1985

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CAPÍTULO PRIMERO

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—En la “Around” todo marcha bien —continuó el astrónomo—. Excepto una cosa, que tampoco quiere indicar que haya más estropicios. Gregson tiene un huésped, el tripulante de la nave rusa “Ok... Ok...”, bueno un nombre de todos los demonios.

—¡El tripulante... de la... nave... rusa! —balbució Lawton, estupefacto.

—Así es, general. El cohete soviético sufrió el impacto de un meteorito de unos tres centímetros, que le ha perforado el casco, rompiendo la estanqueidad, además de estropearle unos cuantos instrumentos y mecanismos, entre ellos el de cierre y apertura de la compuerta externa. Gregson ruega se participe la noticia al gobierno soviético, a pesar de que también le han enviado un mensaje similar por mediación del observatorio de Iaman-Tau.

Lawton exclamó:

—Perfectamente, lo haremos así. ¿Qué más hay, Clarkson?

—Nada, excepto que Gregson pide que se haga desde aquí alguna señal indicadora de que se ha recibido su mensaje.

—Bien, trataremos de hacerlo. Gracias, Clarkson. Sigan observando a la nave y téngame al corriente de cualquier cosa que suceda en ella.

—Lo veo un poco difícil, general —contestó el astrónomo con una risita—. Además, sería indiscreto.

—¿Indiscreto? No le entiendo, Clarkson —gruñó Lawton.

—El tripulante ruso es una mujer. Joven y no mal parecida, según Gregson. Gregson añade que, en medio de todo lo malo, la cosa podía haber resultado aun peor.

El general cortó la comunicación, sumamente pensativo ¡Una mujer a bordo de la “Around”! Pero no se entretuvo mucho en meditar; Lawton era hombre de acción e iniciativas y no se estaba nunca parado por pocos motivos que tuviese para moverse.

Llamó a su ayudante.

—Póngame con el coronel Vinero —dijo—. Pronto.

—Sí, señor.

Vinero era el jefe del regimiento de cohetes que protegía la base de lanzamiento. No tardó mucho en responder a la llamada del general.

Lawton dijo:

—Necesito que aliste usted tres cohetes supraestratosféricos, graduando la explosión de su cabeza para los ciento cincuenta kilómetros de altura. Los tres cohetes serán disparados con un intervalo de diez minutos cada uno, teniendo dos en reserva, por si fallara alguno.

Vinero dijo:

—General, ¿he de entender que usted desea que los cohetes hagan explosión a los ciento cincuenta kilómetros?

—No le estoy hablando en chino, Vinero —masculló Lawton secamente.

—Lo sé, señor. Pero también, si me es factible decirle, quisiera recordarle que está prohibido hacer estallar cohetes con cabeza atómica...

—¿Y quién dice que han de ser de cabeza nuclear? Déjeme seguir hablando, ¿quiere? Ha de sustituir el explosivo atómico por una carga de cien kilos de magnesio en polvo. No necesitamos hacer daño, sino solamente luz. Eso es fácil de hacer, Vinero, no me diga usted que no. Todo lo que se necesita, además de la carga de magnesio en polvo, es una espoleta de gravedad...

—Sé cómo se hacen esas cosas, señor —contestó el coronel bastante ofendido—. Mis expertos prepararán los cohetes lo antes posible, pero necesito que usted me ayude a conseguir la media tonelada de magnesio. Del resto me encargo yo. Por cierto, ¿cuándo quiere usted que disparemos los cohetes?

Lawton consultó su reloj.

—Ahora son las diez de la mañana —dijo—. Por lo tanto, desde la “Around” ven iluminado este hemisferio. Tenemos que hacerlo a la noche. ¿Tendrá suficiente con doce horas, coronel?

—Lo intentaré, señor.

Lawton colgó el teléfono. Meditó unos instantes y luego empezó a impartir, a través de los transmisores, una frenética serie de órdenes que estuvo a punto de causar la locura a sus ayudantes.

* * *

Mientras tanto, en el interior de la “Around”, Howard y Tatiana charlaban tranquilamente, convencidos ya de que nada podía hacerse para establecer las comunicaciones radiales con la Tierra. Habían descansado unas horas por turno, y mientras uno dormía, el otro vigilaba atentamente los detectores y pantallas, con el fin de captar cualquier señal que pudiera hacérseles desde el planeta.

Después de haber comido un poco, tomaron café. Saboreando un cigarrillo, empezaron a hablar, principiando, naturalmente, por comentar su situación y pasando luego a discutir la calidad de los equipos de ambas naves. Habían decidido enviar un nuevo mensaje doce horas más tarde después del primero y ya faltaba poco para salir al exterior y utilizar nuevamente la lámpara que les había servido para comunicar su situación al planeta.

Mientras charlaban, Howard tenía la vista fija en una de las pantallas de televisión que tenía frente a sí. La Tierra, cuyo tamaño disminuía lentamente, aparecía como un cuarto de naranja muy brillante. El hemisferio occidental aparecía sumido en las sombras en tanto que, a partir de las Azores, aproximadamente, el resto del planeta aparecía bañado en la luz del sol.

Súbitamente, los ojos de Howard captaron un brillante chispazo en la parte oscura del planeta.

Sin poder contenerse, cogió a la muchacha por el brazo.

—¡Mire, Tatiana!

—¿Qué sucede? —inquirió ella.

—He visto algo... un fogonazo muy grande en la parte oscurecida.

—¿Está seguro? —exclamó la muchacha con ansiosa expresión.

—Desde luego. Mire, ahí se ve Nueva York, ese conjunto de luz que brilla no lejos de la divisoria entre la luz y las sombras. Es un destello continuo, no intermitente.

Tatiana se mordió el labio inferior.

—Si es cierto lo del chispazo, eso quiere decir que tratan de ponerse en comunicación con nosotros por medio de la explosión de algún cohete fuera de la atmósfera.

—Claro —exclamó Howard—. ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí?

—Y entonces —siguió ella, meditabunda—, no se conformarán con lanzar un cohete, sino que enviarán más. Esperemos aún unos momentos, Ho.

El joven asintió. Nueve minutos más tarde, el chispazo se repitió. Tan violento fue, que durante el medio segundo que brilló la llamarada, pudo verse un reflejo de su resplandor sobre el suelo del planeta.

—Ahora no me cabe la menor duda de que esto es una respuesta a nuestro mensaje —dijo Howard, muy excitado—. Vamos a vestirnos, Tatiana. Les enviaremos otra comunicación.

—De acuerdo —accedió la muchacha.

Mientras se equipaban para salir al espacio, Howard vigilaba incesantemente las pantallas. En el momento de ponerse el casco, vio brillar un tercer fogonazo.

—Buena gente —dijo—. Saben nuestro apuro y quieren decírnoslo.

—Pero no olvide que no pueden hacer nada por nosotros —dijo ella sentenciosamente—. Si ocurre algo, hemos de ser nosotros dos los que solucionemos el asunto.

—¡Hum! —masculló el joven por toda respuesta, encasquetándose la escafandra.

* * *

Dos días más tarde se hallaban ya a la altura del satélite, circunvalándolo por el lado oeste, desde una altura de varios miles de kilómetros.

Accidentes geográficos selenitas, conocidos solamente a través de los mapas y fotografías, desfilaron ante sus extasiados ojos. El Océano de las Tempestades, el Mar de los Humores, los Cárpatos, los Apeninos, el Mar del Frío, el gigantesco cráter Platón, el Mar de las Lluvias, con el Golfo de los Iris, todos estos lugares y muchos más fueron avistados por los dos viajeros a través de las pantallas primero y directamente después, desde el exterior de la nave, donde la observación visual resultaba mucho más perfecta.

Las dos naves empezaron a rodear la Luna. Howard advirtió que pronto estarían al otro lado, sobre la cara del satélite que nunca había sido vista por ser humano alguno. La interposición de la Luna eclipsaría momentáneamente la Tierra y mientras estuviesen tras el satélite, no podrían establecer de modo alguno la comunicación.

Dispusieron nuevamente la lámpara y Howard envió el mensaje.

Al concluir dijo que volverían a llamar doce horas más tarde, que era el tiempo que había calculado duraría su «eclipse». Pidió el lanzamiento de nuevos cohetes como signo de reconocimiento, hecho lo cual sugirió a la muchacha el regreso al interior de la nave.

Tatiana se resistió.

—¿Por qué? —preguntó él, intrigado.

—Tengo instalada a bordo de mi nave una bomba luminosa para iluminar la cara opuesta del satélite y poder tomar así unas vistas cinematográficas. Me gustaría usarlas, aparte de que, naturalmente, es mi obligación.

Howard hizo un pequeño cálculo.

—Muy bien —accedió—. De todas formas, usted lanzará la bomba cuando nos encontremos exactamente sobre el centro de la cara opuesta de la Tierra. Esto sucederá dentro de unas seis horas, de modo que no es necesario que esperemos fuera todo ese tiempo.

—De acuerdo —dijo la muchacha, y los dos juntos emprendieron nuevamente el regreso.

Una vez en el interior de la nave, Howard dijo que se sentía fatigado y que deseaba descansar un poco. Tatiana contestó que ella vigilaría, en vista de lo cual el joven se tendió en su litera, quedándose dormido a los pocos momentos.

Cuando se despertó, lo hizo con cierto sobresalto, sin que pudiese de momento achacar a nada razonable su desasosiego. Prendió fuego a un cigarrillo y manejó el mando de transformación de la litera, convirtiéndola en sillón. Nervioso e inquieto, miró en torno a él.

Tatiana estaba a su lado, dormida apaciblemente, con la cabeza reclinada en el respaldo de su sillón. Howard la observó durante unos momentos, viendo el rítmico subir y bajar de su esbelto seno. Un mechón de rubios cabellos le caía sobre la frente, confiriendo un particular encanto al agraciado rostro de la muchacha.

Permaneció unos momentos en la misma posición, fumando en silencio. Luego consultó su reloj y lanzó un tenue silbido.

—¡Casi cinco horas! —exclamó, dando un bote en su asiento.

Tocó en el hombro de la muchacha. Tatiana se despertó igualmente sobresaltada. Luego ella se frotó los ojos.

—Dispénseme —dijo—. Pero me acometió un sueño invencible y...

—Bah, no se preocupe, no tiene la mayor importancia. ¿Nos vestimos?

—Sí, claro.

Mientras se equipaban, Howard preguntó:

—Encuentro muy extraño que fuese usted la elegida para este viaje alrededor de la luna, Tatiana.

—¿Por qué? Éramos varios los astronautas entrenados para el vuelo y había más mujeres. Todos dimos, varones y hembras, un resultado análogo en los «tests» y pruebas de entrenamiento, de modo que sólo fue necesario recurrir al sorteo. Saqué la bola negra —concluyó ella con cierto humorismo.

—¿Está segura de que era negra la bola, Tatiana? —sonrió él.

La muchacha sonrió también, pero no contestó. Terminó de equiparse y luego se dirigió hacia la compuerta.

—Un momento —dijo Howard a través de los transmisores de las escafandras—. ¿Es que vamos a salir sin comprobar antes nuestra posición?

—Tiene razón —concordó la muchacha.

Howard conectó las pantallas. Y entonces, un grito unánime de asombro y estupefacción se escapó de los labios de ambos jóvenes.

* * *

El general Lawton movió la palanquita del interruptor del intercomunicador.

—Daisy —dijo—, póngame con Monte Palomar. Pida también, mientras tanto, comunicación con Iaman-Tau.

—Sí, señor.

Palomar no tardó mucho en contestar.

—Hola, general —dijo Clarkson.

—¿Alguna noticia de los viajeros?

—No, por ahora. Pero no tardarán en surgir por el lado este de la Luna.

—¿Cuándo será eso, Clarkson?

—Dentro de... exactamente dieciséis minutos y doce segundos, general.

—Está bien. Oiga, Clarkson.

—¿Sí, general?

—¿Cree usted que habrán visto nuestras señales de magnesio?

Clarkson se echó a reír.

—Si yo estuviese en el pellejo de Gregson y de la rusa, me pasaría el tiempo mirando hacia a la Tierra; esto es algo tan lógico como la noche después del día. Y luego, mire, cien kilos de magnesio son mucho magnesio. ¡Cielos, si todavía estoy deslumbrado por el fogonazo!

—Está bien, Clarkson —contestó el general—. No deje de comunicarme la menor novedad en cuanto sepa algo.

—Así lo haré, general. Hasta luego.

Al terminar, le dieron la comunicación pedida con los Urales. Habló con el director del observatorio de Iaman-Tau, el doctor Yurin, un sujeto simpático y locuaz, con el que estuvo conversando acerca de las posibilidades de divisar los mensajes transmitidos desde la “Around the Moon” y de otros temas similares. Cuando se quiso dar cuenta, ya había transcurrido con exceso el tiempo señalado por Clarkson.

Se despidió de Yurin y volvió a pedir comunicación con Palomar. En lugar de Clarkson se puso al teléfono su ayudante Bonner.

—El profesor está ocupado, general. ¿Desea algo?

—No, simplemente saber qué ha sido del cohete. ¿Tardará mucho en ponerse al aparato?

—Haré que le llame así que haya concluido, general.

—Gracias —dijo Lawton y cerró.

Pasaron los minutos y se convirtieron en cuartos y medias horas y hasta dos horas antes de que Clarkson pusiera en funcionamiento su teléfono. Al oír el timbre del suyo, Lawton se agarró al aparato como un náufrago a la tabla salvadora.

—¡Clarkson! —aulló—. ¿Qué diablos sucede que ha tardado tanto en comunicarse conmigo?

—General —dijo el astrónomo—, tengo malas noticias para usted.

—¡Qué! —chilló Lawton—. ¿Les ha sucedido algo?

—No lo sabemos aún con exactitud, pero podemos anticiparle que sólo una nave ha surgido por el lado este del satélite. Iban las dos juntas, se veían perfectamente a través del telescopio, pero en el momento de aparecer, sólo lo ha hecho una de ellas. Lamentablemente —concluyó Clarkson—, no podemos establecer cuál de las dos es la que se ve a través del telescopio. Lo siento, general; le tendremos informado de lo que vaya sucediendo.

Lawton se desmayó como una damisela remilgada del siglo pasado. La cosa no era para menos.

 

 

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e encontraban Howard y Tatiana fuera, en la cúspide del cohete, mirando hacia la Luna, terriblemente estupefactos e intrigados por lo que les estaba sucediendo.

La “Oktubrskaia Revolutia” había desaparecido por completo, como si jamás hubiera existido. Esto, en primer lugar. En segundo, el satélite se hallaba ahora a una distancia de más de cien mil kilómetros.

—No puede ser, no puede ser —repetía Howard, una vez y otra, enormemente desconcertado por lo que sucedía.

El disco de la Luna era todavía lo suficientemente grande como para ocultarles la Tierra por completo, de modo que resultaba imposible fueran vistos desde el planeta. Sin embargo, este problema era secundario, dada la magnitud de los otros dos, en especial el de su alejamiento del satélite.

Howard miró a la muchacha inquisitivamente.

—¿Ha manejado usted los chorros de la “Around”? —preguntó

—En absoluto. No he tocado ningún instrumento de a bordo —respondió ella—. Estuve mirando todo el rato las pantallas, hasta que me dormí. No supe nada hasta que usted me lo dijo, Ho.

—No comprendo cómo hemos podido desviarnos tanto de nuestra órbita —masculló el joven—. Tenga en cuenta que nos hallamos a más de cien mil kilómetros de la Luna y con la proa de la nave apuntando en sentido diametralmente opuesto. ¿Se da cuenta de lo que esto significa?

—En cierto modo, sí, porque ello quiere decir que nos alejamos de la Luna. Pero, por otra parte, no encuentro la menor explicación a este cambio tan súbito e inesperado de nuestra ruta. Suponiendo que haya dormido cuatro horas, quiere decir que el cohete está volando ahora por el espacio a razón de veinticinco mil kilómetros a la hora. ¿Cómo ha adquirido esa velocidad sin que hayamos podido advertirlo durante nuestro sueño?

Howard se mordió los dientes.

—No lo sé. Para mí es algo completamente inexplicable. Lo único que resulta cierto es que nuestro distanciamiento continúa y que estamos siendo lanzados al espacio. Esto no me gusta; no quisiera morir de hambre y sed o por falta de oxígeno.

—Podemos solucionarlo, usando los chorros —sugirió Tatiana—. Usted tiene aún un remanente de energía, ¿no es así?

—Cierto. Y, ¿sabe lo que le digo? Pues, sencillamente, que como logre poner proa a la Tierra, voy a volver allá abajo a escape y luego ya pueden ofrecerme fortunas, que no volveré nunca al espacio. ¡Cielos, qué problemas se nos están presentando! Un cohete que se estropea y luego desaparece como si jamás hubiese existido, la radio que no funciona, mi cohete que se vuelve loco... No, decididamente, si logro poner el pie en el planeta, me ataré los tobillos a un poste.

Tatiana se echó a reír. Howard la miró a través del cuarzo de su casco, bastante enojado, pero acabó por reír también.

Regresaron. Una vez en la cabina y despojados de sus escafandras, se sujetaron con las correas a los sillones. Howard se dispuso a utilizar los chorros.

Antes de hacerlo, consultó el indicador de distancias. Estaban ya a ciento doce mil kilómetros y el radar indicaba que la “Around” continuaba en su nueva órbita de modo inmutable.

Howard hizo una serie de rápidos cálculos. Lo primero que tenía que hacer era invertir el sentido de marcha de la nave mediante los chorros direccionales. Después, lanzaría un par de disparos con el chorro propulsor principal y más tarde, cuando estuviese seguro de que ya se hallaban en el buen camino, establecería la órbita de regreso.

El velocímetro le dijo que marchaban a 25.410 kilómetros a la hora. Masculló algo entre dientes, pensando en la ingente cantidad de combustible que iba a consumir, pero si querían regresar a la Tierra no tenía otra solución. «Gastar carburante o perecer», se dijo.

Exclamó.

—¡Tatiana, agárrese!

Dio el contacto de los chorros y luego pulsó el correspondiente al lado de estribor de la nave. Una vez hecho el contacto, empujó suavemente la palanca de gas.

Las pantallas mostraban todo el espacio circundante. Tenía que haberse visto una llama y sentido una sacudida en la nave, pero nada de esto sucedió.

Howard frunció el ceño. Volvió a repetir la maniobra, con idéntico resultado.

—¿Es que aquí todo se ha estropeado? —vociferó.

Tatiana puso una mano sobre la del joven.

—Cálmese, Ho —dijo—. No se ofusque; sería mucho peor. Vuelva a intentarlo y tenga paciencia.

—Está bien —gruñó él—. Pero si seguimos así, me volveré loco. ¿Qué me han construido? ¿Una nave o un bote de remos?

Tatiana sonrió, pero no quiso decir nada, por no aumentar la irritación del joven. Howard volvió a presionar la palanca de gas.

—¡Nada! —exclamó, después de haber empujado la palanca a fondo—. La nave sigue en la misma órbita.

—Pruebe a ver el chorro principal. Quizá si funciona éste primero, los otros lo harán después.

—Son conexiones absolutamente independientes —dijo Howard—. Es de todo punto imposible que si un chorro se avería, los otros se estropeen al mismo tiempo.

El chorro propulsor principal permaneció mudo. Howard lo intentó una y otra vez, sin conseguir resultado positivo. Y lo mismo le sucedió con los restantes.

Finalmente, se dejó caer hacia atrás, contemplando con aire sombrío el cuadro de mandos. El radar de distancias le indicó que se hallaban ya a 128.482 kilómetros del satélite.

—Nuestro alejamiento continúa —murmuró amargamente.

Por primera vez en todo aquel tiempo, Tatiana empezó a sentirse desalentada.

—¿Qué haremos, Ho?

—No lo sé —contestó él, levantando los brazos en un gesto lleno de exasperación—. Estamos en 1964, en un siglo lleno de adelantos científicos, pero viajamos por el espacio en lo que yo llamaría, sin la menor sombra de dudas, una nave embrujada. ¿Quién nos ha echado mal de ojo, Tatiana?

—La nave es cosa hecha por la mano del hombre y como tal, sujeta a imperfecciones, Ho —contestó la muchacha suavemente.

—Imperfecciones, sí —exclamó él con salvaje acento de ira—. Pero no tantas, ¡demonios! Uno puede esperar siempre alguna avería razonable, pero no tantas, tan graves y en tan poco espacio de tiempo.

—Tenga paciencia —dijo ella nuevamente—. Insista otra vez, Ho, se lo ruego.

—Está bien —contestó él, resignado—. Pero, no sé por qué, me parece que es tiempo perdido.

Una hora más tarde hubieron de rendirse a la evidencia: ninguno de los chorros funcionaba. La velocidad de la nave seguía siendo, aproximadamente la misma, así como la órbita, pero en cambio la distancia a la Luna había subido ya a los 153.551 kilómetros.

—Hay oxígeno para un mes —dijo Howard sombríamente—. Los víveres están calculados para veinte días, utilizados a discreción. Racionándolos podremos duplicar el tiempo de su utilización.

Tatiana dijo:

—Pero diez días antes de este plazo se nos habrá acabado el oxígeno. Pongamos quince, si lo escatimamos un poco y procuramos movernos lo menos posible para consumirlo en cantidad mínima. ¿Y después?

—Entonces —contestó el joven—, abriré la compuerta. No quiero agonías lentas. Resistiré cuanto me sea posible, por supuesto; soy joven y no me gustaría morir. Pero tampoco tengo intención de padecer, Tatiana.

Ella le miró dulcemente.

—Opino lo mismo que usted, Howard.

Durante unos momentos los dos jóvenes estuvieron contemplándose mutuamente. Luego, con gesto unánime e instintivo, cayeron el uno en brazos del otro.

Howard y Tatiana mantuvieron los labios unidos, hasta que les faltó la respiración. Luego, ella apoyó su cabeza en el pecho del joven, mientras que éste acariciaba suavemente el dorado cabello de la muchacha.

Permanecieron así unos momentos. Después, Tatiana dijo:

—¿Sabes? Me alegro de haberte conocido, Howard. Puede que no salgamos vivos de ésta, pero después de lo que acaba de suceder, ya no me importa tanto.

Él la besó suavemente.

—Eres una chica estupenda, Tatiana. Puede que suene a cursi, pero es la verdad. Tampoco a mí me importaría morir, haciéndolo a tu lado.

—Si tienes necesidad de abrir la compuerta —murmuró ella, estremeciéndose un instante—, quiero que lo hagas abrazándome.

—Te lo prometo —contestó él.

De pronto, se inclinó sobre la muchacha, besándola con furia. Ella le devolvió los besos con el mismo ímpetu.

Se separaron más tarde. Ella sonrió, sofocada y encarnada, atusándose el cabello con gesto instintivo.

—Vamos a comer algo —dijo Howard. Tatiana asintió.

Cuando terminaron, Howard dijo:

—Debieras descansar un poco. Yo me quedaré a vigilar. Te despertaré dentro de tres o cuatro horas, aproximadamente.

—Como quieras, cariño.

Mientras la muchacha dormía. Howard probó una y otra vez de poner los chorros en funcionamiento, sin conseguir el menor resultado. Se fumó una docena de cigarrillos casi seguidos, hasta que al fin, cansado y exasperado por los reiterados fracasos de sus intentonas, se echó para atrás en el sillón, mirando fijamente la pantalla que tenía ante sí.

Transcurrieron dos horas. En este espacio de tiempo, Howard comprobó que la distancia al satélite alcanzaba ya la cifra de 219.892 kilómetros. Notó que el cohete mostraba cierta tendencia a aumentar la velocidad.

De pronto recordó una cosa.

—¡Diablos! —masculló a media voz—. Lo había olvidado ya.

Conectó el radar para cuerpos celestes, barriendo con la antena el espacio frontero. No tardó mucho tiempo en surgir en la pantalla un punto brillante de oscilante intensidad lumínica.

—Ahí está —dijo—. Ése es Hermes.

Guiado por el radar, conectó la pantalla televisora correspondiente, haciendo funcionar el mando de aproximación telescópica. Pero no pudo ver nada con claridad: sólo una mancha borrosa y difusa, de un color gris muy oscuro que casi se confundía con la oscuridad del espacio.

—¡Demonios! Esto sí que resulta raro.

Consultó de nuevo el radar. Éste no mentía. Hermes estaba allí.

Sin embargo, había una cosa que le extrañó sobremanera. ¿Por qué si el asteroide era captado bien por el radar, resultaba poco menos que invisible en la pantalla visora?

Repitió la misma operación un par de veces más, todas ellas con idéntico resultado. Al concluir, empezó a gemir.

—Sólo nos faltaba esto ahora.

—¿Qué sucede? —preguntó Tatiana de pronto.

Howard se volvió, viendo que la muchacha estaba incorporada sobre un codo en la litera. Se lo explicó.

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