Aforismos

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IX. Los sueños

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IX. LOS SUEÑOS

SI LOS hombres contaran sus sueños con sinceridad, éstos revelarían más de su carácter que su rostro.

*

Fue como si flotara, muy por encima de la Tierra, hasta llegar junto a un anciano sabio. Tan sólo de verlo sentí que me embargaba algo superior al respeto. Abrí los ojos y me recorrió un irresistible sentimiento de devoción y confianza. Estaba a punto de arrojarme a sus pies cuando me habló con una voz de indescriptible suavidad: “Tú amas la investigación de la naturaleza —dijo—, te mostraré algo que puede serte útil”. Al decir esto me entregó una canica que llevaba entre el pulgar y el índice, color azul verdoso, con motas grisáceas. Me pareció que tenía una pulgada de diámetro.

“Toma este mineral —prosiguió—, investígalo y dime qué encuentras. Detrás de ti hallarás todo lo necesario para el experimento; no te faltará nada. Me retiro un momento, pero volveré cuando me necesites”.

Me volví y encontré una hermosa sala con instrumentos variadísimos que en el sueño no me parecieron tan extraños como al despertar. Fue como si ya hubiera estado antes ahí muchas veces. Encontré todo lo necesario, como si yo mismo hubiera hecho los preparativos. Vi la canica, la sopesé, la olí, la agité y la exploré como si fuera una piedra preciosa; me la llevé a la lengua; con un trapo limpio le quité el polvo y una herrumbre apenas perceptible; la calenté, la froté contra mi abrigo para electrizarla; analicé y determiné su contenido de acero, cristal y magneto. Hasta donde soy capaz de recordar, su peso oscilaba entre cuatro y cinco.

Por el resultado de las pruebas, pensé que el mineral no valía gran cosa. Recordé que de niño había comprado tres canicas iguales (o muy parecidas) en la Feria de Fráncfort, a cambio de un cruzado.

Entonces procedí al análisis químico y dividí los componentes en porcentajes. Tampoco entonces encontré nada peculiar. Un poco de arcilla, más o menos la misma cantidad de cal, un poco más de silicio, finalmente apareció algo de hierro, un poco de sal de cocina y una sustancia desconocida, que combinaba propiedades comunes con rarezas.

Me dio lástima ignorar el nombre del anciano. De haberlo sabido, habría homenajeado esta tierra con su nombre. Por cierto que debo haber sido muy preciso en mis experimentos porque al sumar todo lo encontrado llegué a un cien redondo.

Acababa de trazar la última línea de la suma cuando regresó el anciano. Tomó el papel y leyó, sonriendo de un modo apenas perceptible. Luego me dirigió una mirada donde la bondad más celestial se mezclaba con la severidad, y preguntó: “¿Sabes, mortal, qué fue lo que estudiaste?” El tono y la actitud con que dijo esto enfatizaron su carácter sobrenatural. “No, inmortal —grité, arrojándome a sus pies—: no lo sé”. Ya no me identificaba con lo que había escrito.

El espectro: Debes saber que has estudiado, a escala, nada menos que la Tierra entera.

Yo: ¿La Tierra? ¡Dios mío! ¿Y dónde están el océano y los habitantes?

Él: Ahí, en tu servilleta; ahí los arrojaste.

Yo: ¡Diantre! ¿Y la atmósfera y toda la belleza de la tierra firme?

Él: ¿La atmósfera? Debe de haber quedado ahí, en la taza, junto al agua destilada. ¿Y la belleza de la tierra firme? ¿Cómo puedes preguntar algo semejante? Se convirtió en un polvo imperceptible; ahí, en la manga de tu abrigo queda un poco.

Yo: ¡Pero si no encontré ningún rastro de la plata o del oro que definen el planeta!

Él: Eso ya es bastante limitado. Veo que debo ayudarte. Debes saber que con tu punzón acabaste con Suiza y Saboya, la parte más hermosa de Sicilia y una franja de África de más de 1 000 metros cuadrados. Arrasaste del Mediterráneo al monte Tafel. ¡Y ahí, sobre ese vidrio —ay, derrumbadas a medias— están las cordilleras, y eso que te saltó al ojo al pulir el vidrio fue el Chimborazo!

Comprendí y guardé silencio. Hubiera dado nueve de diez partes de mi vida restante para reparar la Tierra que había dañado químicamente. Pero no me atreví a solicitarlo. Mientras más sabio y bondadoso es el donador, más difícil le resulta al débil de emociones solicitar un segundo don, sobre todo cuando reconoce el mal uso que ha hecho del primero. Entonces consideré que ese rostro patriarcal e ilustrado podía concederme una petición distinta: “¡Oh! —grité—, ser supremo, inmortal o lo que seas, sé que puedes agrandar un grano de mostaza hasta que tenga la densidad de la Tierra entera. Permíteme estudiar ahí las montañas y los ríos, y seguir el desarrollo de la semilla hasta reventar”.

“¿De qué te serviría? —fue su respuesta—. En tu planeta ya has hecho que un granito adquiera la dimensión de la Tierra. Investígalo ahí. No puedes llegar al otro lado del telón sin sufrir una metamorfosis. No llegarás a lo que buscas, ni en éste ni en cualquier otro grano de la creación. Toma esta bolsa y analiza lo que hay dentro. Dime qué encuentras”.

Mientras se alejaba, agregó casi en broma: “Entiéndeme bien: quiero que lo analices químicamente, hijo mío”.

Esta vez me tomaría más tiempo. ¡Qué alegría poder indagar de nuevo! Ahora estaría mucho más atento. “Ten cuidado —me dije a mí mismo—, puede ser algo deslumbrante. Si brilla seguramente será el sol, o una estrella fija”. Cuando abrí la bolsa encontré, contra toda expectativa, un libro. Un tomo común, nada brillante.

El idioma y la letra me eran desconocidos. Vistos de prisa, algunos pasajes parecían legibles, pero contemplados con detenimiento eran tan ilegibles como los más enrevesados. Sólo pude leer las palabras del título: Analiza esto, hijo mío, pero químicamente, y dime qué encuentras.

Confieso que me sentí desconcertado en mi enorme laboratorio. “¿De qué se trata?, ¿es posible analizar químicamente el contenido de un libro? ¡El contenido es su significado! El análisis químico equivale a analizar trapos y tinta”. Sin embargo, al reflexionar en el asunto, se hizo una repentina claridad en mi mente. Y la luz llegó acompañada de un rubor irresistible: “¡Oh! —exclamé más y más fuerte—: ¡Entiendo, entiendo! ¡Perdóname, ser inmortal, perdóname! Ahora entiendo tu bondadosa reprimenda. ¡Agradezco al eterno la posibilidad de entenderlo!”

Me conmoví hasta lo indecible. Luego desperté.

*

A fines de septiembre de 1798 soñé que le contaba a alguien la historia de la joven y hermosa condesa Hardenberg, que me emocionó tanto como a cualquier otro. Murió en septiembre de 1797, en las semanas… o más bien durante el parto que no llegó a cumplirse. La abrieron y el niño fue colocado junto a ella en el ataúd. Los condujeron de noche, alumbrados con antorchas entre la horrenda turbamulta, a un sitio cercano donde se encuentra la cripta de la familia. Para ello se utilizó el carruaje fúnebre de Gotinga, un artefacto casi inservible, que hizo que los cadáveres rodaran de un lado a otro. Como algunas gentes quisieron verlos una vez más antes del entierro, el ataúd fue abierto: vimos el rostro destrozado y el niño hecho un amasijo. Aquella mujer hermosa, corona de nuestras damas, que difícilmente llegaría a los 20 años y en cierto baile provocara la envidia de las más bellas, ¡en ese estado! En su momento pensé mucho en esta imagen, sobre todo porque conocía muy bien al marido, uno de mis más aplicados escuchas. Fue ésta la triste historia que le conté a alguien en mi sueño, en presencia de un tercero que también la conocía. Sin embargo, me olvidé (algo muy curioso) del aspecto del niño, un detalle crucial. Después de concluir la historia (con gran energía y, según creí, logrando conmover a mi escucha), el tercero dijo: “Sí, y el niño yacía con ella en el ataúd, no eran sino una masa”. “Sí —proseguí de inmediato—, y su niño estaba en el ataúd”. Éste es el sueño. Lo que me parece singular es lo siguiente: ¿Quién me recordó al niño en el sueño?, ¿fui yo mismo quien recordó aquel detalle?, ¿por qué no lo expresé en el sueño, como parte del recuerdo?, ¿por qué creó mi fantasía un tercero que tuviera que sorprenderme y al mismo tiempo humillarme? De haber contado despierto la historia, seguramente no se me habría escapado aquel detalle estremecedor, pero en este caso tuve que omitirlo para dejarme sorprender. De aquí se puede sacar cualquier conclusión. Menciono sólo una, justo la que habla peor de mí y mejor de la sinceridad con que cuento este sueño singular. Al dar algo a la imprenta, en el último momento, cuando ya nada se puede cambiar, suelo darme cuenta de que todo se podría haber dicho mejor, sí, que he olvidado detalles cruciales, y esto me enerva. Creo que aquí radica la explicación: dramaticé un incidente que me es familiar. Tampoco hay nada extraño en ser aleccionado por un tercero en el sueño; se trata, sencillamente, de una reflexión dramatizada. Sapienti sat.[1]

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Cuando sueño que alguien me contradice y me alecciona, soy yo quien me alecciono, es decir, reflexiono. Pero sucede que la reflexión es percibida en forma de diálogo. ¿Podemos entonces asombrarnos de que al encontrar una serpiente los pueblos primitivos (Eva es un ejemplo) expresaran sus pensamientos diciendo “me habló la serpiente”? Me habló el Señor. Me habló mi espíritu. Puesto que no sabemos con exactitud dónde pensamos, podemos desplazar nuestros pensamientos adonde nos plazca. Así como se puede hablar de tal modo que parezca que las opiniones vienen de un tercero, así podemos pensar como si nos lo comunicaran: genius Socratis.

¡Cuántas cosas asombrosas no habrá que desarrollar a partir de los sueños![2]

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[…] Sé, por experiencia irrefutable, que los sueños conducen al autoconocimiento […].

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Una vez más recomiendo los sueños. En el sueño vivimos y sentimos tanto como en la vigilia, y lo uno es tan significativo como lo otro. Una de las ventajas del hombre estriba en soñar, y en saber que lo hace. Pero apenas si ha hecho un uso adecuado de ello. El sueño es una vida que, junto con nuestra vida restante, conforma lo que llamamos “vida humana”. Los sueños se pierden paulatinamente en nuestro despertar. Imposible decir dónde empieza el despertar de un hombre.

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No puedo decir que lo haya tratado mal, pero tampoco bien: nunca he soñado con él.

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Los sueños suelen conducirnos a situaciones y acontecimientos en los que nos sería difícil involucrarnos estando despiertos. También nos hacen sentir molestias que quizá hubiéramos menospreciado […]. Con frecuencia un sueño afecta nuestras decisiones y refuerza nuestro fondo moral con más eficacia que las cátedras que sólo llegan al corazón dando un rodeo.

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El hecho de que podamos vernos en sueños proviene de que podamos vernos en los espejos. Sabemos que no estamos dentro de ellos. En el sueño la representación es más viva. En cambio, el entendimiento y la conciencia son más limitados.

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En la noche del 9 al 10 de febrero de 1799 soñé que durante un viaje comía en una taberna, en realidad en un galpón sobre el camino, donde también se jugaba a los dados. Frente a mí estaba sentado un hombre joven, bien vestido, de aspecto un tanto extravagante, que comía su sopa sin reparar en la gente sentada y parada a su alrededor, pero que siempre lanzaba al aire la segunda o tercera cucharada, la volvía a capturar en la cuchara y luego la tragaba con tranquilidad. Lo que hace que este sueño me parezca singular es que yo hacía mi acostumbrado comentario de que esas cosas no se pueden inventar, hay que verlas (ningún novelista daría con algo semejante), y sin embargo yo las había inventado en ese instante. Una mujer flaca y alargada estaba junto al juego de dados, ocupada en su costura. Le pregunté qué se podía ganar. “Nada”, me respondió. Le pregunté si se podía perder. “¡No!”, respondió. Me pareció un juego importante.

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Un castigo en el sueño es de cualquier forma un castigo. En beneficio del sueño.

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