Adina

Adina


Parte II

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La vehemencia de su conducta me causó reparo e intenté hallar refugio en el humor.

—Dígame entonces una cosa: ¿soportaría una decepción… una profunda decepción?

Ella parecía suplicarme que dijera ¡sí! Pero presentí que tenía un plan entre manos y por mi parte carecía de autoridad para otorgarle ninguna concesión. La observé durante un momento. Sus solemnes ojos parecieron crecer y crecer hasta que hicieron de su entero rostro una muda súplica.

—No —dije con resolución—; ¡decididamente no!

Suspiró profundamente y continuamos caminando. La muchacha parecía estar absorta en sus pensamientos; no prestó atención a mis intentos de conversación y tuve que esperar hasta que alcanzamos la hostería para averiguar por qué se encontraba sola en su visita a los capuchinos. Sus compañeros habían regresado, y por ellos, tras su bienvenida, supe que los tres habían salido juntos, pero que a continuación Adina se había quejado de fatiga y le dieron permiso para regresar a casa.

—Si me canso por el camino —había dicho—, entraré en una iglesia a descansar.

Se sorprendieron al no haberla hallado en la hostería y agradecían que me hubiera encontrado con ella. Evidentemente, ellos también se habían dado cuenta de que la joven actuaba de una manera extraña. Mrs. Waddington mostraba una sonrisa forzada y Scrope no sonreía en absoluto. Adina se sentó en silencio y cogió su labor. No nos figurábamos, siquiera calladamente, que estuviera nerviosa. Si lo estaba, no se trataba de un nerviosismo común; reclinaba la cabeza serenamente sobre su bordado y daba las puntadas con una mano que carecía del más ligero temblor. Un poco más tarde, cenamos. La cena transcurrió de forma un tanto opresiva, y una vez terminada, agradecí la propuesta de Scrope de salir a fumar un habano al jardín. Resultaba evidente que el pobre Scrope era infeliz, pero apenas me aventuraba a esperar que me explicara de buenas a primeras lo que pasaba con Adina. Se me ocurrió espontáneamente que ella podría haberse mostrado dispuesta a desdecirse de su compromiso, y di a Scrope unas cuantas oportunidades para que lo dijera, pero era evidente que no podía confiar en sí mismo para expresar sus temores. Con el fin de dar un estímulo a nuestra conversación, le recordé nuestra proximidad a Lariccia, y le pregunté si había alcanzado a ver en alguna ocasión a Angelo Beati.

—Varias —dijo—. Me lo he cruzado en el pueblo y por los caminos unas cuantas veces. Me mira descaradamente y prosigue su camino. Se venga de mí echando fuego por sus ojos negros; ¡ya ves que temible es!

—No se venga en absoluto echando fuego por los ojos —dije entonces—. Merodea alrededor de la hostería por la noche y deambula por el jardín mientras duermes, como si pensara que puede ocasionarte pesadillas por mirar fijamente a tus ventanas.

Y describí nuestro reciente encuentro al amanecer.

Scrope clavó su mirada en mí con gran sorpresa. Entonces, empezó a ruborizarse con una ira creciente.

—¡Maldito idiota entrometido! —exclamó—. Si no sabe dónde debe detenerse, yo se lo enseñaré.

—¡Págale! —exclamé resueltamente.

—¡Compraré una fusta y la probaré sobre su ancha espalda!

Creo que entonces introduje las manos en los bolsillos y me alejé tranquilamente, silbando. Pasara lo que pasase, renunciaba a ejercer de mediador, pero no porque estuviera enojado, pues sentía una lástima algo irracional que aumentaba de forma extraña ante la carencia de flexibilidad de mi amigo. Scrope permanecía de pie, aspirando con melancolía el humo de su puro, y para demostrarle que no me había rendido del todo, le pregunté finalmente si ya se había fijado la fecha de la boda. Poco antes me había indicado que esta cuestión estaba todavía por definir y que Miss Waddington prefería dejarlo así.

Tardó un poco responder, y me miró fijamente.

—¿Por qué lo preguntas justo ahora?

—Bueno, mi querido amigo, amistosa curiosidad —respondí.

Arrojó al suelo nerviosamente lo que quedaba del habano.

—No, no; ¡no es amistosa curiosidad! —exclamó—. ¡Has notado algo, sospechas algo!

Como insistía, confesé que así era.

—Me parece que esa bella muchacha está nerviosa y preocupada, y me preguntaba si habríais discutido.

Él pareció aliviado de que alguien le obligara a hablar.

—Esa bella muchacha es un misterio. No sé qué le ocurre; todo resulta muy doloroso. Es una criatura muy extraña. Jamás sospeché que hubiera un obstáculo a nuestra felicidad… a nuestra unión. Nunca ha reclamado ni prometido nada; no es su estilo ni su naturaleza; siempre ha sido humilde, servicial, delicada, así como extremadamente agradecida ante cualquier muestra de ternura. Hasta hace tres o cuatro días, me parecía que era así más que nunca; pero su habitual delicadeza se ha transformado en una especie de contraído y casi doliente desprecio hacia mis atenciones, mis

petits soins, mis tonterías de enamorado. Es como si la oprimieran y la mortificaran… y como si prefiriera que me comportara más discretamente. En un primer momento no me di cuenta de que lo que la apenaba no era el exceso de mi dedicación, sino mi dedicación en sí… el hecho mismo de mi amor y de su compromiso. Cuando lo entendí, fue como si me hubieran abofeteado. ¡No sé qué demonios he debido hacer! Las mujeres son seres incomprensibles. Y sin embargo, Adina no es caprichosa en el sentido vulgar de la palabra. Mrs. Waddington me dijo que se trataba de una actitud juvenil a la que no debíamos darle importancia… que era algo pasajero. He esperado, pero la situación no se arregla. Tú mismo has averiguado que había un problema sin que te dijera nada. ¿Con que estas son las

peines d’amour? —continuó, tras reflexionar por un momento—. ¡Ignoraba que estuviera enamorado de tal forma!

No recuerdo con qué insensateces bienintencionadas pretendía consolarle, cuando Mrs. Waddington apareció repentinamente y lo llamó aparte. Tras unos momentos de conversación en voz baja, Scrope regresó rápidamente a la casa. Mrs. Waddington permaneció conmigo. Como parecía profundamente alterada, y dado que ambos habíamos analizado a menudo la situación y las perspectivas de nuestros compañeros, le informé inmediatamente de que Scrope me acababa de relatar los problemas que le preocupaban.

—Han sido muy inesperados —exclamó—. Es como un rayo en un cielo despejado. Justo ahora Adina ha dejado a un lado su labor y muy seria me ha dicho que deseaba ver a Mr. Scrope a solas, y me ha solicitado que le llamara. Le he preguntado discretamente qué era lo que le ocurría, así como lo que tenía intención de decirle. Me ha mirado un momento como si fuera yo una niña de cinco años que interrumpe las oraciones familiares y levantándose delicadamente, me ha besado y me ha dicho que lo sabría todo a su debido tiempo. ¿Tendrá intención de permanecer en esa misma actitud fantasmal e informar a Scrope de que, en resumidas cuentas, ha decidido no casarse con él? ¿Qué es lo que ha hecho el pobre hombre?

—Ella ya no le ama —sugerí yo.

—¿Por qué así, de repente?

—Tal vez no ha sido tan repentino como usted imagina. Estas cosas ocurren, en los corazones de las jóvenes, como una paulatina revisión de una primera impresión.

—Sí, pero no sin un motivo concreto… sin otro capricho. Sé que Adina es antojadiza; para empezar, y dicho con todo respeto, el que aceptara al pobre Sam fue algo extravagante. Pero si le eligió deliberadamente, ¿qué es lo que le ha hecho cambiar de opinión…? En una palabra, la única explicación posible sería que nuestra joven dama hubiera trasladado sus afectos a otro sitio. ¡Pero eso es imposible!

—¿Absolutamente? —pregunté.

—Por supuesto. Juzgue usted mismo. ¿Quién sería? ¡Dígame! No ha visto a otro hombre durante un mes. ¿Quién podría haberla cautivado tan misteriosamente? ¿El pequeño jorobado que nos trae mandarinas cada mañana? ¡Tal vez ha entregado su corazón al príncipe Doria! Creo que ha visitado su villa, allá lejos.

No fui capaz de sonreír ante este leve sarcasmo. Me preguntaba a mí mismo… al tiempo que me asombraba.

—¿De verdad que no ha visto literalmente a nadie más? —pregunté cuando mi sorpresa me permitió respirar.

—No puedo responder por quien haya podido ver; no es ciega. Pero no ha hablado con nadie más, ni nadie ha hablado con ella, eso es muy cierto. Enamorarse por la vista —únicamente por la vista— solía ser común en las novelas que yo devoraba cuando tenía quince años, pero dudo que eso exista en ningún otro lugar.

Tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero dudé algún tiempo antes de aventurarme a hacerla. Vacilé unos instantes en silencio y finalmente la pronuncié, con una disculpa a modo de prólogo.

—¿En qué lado de la casa se encuentra el dormitorio de Adina?

—Perdone, pero ¿a dónde quiere ir a parar? —dijo mi compañera—. A este lado.

—¿Mira hacia el jardín?

—Allí está, en el segundo piso.

—Por favor… ¿cuál es?

—La tercera ventana… la que tiene los postigos sujetos con un pañuelo.

Los postigos y el pañuelo adquirieron repentinamente para mí una misteriosa fascinación. Los miré durante un tiempo, y cuando dirigí la mirada de nuevo a mi compañera nuestros ojos se encontraron. Ignoro lo que pensó —lo que pensó que yo pensaba. Consideré que podría estar sacado de una novela —una cosa tal como enamorarse por la vista, o que una fantasiosa muchacha occidental mantuviera desde su ventana un mudo diálogo con un apuesto y ofendido joven italiano, en un jardín estrellado. Desde su propia y repentina impresión, Mrs. Waddington pareció retroceder lentamente. Se estremeció, y envolviéndose en su chal, se encaminó en dirección a la casa.

—Lo que hay que hacer —dije, ofreciéndole mi brazo—, es abandonar Albano mañana.

Nos detuvimos en la escalera interior. Mrs. Waddington era reacia a interrumpir la entrevista entre Adina y Scrope. Mientras dudaba acerca de si dar la vuelta, la puerta de su salón se abrió, dando paso a la muchacha. Scrope permanecía de pie tras ella. Se encontraba muy pálido, con el rostro desvirtuado por una emoción que parecía decidido a reprimir. Ella también se mostraba pálida, pero sus ojos brillaban como dos antorchas avivadas por el viento. Al encontrarse con Mrs. Waddington, la joven se detuvo y permaneció un momento ante ella con la vista baja, dudando. Entonces, le tomó ambas manos y la besó en silencio. Después la muchacha se volvió hacia mí y dijo «¡Buenas noches!» extendiéndome su mano, que tomé en la mía, imagino, con una delicada devoción, pues de alguna forma estaba profundamente impresionado. Había una tuerza indefinible en la muchacha, ante la cual uno debía retroceder. Se demoró por un instante y rápidamente desapareció por el oscuro pasillo en dirección a su dormitorio. Mrs. Waddington posó su mano amablemente sobre el brazo de Scrope y le condujo de nuevo al salón. Era evidente que no estaba dispuesto a mostrarse afligido; su orgullo estaba herido y ardiente, lo que alimentaba su autocontrol.

—Nuestro compromiso está roto —dijo simplemente.

Mrs. Waddington cruzó las manos.

—¿Y cuál es el motivo?

—Ninguno.

Era algo cruel, sin duda; pero ¿qué podíamos decir? Mrs. Waddington se hundió en el sola observando al pobre hombre con una muda y maternal compasión. Su lástima, abrumadora y suave, irritaba a Scrope, quien tomó un libro y se sentó dándole la espalda. Yo cogí otro, pero fui incapaz de leer; permanecía sentado observando cómo Scrope nunca pasaba de página. Mrs. Waddington, finalmente, dirigió su mirada hacia mí de forma ansiosa y suplicante; se removía inquieta en su asiento y trataba de transformar los vagos presentimientos que le había sugerido en el jardín en algo que fuera verosímil. En aquel momento no podía ofrecerle ninguna explicación que no hubiera sido una ofensa gratuita a Scrope. Sin embargo, me sentía cada vez más y más nervioso; mis propias y vagas conjeturas me oprimían. Finalmente, arrojé mi libro al suelo y abandoné la habitación. Mrs. Waddington me alcanzó en el pasillo y me pidió que le dijera «en inglés normal y corriente» lo que había querido decir con mis extraordinarias alusiones «a una intriga».

—No tendría sentido y sería doloroso contárselo aquí y ahora —respondí yo—. Pero prométame que regresarán a Roma mañana. Allí podremos tomar aliento y hablar.

—Oh, ¡nos iremos a toda prisa, se lo prometo! —exclamó. Y nos separamos.

Subí las escaleras para ir a mi habitación y, al hacerlo, escuché cómo su vestido crujía por su indecisión en el pasillo. Entonces se oyó un golpeteo; Mrs. Waddington se había detenido ante la puerta de Adina. Me detuve involuntariamente y escuché. Hubo un silencio, y luego otro golpe; otro silencio y un tercer golpe; después, habiendo perdido aparentemente la esperanza de poder entrar, se alejó, y me introduje en mi habitación. Acostarme era inútil, sabía que no dormiría. Permanecí largo tiempo ante la ventana abierta, preguntándome si tenía algo que decirle a Scrope. Al cabo de media hora, bajé a pasear de nuevo por el jardín y caminé sin rumbo por todos los senderos vacíos. Observé una luz en la ventana de Adina. No, me parecía que no había nada que fuera capaz de decir a Scrope, salvo que debía abandonar Albano al día siguiente y Roma e Italia tan pronto como fuera posible; que esperara un año, y entonces probara suerte de nuevo con Miss Waddington. Cercana la mañana, me dormí.

El desayuno se servía en el salón de Mrs. Waddington. Scrope apareció puntualmente, tan pulcramente afeitado y peinado como si todavía debiera rendir tributo a un par de ojos azules. Era evidente que se sentía menos sereno de lo que aparentaba. Nunca puede resultar agradable encontrarse en el desayuno con la joven que le ha rechazado a uno la noche anterior. Mrs. Waddington se hizo esperar durante un tiempo, pero finalmente apareció con una energía inusual. Su atractivo rostro se mostraba sonrojado de la frente a la barbilla, y en su mano apretaba una nota arrugada. Se arrojó sobre el sola y estalló en lágrimas; apenas tuve tiempo de decir a la sonriente

cameriera que abandonara la habitación.

—¡Se ha ido, ido, ido! —exclamó, entre sollozos—. ¡Oh, la alocada, malvada y desagradecida niña!

Scrope, por supuesto, no tenía la menor idea de lo que estaba hablando; pero yo la entendí con más prontitud —y aun así creo que emití un largo silbido. Scrope permanecía de pie mirándola mientras ella mostraba bruscamente la arrugada nota: pretendía decir que Adina… que Adina nos había abandonado por la noche, lo que resultó ser un espanto demasiado abrumador para su mente desprevenida. Su aturdido estupor era un signo casi conmovedor de la ausencia de cualquier pensamiento que pudiera haber herido a la muchacha. Advirtió por mi rostro que yo sabía algo, y permitió que cogiera la nota de la mano de Mrs. Waddington y la leyera en voz alta:

«¡Adiós a todo! Pensad que estoy loca si os place. Nunca lo podría explicar. Olvidadme y creed que soy feliz, feliz, feliz!

Adina Beati».

Posé mi mano sobre el hombro de mi amigo, que incluso entonces parecía incapaz de comprender.

—¡Angelo Beati se ha tomado finalmente su venganza! —pronuncié con seriedad.

—¡Angelo Beati! —exclamó. —¡Un mendigo italiano! ¡Es mentira!

Negué con la cabeza y le di unos golpecitos en el hombro.

—Ha perseguido su recompensa. ¡Es un tipo inteligente!

Se dio cuenta de que yo conocía la historia, y respondió de manera lenta y distraída, con un ardiente sonrojo.

Fue un acontecimiento de lo más extraordinario; dispusimos de largo tiempo para hablar de ello una y otra vez, y aun así nunca llegamos a entenderlo realmente. Ninguno de mis compañeros volvió a ver a la muchacha de nuevo; Scrope sólo la mencionó en una ocasión. Durante una semana deambuló de un sitio a otro en un silencio absoluto. Cuando por fin habló, me di cuenta de que ya no había vuelta atrás y de que iba a ser un cínico profesional el resto de su vida. Mrs. Waddington, como he dicho, era una mujer de buen corazón, mejor todavía, era una mujer justa, pero te aseguro que nunca perdonó a su hijastra. En años posteriores, conforme he ido envejeciendo, he sentido una creciente satisfacción por el hecho de, como se dice, haber presenciado este episodio. Como mera acción, me pareció realmente espléndida, y al juzgar la naturaleza humana suelo sopesarla mentalmente en contraste con el espectáculo perpetuo de los intensos impulsos malgastados en debilidad y pervertidos por la prudencia. Es cierto que no hubo prudencia alguna en este caso, pero sí hubo una pasión ardiente, verdadera y auténtica. Vemos la primera todos los días, y la segunda una vez cada cinco años. En más de una ocasión me aventuré a airear esta herejía ante la bondadosa viuda, pero siempre me interrumpía de forma instantánea. «Aquello fue odioso», decía, «doy gracias al cielo de que el padre de la muchacha no viviera para verlo».

No terminamos aquel sombrío día en Albano, sino que regresamos a Roma por la noche. Antes de partir pude hablar con el padre Girolamo de Lariccia, que no me impresionó como el hombre santo que su sobrino había descrito. Era un viejo sacerdote de tez morena y amarillenta y bajo de estatura. Tenía una mirada poco honrada —muy capaz, creí, de enseñar a su atractivo sobrino a jugar sus cartas. Pero no malgasté mis reproches con él; únicamente deseaba saber a qué lugar Angelo había llevado a la muchacha. Conseguí la información con dificultad y sólo después de una solemne promesa de que si Adina reiteraba

viva voce a una persona enviada por sus amigos la afirmación de que era feliz, estos no tomarían ninguna medida para rescatarla. Se encontraba en Roma, y en esa ciudad sagrada debían dejarla.

—Recuerde —dijo el padre, en voz muy baja—, que es adulta y dueña de sus actos, y que puede hacer lo que desee con su dinero. Tiene una buena cantidad, ¿eh?

Poseía menos de lo que él pensaba, pero era evidente que el padre sabía de lo que hablaba. Fue él, admitió, quien había unido a la joven pareja en matrimonio el día anterior; la ceremonia había tenido lugar en la pequeña y antigua iglesia circular de la colina, en Albano, a las cinco de la mañana.

—Sabe,

signor —dijo frotándose lentamente sus manos amarillentas— ¡ella se había encaprichado en gran manera!

Evité hacer cualquier comentario que le diera oportunidad de recordarme que Angelo tenía una rencilla que saldar y, por su parte, expresó la convicción de que su sobrino era el tipo más dulce del mundo. Le escuché y partí en silencio; mi curiosidad, al menos, no estaba satisfecha en lo que a Angelo se refería.

Mrs. Waddington también tenía más curiosidad de la que reconocía; su naturaleza amable se preguntaba, bajo el reproche de su indignación, cómo estaría viviendo la muchacha y si los olores de su inmueble serían efectivamente insoportables. Fue, por tanto, aquella tácita petición la que me llevó a visitar la morada de la joven pareja, en los alrededores de la Piazza Barberini. Las dependencias eran modestas, pero daban a los viejos y pintorescos jardines de los frailes capuchinos, y en lo que se refiere a los olores, no noté nada peor que el intenso aroma de un gran ramo de claveles en una vasija verde sobre el alféizar de una ventana. Angelo permanecía de pie allí, aparentando ser el héroe ideal de su historia de amor al tiempo que desmenuzaba uno de los claveles. Me miró de forma tímida y algo fría al principio, como si estuviera preparado para ponerse firme contra una posible disputa, pero cuando advirtió que no tenía intención alguna de hacer alusión al pasado, permitió que su moreno semblante dejara traslucir su serena complacencia. No me encontraba más dispuesto de lo que había estado la semana anterior a considerarlo como un mal tipo; pero era cierto que el joven era un misterio —su personalidad era un gran enigma, comparable al del método empleado en su conquista. No pretendo afirmar si estaba enamorado, pero creo que él ya había olvidado cómo le había llegado la felicidad, y se deleitaba en ser adorado con una especie de placer primitivo, natural y sensual. Era como la cálida luz del sol, o como un abundante buen vino. No creo que su suerte le sorprendiera en lo más mínimo; en el fondo de cada auténtico corazón romano, incluso si palpita bajo los harapos de un mendigo, encontrarás el indeleble convencimiento de que todos somos unos bárbaros y que debemos rendirles tributo. Angelo había sido acogido con todas sus grotescas supersticiones, pero ¿qué clase de futuro prometían estas a Adina? Le pedí permiso para hablar con ella. Encogiéndose de hombros, dijo que la muchacha era libre de elegir, y se dirigió con mi petición a una habitación contigua. La elección por parte de ella, al parecer, fue difícil. Esperé un tiempo, preguntándome qué aspecto tendría la joven al otro lado del horrible abismo al que había saltado de forma tan audaz. Adina apareció, al fin, e inmediatamente percibí que estaba contrariada por mi visita. Deseaba olvidar por completo su pasado. Estaba pálida y muy seria y parecía llevar una glacial máscara de reserva. Si antes me había parecido una criatura extraña, no me ayudaba a entenderla el verla allí, junto a su insólito marido. Mis ojos fueron del uno al otro y, supongo, traicionaron mis pensamientos. Ella me solicitó repentinamente que la informara de mi encargo.

—Me han pedido que averigüe si usted es feliz. Mrs. Waddington no está dispuesta a abandonar Roma mientras haya una posibilidad de que… —dudé acerca de la palabra que utilizar, pero ella me interrumpió.

—De que me arrepienta, ¿es lo que trata de decir? —fijó sus ojos en el suelo por un momento, y los alzó repentinamente—. Mrs. Waddington puede irse de Roma —dijo en voz baja.

Me di la vuelta en silencio, pero esperé un momento algún pequeño mensaje de despedida.

—¡Sólo pido que se me olvide! —añadió, mientras me observaba.

Se dice que el amor es la pasión egoísta par

excellence; si es así, Adina lo había demostrado con creces.

—No puedo prometer olvidarla —le dije—; ¡usted y mi amigo aquí presente merecen que se les recuerde!

Ella se apartó. Angelo pareció aliviado por el cese de nuestra conversación en inglés. Me abrió la puerta y se detuvo un momento con una sonrisa elocuente y deliberada.

—Ella es feliz, ¿verdad? —preguntó.

—¡Eso es lo que dice!

Puso su mano sobre mi hombro, y exclamó:

—¡Yo también lo soy! ¡Ella es mejor que el topacio!

—Es usted un tipo extraño —exclamé; y abriéndome paso, me alejé rápidamente.

Mrs. Waddington concedió a su hijastra otra oportunidad para arrepentirse demorándose en Roma quince días más. Quedó decepcionada porque no fui capaz de llevarle información relativa a cómo Adina había evadido la vigilancia —cómo había puesto en marcha su juego y lo mantuvo en secreto. Por mi parte creía que el galanteo había sido muy breve, y que hasta que ella salió furtivamente de la casa la mañana anterior a su fuga para encontrarse en la iglesia con el padre Girolamo y su sobrino, apenas había escuchado el sonido de la voz de su prometido. Hubo señales, miradas y otros tácitos votos; dos o tres notas, quizás. Mrs. Waddington nunca supo quién era Angelo exactamente y qué nos había garantizado en un principio el honor de sus atenciones. Para ella era suficiente que fuera un italiano pintoresco y sin amigos. Donde todo era un doloroso enigma, una sombra o dos más de oscuridad, apenas importaban. Scrope, por supuesto, nunca intentó dar explicaciones de su propia ceguera, aunque para sus adentros este episodio debió haber sido amargamente extraño. Habló únicamente de Adina, como dije, en una sola ocasión.

Él sabía por instinto, por adivinación —pues yo no se lo había dicho— que yo había ido a verla, y ya tarde en la noche siguiente a mi visita, me propuso dar un paseo por las calles. Era una suave y húmeda noche, con unas masas de nubes vagas y dispersas a través de las cuales la luna flotaba suavemente. Un cálido viento del sur se había introducido por el oscuro corazón de la ciudad. «Vayamos a San Pedro para ver cómo juegan las fuentes a la caprichosa luz de la luna», dijo. Cuando alcanzamos el puente de San Angelo, se detuvo y asomándose al pretil miró el Tiber. Finalmente, y alzándose de nuevo de forma repentina, preguntó:

—¿La has visto?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—Que era feliz.

Permaneció en silencio y continuamos andando. A medio camino sobre el puente, se detuvo de nuevo y contempló el río. Entonces sacó de su bolsillo un pequeño estuche de terciopelo, lo abrió, y dejó que algo brillara a la luz de la luna. Era el hermoso y aciago topacio imperial. Me miró y supe lo que su mirada significaba. Hizo palpitar mi corazón, pero no dije ¡no! La gema dorada con sus crueles símbolos había sido una maldición. ¡Dejemos que regrese al enmohecido submundo del pasado romano! Así una de sus manos con firmeza; él estiró la otra y con un elegante ademán arrojó la brillante joya al oscuro río. ¡Allí yace! Algún día, supongo, excavarán en el Tiber buscando tesoros y probablemente desentierren nuestro topacio y lo identifiquen. ¿Pero quién podrá asociar este apasionado entreacto humano con su sepultura centenaria?

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