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6. Señor Enrique

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Señor Enrique

Mérida

Enero de 2017

Te diré algo en lo que soy muy buena: dibujar pezones.

Puedo dibujar pezones de todo tipo: erguidos, puntiagudos, planos, pequeños, grandes, medianos… Todo tipo de pezones. En serio, me quedan muy reales. Si dibujar tetas a la perfección fuese un don, ese sería el mío, junto con dibujar penes. ¡Qué orgullo!

Así que estoy satisfecha de verdad cuando termino de dibujar el rostro de un chico sexi con lentes y espalda de nadador cuya boca se encuentra envuelta alrededor de un pezón de una chica mientras le pellizca el otro con una mano. Ella tiene una mano aferrada a la sábana, el rostro hacia atrás en expresión de éxtasis, y él se encuentra entre sus piernas. Es apasionado, elegante e increíble, atrapa y me encanta.

Son los protagonistas de la primera serie de dibujos a la que le he hecho más de cinco ilustraciones. Por primera vez no me he detenido y estoy construyendo una historia con imágenes. No le hago diálogos porque no soy buena con las palabras, escribir no es lo mío; es muy triste, porque tal vez podría haber optado por hacer novelas gráficas, pero lo mío es el dibujo, mis dibujos hablan y te cuentan la historia aun cuando nadie los ha visto nunca.

Me acomodo los lentes en el puente de la nariz y me encargo de hacer un detalle muy preciso sobre el pliegue de la sábana, porque adoro que se vea real. Cuando termino, estoy adolorida de la espalda y tengo los dedos acalambrados, pero ¡joder! Me encanta.

Tarareo una canción mientras enciendo mi supercomputadora y conecto la tableta digital. Después de escanear el dibujo, lo guardo dentro de mi sagrada caja (ahora en una segunda caja, porque la primera está llena) y, tras devolverla debajo de la cama, comienzo a perfeccionar los detalles y a darle color a mi dibujo, que se unirá a la carpeta «Deseos antagónicos», nombre que les he dado a los dibujos de esta historia.

Así que durante una hora estoy perdida, escuchando música muy variada y comiendo barritas energéticas. Ojalá pudiese hacer esto todo el tiempo. Me encanta, es divertido y lo disfruto tanto que es una lástima que tenga que avergonzarme de ello, pero me consuelo diciéndome que en el futuro podré ser la diseñadora de una novela gráfica de alguien más o trabajar las ideas de otras personas. Tal vez solo seré una diseñadora comercial o trabajaré para alguna productora de mangas, y eso ya estará bien.

—¡Mérida!

Salto de inmediato y bloqueo la pantalla de la tableta digital con una rapidez impresionante al mismo tiempo que apago la pantalla de la computadora. Me giro y me encuentro a mi mamá observando con sospecha mi habitación, como si esperara que estuviese escondiendo a un chico desnudo, pero supongo que luzco demasiado sospechosa.

—¿Qué haces?

—Eh… Hacía un trabajo de clase. ¿Quieres verlo?

La única razón por la que lo digo es que sé que no querrá verlo, porque todo lo referente a mis estudios le da igual, no le gusta mi elección de carrera y no tiene problemas en hacerlo muy evidente. Si actúo como que quiero compartir mi trabajo, ella pasará de ello. En efecto, ignora mi propuesta y parpadea varias veces mirándome. Luego se adentra en mi habitación y se fija en la eterna silla donde lanzo toda la ropa que me quito o decido no ponerme y que ubico en su lugar cuando me vienen las ganas de hacerlo.

Con el pie alinea uno de mis pares de zapatos y suspira mirando la cama, que, de hecho, está arreglada, pero no como ella quisiera.

—Ordena un poco tu habitación. Eso no te matará, Mery.

Tengo un conflicto con el apodo por el que me acaba de llamar, y es que siento que le resta fuerza a mi nombre y pasa de ser un nombre hispano a algo que suena anglosajón. No es que sea supernacionalista, pero sorprendentemente me gusta mi nombre. Cuando es mamá quien lo acorta me siento rara, porque a veces creo que quiere eliminar esa parte de nosotras que viene de otro lugar en pro de formar parte de la nación donde vivimos.

Puedo convivir con ambas culturas. Para disfrutar y querer a Inglaterra no necesito despreciar mis raíces.

Su mirada se desplaza de nuevo por la habitación y termina en mí.

—¿Por qué te maquillas así? Eres tan bonita y haces eso…

«Eso» es mi clásico delineado de ojos de gato y pintura labial carmín o roja. Es el maquillaje que siempre uso, mi caparazón, la fuerza que me hace sentir mejor cuando me muestro al mundo, y también me gusta mucho cómo me veo con él. Desde el momento en que aprendí a hacerme un delineado perfecto, nunca he dejado de hacérmelo.

—Tú también llevas maquillaje —señalo.

—Pero es elegante.

Es cierto que es sutil, aunque conlleva bastante tiempo. Sí, se ve elegante y preciosa, pero soy capaz de aceptar que existen miles de formas de maquillarse y que cada una de ellas está genial, a pesar de que ella no lo ve así.

—Me gusta mi maquillaje.

—Pero ¿les gusta a los demás?

—¿No se supone que debes decirme que tengo que amarme a mí misma y que la opinión de los otros no importa? —intento bromear.

Hay unos segundos de silencio, y ella suspira y se acerca a mí. Se lleva mi mejilla contra su estómago y me acaricia el cabello.

—Lo siento, cariño, tienes razón. Eres hermosa de cualquier manera —dice, y sonrío.

—Mamá, hueles muy rico —comento, acariciando mi mejilla con su suave camisa de seda, y eso la hace reír.

—Tengo que irme dentro de un par de horas.

—Pero recién llegaste esta mañana. —Me separo para alzar la vista y verla.

—Lo sé, pero alguien debe trabajar en esta casa para que vivamos bien.

—No trabajo porque no me dejas.

—No quiero verte de camarera o en trabajos de ese tipo. He trabajado muy duro para que tengas una vida plena y cómoda, para que puedas concentrarte en tus estudios y que no te falten la comida ni todo lo demás.

—Una mamá luchona —digo, y frunce el ceño.

—Volveré muy tarde o mañana. Necesito que hagas la compra en el supermercado. —Retrocede y me quita la calidez de su contacto—. Y el próximo jueves tenemos una reunión en casa de un importante colega.

—¿Tenemos?

—Sí, tenemos.

—Mamá, sabes que odio ese tipo de eventos, soy muy incómoda socialmente.

—Tiene hijos, podrás hacer amigos aptos.

—Y de nuevo eres una mamá autoritaria.

—¡Mérida del Valle! Solo te pido eso.

Mentira, me pide muchas cosas, pero no lo menciono.

—Oh, y te inscribí en clases en línea de francés.

—¿Qué? Pero ¿qué te hizo pensar que quiero aprender francés?

—Te vendrá bien. En el futuro me lo agradecerás.

—¿No basta con el inglés y el español?

—Cuanto más preparada estés, mucho mejor, es algo que siempre les agradeceré a tus abuelos.

—No quiero aprender francés.

—Las clases empiezan el próximo lunes. En el correo electrónico te debe de haber llegado toda la información.

—Mamá, no quiero aprender francés —repito.

—Tendrás que hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque vives bajo mi techo con mi dinero y mis cuidados, y te adaptas a mis reglas.

—Pues entonces me voy de casa.

Se ríe porque he usado ese argumento muchas veces y nunca lo cumplo, y ya parece un chiste.

—Claro, cariño. Ahora iré a descansar unos minutos antes de irme.

—Mamá, no quiero aprender francés —vuelvo a decir, pero me ignora y sale de la habitación.

Lo peor es que tiene razón: no puedo irme de casa porque no tengo nada. Mis tarjetas se recargan con su dinero; solo tengo una amiga, Sarah, que comparte piso con otras compañeras de universidad, y Londres es ridículamente caro. Para poder alquilar tendría que demostrar unos ingresos mensuales y una carta de trabajo, cosa que no tengo.

Suspiro y tomo mi teléfono. Reviso mi bandeja de entrada del correo electrónico y sí, ahí se encuentra un mensaje nuevo lleno de varios documentos adjuntos: supongo que aprenderé francés.

No quiero enfocarme mucho en ello y tengo cero emoción ante mis nuevas clases, así que entro en mi cuenta de Instagram. No hay nada como un buen chismorreo para subir los ánimos. Y así es como me encuentro con que Kellan acaba de subir una nueva foto.

Kellan: crush desbloqueado que estudia Arquitectura y que va a una clase conmigo.

No es lo que llamarías hermoso. De hecho, su rostro no es muy simétrico: nariz aguileña, ojos azules impresionantes bastante grandes y labios finos por encima de una barbilla sobresaliente, pero tiene una sonrisa espectacular que contagia y transmite alegría, los ojos le brillan cuando se entusiasma y ese cabello castaño despeinado hace cosas locas en mis hormonas. Es más alto que yo y la verdad es que su cuerpo está bastante trabajado. A veces imagino que la camisa le explota y que me saludan los pectorales. No es lo que considerarías guapo y tampoco estarías babeando a primera vista, es decir, no es una belleza clásica, pero tiene un magnetismo y una energía que atrapan, y eso te lo pueden confirmar todas las señoritas que, junto a mí, babean por él. También ayuda que su cuerpo sea una inspiración obscena de fantasías.

Hemos hablado en clase, sobre todo porque siempre toma el asiento a mi lado e intenta sacar conversación, y yo la sigo con torpeza. He pensado mil veces en invitarlo a salir y me imagino cómo decirlo, pero siempre me acobardo y eso me está enloqueciendo, porque no creo que dure demasiado tiempo estando soltero y de verdad me encantaría que tuviéramos una cita.

Mi última relación acabó hace nueve meses y ha sido una ruptura extraña. Francisco y yo nos conocimos cuando yo tenía quince años, él era —es— un atractivo y carismático colombiano nacido en Medellín, y nadie me advirtió de su encanto, la impresionante labia de sus palabras y la manera en que me envolvería.

Y aunque durante estos nueve meses me ha gustado algún que otro chico de manera casual al verlos y he tenido sexo esporádico más que un par de veces, Kellan es una atracción persistente y realmente me imagino saliendo con él, es solo que necesito un plan de ataque y mucha valentía.

Le doy «me gusta» a su foto y luego miro hacia la puerta, donde Boo maúlla y me observa como si me dijera: «Ven conmigo, inservible humana».

Decido seguirla y bajamos las escaleras. Luego llegamos a la puerta que da al jardín y lo cruzamos para acercarnos a Leona, que se encuentra ladrando de forma histérica.

Me pregunto durante unos segundos si los perros y los gatos son capaces de confabular para tender una trampa a los humanos, porque esto me parece sospechoso. La gata presiona la cabeza contra mi tobillo y maúlla para que avance, y así lo hago mientras Leona sigue histérica.

—¿Qué sucede, Leona?

Cuando llego hasta ella, me agacho a su lado para calmarla, pero entonces noto un sonidito parecido a un chirrido. Cuando Boo maúlla y lo rodea, me doy cuenta de que hay un pajarito de plumas negras con el pico entre amarillo y naranja. No se mueve mucho y parece desesperado, a juzgar por su chirrido.

—Oh, hola, bonito. ¿Qué te sucedió? —digo con dulzura, y veo que una de sus alas está en un ángulo raro.

Intento tocarlo, pero eso lo estresa y se desespera aún más, y yo me asusto porque no sé si puede morir a raíz de eso.

—Esperen aquí, cuídenlo —les ordeno a Leona y Boo, y creo que me entienden, porque cuando corro hacia dentro de la casa, se quedan en el jardín.

Voy rápidamente a mi habitación y casi me caigo por las escaleras, y tomo una de mis camisas y vuelvo de forma veloz al jardín. Leona ya no está histérica, pero sí está atenta a cualquier movimiento. Con cuidado, hago un intento de nido con la camisa y luego lo deslizo con lentitud por debajo del cuerpo del pajarito, que está asustado.

—No te haré daño, pequeño.

No sé nada de pájaros ni sobre alas rotas, pero me digo que la solución es ir a buscar ayuda profesional, así que entro en casa con Leona y Boo, que me siguen mientras coloco el nido en un envase de comida y tomo las llaves de uno de los autos.

—Leona y Boo, sean buenas, iré a ayudarlo. No se metan con Perry el Hámster —les ordeno antes de salir.

Pongo con cuidado el envase en el asiento del copiloto y le abrocho el cinturón de seguridad antes de subirme y poner el auto en marcha, nerviosa por el chirrido dolorido y estresado del pajarito.

—Sé que debe de dolerte, pero aguanta, amigo. Encontraremos ayuda.

Gracias al cielo no hay mucho tráfico, pero el pajarito chirriando me tiene nerviosa en el trayecto de veinte minutos hasta la clínica veterinaria donde atienden a los demás miembros de mi pequeña familia. Para mi fortuna, cuando la llovizna comienza a caer, ya he llegado a mi destino.

Salgo rápidamente con el envase abrazado y al entrar miro de un lado a otro. Veo que hay una serie de pacientes esperando y sus dueños me dedican una mirada juzgona. Me dirijo a la recepción y abro la boca para hablar, pero me quedo en silencio.

—¿Sí? —Me dice una mujer joven con una sonrisa alentadora mirando hacia el envase que sostengo—. Puedo ubicarte con Angelo, pero tendrás que esperar a que atienda a dos pacientes. Lissa tiene cinco pacientes y Robinson no vino hoy.

—Quiero ver a Dawson Harris, quiero que lo atienda él —digo con los ojos muy abiertos.

No he visto a Dawson desde el día de la venganza. No volvimos a hablar, pero sí que pensé en él varias veces, en sus bonitos ojos de diferentes colores y en lo memorable que fue nuestra breve interacción. Mamá ha sido quien ha traído a Leona y Boo a la clínica en la revisión de diciembre con su veterinario habitual, Angelo Wilson, pero supongo que hoy nos reencontraremos.

—¿Dawson Harris? —pregunta con sorpresa.

—Sí, sí, con ese veterinario.

Me observa con los ojos entornados como si desconfiara y luego esboza una sonrisa de entusiasmo como si estuviese feliz por él, aunque no lo entiendo.

—Ya mismo le aviso. —Se pone de pie con rapidez—. Por favor, ve rellenando este formulario para abrir un expediente.

Tomo el formulario junto con el bolígrafo, pero tengo serios problemas para rellenarlo porque desconozco básicamente todo lo relacionado con este pájaro.

Como nombre escribo «Señor Enrique», en español. Especie: ave. Dejo el espacio de raza en blanco, y hago lo mismo con la edad. En el apartado de patología que tratar escribo «Ala rota», y en la pregunta de si sufre rabia simplemente pongo unos signos de interrogación. Lo demás son datos de mí, y eso sí lo relleno con seguridad.

La recepcionista sonriente regresa, toma mi expediente y ríe cuando lee mi patético intento de dar información. Me sonrojo, y ella desliza de nuevo el expediente hacia mí.

—Dáselo al doctor Harris, él llenará los espacios en blanco.

—Gracias.

—Ya puedes pasar al consultorio, señorita Sousa, él atenderá al… Señor Enrique.

Casi río por cómo suena su intento de marcar la letra erre. Suena como cuando presentan a Enrique Iglesias.

Camino hacia el consultorio con mi nuevo amigo y me encuentro de pie a Dawson Harris, que primero me observa con entusiasmo y luego con incredulidad cuando me reconoce.

—Hola —saludo con timidez—. Tengo un nuevo amigo al que creo que podrías ayudar.

Primero mira el envase de donde provienen los chirridos y luego a mí. Lo veo a través de mis pestañas.

—¿Puedes ayudarnos?

—Claro, Mérida.

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