lee—. Me fastidiaría mucho tener que desprenderme de la cocina de gas.
3
El fracaso de Adam dolió mucho a los mellizos. Tenían ya quince años y hacía mucho tiempo que sabían que eran hijos de un hombre rico, así es que les costó bastante acostumbrarse a la nueva situación. Si aquel asunto no hubiese tenido aspectos tan carnavalescos, el efecto no hubiera sido tan deplorable. Recordaban llenos de horror los enormes carteles que adornaban el tren. Si los hombres de negocios se burlaban de Adam, sus compañeros eran mucho más crueles. De la noche a la mañana comenzaron a llamarles «Aron y Cal Lechuga» o, simplemente, Cogollos de Lechuga.
Aron habló del asunto con Abra.
—Ahora todo será diferente —le dijo.
Abra había crecido, y era una muchacha muy hermosa. Sus pechos se habían desarrollado con el fermento de los años, y su rostro poseía la calma y la irradiación de la belleza. Ya había dejado atrás su fase de niña bonita. Era una muchacha fuerte, segura de sí misma y femenina.
Contempló el rostro preocupado del muchacho y le preguntó:
—¿Por qué será diferente?
—Porque creo que ahora somos pobres.
—Tú hubieras trabajado aunque hubieras sido rico.
—Ya sabes que quiero seguir estudiando.
—Y puedes. Yo te ayudaré. ¿Ha perdido tu padre todo su dinero?
—No lo sé. Es lo que ellos dicen.
—¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Abra.
—Pues todo el mundo. Y es posible que tus padres no quieran ya que te cases conmigo.
—Entonces, no les diré nada.
—Estás demasiado segura de ti misma.
—Sí —respondió ella—. Lo estoy. ¿Quieres darme un beso?
—¿Aquí mismo? ¿Aquí, en la calle?
—¿Por qué no?
—Todos lo verán.
—Eso pretendo —dijo Abra.
—No. No quiero que la gente lo sepa de esta forma —replicó Aron.
Ella se adelantó poniéndose ante él, y lo detuvo.
—Mire usted, caballero. Va usted a besarme ahora mismo.
—¿Por qué?
—Así todo el mundo sabrá que soy la señora Cogollo de Lechuga —contestó con calma.
Él le dio una especie de rápido picotazo y luego la obligó a ponerse de nuevo a su lado.
—Tal vez yo mismo deba cortar esta relación —expuso él.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora ya no soy lo bastante bueno para ti. Tan sólo soy un pobre. ¿Crees que no he visto la diferencia en tu padre?
—Lo que eres es un tonto —le recriminó Abra; y frunció un poco el entrecejo, porque ella también había notado la diferencia en su padre.
Fueron a la confitería de Bell y se sentaron a la mesa. Ese año estaba de moda el zumo de apio. El año anterior lo habían estado los helados con ciertos refrescos.
Abra agitaba delicadamente las burbujas con su paja, pensando en cómo había cambiado su padre desde que ocurrió el desastre de las lechugas. Había llegado incluso a decirle:
—¿No crees que sería más juicioso que salieras con algún otro chico, para variar?
—Pero estoy prometida a Aron.
—¡Prometida! —exclamó su padre en son de mofa—. ¿Desde cuándo los niños se prometen? Harías mejor en mirar un poco a tu alrededor. Hay otros peces en el mar.
Y recordó que recientemente se habían hecho algunas alusiones y referencias a la conveniencia de emparentarse con algunas familias, e incluso una vez llegaron a decir que hay personas que no pueden ocultar un escándalo eternamente. Ocurrió cuando se comentaba que Adam había perdido todo su dinero.
Ella se inclinó por encima de la mesa.
—Lo que podríamos hacer es tan sencillo que te hará reír.
—¿Qué es?
—Podríamos gobernar el rancho de tu padre. El mío dice que son tierras muy hermosas.
—No —respondió Aron con prontitud.
—¿Por qué?
—No deseo convertirme en granjero y no quiero que seas la esposa de un campesino.
—Yo seré la esposa de Aron, sea éste lo que sea.
—No pienso abandonar el colegio —aseguró el muchacho.
—Yo te ayudaría —replicó Abra.
—¿De dónde sacarías el dinero?
—Lo robaría —afirmó ella.
—Me gustaría irme de esta ciudad —dijo Aron. Todo el mundo se burla de mí. No puedo soportarlo.
—Pronto lo olvidarán.
—No, no lo olvidarán. No quiero quedarme aquí dos años más para terminar la Escuela Superior.
—¿Quieres dejarme, Aron?
—No. ¿Por qué demonios tenía que meterse mi padre en cosas que desconoce?
—No censures a tu padre —le replicó Abra—. Si su idea hubiese resultado, todo el mundo le hubiera hecho reverencias.
—Pero no resultó. Me hizo un flaco servicio. Ahora ya no puedo ir con la cabeza alta. ¡Oh, Dios, le detesto!
—¡Aron! ¡Deja de decir esas cosas! —le respondió Abra con firmeza.
—¿Cómo sabré si no mintió al hablar de mi madre?
El rostro de Abra se puso rojo de cólera.
—Te mereces una zurra —dijo—. Si no estuviésemos a la vista de todo el mundo, te pegaría yo misma. —Contempló el bello rostro del muchacho, contraído por la rabia y el despecho, y de pronto cambió de táctica—: ¿Por qué no le preguntas sobre tu madre? No tienes más que ir y preguntárselo.
—No puedo, recuerda lo que te prometí.
—Tú sólo me prometiste no repetir lo que yo te dije.
—Pero es que si yo le pregunto, querrá saber quién me lo ha dicho.
—Muy bien —gritó ella—. Eres un niño inútil. Te libero de tu promesa. Ve y pregúntale.
—No sé si lo haré.
—Hay veces que siento deseos de asesinarte —se exasperó ella—. ¡Pero, Aron, es que te quiero tanto, te quiero tanto!
Se oían risitas que provenían de un extremo del mostrador. Abra y Aron habían levantado la voz más de la cuenta, y los demás clientes, que los observaban con disimulo, habían oído las últimas palabras. Aron se sofocó, y en sus ojos aparecieron lágrimas de ira. Salió corriendo del establecimiento, y desapareció calle arriba.
Abra recogió con toda calma su bolso, se alisó la falda y la cepilló con la mano. Luego fue tranquilamente adonde estaba el señor Bell y pagó los zumos de apio. Al dirigirse después a la puerta, se detuvo junto al grupo de jóvenes de donde provenían las risitas.
—Es mejor que lo dejéis en paz —les advirtió con frialdad, y continuó su camino, seguida por una voz de falsete que decía:
—¡Oh, Aron, te quiero tanto!
Una vez en la calle echó a correr con la intención de alcanzar a Aron, pero no pudo encontrarlo. Llamó entonces por teléfono a su casa, pero Lee le contestó que Aron no había vuelto todavía. Lo cierto era que Aron se hallaba en su dormitorio, lleno de despecho y de resentimiento. Lee lo había visto entrar sigilosamente y encerrarse en su habitación.
Abra recorrió arriba y abajo las calles de Salinas con la esperanza de verlo. Estaba enfadada con él, pero por otra parte se sentía terriblemente sola. Nunca antes Aron había huido de su lado, y Abra ya no sabía estar sola.
Cal tuvo que aprender por su cuenta a estar solo. Durante un tiempo trató de unirse a Abra y Aron, pero éstos no deseaban su compañía. El muchacho se sentía celoso y se esforzó por atraerse a la joven, pero fracasó en su empeño.
Encontraba fácil el estudio, aunque no sentía mucho interés por él. Aron tenía que esforzarse más por aprender, lo que le confirió un mayor sentido de la responsabilidad, y desarrolló un respeto por la instrucción completamente desproporcionado con la calidad de la que recibía. Cal se lanzaba sin pararse en barras. No le importaban mucho los deportes ni las demás actividades de la escuela. Su creciente inquietud le obligaba a salir por las noches. Se convirtió en un muchacho alto y orgulloso, pero sombrío.