1985

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CAPÍTULO PRIMERO

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Tatiana frunció el ceño. Saltó de su litera, acercándose al cuadro de mandos. Examinó las pantallas atentamente durante unos minutos.

—Sí que es extraño —murmuró—. ¿Por qué dos imágenes tan distintas?

—Eso es lo que me gustaría a mí explicarme —contestó el joven—. Tatiana, si quieres que te diga la verdad: estoy hecho un puro lío. Ya no sé ni qué hacer ni cómo arreglármelas para...

—¡Un momento! —dijo ella—. ¿Cuánto dijiste que tenía Hermes de diámetro?

—Unos diez mil metros —contestó el joven.

Tatiana hizo unos rápidos cálculos mentales.

—Entonces —declaró al cabo—, ahora debemos hallarnos a unos setenta y cinco mil kilómetros del asteroide.

—Es claro.

—¿Y no podría ser que Hermes nos hubiera atraído hacia él?

—Oh, no, en absoluto. Si desembarcásemos en ese asteroide, apenas sentiríamos la gravedad. Debe de tener tan poca fuerza de atracción que bastaría el impulso correspondiente a un salto de un metro de altura para salir proyectado al espacio.

—En efecto —contestó Tatiana—. Según Newton y sus leyes, así debe ser. Pero eso ocurriría en el supuesto de que Hermes tuviera solamente diez kilómetros de diámetro.

—Los tratados de Astronomía...

—Los tratados de Astronomía podrán decir lo que quieran —le interrumpió la muchacha—, pero lo cierto es que esa masa difusa que estamos viendo ante nosotros mide más, mucho más, de diez kilómetros de diámetro.

* * *

Una vez más estaban fuera, en el exterior del cohete, fiando en sus propios ojos mucho más que en los instrumentos ópticos de a bordo. Tatiana había tenido razón.

La distancia a aquella masa difusa se había reducido en unos millares de kilómetros, desde que la muchacha hiciese aquella sorprendente observación. Ahora, aquel extraño fenómeno se percibía mucho mejor, aunque no se podía distinguir ningún detalle de su superficie. Lo único que se divisaba era una especie de globo gaseoso, de un tamaño ligeramente inferior al de la Luna. Y la “Around” continuaba su viaje, irresistiblemente atraída por aquel cuerpo celeste que figuraba en los mapas astronómicos de una forma muy distinta a la que ellos tenían ante sus asombradas pupilas.

Tatiana se agarró al brazo del joven.

—Howard —dijo.

—¿Sí, querida?

—Tengo miedo —exclamó la muchacha estremeciéndose.

—¿Miedo... por qué?

—No... lo sé. Han pasado demasiadas cosas desde que la radio dejó de funcionar. Aquí ocurre algo raro, Ho. Tengo la sensación de que somos arrastrados por una fuerza infinitamente poderosa, contra la cual no podemos hacer nada.

—Desecha tus temores, querida —dijo él, tratando de tranquilizarla—. No hay aparatos fantásticos ni marcianos...

Ella dijo:

—No es preciso que sean marcianos para arrastrarnos con ellos, Ho. Debajo de esa masa de gas hay gente con inteligencia.

—Seguro —rió Howard—. Y tendrán seis ojos, cuatro brazos, y cinco pares de patas, ¿verdad?

—No bromees, Howard. Esto que digo... creo que es la verdad. No sé por qué lo digo, pero presiento que antes de muy poco sabremos todo lo que ocurre de manera concreta.

El joven arrugó el entrecejo. Quería tranquilizar a Tatiana, pero él mismo se sentía intranquilo, sin saber exactamente la causa. Presentía, aunque no se atrevía a manifestarlo, que al otro lado de aquel globo de gas debía de hallarse la solución de todo cuanto les estaba ocurriendo.

—Volvamos adentro —dijo perentoriamente. Tatiana accedió sin chistar.

Una vez en la cabina, se sujetaron a los sillones.

—Estamos ya a cincuenta mil kilómetros de distancia. A la velocidad que llevamos, llegaremos antes de dos horas. Entonces sabremos si eso es un globo de materia gaseosa e inerte... o si hay algo que se esconde bajo ella.

—Tengo la sensación de que es lo último que has dicho, Ho —manifestó la muchacha—. ¿Por qué no va a ser Hermes un planeta habitado por seres con inteligencia?

—Pero... ¿cómo podrían vivir en un asteroide de sólo diez kilómetros de altura? No hay posibilidades de atmósfera respirable; la bajísima gravedad es insuficiente para retener las moléculas gaseosas...

—Hermes mide más, mucho más —insistió ella—. Estoy segura de que todas las imágenes vistas hasta ahora por los astrónomos son falsas, proyectadas deliberadamente al espacio con el fin de engañar a los hombres de ciencia terrestres.

—¡Cielos! Si fuese eso verdad... Entonces resultaría que en Hermes habita una raza de una civilización fantástica. Ellos serían los que cortaron nuestras comunicaciones, despidieron tu cohete y paralizaron nuestros chorros y... ¡Dios santo! ¡Qué descubrimiento! Pero, ¿por qué pasar desapercibidos ante nosotros?

Ella le miró oblicuamente.

—¿Crees tú, Ho —dijo—, que para una raza extraterrestre que vive pacíficamente y sin complicaciones en su mundo, es deseable entablar conocimiento con nosotros, los salvajes y belicosos habitantes de la Tierra?

Howard suspiró profundamente.

—No, por supuesto que no. Pero si no quieren darse a conocer, entonces, ¿por qué mil diablos nos arrastran hacia ellos? Si es que «Ellos» existen, naturalmente.

—Existen —exclamó la muchacha, íntimamente convencida de la veracidad de su afirmación—. Existen y no tardaremos mucho en verlos y hablar con ellos. ¡Ho, estoy ansiosa de conocerlos!

El joven meneó la cabeza. No compartía, ni mucho menos, el entusiasmo de Tatiana, pero no se atrevió a llevarle la contraria.

—Esperemos —dijo cautamente.

Pasaron los minutos. Y los cuartos y las medias horas. La masa difusa fue tomando cuerpo al fin. Entonces, los ojos asombrados de la pareja contemplaron el inusitado espectáculo de un mundo que surgía, radiante de belleza, bajo aquella capa de gas que lo había hecho invisible a los observatorios astronómicos y que sólo podía ser percibido desde muy corta distancia. Justamente, desde los límites de aquella atmósfera extraordinaria.

De repente, Howard lanzó un agudo grito.

—¡Tatiana, los chorros funcionan!

 

 

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