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AKA » CAPÍTULO 111

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—Tanto da —dije yo en tono meloso—. El caso es que aquí, este que no es ni amigo mío ni amigo suyo, necesita ayuda. Sé que lo habitual en estos casos es dirigir al ciudadano a la comisaría más cercana para que las autoridades registren su solicitud de ayuda, convoquen plazas de ayudantes, adjudiquen la plaza, firmen el convenio, constituyan el sindicato, compongan el comité de empresa, fijen los precios, y, por fin, ayuden al individuo. Pero siendo yo como soy un importante ejecutivo de una gran empresa, y dado que este mes todavía no he donado nada de mi desorbitado salario a la beneficencia, me siento en el deber moral de prestar auxilio a este sujeto. Lamentablemente, la empresa zozobra en cuanto me ausento más de unos minutos, así que me veo obligado a regresar con urgencia para impartir consignas a la soldadesca. Por otra parte, en casa acabamos de acuchillar el parquet, y quizás esté todavía resentido, sobre todo con las visitas. Así que me preguntaba —propuse por fin, sin dejar de mirar de reojo la reacción del menesteroso—, si podría usted acoger a este desamparado en su hogar hasta que yo pueda pasar a recogerlo. Sólo serán unas horas, hasta que termine mi jornada laboral. Los gastos, huelga decirlo, correrían de mi cuenta siempre que nos mantengamos dentro de unos límites razonables, entre los que le adelanto que habría hueco también para un chusco de pan como recompensa para usted.

—Ni lo sueñes.

Y dicho esto, el mendigo consultó su reloj de pie, puesto que el de pulsera quedaba lejos de su campo visual debido a la acrobática postura, se levantó, recogió el anuncio de cartón, se sacudió la ropa, y, sin ni siquiera dirigirnos unas palabras de despedida, se incorporó al caudal de empleados que había tomado la Gran Vía camino de los bares para el bocadillo de las once.

El señor Paco y yo nos quedamos pasmados, él más que yo, todo hay que decirlo, y así nos habríamos quedado un buen rato de no haber sido porque mi comunicador personal, también llamado CP, me dio una pequeña descarga eléctrica para avisarme de que tenía un requerimiento de comunicación. Apunté el foco de mi anillo-proyector hacia un lugar discreto, y contemplé la cara de un tipo que parecía haber competido por batir el récord de tiempo sin acercarse a una pastilla de jabón, con buena marca. Me costó reconocer en él a Gaio Claudio Seta, el lampista que, cuando tenía a bien, obraba en mi nuevo chalé.

—Señor Emmanuel —comenzó a decir, y no se detuvo a pesar de que yo intenté hacerle saber que no podía atenderle en aquel momento—, habemos un problema. Hay que tirar todo el tabique, u pasar otra conducción al través, pero eso es más difícil que enhebrar una aguja en un pajar. Lo que pasa es que los materiales están muy viciosos, y si regateo con la radial nos comemos el falso techo y podemos tocar los contrafuertes, o inclusive el gas. Contri más lo rasquemos, peor. Yo, lo que usted me diga, pero si me dice que regatee no puedo traer la radial hasta el mes que viene, Dios mangante.

—Me pone usted entre la espalda y la pared, Gaio Claudio —le respondí, intentando hablarle en su propio idioma para que me entendiera—. Haga usted lo que su buen juicio le dicte, o sea, lo que se le pase por la punta de la pipa. Y ahora tengo que dejarle. Tengo aquí un asunto complicado y que no admite demora, o sea, como lo del regateo con la radial.

Me despedí sin dar tiempo a protestas, y apenas había apagado el CP cuando mis neuronas, con la diligencia que siempre las ha caracterizado, empezaron a atar cabos y llegaron de una cosa a la otra y de la otra a la de más allá. Total: que la luz se hizo. La solución a mis problemas me había llegado, por increíble que me resultara, y me lo resultaba mucho, de la mano de un lampista. Del lampista al chalé, del chalé a la urbanización, de la urbanización a las piruletas, y de las piruletas al señor Paco: como el CID de mi nueva vivienda estaba todavía en construcción, no se habían instalado aún las torres de protección ciudadana, puesto que no había vecinos a quienes proteger, y por lo tanto podría esconder al señor Paco en mi futura casa sin que nadie pudiera detectar su presencia allí, aparte del lampista o el fontanero que, llegado el caso, todo lo que harían con él sería ponerlo a trabajar por horas y pagarle en negro.

Sin duda, era la solución perfecta. Dicho y hecho, le anuncié al señor Paco mi decisión y le apunté la dirección en un papel. Le di instrucciones para que no saliera del chalé hasta que yo me reuniera con él, y le pedí que empleara ese tiempo en hacer memoria para intentar recordar algún detalle que nos permitiera localizar al desaparecido galeno. El señor Paco aceptó mis órdenes sin rechistar, e incluso se mostró agradecido por mi ayuda, que él suponía desinteresada. No obstante, y para evitar que pudiera cambiar de opinión por el camino, yo mismo detuve un taxi que, casualmente, resultó ser el mismo que la noche anterior me había llevado a la fiesta del Palace. El conductor me reconoció y se le iluminaron los ojos al recordar la generosa propina que había recibido, así que le di las instrucciones a seguir y, tras dejarle leer mi RAP, le prometí otra jugosa recompensa si cumplía el encargo y regresaba a darme cuenta de ello y, de paso, a repetir el trayecto conmigo cuando hubiera cumplido mi horario laboral. Tuve que emplear unos minutos más en contrastar con el taxista nuestros conceptos de «jugosa», pero finalmente llegamos a un acuerdo, abusivo para mis intereses, claro está. Teniendo en cuenta lo que estaba en juego, di el dispendio por bien empleado y empaqueté al señor Paco con la promesa de reunirme con él en unas horas.

Después me encaminé de regreso primero a mi edificio y después a mi cubículo, intentando encontrar una manera indolora de contarle a don Agamenón que aquel día, y debido a unas muy especiales circunstancias que sin embargo no podía contarle, tendría que abandonar mi puesto de trabajo a la hora de salida oficial, sin realizar ninguna hora extra gratis.

Visité de nuevo, por tanto, el despacho de don Agamenón, e intenté anunciarle la noticia de la manera más disimulada posible, pero tan pronto como escuchó mis palabras se arrojó al suelo y comenzó a rasgarse la elegante chaqueta de percal que hasta entonces había lucido con salero, y con voz desgarradora clamó que si queríamos matarlo a disgustos, y que él era como un padre para nosotros pero que nosotros éramos unos caimanes, o unos caínes, no lo sabía bien, y que cualquier día su corazón diría «basta», pero no en el sentido de morirse, dijo, sino en el sentido de mandarnos a todos a la puta calle y contratar a otros que hicieran nuestro trabajo con menos sueldo y más agradecimiento, que para eso estaban los africanos, y que él lo sabía bien porque se había comprado un atlas y África era un sitio enorme, y que ya veríamos lo que era bueno cuando la oficina estuviera ocupada por tipos cuyos nombres tenían un montón de consonantes porque eran tan pobres que ni vocales podían tener, pero que a pesar de su miseria no se quejaban y bailaban medio desnudos alrededor de un palo mientras otros incendiaban su aldea para hacer carreteras, y que no se dedicaban a morder la mano que les daba de comer, entre otras cosas porque no comían, lo que los hacía más baratos incluso, y que no me quedara allí pasmado y que le ayudara a levantarse del suelo porque había reptado ya hasta la ventana y no podía seguir revolcándose por más tiempo.

—¿Puedo contar, entonces, con su permiso? —me atreví a preguntar mientras le sacudía la americana y le arreglaba las solapas.

No tacharé a don Agamenón de injusto por la decisión que tomó, puesto que como él mismo me recordó había sido yo quien había iniciado aquel eslalon de deslealtades y falta de compromiso, pero sí diré que no había previsto tal desenlace. Mientras abandonaba el edificio con una caja de cartón que contenía mis escasas pertenencias, no pude evitar reflexionar sobre el hecho, por lo demás ya irreversible, de que ahora sí había puesto todo mi futuro en las manos de Chumillas. Y, para ser sincero, no fue éste un pensamiento que me reconfortara.

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