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AKA » CAPÍTULO 111

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El único dato que quizás Chumillas desconocía y que yo podría proporcionarle para demostrarle al menos mi buena intención, así como mi desvinculación con el sospechoso, era el adeene del tipo que acompañaba al médico disfrazado, y que me fue presentado como hijo de éste. A partir de su adeene, un hombre de recursos como Chumillas no tardaría en acceder a su RAP, y con él a la dirección, profesión, enfermedades infantiles, ficha dental, matrícula de coche, recibos impagados, cantantes favoritos, y, en fin, a toda la vida y obras del individuo. Sí, es ilegal leer el adeene de la gente con lectores particulares, pero todo el mundo los tiene alegando que en realidad no los usa, y esa misma estratagema utiliza don Agamenón y cualquier empresario que se precie de su condición.

Partiendo de esa idea, un plan comenzó a esbozarse en mi cabeza: yo podría acceder a los registros de acceso del día anterior cuando redactara mi informe final, puesto que éste tendría que incluir la factura y don Agamenón tiene conectado el sistema de facturación a todos los demás sistemas, por si a última hora se nos ocurre algo más que cobrarles a los clientes. Así, yo podría acceder desde el sistema de facturación al sistema de seguridad, donde quedaban grabados los adeenes de todas las personas que visitaban la empresa. El adeene del falso vejete no tendría interés para Chumillas, puesto que al parecer ya lo conocía bien, pero cuando viera que yo no sólo no protegía al doctor facineroso sino que incluso me prestaba a identificar a su cómplice, arriesgando con ello mi valioso puesto de trabajo, se convencería de que estaba presionando al hombre equivocado. Y, por qué no, quizás considerara oportuno mantener su oferta inicial y compensarme por mis servicios con alguna dirección general, o con una silla en algún consejo de administración facilito, como el de un banco: si me lo propongo, sé explotar a los pobres como el que más.

Pero, a pesar de las consecuencias que podría acarrearme, no era este delicado asunto de imposturas y desapariciones el único que me inquietaba aquella mañana mientras llegaba a mi cochiquera, colgaba mi chaqueta en la esquina de un biombo, y encendía mi terminal de facturación. Por muy acostumbrado que estuviera a los arrebatos sentimentales de mi hija, no podía evitar preocuparme también por la fuga que había protagonizado con el tal Johnny. Tenía que cancelar sus líneas de crédito y dar órdenes estrictas para que me avisaran de cualquier tentativa de uso o disfrute. Mi agenda del día, pues, era breve: hablaría con don Agamenón para pedirle que me dispensara unos minutos y poder así acercarme al banco, redactaría a mi vuelta el informe de la maldita verificación del día anterior, accedería al sistema de seguridad de la empresa, leería el adeene del pollo que acompañaba al criminal galeno, y esperaría a que Chumillas se pusiera en contacto conmigo para hacerle partícipe de todos los razonamientos que acabo de exponer, tras lo cual confiaba yo en que podría recuperar las riendas de mi vida.

Aunque don Agamenón nos había explicado miles de veces las ventajas personales y profesionales que nos reportarían las cochiqueras abiertas en las que había convertido nuestros anteriores despachos tras asistir al seminario «

Zen and the art of over-crowding», el propio don Agamenón ejercía su liderazgo desde una oficina cerrada si bien que con amplias vistas a la Gran Vía. Fue precisamente ese despacho el que yo visité a las diez menos cuarto de aquella mañana para solicitar de nuestro guía media hora libre, que emplearía en hacer una visita al banco. Don Agamenón prorrumpió en llanto al escuchar mis palabras, a pesar de que yo ya le había adelantado que, por supuesto, renunciaría al salario correspondiente al tiempo que estuviera fuera de la empresa, y que recuperaría, completamente gratis, la media hora perdida con tiempo añadido al final de la jornada. Don Agamenón no sólo pasó por alto mi oferta, sino que su llanto arreció al escucharla y, mientras se enjugaba las lágrimas con las últimas quejas recibidas de los clientes, me dijo que no era el dinero lo que provocaba su desesperación, sino la falta de compromiso o

commitment que demostraba yo abandonando mi puesto y dejando la compañía expuesta al caos y la quiebra, y que yo le estaba decepcionando, y que traicionaba la confianza que él había depositado en mí después de tantos años de demostrarme su generosidad con un sueldo a final de mes, y que él no se merecía esos disgustos, y muchas cosas más que no acerté a entender pues la voz se le entrecortaba con los sollozos, y el ruido que hacía al sonarse retumbaba como un trueno y retornaba en forma de eco amenazador tras rebotar en las lejanas paredes que delimitaban la estancia. Por fin, cuando recobró un poco de serenidad, y tras empapar las reclamaciones de los clientes de lágrimas y otras secreciones menos poéticas, don Agamenón concluyó diciendo que éramos todos una panda de desagradecidos, y que ya le había advertido el americano que le dio el seminario «

Zen and the art of lying» de que los empleados no sabríamos apreciar sus modernas técnicas de gestión, y que confundiríamos la libertad con el libertinaje, y que así es la vida, y que con gran dolor de su corazón, porque aunque a nosotros nos pareciera lo contrario su propósito no era forrarse sino desarrollarnos como personas, se veía obligado a descontarme no sólo la media hora que yo estuviera ausente sino un poco más en concepto de daño moral, y que dicho descuento lo cuantificaba él, para evitar fracciones y redondeos siempre molestos, en el salario del día completo. Dicho esto último, rompió de nuevo a llorar, y yo no me atreví a decirle nada más puesto que ya me sentía bastante culpable.

Con este cargo de conciencia me dirigí raudo hacia la oficina más próxima del Happiness Bank, marca registrada de N'Joy Corporation, antes llamado BSBCVHA, y tras soportar estoicamente una fila que parecía no avanzar nunca, pude al fin dirigirme a uno de los empleados que dejó de tachar números en el boleto de la primitiva para saludarme.

—Buenos días, señor o señora —me dijo—. Soy su Asesor Bancario y de Consumo, o ABC, para hoy. Mi RAP es 0A-16E-676-56C, AKA Publio Trajano Puig. En virtud de lo dispuesto por el Protocolo de Sinceridad estoy obligado a informarle de que, aunque por mi comportamiento pudiera usted deducir que estoy aquí para ayudarle o que incluso soy su amigo, en realidad yo trabajo para el banco y estoy aquí para que éste obtenga los mayores beneficios posibles. Dicho lo cual, se ve que su porte es distinguido, y estoy seguro de que triunfa usted en todos los ámbitos de su vida personal y profesional. Y ahora le pregunto: ¿no cree que se merece una vida mejor? —Y añadió sin darme tiempo a decir nada—: ¿Una casa más amplia? ¿Un coche más confortable? ¿Un vestuario, si me permite la observación, más acorde con su gallardía?

—Gracias por su interés, pero hoy tengo un poco de prisa. Mi RAP lo estará viendo usted en su pantalla, y en él podrá comprobar que soy un cliente veterano y, puestos a ser sinceros, rentable. Necesito pedirles un favor, don Publio Trajano.

—Llámeme Publio.

—Se trata de un favor personal.

—¿Tiene saldo? —me preguntó el tal Publio enarcando una ceja.

—Compruébelo si no se fía de mí —le respondí, y vi con cierto vejamen cómo, en efecto, no se fiaba de mí y se apresuraba a consultar la pantalla de información confidencial.

—Veo que es usted un hombre de bien y con nómina, si es que existe alguna diferencia entre esos dos conceptos.

—Pues verás, Publio…

—Visto su saldo llámeme mejor señor Puig.

Corté el palique arguyendo que el asunto que me había llevado allí era de máxima urgencia y le expuse el caso. No le hizo mucha gracia eso de cancelar una línea de crédito, pero entonces me interesé por saber si el número de empleados zurdos y daltónicos que tenían en su oficina se correspondía con el 0,64% de ciudadanos que, según las estadísticas, ostentan ambas condiciones. Esta insinuación sobre una posible discriminación latero-cromática puso en guardia al tal Puig, y la mención de un par de viejos contactos que todavía recordaba en el Ministerio de Diversidad y Minorías hizo el resto.

—De acuerdo —terminó por consentir a regañadientes—. Cancelaremos la línea de crédito y le avisaremos si alguien intenta utilizarla, pero sólo durante cuarenta y ocho horas. No podemos detener el flujo de capitales o colapsaríamos los cimientos liberales de nuestra economía, lo que provocaría una ralentización del proceso de enriquecimiento rapaz del que somos al tiempo garantes y partícipes. Y ahora, dígame: ¿para qué quiere el préstamo?

—Yo no quiero ningún préstamo.

—¿Ha venido al banco y no va a incurrir en ningún gasto? Me veo obligado, entonces, a cobrarle una comisión.

—Caballero —dije, intentando aupar la conversación a una dignidad mínima—, quizás contenga usted su ansia comercial cuando le diga que mi hijita desapareció ayer de casa acompañada por un adolescente, quizás melenudo, que responde al nombre de Johnny, y que mi propósito con esta visita es detectar sus movimientos para rescatarla de las garras de ese gañán. Y le diré más: estos minutos que usted me está haciendo perder son doblemente vitales, puesto que para conseguirlos he tenido que pedirle permiso a mi jefe provocándole un serio disgusto.

—En ese caso —respondió el tal Puig, dejando de bostezar y retomando su tarea de marcar cruces en el boleto de la primitiva—, coincido con usted: no perdamos más tiempo. Una hija secuestrada no le impedirá pagar su hipoteca, pero necesitamos que conserve su empleo para que pueda afrontar las mensualidades. No podemos aumentar el índice de morosidad, o los analistas nos penalizarán con vertiginosos descensos en Bolsa. Claro, a usted esto le da igual porque es un egoísta y sólo piensa en usted mismo. Menos mal que estamos nosotros para pensar en todos.

—Espero sus noticias —concluí, dando por terminada la conversación y haciendo ya ademán de marcharme.

—¿Seguro que no quiere otra hipoteca? ¿Un videoguol nuevo?

—Ya le he dicho que tengo mucha prisa.

—Los trámites no nos llevarán más de unos minutos. Mire, ya tengo el contrato redactado. Veinte años al 12%. Lo sé, estamos locos: es lo que siempre le digo a nuestro consejero delegado. Le digo: ¡estamos locos! Firme aquí.

—No necesito un videoguol. Ya tengo uno que funciona perfectamente, gracias —mentí.

—Un hombre de posibles, ¿eh? Lo he adivinado en cuanto le he visto entrar. ¿Conoce usted Puerto Huevón? Un sueño. Un lujo a su alcance. Vea este folleto y dígame, si se atreve, que usted no se merece esto. Seductor, ¿eh? Sé lo que está pensando: esto debe de costar un potosí. No lo niego: no es algo que pueda permitirse cualquiera, pero ¿acaso es usted un cualquiera? No conteste. No piense. Actúe. La vida pasa mientras nosotros hablamos de trivialidades. ¿El dinero? De eso nos ocupamos nosotros. Nos duele ver cómo usted y su nómina se marchitan día a día en este valle de lágrimas. Las injusticias nos enervan, a mí y a toda la plantilla del Happiness Bank, marca registrada de N'Joy Corporation, empezando por nuestro ilustre consejero delegado que creó este negocio haciendo oídos sordos a ganancias y réditos, y guiado únicamente por el afán de construir un mundo mejor para todos los seres humanos y sus animales de compañía. He ahí su foto —prosiguió, señalando con la cabeza a un póster—. Mire, ya tengo el contrato redactado. Firme aquí. Nuestro consejero delegado sufre al saber que personas como usted no disfrutan de la vida que merecen sólo porque no quieren endeudarse como perros. Por cierto, ¿le gustaría vivir en un CID para familias con perro? ¿Tiene usted perro? ¿Conoce nuestro crediperro? Incluye una clonación gratuita del bicho si se le muere antes del primer año. ¡No me lo diga! Lo sé: estamos locos. Perdemos dinero, pero así somos nosotros. Somos felices si usted es feliz. Es nuestro lema. ¿Lo ha visto en la puerta?

—No necesito nada, gracias —repetí, levantándome ya de la silla.

—¿Un paquete de pañuelos de papel?

—No insista.

—¿Quiere echar una bono-loto?

—Pierde usted el tiempo.

—¿Una Cheeseburger, marca registrada de N'Joy Corporation, propietaria asimismo de esta reputada institución bancaria?

—No.

—La oferta del día incluye patatas gratis. Vamos, anímese. Yo sólo busco su felicidad y mi ascenso a

section coach para poder vengarme de unos cuantos de mis ahora compañeros, en especial de aquel de allí.

Total, que salí con una hamburguesa. No es que yo no sepa decir que no, sino que la conciencia no me habría dejado dormir porque en el fondo sabía que Puig tenía razón: no podemos eludir nuestra responsabilidad como consumidores. Las economías se colapsan porque los ciudadanos, inconscientes, optamos por el cobarde ahorro en lugar de invertir como machotes. El gobierno crea un entorno propicio, los empresarios sacrifican sus vidas privadas para ofrecernos tentadores productos, y ¿cómo respondemos nosotros? Retrayendo el consumo. Guardando el dinero en un calcetín. Digo esto último, claro está, como una metáfora, porque todos sabemos que el dinero en efectivo ya no es legal, salvo los bonos numerados para dar limosnas, y no querría yo que alguien pensara que soy uno de esos piratas financieros que disponen de él y continúan utilizándolo para las más perversas y anónimas operaciones.

Estas y otras muchas agudas reflexiones sobre la circulación de capitales habría desgranado yo en mi regreso a la oficina de no haber sido porque, primero, un policía me hizo tirar la hamburguesa y las patatas a una papelera, y leyó mi RAP para cobrarse una multa de acuerdo con lo dispuesto en la Ordenanza de Actos Estéticamente Punibles, y porque, después, escuché por varias veces un insistente chisteo, cuyo origen no pude colegir hasta que ya media Gran Vía, en especial el sector masculino, se había girado dándose por aludida. El sector femenino se limitaba a estirar el cuello y sacar barbilla.

—¡Eh, oiga! ¡Usted! ¡El de la nariz… este…! ¡El de la chaqueta… hum…! ¡El del pelo…! —clamaba la voz—. ¡Eh, usted! ¡El vulgar!

No me giré, por supuesto, pensando que yo pudiera encajar en esa definición, ni tampoco por estar convencido de lo contrario. En realidad, no tuve tiempo para pensar nada porque sentí un fuerte golpe en el hueso occipital, acompañado del inconfundible sonido que se produce cuando algo choca contra un objeto hueco. Fue por eso por lo que me di la vuelta para divisar, por fin, al emisor de tan desagradables sonidos y de tan certeros lanzamientos.

Lejos de hacerse el longuis, o al menos disculparse, el individuo en cuestión hacía todo tipo de aspavientos y me invitaba a acercarme. Su rostro me resultó familiar, pero, al hallarse él en el espacio de la acera reservado a pordioseros y mendigos, supuse que sería simplemente uno de los que yo veía en aquel mismo lugar cada día al entrar y salir de trabajar. Mientras el menesteroso seguía gesticulando, yo ponderaba la posibilidad de que quisiera aprovecharse de mí, por difícil que esto pueda resultar, y pensaba que quizás debería seguir mi camino y evitar imprevistos que retrasaran más mi regreso.

Una nueva pedrada aceleró todo el proceso decisorio.

—¡Deje de lanzarme objetos! ¡Usted no sabe con quién se la está jugando!

—Sí, sí lo sé —dijo el indigente—. Y usted también sabe quién soy yo.

—¿Ah, sí?

Sacó una barba y una peluca castaña del bolsillo y se las sobrepuso. Mi sagacidad no pasó por alto la coincidencia entre el rostro que ahora veía y el que había visto el día anterior acompañando al médico proscrito.

—¡Usted! —exclamé, acercándome a él a paso ligero—. ¿Y quién narices es usted? ¡Espere! No me lo diga. No quiero saberlo. Usted y su padre, o su compinche, el albino, me han metido en un jaleo de no te menees.

—No era albino. Pretendía aparentar ancianidad. En cuanto a mí, me llamo… Bueno, usted llámeme Paco.

—¿Paco? ¿No podemos usar otro apodo menos ridículo?

Mientras entablaba tan estúpida conversación, mi cerebro intentaba procesar a toda velocidad los nuevos hechos que se estaban produciendo y las nuevas posibilidades que éstos me abrían. Mi interlocutor había recuperado el turno de palabra, y me contaba en voz baja cosas que quizás fueran interesantes, pero que yo no podía escuchar porque estaba ocupado en contemplar todas las imágenes que mi imaginación producía en serie y en paralelo: yo reduciendo al mendigo y atándolo, yo entregando el mendigo a Chumillas, yo abrazado por Chumillas, yo soltándome de Chumillas que abusaba de la ocasión, yo compartiendo una caja de aguacates con don Agamenón, yo en un despacho como

Western Europe Chief Executive Officer de alguna importante productora cinematográfica, yo recogiendo un Óscar, yo bailando, yo pronunciando discursos, yo en la tele, yo en la portada de la revista «Patans of the World», yo bailando más, yo firmando autógrafos, yo paseando con una rubia frente a la casa de mi ex mujer, mi ex mujer poniéndose celosa, mi ex mujer volviendo conmigo, yo abrazando otra vez a Chumillas, ¿otra vez?, me pregunté, no me lo explico, tengo que pararle los pies a ese Chumillas… Y habría seguido yo haciendo mis mementos, de no ser porque reparé de pronto en que el cómplice del doctor había dejado de poner el paño al púlpito.

—Entonces, ¿qué me dice? —me preguntó, al ver que yo tampoco decía nada.

—¿Sobre qué?

Dejé que Paco, o don Paco, o el señor Paco, que no querría yo que la familiaridad pudiera interpretarse como menosprecio por mi parte hacia las clases subterráneas, me colocara otra perorata mientras yo alejaba aquellas prometedoras visiones de mi cabeza y me concentraba en encontrar la manera de consumar el primer paso hacia ellas: necesitaba retener a aquel sujeto hasta que Chumillas se pusiera en contacto conmigo. Obviamente no podía explicarle esto a él, puesto que quizás se negara a cooperar en la entrega de su propia persona, así que tendría que, o bien contarle alguna trola, o bien secuestrarlo violentamente. Y ya se sabe que nada hay peor que una mentira, como nos repite cada día La Verdad TV.

—Se lo ruego —proseguía mi interlocutor—. Es usted mi única esperanza. Mi vida corre peligro, y no sería descabellado pensar que la suya también.

—No le conviene amenazarme, caballerete. Tengo amigos poderosos, y yo mismo trabajo en una empresa reputadísima en la que ocupo un puestazo, como prueba el hecho de que a estas horas pueda permitirme estar en la calle charlando con un representante de las capas más aceitosas de nuestra sociedad.

—No soy yo quien amenaza su integridad física —me aclaró—, sino los mismos sujetos que amenazan la mía. ¿No se ha dado cuenta de que le está siguiendo un tipo con aspecto sospechoso? Mire con disimulo hacia aquel escaparate. No, al de lencería no. Al otro. ¿Lo ve?

—Es cierto —respondí, aunque la verdad es que no veía a nadie, o, mejor dicho, veía a muchas personas pero ninguna de ellas me parecía sospechosa de nada. Si dije «es cierto» no es porque yo no sepa imponerme y decir que no, sino por otras razones más profundas que no puedo exponer ahora porque el señor Paco ya volvía a hablarme.

—Estamos en peligro —dijo, y después, abusando de la confianza como suelen hacer los paupérrimos, que según dice don Agamenón cuando uno les da la mano quieren el brazo, y cuando uno les da un sindicato implantan el comunismo, el supuesto mendigo me agarró por la manga de la chaqueta, y redujo la distancia entre su boca y mi oreja para proseguir con su cháchara en un tono de voz aún más bajo—. Por favor, ayúdeme. Temo por mi vida, y no conozco a nadie más en la ciudad.

La ocasión, como suele decirse, la pintaban calva, probablemente porque cuando la pintaban no existía Baldless, marca registrada de Eternal Life Inc., o porque quien la pintó no podía pagar los tres mil dólares que cuesta cada pastilla. A punto estuve de lanzarme a ofrecerle al indigente mi hospitalidad, falsa, claro está, cuando reparé en que era muy posible que el individuo que tenía ante mí contara con antecedentes penales, y que si lo llevaba a mi casa la señora Domitila no tardaría ni cinco minutos en avisar a la policía para que comprobaran las lecturas de las piruletas y, hecho esto, procedieran a detenerlo por crear alarma social. Cierto que quizás la policía tardara un rato en acudir, porque cada vez hay más coches mal aparcados y no pueden atender a todo, pero no parecía probable que Chumillas tuviera tiempo de llegar a mi casa antes de que se lo llevaran. Y mi agudo sentido de la observación me había hecho notar, la noche anterior, que Chumillas tenía cierto interés en que las autoridades no se vieran involucradas en el asunto.

Por otra parte, y antes de decidirme a incurrir en esos o en otros y peores riesgos, tenía que asegurarme de que aquel pelagatos, que ahora me miraba con una expresión que no conseguía definirse entre la angustia y el paroxismo, mantenía todavía contacto con el principal elemento, o sea, con el repugnante galeno.

—¿Cómo que no conoce a nadie? —pregunté, retomando su última afirmación y aparentando desinterés—. ¿Y su amigo o padre, el doctor?

Mi interlocutor intentó aproximar más su boca a mi oreja pero, fingiendo yo ejecutar unos ejercicios para estirar las cervicales, conseguí mantener nuestras cabezas a una prudente distancia.

—El doctor —susurró— ha… desaparecido.

Dijo esta última palabra entornando los ojos, arrugando la nariz, y alzando medio labio superior, en un gesto que, tomado en su conjunto, podía tanto transmitir cierta tenebrosidad como mostrar los efectos de una difícil digestión. Supuse que el ruido del autobús que circulaba junto a nosotros, o el de la excavadora que desterraba un solar vecino, o el de las sirenas de cuatro ambulancias que pasaban zumbando por la calle, o el del silbato de un guardia que multaba a un conductor por toser con la ventanilla abierta, o el de las motos que escoltaban una limusina a toda pastilla, o el del videoguol público de Callao, o el de las flautas andinas de uno de esos grupos pro mestizaje que el Ministerio de Diversidad y Minorías esparce por el metro, o el de los gritos de tres niños desollándose por ser los primeros en comprar un videojuego, o, en fin, cualquier otro murmullo de los muchos que animaban la Gran Vía, supuse, pues, que alguno de esos sonidos o el conjunto de todos ellos había deformado el susurro del pedigüeño haciendo que llegara a mis oídos la palabra equivocada.

—¿Ha dicho usted que ha desaparecido? —quise verificar, puesto que aquella era una revelación crucial para mis intereses.

En lugar de su respuesta, lo que escuché fue una nueva voz proveniente de algún lugar que yo no podía ver y que, por lo tanto, debía hallarse detrás de mí.

—No te entretengas con este —dijo la voz recién llegada—. Pasa por aquí todos los días y nunca me ha dado ni un centavo.

Asumí, como no podía ser de otra manera, que estas palabras no iban dirigidas a mí, pero no por ello dejé de girarme y contemplar a nuestro nuevo contertulio. No diría yo que era una persona elegante y refinada, puesto que lo apropiado sería decir que era un guarro y un piojoso. Pero tampoco diría yo esto, y mucho menos se lo diría a la cara al sujeto en cuestión puesto que la expresión de su rostro no invitaba a sinceridades. Ante este dilema, opté por no decir nada y aguardar a que la canalla resolviera sus contenciosos.

—Aquí tienes la recaudación —le dijo el primer marginal, el mío, por así decirlo, al segundo.

—¿Sólo esto? —replicó el otro, y acto seguido intercambiaron posiciones y éste procedió a ejecutar un espagar con el torso flexionado, para después aguardar a que la compasión de sus semejantes se tradujera en moneda de curso legal—. Está el mercado muy difícil —prosiguió, sin dirigirse a nadie en particular, mientras desplegaba un cartón en el que se leía: «Veba Cokepepsi»—. Hay que encontrar algún

competitive breakthrough, un

quantum leap como lo llama el profesor Smit. Pero el consumidor está presionado por el entorno inflacionario y los tipos alcistas limitan su capacidad de inversión, y uno tiene que buscarse fuentes de ingresos atípicos, como el patrocinio que he conseguido para el cartón. No podré reflejarlo en el balance como beneficios ordinarios, pero si consigo colarlo como bienes amortizables, pues eso que nos llevamos por delante.

Yo contemplaba la escena sin ninguna intención de emitir un juicio o valoración, pero me pareció conveniente hacer algún comentario que me granjeara la simpatía del nuevo mendigo, de quien no descartaba obtener algún tipo de servicio beneficioso para mí, como encargarle que retuviera a su compañero por la fuerza el tiempo que fuera necesario hasta que Chumillas se pusiera en contacto conmigo.

—Muy buena idea lo de incorporar faltas de ortografía para llamar a la piedad —lo halagué.

—¿Qué faltas de ortografía? —preguntó él muy ofendido—.

Sepa usted que estudié hasta segundo de magisterio, y que tuve que dejarlo por problemas familiares: mi padre, que era el decano de la facultad, falleció en un accidente mientras impartía las prácticas de marquetería. Después de eso consagré mi vida al

marketing. Y aquí me tiene. Me saqué la oposición municipal a mendigo hace dos años.

—Fascinante —concedí, y de inmediato me propuse reconducir la conversación hacia senderos más productivos para mis intereses— Lástima que ahora no tengamos tiempo para debatir sobre cuestiones tan principales. Porque supongo que ya sabe que su amigo…

—Este no es amigo mío —me interrumpió el mendigo ilustrado—. Es más, yo creía que era amigo suyo, porque me pidió prestado el puesto alegando que tenía que encontrarse con un amigo. No me habrás mentido, ¿eh? —añadió, dirigiéndose ahora al señor Paco—. No hay nada peor que la mentira.

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