Adina

Adina


Parte II

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Sam Scrope se mostró profundamente molesto cuando comencé a explicarle mi encuentro con nuestro amigo, y advertí que en su corazón todavía le quedaba un fondo de inquina, intensamente hostil a la imparcialidad. Era propio de su peculiar carácter que su felicidad de amante aceptado no le hubiera predispuesto a elegantes concesiones. Consideraba su dicha como algo estrictamente privado y estaba tan poco dispuesto a esparcir su influencia como lo habría estado de donar a la caridad el plato sin terminar de una selecta cena.

Aun así, creo que él podría haber admitido de forma algo reticente que había un punto de razón en la reclamación de Angelo si yo no hubiera sido tan imprudentemente preciso en mi relato de nuestro encuentro. En efecto, me había quedado impresionado por el llamativo y trágico estado en el que había encontrado al pobre chico y, para hacer justicia a la escena, di cuenta de cómo había arrojado su sombrero al suelo a modo de desafío y de cómo habló de su venganza. Al escucharlo, Scrope se mostró ferozmente indignado y dictaminó que Angelo era un mequetrefe teatral, si bien me permitió que le escribiera unas líneas para decirle que hablaría con él un par de días más tarde. Me sorprendió que accediera a verle, pero percibí que estaba haciendo un esfuerzo consciente para no eludir ninguno de los aspectos desagradables del asunto.

—No permitiré que patalee y grite aquí en nuestra casa —dijo—. Le veré también en el Coliseo.

Terminó de escribir y envié a Lariccia sus tres líneas de incorrecto pero educado italiano.

Habría sido mejor —muchísimo mejor— que no se hubieran visto nunca. Scrope me pidió a su regreso que le excusara de repetir lo que había ocurrido entre ellos; tan sólo me hizo saber que consideraba a Angelo un mocoso desvergonzado y que esperaba no volver a saber de él nunca más. Le pregunté si nuestro amigo había recibido, al fin, algún tipo de compensación. «¡Ni un céntimo!», exclamó Scrope, y abandonó la habitación. Evidentemente los dos jóvenes habían sido una fuente de inagotable y mutua ofensa. Angelo había prometido hablarle de forma honesta, y me inclinaba a pensar que había sido así; pero el mero cambio en su aspecto, por el que parecía haber desafiado la simpatía de mi amigo de una forma en exceso categórica, había producido el irritante efecto de una amenaza. Scrope se había mostrado desdeñoso, y su italiano torpe y descortés sin duda le había hecho parecerlo más. Uno no puede tratar a los italianos con desprecio; aquellos que los conocen han aprendido lo que puede conseguirse mediante unas concesiones moderadas y superficiales. Angelo había respondido de forma airada y, como supe más tarde, había exigido su derecho a la restitución del topacio a cambio de la suma que había recibido. Scrope replicó que si utilizaba ese tono no obtendría nada en absoluto, a lo que el ofendido joven contestó mediante imprudentes e insultantes amenazas. Ignoro lo que les impidió recurrir a los puños; por parte de mi amigo, al menos, no había el menor rastro de arredramiento. Al parecer, Angelo no había considerado tan fácil el estrangular a Scrope teniéndolo cara a cara, y esa pequeña dosis de discreción que suele mezclarse en todas las pasiones italianas había aconsejado al joven que pospusiera su venganza. Sin embargo, y sin adoptar un punto de vista melodramático de los acontecimientos, tuve la impresión de que Scrope corría un gran riesgo. No tenía tal vez una certera visión de un asesino envuelto en una capa acechando bajo un oscuro pasaje, pero creía absolutamente posible que Angelo pudiera convertirse en alguien sumamente desagradable. El simple hecho de que fuera contando su historia por toda Roma a quien quisiera escucharle podía ser una seria molestia; aunque de hecho Scrope tenía la ventaja de que la mayoría de la gente no creería en la existencia de una gema sobre la cual su propietario estaba tan poco dispuesto a presumir. La situación en sí, de todos modos, me producía un serio nerviosismo. Maldecía un día a mi compañero por ser más ambicioso que el judío Shylock, y le compadecía al siguiente por ser la víctima de un espejismo moral. Si le diéramos tiempo, entraría en razón y compensaría con creces al pobre Angelo. Mientras tanto, sin embargo, yo no podía hacer nada porque sentía que era más que inútil sugerir a Scrope que se encontraba en peligro. Se habría burlado de la idea de que un italiano chismoso pudiera alejarle un milímetro del camino que había escogido.

Soy incapaz de decir si la «imprudencia» de Angelo había parecido descargar a mi amigo, en general, de su intención de ocultar el

intaglio; de todos modos, unas pocas palabras de Miss Waddington un par de noches más tarde, me recordaron la excepción que en un principio había hecho a su promesa. Mrs. Waddington estaba sentaba al piano, descifrando una nueva pieza musical, y Scrope, aficionado a los enigmas y como si de uno se tratara, simulaba medio en broma supervisarla y corregirla.

—Lo he visto —me dijo Adina, con ojos serios y dilatados—; he visto el maravilloso topacio. Me ha dicho que usted conoce el secreto. No quiso relatarme cómo se hizo con él. Espero que fuera de forma honesta.

Traté de reírme.

—No debe analizar demasiado detenidamente la honestidad de los cazadores de antigüedades. Según su código, apenas si es deshonroso hacerse con un desprendido camafeo o una caja de rapé utilizando los medios que un carterista emplearía para conseguir un monedero.

Ella me miró con una tímida sorpresa, como si hubiera hecho realmente una broma cruel.

—El dice que uno de estos días debo llevarlo a modo de medallón —continuó—. Sin embargo, no lo haré. La piedra es hermosa, pero me sentiría muy incómoda llevando al emperador Tiberio tan cerca de mi corazón. ¿No fue uno de los emperadores malvados… uno de los peores? Es casi impuro heredar de forma tan directa algo que él miró y tocó. En mi opinión su imagen desvirtúa en cierta forma la belleza de la piedra y estoy muy agradecida de que Mr. Scrope la guarde fuera de la vista.

Esta me pareció una disposición muy favorecedora en un ángel rubio originario de Nueva Inglaterra.

Los días transcurrían y la venganza de Angelo todavía se hacía esperar. Scrope nunca se encontró con su destino al torcer una de las oscuras calles de Roma; regresaba puntualmente a casa cada noche a las once. Por mi parte me preguntaba si nuestro pensativo amigo había consumido ya la siniestra fuerza de una naturaleza formada para ser perezosamente satisfecha. Eso esperaba, pero me equivoqué. Una tarde habíamos ido a pasear —las damas, Scrope y yo— por la encantadora Villa Borghese y, para escapar del ruido del mundo moderno y de su ajetreo, nos habíamos alejado hasta una esquina poco frecuentada donde un viejo muro enmohecido, unos esbeltos y negros cipreses y la hierba salvaje constituían bajo el espléndido cielo romano la más armoniosa de las imágenes. No muy lejos había un hemiciclo de piedra recubierto de musgo y unos bancos resquebrajados con pies de grifo, donde uno podía sentarse a conversar observando cómo los lagartos correteaban al sol. Llevábamos allí una media hora cuando Adina avistó la primera violeta del año brillando a los pies de un ciprés. Se levantó apresuradamente para recogerla, y entonces se alejó, con la esperanza de encontrar algunas más. Scrope estaba sentado y observaba cómo la muchacha se distanciaba lentamente, siguiéndole su sombra de cerca sobre la hierba mientras inclinaba su cabeza hacia uno y otro lado en su encantadora búsqueda. Sé que si mi amigo no se unió a ella no fue porque no sintiera un impulso de hacerlo, sino porque adoraba observarla desde donde se sentaba. Su búsqueda la alejó una cierta distancia y finalmente la muchacha se perdió de vista tras una curva del muro de la villa. Mrs. Waddington sugirió entonces que la alcanzáramos, y fuimos hacia ella. No habíamos recorrido mucho camino antes de que Adina reapareciera, mirando por encima de su hombro mientras se dirigía hacia nosotros con apariencia de contenida perturbación. En seguida percibí que alguien la seguía; había un hombre muy cerca detrás de ella —un hombre en quien, con una segunda mirada, reconocí a Angelo Beati. Adina estaba pálida; era evidente que algo había ocurrido entre los dos. Para cuando la joven se reunió con nosotros, ya nos encontrábamos cara a cara frente a nuestro amigo, cuyo rostro se mostraba asimismo demacrado. En contraste con esas dos palideces, Scrope había enrojecido violentamente. Temí que se produjera un enfrentamiento y me acerqué a Angelo para impedirlo. Pero para mi sorpresa, este tenía otros planes. Dirigió a cada uno de nosotros el turbio brillo de sus ojos y suspendió su mano en el aire como diciendo en respuesta a mi muda acusación, «Déjenme solo, sé lo que hago». Intercambié una mirada con Scrope, urgiéndole a que se fuera con las damas y me dejara tratar con el intruso. Miss Waddington se detuvo y contempló a Angelo con una discreta atención. Su prometido, para alejarla, la tomó del brazo de forma casi brusca, y al retirarse junto con él pude ver cómo la muchacha se sonrojaba levemente. Mrs. Waddington, ignorante de cualquier malevolencia, no vio otra cosa que un atractivo joven.

—¡Qué maravillosa criatura para un boceto! —escuché que exclamaba mientras seguía a su hijastra.

—No voy a hacer nada —dijo Angelo con una oscura sonrisa—. ¡No se asusten! Sé lo que son los buenos modales. En estas tres semanas que llevo rondando en Roma he aprendido a hacerme pasar por un caballero. ¿Quién es la muchacha?

—Mi querido amigo, no es asunto suyo. Espero que no haya tenido la osadía de hablarle.

Angelo permaneció en silencio por unos momentos, observando a la joven conforme se alejaba del brazo de su acompañante.

—Sí, hablé con ella… y me entendió. No se preocupe, no dije nada que no debiera oír. Pero tal como fueron las cosas, lo entendió. Es la

amica de su amigo; lo sé. Les he estado observando durante media hora tras aquellos árboles. Es maravillosamente hermosa. Me despido, no les deseo mal alguno, pero dígale a su amigo que no le he olvidado. Sólo espero mi oportunidad, y creo que llegará. No deseo matarle, ¡quiero proporcionarle un dolor al que pueda sobrevivir y pueda

sentir para siempre!

Comenzó a alejarse, pero se detuvo y miró a mis compañeros hasta que desaparecieron.

—Al final tiene algo más que su parte de buena suerte —dijo, con una especie de forzada frialdad—. ¡Un topacio… y una perla! ¡Los dos al mismo tiempo! ¡Adiós!

Y se alejó rápidamente, agitando la mano. Dejé que se marchara. Me sentía insatisfecho, pero su inesperada sobriedad me dejó sin nada que decir.

Cuando tiene lugar un acontecimiento sorprendente, tendemos a perder una gran cantidad de tiempo intentando recordar las señales y los presagios precisos que le precedieron, y cuando parece haber menos de los que debería, no tenemos escrúpulo alguno en imaginarlos… los inventamos después de lo que ha pasado. No pretendo por tanto estar seguro de que, a partir de ese momento, algo extraño me llamara especialmente la atención en nuestra callada Adina. Ella siempre me había parecido extraña de una forma imprecisa e inocente; parte de su encanto residía en que en el transcurso silencioso y cotidiano de su vida, un místico zumbido parecía murmurar: «¡No me conocéis en absoluto!». Tal vez nosotros, tres prosaicos mortales, no éramos dignos de conocerla; pero creo que si un experimentado hombre de mundo me hubiera confesado un día, tomando una copa de vino después de que Miss Waddington se hubiera retirado discretamente de la mesa, que

allí había una joven que más tarde o más temprano proporcionaría a sus amigos una sorpresa de primera clase, habría apoyado un dedo sobre su manga y le habría dicho con una sonrisa que había verbalizado mis propios pensamientos. ¿Permanecía Adina más callada de lo que era habitual en ella? ¿Se encontraba inquieta, melancólica o alterada? De alguna forma extraña, tuvo que haber pasado por todas estas experiencias, pero de hecho, para el ojo ajeno seguía siendo una bellísima muchacha rubia, que sonreía más de lo que hablaba y que aceptaba la devoción de su prometido con un recato encantador que sabía mucho más a humildad que a condescendencia. Me parecía inútil informar a Scrope sobre la declaración del joven italiano, según la cual él había hablado con ella, y el pobre Sam nunca me confesó si había llegado a preguntar a Adina porque albergara la sospecha, ni si ella le había dado alguna explicación al respecto. Por mi parte estaba seguro, sin embargo, de que la muchacha y su prometido habían intercambiado algunas preguntas y respuestas, y me pregunté a mí mismo qué demonios habría querido decir Angelo al apuntar que ella le había entendido. ¿Qué había entendido? Desde luego, no la historia de cómo Scrope se había hecho con la joya. Era evidente —aunque improbable— que Angelo había tenido tiempo de contársela, pero resultaba extraño que Adina no hubiera solicitado con franqueza una explicación. Rompí el hielo por fin y le pregunté a Scrope si suponía que Miss Waddington tenía motivos para asociar el gran

intaglio con el atractivo joven que se había encontrado en la Villa Borghese.

Mi pregunta le ocasionó un visible malestar.

—¿Atractivo? —masculló—. ¿Te dijo que lo consideraba atractivo?

—En absoluto. ¡Pero lo es! Al menos debes permitirle eso.

—No se había peinado en una semana, si eso es lo que quieres decir. Pero es un encanto que dudo que Adina aprecie. De lo que no hay duda —añadió tras una pausa—, es de que ha cogido al topacio una manía incomprensible. Afirma que el emperador Tiberio lo desvirtúa. Eso es llevar las antipatías históricas demasiado lejos: imaginaba que nada podría estropearle una joya a una hermosa mujer. Parece que ese granuja habló con ella —dijo finalmente.

—¿Qué le dijo?

—Le preguntó si estaba prometida para casarse conmigo.

—¿Y qué le respondió ella?

—Nada.

—Imagino que estaba asustada.

—Puede que lo estuviera, pero lo niega. Él le suplicó que no tuviera miedo; le dijo que era un pobre tipo inofensivo que buscaba justicia. Ella se fue sin hablarle. Le dije que estaba loco… lo que es cierto.

—¡Posiblemente! —repliqué.

Entonces, como un último intento, añadí:

—Sabes que no sería del todo mentira decir que no estás completamente cuerdo. Eres muy imprevisible en lo que concierne al topacio. La obstinación, llevada más allá de un cierto punto en determinadas circunstancias, se parece peligrosamente a la locura. Tengo por seguro que si fuera posible razonar con una mula, la obstinación de cualquier persona a quien se comparase con dicho animal parecería aún mayor.

Scrope me sonrió fríamente.

—Niego tus acusaciones. Si estoy loco, reclamo el privilegio que tienen los locos de creerme sano de una forma peculiar. Si deseas sermonearme, deberás hacerlo en un momento en el que me encuentre lúcido.

El aliento de la temprana primavera en Roma, aunque mágico en su visible influencia sobre la oscura y vieja ciudad, pone a prueba a menudo la salud del visitante extranjero, y tras quince días de ininterrumpido siroco, el delicado ánimo de Mrs. Waddington comenzó a decaer. Como es lógico, temía contraer «la fiebre» y se apresuró a visitar a un médico[8]. Este la tranquilizó diciéndole que únicamente necesitaba un cambio de aires y le recomendó que pasara un mes en Albano. Por consiguiente, ambas damas se dirigieron hacia allí, acompañadas de Scrope. Mrs. Waddington me instó amablemente a que fuera con ellos, pero fui retenido en Roma por la llegada de unos parientes para quienes debía hacer de cicerone y sólo pude prometer que haría alguna visita esporádica a Albano. Mi tío y sus tres hijas eran unos espléndidos turistas y me dieron mucho que hacer. Sin embargo, al final de la semana fui capaz de cumplir mi promesa. Averigüé que mis amigos se alojaban en la hostería, y que las dos damas ponían todo su esfuerzo en combinar la percepción de sucios suelos de piedra y de un arrugado mantel amarillo con la extática contemplación, desde sus ventanas, de la grande y brumosa llanura de la

campagna, que recuerda al mar. Vistas aparte, Scrope y las damas estaban disfrutando de unos días deliciosos. ¿Recuerdas lo maravilloso del lugar y lo pintoresco de las inmediaciones, con extraños y antiguos pueblos de montaña? El campo rebosaba de flores tempranas y de verdor, y mis amigos hacían vida al aire libre. Mrs. Waddington tomaba apuntes con sus acuarelas, Adina elaboraba ramos de flores silvestres y Scrope rondaba entre ambas con satisfacción —no sin una ocasional y franca crítica en el uso que Mrs. Waddington hacía de los colores, o de las combinaciones de narcisos y ciclámenes que realizaba Adina. Todos me parecieron muy felices y, sin malicia, me sentí casi tentado de preguntarme si el regalo más codiciable de los dioses no es una inquebrantable convicción de la propia impecabilidad. Pero incluso un amante con una mala conciencia puede ser llevado con engaño a la desconfianza en castigo a la innegociable dulzura de una presencia en su vida como la de Adina Waddington.

Pasé la noche en Albano, pero como me había comprometido con mis hermosas primas a ir a una

funzione en Roma a la mañana siguiente —llamarlas «hermosas» es retórico, si bien eran unas muchachas excelentes— estuve obligado a madrugar y partir al amanecer. Scrope se había ofrecido a acompañarme parte del camino y regresar a la hostería antes del desayuno, pero rehusé aceptar un favor tan oneroso y partí solo en la temprana semioscuridad. Una destartalada diligencia se encargaba de hacer el recorrido a través de la

campagna y esperaba su carga en la oficina de correos, hasta donde debía aproximarme dando un breve paseo de cinco minutos. Salí por el pequeño jardín de la hostería, pues así me ahorraba algunas escaleras. Al escuchar mis pasos sobre la gravilla, una figura se levantó lentamente de un banco al pie de una mutilada y sombría estatua, y me hallé contemplando frente a frente a Angelo Beati. Le saludé con una exclamación, que fue prácticamente un desafío al derecho que tenía a encontrarse allí. Él permaneció de pie mientras me miraba fijamente, con una extraña sonrisa, desafiante y desenvuelta. Al fin, en respuesta a mi insistente pregunta acerca de lo qué demonios estaba haciendo allí, respondió que suponía que tenía derecho a pasear en el jardín de un vecino.

—¿Un vecino? —pregunté yo—. ¿Cómo…?

—¡Eh,

per Dio! ¿No vivo en Lariccia? —y emitió una risa simplona muy similar a la que utilizó cuando lo despertamos de su profundo sueño en los prados.

Había estado tan ocupado en ausencia de mi amigo, que nunca se me había ocurrido que Scrope se hubiera alojado en las mismas fauces del enemigo. Pero empecé a creer que, después de todo, el enemigo era muy inofensivo. Si Angelo limitaba sus maquinaciones a sentarse en los alrededores de fríos y húmedos jardines en horas en las que se arriesgaba a contraer la malaria, Scrope no sería el primero en sufrir. Al principio me había imaginado que su sentido del agravio había hecho de él un hombre, pero todavía parecía rondarle una especie de inutilidad romántica. Su dolorosa resolución hacia la madurez había durado tan sólo un día, lo que le convertía de nuevo en un irresponsable holgazán de la Arcadia. Sin embargo, debía tener una salud de hierro para desafiar el rocío romano de ese modo.

—Usted vino aquí por un motivo —dije—. Debe ser muy importante para justificar el que pase las noches al aire libre de forma tan necia. Si no tiene cuidado contraerá la fiebre y morirá, y con eso se acabará todo.

Pareció agradecido por mi interés en su salud.

—No, no,

signorino mio, no contraeré la fiebre. Tengo una fiebre aquí —y se golpeó el pecho— que me protege de la otra. Tuve mis razones para venir aquí, pero usted nunca las adivinará. Déjeme tranquilo, ¡no voy a hacerle daño! Ahora que el día comienza debo irme, no deben verme.

Lo agarré del brazo, le miré fijamente y traté de averiguar sus intenciones. Sus ojos me miraron con franqueza mientras soltaba una satisfecha carcajada. Cualquiera que fuera su secreto, no se avergonzaba de él, y advertí con algo de satisfacción que aquello le estaba enseñando a ser paciente. Algo en su rostro y en la impresión que me dio su talante me tranquilizó, contradiciendo al mismo tiempo mi hipótesis de hacía un momento. No había maldad ni malevolencia en él, sino un deseo profundo, natural e insistente que parecía dormitar por el momento en una misteriosa previsión de éxito. Se dio cuenta, al parecer, de que su rostro revelaba demasiado. Rió de nuevo brevemente y comenzó a silbar con suavidad.

—Se merece algo mejor que andar escondiéndose por aquí como un ladrón. ¿Qué le parecería ir a América y trabajar de forma honesta?

Tuve una visión momentánea y absurda de ayudarle en su camino proporcionándole una carta de presentación para mi cuñado, que trabajaba en el negocio de la maquinaria.

Se quitó el sombrero y pasó las manos por su pelo.

—¿Cree entonces que estoy destinado a algo bueno?

—¡Si lo desea! Si renuncia a su ociosa idea de «venganza» y confía en arreglar lo que ha hecho mal.

—¿Renunciar…? ¡Imposible! —dijo en tono grave—. Antes le pediría que me cortara el brazo. Esto es lo mismo. Es parte de mi vida. He confiado en aguardar… be esperado cuatro largos meses, pero aquí sigo, tan pobre y desamparado como al principio. No, no, a mí no se me trata como a un perro. Si él hubiera sido justo, yo habría hecho cualquier cosa por él. No soy un tipo malvado, jamás he tenido un pensamiento malicioso. Muy probablemente he sido demasiado simple y estúpido, y estaba resignado a ser pobre y desaliñado. El Señor hace con nosotros lo que le place, y pensó que yo necesitaba un poco de acción. ¡Y vaya si la tengo! Pero ¿pidió su amigo consejo al Señor? ¡No, no! Consultó con su propio egoísmo, y pensó que era suficientemente inteligente como para robar lo dulce y no probar nunca lo amargo. Pero lo amargo llegará, para mi disfrute.

—Esto es sólo hablar por hablar. Dígame en tres palabras lo que está tratando de decirme.

¡Aspetti[9]…! Si va a ir a Roma en coche, como imagino, debería irse ya. Puede perder su plaza. Tengo el presentimiento de que nos volveremos a ver.

Se alejó y en un momento oí crujir la gran verja de hierro del jardín al girar en sus goznes.

Me encontraba desconcertado y, por un momento, sentí la tentación de quedarme con mis amigos. Pero, por un lado, no veía de qué manera concreta podía protegerles de algún contratiempo y, por otro, mis primas me esperaban confiadamente en Roma. Además, ¿no cabía la posibilidad de que el nubarrón se disipara rápidamente dejando que el proyecto de Angelo, verdad o no, se fuera evaporando? Regresé a Roma de acuerdo con mis planes, pero durante varios días me embargó la sospecha de que algo desagradable y triste —algo extraño en cualquier caso— estaba ocurriendo en Albano. Esta sensación se transformó finalmente en algo tan opresivo que acabé por alquilar un carruaje ligero para regresar de nuevo. Llegué a la hostería hacia el final de la tarde, y sospechaba que no encontraría a mis amigos allí. Efectivamente, habían salido a dar un paseo, y el dueño de la hostería ignoraba qué dirección habían seguido. No tenía nada que hacer excepto pasear por el pequeño y sucio pueblo hasta su regreso. ¿Recuerdas el convento capuchino a las orillas del lago Albano? Caminé hasta allí, y al ver la puerta de la iglesia todavía abierta, entré. La penumbra se amontonaba en los rincones, pero el altar, por alguna piadosa razón, resplandecía con un número sorprendente de cirios, que parpadeaban de forma pintoresca en la oscuridad. Aquí y allá se adivinaba vagamente una figura arrodillada; era una bella muestra de

chiaroscuro, y me senté para disfrutarlo. En ese momento me percaté del aspecto de intensa devoción de una joven dama que se sentaba cerca de mí. Tenía las manos unidas sobre las rodillas y la cabeza inclinada hacia atrás. Sus ojos, extrañamente abiertos, permanecían fijos en el luminoso altar. Al calor del hogar es siempre fácil inventarse historias. Esta joven parecía estar leyendo una extática visión a la luz de los cirios. Su expresión era tan particular que por un momento transformó su rostro y me permitió percibir con repentina sorpresa que se trataba de Adina Waddington. Busqué a sus compañeros a mi alrededor, pero era evidente que estaba sola. Me pareció entonces que yo no tenía ningún derecho a observarla de forma encubierta, pero aun así fui incapaz tanto de molestarla como de retirarme y abandonarla. Estando próxima la noche, ¿cómo era posible que no hubiera nadie con ella? Concluí que estaría esperando al resto; Scrope, tal vez, había entrado para ver la puesta de sol desde la terraza del jardín del convento —un privilegio reservado a los hombres—, y Mrs. Waddington estaría paseando por los alrededores de la iglesia, tomando apuntes mentalmente para un boceto. Me alejé, di una vuelta a la iglesia y me aproximé a la muchacha, que se encontraba al otro lado. En esta ocasión mi cercanía la sobresaltó. Apartó los ojos del altar, los posó sobre mi rostro y me miró, pero no dio ninguna señal de reconocimiento. Por fin, se levantó lentamente y advertí que me había reconocido. ¿Se estaba convirtiendo al catolicismo y preparándose para abandonar a sus heréticos amigos? La saludé, pero ella continuó mirándome con una intensa seriedad, como si sus pensamientos la apremiaran más allá de las frívolas cortesías. No parecía nerviosa en lo más mínimo —como había temido que lo estuviera— por haber sido observada; parecía inquieta y agitada de forma más profunda. Por lo visto, no estaba del todo equivocado al sospechar que algo extraño estaba ocurriendo en Albano.

—Mi querida dama, ¿qué hace en esta iglesia solitaria? —pregunté de forma abrupta.

—Estoy pidiendo luz —repuso.

—¡Espero que la haya encontrado! —respondí sonriendo.

—¡Eso creo! —y se movió hacia la puerta—. Estoy sola —añadió—, ¿me acompañaría a casa?

Aceptó mi brazo y salimos, pero se detuvo frente a la iglesia.

—Dígame —dijo de repente—, ¿es usted muy amigo de Mr. Scrope?

—Si me tiene por tal, debe preguntárselo a él —respondí—. Por mi parte aspiro al menos a tener el honor de serlo.

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