Aforismos

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I. El hombre en la ventana: fragmentos autobiográficos

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I. EL HOMBRE EN LA VENTANA:
FRAGMENTOS AUTOBIOGRÁFICOS

HOY le permití al Sol levantarse antes que yo […].

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Considero que Schölzer es un hombre que no merece mis elogios, pero cuyos elogios preferiría a los de muchos otros.[1]

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Me gustaría haber tenido a Swift de barbero, a Sterne de peluquero, a Newton en el desayuno y a Hume en el café.

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Él me desprecia porque no me conoce. Yo desprecio sus acusaciones porque me conozco.

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Varias veces he sido censurado por faltas que mi censor no tuvo el ingenio o la energía de cometer.

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¿Crees que persigo lo singular porque desconozco lo hermoso? No, porque tú desconoces lo hermoso busco lo singular. Para él, el mundo era una muchacha, 150 libros y una perspectiva de una milla alemana de diámetro.

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Carácter de una persona que conozco

Su cuerpo está constituido de tal modo que si un mal dibujante lo pintara en la oscuridad sólo podría mejorarlo. Si tuviera la posibilidad de alterarlo, le daría menos relieve a ciertas partes. En la que respecta a la salud (que, dicho sea de paso, nunca ha sido la mejor) siempre ha estado bastante conforme, pues tiene el don de aprovechar en alto grado los días saludables. La imaginación, su más fiel compañera, no lo abandona nunca. Se asoma a la ventana, la cabeza apoyada entre ambas manos, y aunque el paseante de la calle sólo percibe una cabeza asomada con melancolía, él suele aprovechar ese momento para hacerse la silenciosa confesión de que ha gozado en grande. Sólo tiene unos cuantos amigos; en realidad sólo le ofrece su corazón a la persona que está con él, pero conserva el corazón abierto para muchos ausentes. Su amabilidad hace que muchos lo tomen por su amigo, y él los trata así por ambición y afecto, pero no por el instinto que lo hace frecuentar a sus verdaderos amigos. Sólo ha amado un par de veces, una no infelizmente, la otra felizmente. Adquirió un buen corazón sólo por buen humor y liviandad; aunque con frecuencia se olvida de ambos, siempre venera al buen humor y la liviandad, las cualidades de su alma que le han proporcionado las más placenteras horas de su vida. Si pudiera escoger otra vida y otra alma, ignoro si escogería otras en caso de que pudiera volver a tener las suyas. Desde niño ha pensado de manera muy libre en materia religiosa, pero nunca aspiró al honor de ser un espíritu emancipado, aunque tampoco al de creer en todo sin excepción. Puede rezar con convicción y nunca ha podido leer el 90º salmo sin ser presa de un sentimiento elevado e indescriptible. Por ejemplo, Antes de ser engendrados los montes es para él infinitamente más que ¡Alabad, alma mía, a Yahvé! No sabe qué odia más, si a los jóvenes oficiales o a los jóvenes predicadores; no podría vivir mucho tiempo con ninguno de los dos. Su cuerpo y sus ropas rara vez son apropiados para reuniones oficiales, y sus convicciones rara vez han sido… suficientes. Su máxima aspiración: tres platos al mediodía y dos para la noche, con algo de vino; la menor: tener todos los días papas, manzanas, pan y también algo de vino. Se sentiría infeliz si tuviera más o menos; cuando ha vivido fuera de estos límites invariablemente se ha enfermado. Leer y escribir es para él tan necesario como comer y beber, y espera que nunca le falten libros. Piensa mucho en la muerte y nunca con repulsión; quisiera poder pensar en todo con la misma tranquilidad. Desea que su creador le reclame con suavidad la vida de la que no fue un propietario muy económico, aunque tampoco muy derrochador.

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Cuando se acerca un conocido me aparto de la ventana, no tanto para ahorrarle el trabajo de hacerme una reverencia, sino para ahorrarme el bochorno de que no la haga.

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Los recursos de los que me he servido son la espada y la balanza, además de la píldora dorada.

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Si al cielo le pareciera útil y necesario volverme a editar en la vida, me gustaría comunicarle algunas vanas observaciones que se refieren, sobre todo, al dibujo del retrato y al plan general.

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El 24 de julio, a las dos y media de la tarde, nació muy felizmente mi séptimo hijo, un niño. Me conmoví mucho. El mismo día recibí una carta de mi hermano, fechada el 20 de julio en Gotha. En ella relata que adoptó al pequeño hijo del carpintero Paul, a pesar de que el padre aún vive. Dice que es uno de los niños más hermosos que jamás ha visto y que le parece, como a ciertos romanos, más agradable educar hijos ajenos que tomarse el trabajo de crear los propios. Deseo tomarle la palabra al respecto y darle a educar suficientes hijos ajenos, con los que tiene mayor relación que con el del carpintero Paul: los míos, hechura de su hermano.

La carta de mi hermano contiene excelentes recuerdos del inolvidable día en que murió mi padre. Esto se debe a la fecha. Su carta era respuesta a la que yo le envié el 17 de julio, día de la muerte de mi padre (17 de julio de 1751). Seguramente mi querido hermano adoptará a mi hijo si se le presenta de tal modo que le recuerde a nuestra madre.

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Viví en una casa donde aprendí el sonido y el tono de cada peldaño de la vieja escalera de madera; también el ritmo al que repercutía cada uno de los amigos que iba a verme. Debo confesar que temblaba cada vez que un par de pies tocaba los escalones en un tono desconocido.

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Cuando hablo con alguien advierto de inmediato si es flexible o cede a la menor presión. Todos los barberos son blandos […].

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En ocasiones paso ocho días sin salir de casa y vivo muy contento. Un arresto domiciliario de la misma duración me enfermaría. Si hay libertad de pensamiento uno se mueve con ligereza en su círculo; si hay control de pensamiento, aun las ideas permitidas llegan con gesto asustadizo.

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Soy inepto como censor tan sólo por el hecho de que cada letra manuscrita, excepción hecha de la propia, es para mí como una traducción a un idioma que no puedo tomar a la ligera, y esto distrae siempre.

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Como había más bilis que fundamentos en mis proyectos, me agoté antes de emprenderlos.

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Me precipité. Lo hice con el ardor sin el cual mi vida valdría menos; pero un poco antes de dormirme me hice amargos reproches para mitigar un golpe de bastante peso moral.

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¡Ah, cuántas veces me habré confesado a la noche, con esperanzas de que me absuelva! ¡Y no lo ha hecho!

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Hoy leí algo de De Lacaille sobre la teoría de los cometas. Al cabo de un rato me sentí cansado y me apoyé en mi mesa, el sitio donde normalmente pienso en mí mismo, así es que mis ideas tomaron ese camino. En el pensamiento hay vientos alisios que en ciertas épocas soplan sin interrupción; por más maniobras de timón y desviación que uno haga, siempre empujarán en la misma dirección. En estos días de noviembre todos mis pensamientos conducen a la melancolía y la autodenigración. Cuando no aparece una corriente capaz de desviarme, lo único que me salva son las brújulas de la amistad y el vino. Me orientan y me dan ánimos para luchar against a sea of troubles. Mi razón siguió hoy, no sin experimentar cierto orgulloso cosquilleo, los pensamientos del gran Newton en torno al universo. Estoy hecho de la misma materia que ese hombre porque sus pensamientos no me resultan incomprensibles: mi mente exaltada responde a sus ideas. Escucho lo que Dios quiso que este hombre legara a la posteridad, algo que millones de oídos son incapaces de escuchar. Sigo esta admirable filosofía en un extremo de mi mente mientras en el otro dos sirvientas (Stella mirabilis y el Planeta) son del todo indiferentes al intelecto que pretende flotar tan por encima de la Tierra; ni siquiera lo consideran digno de someterlo al focum de su ironía y ya lo derriten con su luz común. La fantasía con que sigo los más sutiles giros de una descripción de Wieland, con que creo mi propio mundo y vago a su alrededor como un hechicero, la misma fantasía que transforma las semillas de una nimia ocurrencia en campos enteros de aire intelectual, suele sucumbir ante una nariz de fino trazo o un saludable brazo extendido, con tal intensidad que no queda ni un trémulo escalofrío de la agitación anterior. Así estoy suspendido en el mundo, entre la filosofía y la astucia de las sirvientas, entre las reflexiones más intelectuales y las sensaciones más sensuales, oscilo de unas a otras y luego de una breve lucha alcanzo el reposo de mi yo duplicado. Me divido cabalmente: de un lado prevarico, del otro exhalo pureza. Nosotros dos, mi cuerpo y yo, nunca hemos sido tan dos como ahora. En ocasiones ni siquiera nos reconocemos, o nos reunimos tan de repente que ambos ignoramos dónde estamos.[2]

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Me dan dolor muchas cosas que a otros sólo les dan lástima.

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El cuchillo de preocupación: mensura curarum. Mi rostro es uno.

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No quisiera gobernar Alemania con el mismo absolutismo con que gobierno mi escritorio; me la pasaría volcando tinteros y provocando estropicios al tratar de poner orden.

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Prólogo

[…] No recuerdo haber imitado a nadie. Ni a Kästner, ni a Wieland, ni a Sterne, tampoco a Shakespeare; los únicos escritores que envidio cuando mi temperamento se altera en mi perjuicio, los únicos que imitaré cuando mi talento se altere en mi beneficio.

Con frecuencia he deseado encontrar un trocito de tierra a salvo de los vaivenes de la moda, la costumbre y todos los prejuicios, para observar este sistema enloquecido, así fuera por una vez y sólo de san Miguel a la Pascua, pues quisiera arriesgarme a escribir un ensayo sobre los hombres. Por desgracia, los observadores del hombre están muy mal parados; tienen más derecho a quejarse sobre la falta de un terreno firme y adecuado que los astrónomos marítimos y terrestres tomados en conjunto […].

Una vez más me veo obligado a recordar que carezco de ínfulas de poder, aunque pudieran sonar así. Mis ideas son las de un hombre, por eso las exhibo. El filósofo conocedor del hombre no conoce la burla; tan sólo se alza de hombros cuando el sabio Swedenborg escribe que el Día del Juicio Final realmente ocurrió el 9 de enero de 1757, es decir, que ya pasó.[3]

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Tengo el corazón por lo menos un pie más cerca de la cabeza que el resto de los hombres. De ahí mi enorme equidad. Las decisiones pueden ser ratificadas cuando todavía están calientes.[4]

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A lo largo de mi vida me han otorgado tantos honores inmerecidos que bien podría permitirme alguna crítica inmerecida.

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Mi hipocondria es ciertamente la capacidad de extraer en cualquier suceso de la vida, llámese como se llame, la mayor cantidad de veneno en beneficio propio.

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Padecía de espasmos en el abdomen. Aunque ésta era la única enfermedad diagnosticada por los médicos, creía sufrir un considerable número de enfermedades. 1) Marasmus senilis (a pesar de que sólo contaba 46 años), 2) principio de hidropesía, 3) asma convulsiva, 4) fiebre maligna, 5) ictericia, 6) hidropesía torácica, 7) temía una apoplejía, 8) parálisis del lado derecho, 9) creía que las principales arterias y venas estaban calcificadas, 10) que tenía un pólipo en el corazón, 11) una úlcera en el hígado, 12) agua en la cabeza. Quien leyera esto debería pensar que el decimosegundo era el único temor fundamentado. 13) Diabetes.

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He vuelto a comer todo lo que me está prohibido y, gracias a Dios, me encuentro tan mal como antes (no peor).

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Desde hace algunos días (22 de abril de 1791) vivo según la hipótesis (siempre vivo según una hipótesis) de que beber en la comida es dañino, y me encuentro perfectamente. Esto debe entrañar una verdad, pues ni mis cambios de hábito ni los remedios médicos han producido una mejoría tan rápida y palpable.

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¡Si al menos una vez pudiera tomar una decisión para estar sano! Valere aude! [5]

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Desde mi enfermedad de 1789 he desarrollado la más refinada destreza para lograr que todo lo que veo y escucho se convierta en un veneno personal, que nadie más puede absorber. Es como si el sistema glandular de mi ser moral —que otorga calma, aprovechamiento y placer a los hombres felizmente organizados— se hubiera invertido, como un molino de viento que se estropea al recibir el aire por detrás. ¿Qué remedio hay? ¿Cómo puede uno acostumbrarse a ver sólo lo bueno en cada cosa, a suponer siempre algo bueno, a tener una esperanza incesante, a evitar la mayoría de los temores y, desde luego, a actuar de tal modo que siempre haya más motivo de esperanza que de temor?

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Mientras dura la memoria varios hombres trabajan dentro de uno mismo: el de 20 años, el de 30. En cuanto ésta falla, uno se empieza a quedar más y más solo, las generaciones del yo se alejan y se burlan del viejo inerme. Sentí esto con gran fuerza en agosto de 1795.

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La pérdida de la memoria me hizo cobrar conciencia de mi avanzada edad. Más tarde atribuí esto a la falta de práctica, luego otra vez a las consecuencias de la edad. A lo largo de toda mi vida he sentido estas oleadas de temor y esperanza.

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A los 46 años empecé a observar los días más largos y los más cortos del año con un interés que sin duda es fruto de la edad. Todas las señas de obsolescencia en las cosas externas son indicadores del millaje de mi propia vida. Sin embargo, hasta la “sabiduría superior” (como me ha dado en llamarla en estos años) que implica percibir todo esto, me parece sospechosa.

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El 10 de octubre de 1793 le envié a mi querida mujer una flor artificial del jardín, hecha con hojas de distintos colores que el otoño tiró al suelo. Representa mi estado actual, pero no se lo dije.

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Solía hablar con gran libertad en sitios donde ponían caras piadosas y, en cambio, predicaba la virtud donde nadie más la predicaba.

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Aunque mi filosofía tampoco descubra nada, al menos tiene suficiente corazón para considerar inexistentes los pensamientos establecidos.

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También yo estoy despierto, amigo, y he llegado a un grado del razonamiento filosófico en que no hay más guía que el amor a la verdad: con esa luz prestada voy al encuentro de todo lo que considero un error, sin decir que me parece un error y mucho menos que es un error.

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[…] Siempre he procurado imponerme leyes que sólo entren en vigor cuando me sea casi imposible violarlas.

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Promulgó una Constitución para sí mismo. Elegía auténticos ministros (la Moderación, en una ocasión incluso la Avaricia) que invariablemente eran despedidos.

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Hay cierto estado (bastante frecuente, al menos para mí) en el que la presencia de una persona queridísima es tan insoportable como su ausencia, o al menos en su presencia no sentimos el placer que anticipábamos durante la insoportable ausencia.

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Uno no puede estar tan feliz como cuando tiene la certeza de vivir sólo en este mundo. Mi desgracia estriba en no vivir jamás en este mundo sino en sus posibles desarrollos […].

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Solía entregarme a toda suerte de divagaciones en momentos en que se me tomaba por alguien muy atareado. Esto era desventajoso por la pérdida de tiempo, pero sin mi cura de fantasía en la habitual temporada de baños, no sería tan viejo como hoy: 53 años, un mes y medio.

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Cuando la historia cierre sus libros todo será bueno, no tengo la menor duda; pero mientras tanto, ¿quién puede reprocharme que también yo haga zumbar mi bajo en el concierto?

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Sé que he pensado mucho más de lo que he leído; por eso ignoro muchas de las cosas que el mundo sabe. Al estar en sociedad me equivoco con frecuencia y esto me inclina a la timidez. Si pudiera decir todo lo que he reflexionado, íntegro, tal y como está en mí, no hay duda de que obtendría el aplauso del mundo, pero ciertas cosas no se pueden extirpar de un modo provechoso.

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¡Ah, si pudiera abrir canales en mi cabeza para fomentar el comercio entre mis provisiones de pensamiento! Pero yacen ahí, por centenas, sin beneficio recíproco.

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[…] Siempre he tenido la impresión de que el concepto de “ser” es algo que nuestro pensamiento tiene prestado, que dejará de ser en cuanto no haya criaturas sensibles y pensantes. Por ingenuo que suene, y por más que se rieran de mí si lo dijera en público, considero que poder suponer algo así es una de las mayores cualidades, incluso una de las más extrañas, del espíritu humano. Esto también tiene que ver con la metempsicosis. Pienso, o más bien siento, muchas cosas que no estoy en condiciones de expresar, pues no se trata de algo ordinariamente humano y nuestro lenguaje no está hecho para ello. Dios quiera que esto no me enloquezca un día. Es cierto que percibo muchas cosas al tratar de escribirlas, pero también que el mundo me tomaría por loco si las expresara. Por eso me callo. El asunto se presta tan poco para hablar como las manchas de mi mesa para tocar el violín.

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Ensayo sobre los guardias nocturnos. Señores míos, yo mismo soy un guardia nocturno, no de profesión, sino diletante. Resulta que no puedo dormir en las noches y, como suele ocurrir con los diletantes, sin ninguna pretensión he llevado esto más lejos que la mayoría de los profesionales.

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En una ocasión me alojé en Hannover en un sitio donde la ventana daba a una calle angosta que comunicaba dos amplias avenidas. Era muy agradable ver cómo cambiaban los rostros de las personas cuando entraban a esa calle en la que se sentían menos observados. Uno orinaba, el otro se sujetaba la calceta, aquél reía para sí mismo, otro más negaba con la cabeza. Las muchachas sonreían y pensaban en la noche anterior, luego se arreglaban para lanzarse a una conquista en la avenida.

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En la noche del 24 al 25 de junio de 1790, al tratar infructuosamente de recordar el nombre del literato y librero sueco Gjörwell, observé lo siguiente. En un principio me desesperé y pensé que jamás volvería a dar con él por mí mismo. Después de un tiempo noté que si pronunciaba distintos nombres suecos podía sentir de un modo oscuro el momento en que me acercaba al suyo; creí advertir el momento de mayor cercanía, pero volví a bloquearme y a sentir que jamás lo encontraría. ¡Qué extraña era la relación entre esa palabra perdida y las restantes que aún tenía en mí, y entre ella y mi cabeza! Siempre daba preferencia a las palabras de dos sílabas; las siguientes en cercanía eran Bjelke, Nioköping y otras similares, por la ö y la j. Finalmente, después de atormentarme la noche entera y de empeorar mi condición nerviosa, me esforcé en encontrar la letra inicial: recorrí el alfabeto, llegué a la g y dije de inmediato Gjörwell. Sin embargo, al poco tiempo pensé que no se trataba del nombre correcto y así estuve hasta que me levanté de la cama y me tranquilicé. En todo esto mi superstición jugó un papel tan importante que tomé el hallazgo del nombre como una señal de que al fin sanaría. Me ha pasado lo mismo en muchas otras situaciones de la vida privada que no necesito referir. Soy muy supersticioso, pero no me avergüenzo en absoluto, como no me avergüenzo de creer que la Tierra está inmóvil. Éste es el cuerpo de mi filosofía. Agradezco a Dios haberme dado un alma capaz de corregirlo.

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Sin duda uno de los rasgos más singulares de mi carácter es la extraña superstición que me hace extraer un presagio de cada objeto y en un día convertir mil cosas en otros tantos oráculos. No necesito describir aquí algo que entiendo demasiado bien. El paso moroso de un insecto me sirve para responder preguntas sobre mi destino. ¿No es algo singular en un profesor de física?, ¿será esto inherente a la naturaleza humana?, ¿acaso en mí se ha vuelto monstruoso algo que en su proporción y mezcla natural es benéfico?

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¿No es hermoso el pasaje de las Confesiones de Rousseau donde dice que arrojó piedras a los árboles para ver si se salvaba o condenaba? ¡Dios mío, con qué frecuencia he hecho algo similar! Siempre he predicado contra la superstición y soy el peor agorero de mí mismo. Cuando N… estaba a punto de morir esperaba la llegada de los cuervos en busca de consuelo. Me asomaba a la ventana y veía una alta torre frente a mí. ¿Aparecerían los cuervos primero a la izquierda o a la derecha? Aparecieron a la izquierda y eso bastó para consolarme. Vale la pena mencionar que no había estipulado cuál era la parte izquierda de la torre. Es estupendo que Rousseau se haya tomado el trabajo de escoger un árbol grueso para no fallar tan fácilmente.

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A pesar de mi tendencia a la comodidad he profundizado en el conocimiento de mí mismo. Pero no he tenido la energía de mejorarme. La única compensación que me reporta mi indolencia es la capacidad de reconocerla; el placer de descubrir un error con precisión suele ser mayor que el disgusto producido por el error mismo. A tal grado el profesor supera en mí al hombre. El celo guía a sus santos milagrosamente.

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He notado claramente que tengo una opinión acostado y otra parado […].

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En la noche del domingo al lunes de Pascua de 1792 (del 8 al 9 de abril) soñé que me iban a quemar vivo, pero no me preocupé en lo más mínimo. Esto no me alegró al despertar: tal vez se trate de un relajamiento excesivo. En el sueño razoné con toda calma en el tiempo que duraría la quemazón: antes no estoy quemado, después ya lo estoy. Fue casi todo lo que pensé, y no hice más que pensar. Esas situaciones tienen límites muy estrechos. Temo que en mí todo se convierta en pensamiento y se pierda la pasión.

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Hay que recomendar con insistencia el método de los borradores; no dejar de escribir ningún giro, ninguna expresión. La riqueza también se obtiene ahorrando verdades de a centavo.

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Nada me alienta tanto como cuando he entendido algo difícil y, sin embargo, trato de entender algo menos difícil.

Debo intentarlo más a menudo.

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Cuando releo mis viejos cuadernos de reflexiones, a veces doy con una idea propia que me satisface. Me sorprende que una idea se pueda volver tan ajena para mí y mi sistema, y me alegro tanto como si se le hubiera ocurrido a un antepasado.

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En el camino de la ciencia recorrí cien veces el mismo tramo, de ida y vuelta, como los perros que salen a pasear con sus dueños. Y cuando llegué estaba exhausto.

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En mis estudios de juventud cometí el grave error de hacer un plano demasiado grande del edificio. La consecuencia fue que no pude acabar los pisos superiores, ni siquiera el techo. Al final me vi obligado a conformarme con el par de buhardillas que alcancé a construir (aunque no pude evitar que con el mal tiempo les lloviera adentro). ¡Así le sucede a algunos!

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Hoytobiografía. No olvidar que una vez dejé una tarjeta en el tejado con una pregunta dirigida a un ángel: “¿qué es la aurora boreal?” A la mañana siguiente recogí la tarjeta con gran timidez. ¡Ay, si hubiera habido un canalla que la respondiera![6]

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Tenía entonces 54 años, una edad en que —aun en los poetas— el entendimiento y la pasión empiezan a conferenciar sobre artículos de paz, y por lo general la alcanzan no mucho después.

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Daría parte de mi vida con tal de saber cuál era la temperatura promedio en el paraíso.

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Ya que se escribe en público de pecados secretos, me he propuesto escribir en secreto de pecados públicos.

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He escrito buena cantidad de borradores y pequeñas reflexiones. No esperan el último toque sino los rayos de sol que los despierten.

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