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CAPÍTULO VI

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ucedió un cambio total, un tránsito absoluto de las tinieblas a la luz, de la oscuridad al resplandor, de la noche al día, de la desesperación a la esperanza, de la muerte a la vida, un cambio total, glorioso y vivificante el que experimentaron al aterrizar en aquel misterioso y, hasta entonces, completamente desconocido planeta.

En los primeros momentos experimentaron ciertas dificultades para moverse. Aunque pronto notaron que la gravedad de aquel mundo incógnito era mucho menor que la de la Tierra, no en balde habían pasado cinco largos días en un ambiente completamente desprovisto de peso. Sus miembros se movían con cierto embarazo, que no tardó, sin embargo, en desaparecerles rápidamente, una vez habituados a aquel ambiente.

—Afortunadamente —dijo Howard, una vez hubieron aterrizado—, el consumo de carburante ha sido relativamente pequeño, debido a la menor gravedad de este planeta. Esto nos concede una remota esperanza de volver al nuestro.

—Si es que los habitantes de este mundo nos lo permiten —le advirtió Tatiana—. No olvides que han sido ellos los que nos han traído hasta aquí.

—¿Y por qué no la misma atracción del planeta? ¿Sabemos algo de su constitución? Aparentemente, puede ser del mismo tamaño, quizá un poco menos, que la Luna, pero si su núcleo es más denso...

—Si fuera verdad eso que dices, entonces su fuerza de gravedad sería mucho mayor y por lo tanto, pesaríamos igual que en la Tierra, cosa que, evidentemente, no sucede —arguyó la muchacha con sensatez—. Entonces, al poseer la misma masa que la Luna -o aproximada, repito- no cabe la explicación de que nos encontremos aquí por la atracción natural del planeta. Lo mismo habría podido atraernos la Luna y no ha sucedido, Ho.

—Tienes razón —contestó él—. Tus argumentos no tienen vuelta de hoja. Y ahora, ¿qué tal un beso para celebrar el feliz aterrizaje, cariño?

Tatiana se inclinó hacia el joven, rozando suavemente con los suyos los labios de Howard. Éste quiso atraerla hacia sí, pero la muchacha esquivó el abrazo.

—Basta de escarceos, Ho; hemos de trabajar. Conecta las pantallas.

Ya se había disipado la nube de humo producida por el aterrizaje. Exploraron el terreno circundante, viendo grandes extensiones de tierra cubierta de vegetación, corrientes de agua, y una prominente cadena de montañas a lo lejos. El cielo parecía similar al de la Tierra y por él vagaban lentamente grandes bancos de nubes resplandecientes bajo la luz del sol. No lejos del cohete se divisaba una gran extensión de agua, cuyas olas rompían con singular mansedumbre contra la orilla arenosa, situada a poca distancia del lugar de aterrizaje.

Durante unos momentos, los dos jóvenes permanecieron en silencio, contemplando el panorama circundante, embargados por la emoción de haber desembarcado en un mundo totalmente nuevo. Mas no tardaron en sustraerse a aquel éxtasis.

—Debemos desembarcar y explorar las cercanías de la nave, Tatiana —sugirió Howard.

La muchacha sintió aprensiones.

Preguntó:

—¿Ya será respirable esa atmósfera, Ho?

—¿Por qué no? —rió él—. Si hay seres que nos han traído hasta aquí, forzosamente tienen que vivir en un medio respirable, ¿no crees?

—Pues sí, desde luego. Pero es preciso contar con que su metabolismo sea idéntico al nuestro. En caso contrario, esa atmósfera sería nociva para nosotros, lo que nos obligaría a permanecer continuamente enfundados en las escafandras.

—Que no sería por mucho tiempo —arguyó Howard—. Nuestras reservas de oxígeno no son ilimitadas. De todas formas, estoy seguro de que podremos vivir ahí afuera. ¿Te parece que hagamos una prueba rápida?

Ella asintió con un movimiento de cabeza. Estaba nerviosa, se le veía. Howard se levantó, dirigiéndose hacia la compuerta.

—Procura aguantar el aliento en los primeros momentos. Si viera algo peligroso, cerraría de inmediato. Cualesquiera que sean los gases que componen la atmósfera exterior, es indudable que tiene que haber alguna presión; por lo tanto, el riesgo de la muerte por descompresión está descartado. ¡Cuidado!

La compuerta empezó a girar lentamente. Howard frenó su movimiento cuando apenas había recorrido un cuarto de lo normal, con el fin de poder cerrar con rapidez si el caso lo requería.

Contuvo la respiración durante unos segundos. Después hizo una rápida inspiración, expulsando al instante el aire de sus pulmones. No sintió ningún olor raro ni extraño, por lo que se atrevió a repetir el gesto.

Varias inspiraciones más le convencieron de que la atmósfera era completamente respirable. Una infinita alegría inundó su corazón, mientras estrechaba fuertemente entre sus brazos a la joven.

—Gracias a Dios —exclamó fervorosamente—. Al menos, sabemos que la vida es posible en este mundo. ¿Te parece que desembarquemos, Tatiana?

Ella asintió con la cabeza. Estaba muy emocionada y no podía hablar. Sus bellos ojos aparecían brillantes por las lágrimas.

Howard buscó entonces la escala que le habría servido para desembarcar en la Tierra a su regreso del vuelo circunlunar y la arrojó al exterior, una vez abierta la compuerta de par en par. Una vez hecho esto, empezó a descender, precediendo a Tatiana que le seguía a unos peldaños de distancia.

Finalmente llegaron al suelo. Enlazados por el talle, contemplaron maravillados el fantástico panorama que les rodeaba, de un colorido brillante e inimitable, percibiendo el aroma de mil flores extrañas y de hermosos colores que brotaban de las plantas que crecían no lejos de la astronave. El paisaje aparecía completamente desierto y no se veía en él ningún rastro de vida animal.

—¡Qué hermoso es! —repetía Tatiana una y otra vez.

De pronto se soltó de los brazos del joven y echó a correr hacia la playa. Sus músculos, hechos para una gravedad terrestre, la hacían dar grandes saltos que provocaron la hilaridad en Howard. El joven la siguió casi en el acto y no tardó mucho en llegar a la orilla de la playa, donde se deshacían las olas con singular lentitud. El mar se veía perfectamente convexo y la línea del horizonte aparecía mucho más próxima y curvada que en la Tierra.

Tatiana se metió en el agua hasta las rodillas, mojándose brazos y manos. Se salpicó el rostro una y otra vez, sintiéndose enormemente feliz.

Inclinada como estaba, se volvió hacia el joven.

—Cuando vuelva a mi país, presentaré una reclamación a mi gobierno —dijo.

El joven se sintió acometido por un acceso de tos. ¿Una reclamación al gobierno soviético? ¡Ilusa!

—¿Sobre qué versará esa queja, Tatiana?

Ella le guiñó un ojo.

—Olvidaron incluir en el equipo un traje de baño.

—Si te parece —dijo riendo el joven—, me volveré de espaldas.

—No, pero algo tendré que hacer para bañarme, ¿no crees?

—Bueno, eso es cosa que habrá que discutir un poco más adelante. Sal de ahí; ahora tenemos que hacer cosas más urgentes.

Tatiana se le acercó. La temperatura era excelente y la ropa mojada se le secaría muy pronto.

—¿Qué es lo que hemos de hacer, Ho? —inquirió.

—Por lo pronto —respondió él—, explorar el terreno circundante al cohete y ver de qué forma podemos establecernos como Robinsones del espacio. Después, será cosa de averiguar si este planeta está habitado.

—¿Habitado, dices? —exclamó la muchacha, mirando a un punto situado a espaldas de Howard.

El joven se volvió. Una exclamación brotó al instante de sus labios.

—¡Está habitado!

El cuerpo de Tatiana se estremeció y Howard notó claramente el estremecimiento, pues estaba apretada contra él. La muchacha tenía buenas razones para temblar.

Desde la cordillera de montañas que se divisaba a lo lejos, en sentido transversal a la playa, se veían venir tres naves aéreas cuyo tamaño aumentaba rápidamente por momentos. Salvo un ligerísimo zumbido apenas perceptible, la aproximación de aquellas extrañas naves hubiera resultado completamente silenciosa.

—Y estamos desarmados —exclamó Howard con enojo.

—¿Quién dice que esos seres hayan de traer intenciones belicosas? —objetó ella—. Esperemos a ver cómo se portan.

—Esperemos también —añadió Howard con un gruñido—, que no traigan pistolas desintegrantes como sucede en todas las novelas que yo he leído. Nosotros no tenemos más que los puños.

Los aeroplanos se acercaron al lugar en que se encontraba la pareja con grandísima rapidez. Howard y Tatiana apreciaron bien pronto que su forma no difería mucho de la de los terrestres, aunque éstos tenían las alas en forma de delta. Parecían ser propulsados por un sistema de reactores que no resultaba claramente visible desde abajo y en cuanto a su capacidad se les advertía podían contener una tripulación de seis u ocho hombres.

Los aparatos sobrevolaron bien pronto el cohete, y describieron varios círculos de altitud decreciente en torno al mismo, contemplados expectantemente por los dos jóvenes.

—Espero que no nos suelten una bombita —masculló Howard, siguiendo con infinita atención las evoluciones de los aparatos.

De pronto, uno de los aviones suspendió su vuelo, dejándose caer a plomo muy cerca del cohete. Tatiana lanzó un grito de susto, pero muy pronto pudo verse que aquella supuesta maniobra no era sino un aterrizaje habilísimamente calculado. En efecto, el avión tomó tierra a corta distancia de la pareja, con infinita suavidad, sin ninguna sacudida.

Howard quiso acercarse al aparato, pero ella le contuvo agarrándole por el brazo. Gritó:

—¡Quieto! Espera.

No tuvieron que aguardar mucho. Mientras los otros dos aviones continuaban sus vuelos por encima de ellos, una escotilla se abrió en uno de los costados del fuselaje del que había aterrizado y una serie de individuos saltó fuera del mismo, encaminándose hacia la pareja.

Howard y Tatiana contemplaron, tan interesados como estupefactos, a los hombres que componían aquella extraña procesión. Todos eran jóvenes y de agradable presencia, sin ninguna deformidad especial que les hiciera ser especialmente diferentes de un humano terrestre. Vestían blusa holgada y pantalones cortos, ceñidos por un ancho cinturón de cuero rojo, en cuyo centro se advertía una gran placa dorada de forma circular. Su cabeza iba cubierta por un casco de una sustancia liviana y brillante, rematado en una especie de penacho de metal, también muy brillante. Iban armados.

Al observar el detalle, Howard torció su gesto. El fusil que portaban aquellos individuos era corto y de cañón muy grueso, pero esto era lo de menos. Lo importante era que se les recibía de un modo no demasiado cortés, como lo indicaba el hecho de que todos aquellos individuos dispusieran de un arma, aunque por el momento no pareciesen dispuestos a utilizarla.

El hombre que venía en cabeza de la pequeña comitiva se detuvo a unos pasos de distancia de la pareja y se inclinó profundamente. Era un individuo de unos cuarenta y tantos años de edad, según el cómputo terrestre, y en su rostro se advertía la bondad y la nobleza, cosa que tranquilizó no poco a Howard.

Luego empezó a hablar, pero ninguno de los dos jóvenes supo entender nada de lo que el hombre quería decirles. Éste señaló el avión y luego las montañas, haciendo después gestos con la mano de una forma un tanto rara.

—Quiere decir que vayamos con él a su ciudad —exclamó Tatiana.

—¡Qué! ¿Dejar yo mi cohete? —gruñó Howard—. Ni lo sueñes. Antes tengo que saber qué es lo que pretenden estos pájaros.

—Un poco de calma, por favor —dijo ella; y avanzó hacia el recién llegado—. Nosotros no entendemos su idioma. ¿No podría, por favor, expresarse de algún modo inteligible?

—Si nosotros no entendemos su idioma, ¿cómo puedes esperar que ellos entiendan el nuestro, Tatiana? —dijo Howard.

—Aguarda un momento; sé paciente, te lo ruego —contestó ella volviendo a enfrentarse con el individuo.

Los dos cambiaron unas cuantas palabras en sus respectivos idiomas. Al fin, el desconocido se arrodilló en el suelo y trazó unos cuantos signos con el dedo sobre la arena.

Al ver los dibujos, Tatiana exhaló un pequeño grito:

—¡Mira, Howard! ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Parecen unos auriculares, en efecto —contestó el joven, ya que el diseño que había trazado el desconocido tenía aquella forma.

—Entonces es que quiere decir que tienen un equipo de traducción. Podremos comunicarnos con ellos —exclamó la muchacha alborozada.

—Bueno, en principio no está mal del todo —comentó el joven—. ¿Y dónde diablos está esa traductora?

El hombre señaló su avión. Tatiana asintió.

—Vamos, Howard. Sigámosles.

El joven no estaba muy convencido del todo, pero acabó por acceder. A regañadientes, acabó por dejarse llevar hasta el aparato, que se hallaba posado en el suelo a unos cincuenta o sesenta metros de distancia.

Penetraron en el avión, cuyo fuselaje era bastante amplio, sin separación alguna entre el puesto de pilotaje y el espacio destinado a los pasajeros. Había varios asientos dispuestos en el sentido de la marcha, en dos hileras paralelas, pero uno de los soldados hizo girar varios de los asientos, colocándolos de modo que estuviesen frente a frente.

Otro trajo, empujándola sobre unas ruedas, una extraña máquina, que parecía una gran caja metálica, en cuya superficie se divisaban varios cuadrantes y esferas llenas de signos que a Howard y Tatiana les parecieron cabalísticos. Un tercero, en fin, trajo unos auriculares provistos de micrófono, cuyo cable fue conectado a la caja. El jefe de aquellos individuos se colocó, a su vez, otro par de auriculares.

A continuación empezó a manipular en los mandos de la caja. Howard respingó al oír una voz que le hablaba en su propio idioma:

—Bienvenidos a nuestro mundo, forasteros —dijo el hombre—. Yo, Andro, os saludo.

—Andro —exclamó Tatiana—. ¿Ése es tu nombre, amigo?

—Ciertamente. Y vosotros, ¿cómo os llamáis?

La muchacha dio su nombre y el de su compañero. Andro asintió.

—Nos complace mucho haberos recibido y, más que nada, haber comprobado que vuestra llegada se ha hecho sin daño físico para vosotros. Mientras estéis en Hermion, seréis nuestros huéspedes.

—Muy amable, Andro —dijo Howard—. ¿Hermion es el nombre de vuestro planeta? Nosotros le llamamos Hermes. Es decir —añadió—, suponiendo que éste sea el mismo cuerpo celeste que conocemos por ese nombre.

Una ligera sonrisa apareció en los labios de Andro.

—Lo es —dijo—. Sin embargo, no puedo entrar en más explicaciones por el momento. Lo único que he de pediros es vuestra autorización para trasladaros a Hermionna.

—¿Es alguna ciudad? —inquirió la muchacha.

—Sí; es la capital de nuestro planeta.

Tatiana miró a Howard.

—En principio —dijo—, yo no tengo ningún inconveniente. Pero no sé si mi compañero...

—¡Cómo! —se asombró Andro—. ¿No es tu esposo?

La muchacha se sofocó.

—Pues... —empezó a decir, pero Howard la interrumpió.

—No soy su esposo —dijo—, pero espero serlo apenas hayamos regresado a la Tierra.

—¿La Tierra? —inquirió Andro, extrañado.

Howard dijo:

—Sí, ése es el nombre que damos a nuestro planeta.

—Regresar a vuestro planeta —murmuró Andro, meditabundo—. Esto es algo que habrá que discutir más adelante, por el momento...

Howard se puso en pie bruscamente. Tan irritado estaba, que no se dio cuenta de que había desconectado el cable de sus auriculares hasta que vio la expresión de duda en el rostro de Andro. Entonces restableció la conexión y repitió las frases ya pronunciadas.

—Espero que el regreso a nuestro planeta no sea objeto de discusión alguna —manifestó agriamente, sin hacer caso de los tirones de manga que le daba la muchacha—. No tenemos inconveniente alguno en ser vuestros huéspedes; incluso lo agradecemos con toda sinceridad; pero lo que no cabe soñar tan siquiera es retenernos aquí contra nuestros deseos. —Se volvió hacia la muchacha—. Espero que tú seas de mi misma opinión, Tatiana.

Ella asintió.

—Esperemos un poco, querido —dijo—. Todavía es prematura toda suposición en tal sentido. —Miró a Andro—. Vuestra acogida ha sido muy hospitalaria, pero lo echaríais todo a perder si intentarais mantenernos prisioneros en el planeta contra nuestra voluntad.

Andro hizo un gesto ambiguo.

—En todo caso—dijo—, yo no soy más que un portavoz que cumple las órdenes que se le dan. Sobre mí hay alguien que puede más que yo y que, en definitiva, será quien resuelva sobre vuestra situación.

Howard apretó los labios.

—Ya lo decía yo —masculló—. Estos tipos nos han cogido prisioneros y no nos soltarán hasta que...

Uno de los soldados le interrumpió de pronto. Penetró por la portezuela y gritó algo que Howard no pudo entender, ya que el hombre hablaba sin micrófono. Pero, en cambio, el joven pudo ver que el rostro de Andro se demudaba y palidecía enormemente.

—Hemos de partir inmediatamente de aquí... —anunció con tono perentorio, que no admitía ninguna réplica.

 

 

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ntes de que la sorprendida pareja pudiera darse cuenta de lo que les sucedía, los soldados, obedeciendo órdenes de Andro, les ataron sólidamente a los sillones, los cuales fueron situados nuevamente en el sentido de la marcha. Howard pataleó y vociferó como un energúmeno, pero todas sus protestas se perdieron en el vacío.

La máquina traductora fue retirada apresuradamente. Se cerró la escotilla y el aparato saltó hacia arriba, emprendiendo el vuelo de inmediato sin decir palabra.

El avión estaba provisto de grandes ventanales que permitían una cómoda visión de lo que sucedía en el exterior. Escorzando el cuerpo, Howard, pudo ver a los otros dos aviones dirigirse raudamente hacia un punto determinado.

De pronto, uno de los aviones se deshizo en una cegadora llamarada. El estampido de la explosión les llegó unos segundos más tarde, precediendo apenas a la onda de concusión, que hizo vacilar de modo espantoso el avión en que viajaban. A lo lejos, a un par de kilómetros de distancia, brilló otro fogonazo.

—Para que luego hablen mal de la Tierra —exclamó el joven sarcásticamente—. También aquí tienen sus guerritas... ¡y nosotros sin paracaídas!

El avión había adquirido ya una velocidad vertiginosa. Pero la distancia al cohete no era aún tan grande que Howard no pudiera divisar el triste fin de la “Around the Moon”.

Primero fueron dos fogonazos, envueltos instantáneamente en una nube de humo, los que se produjeron a media altura en el casco, abriendo en el mismo enormes brechas. Luego otro disparo alcanzó a la nave en una de sus aletas estabilizadoras, destruyéndola por completo.

Al fallarle el apoyo, la nave se vino abajo con horrible estrépito. Aún la alcanzó un nuevo proyectil en la proa, arruinando por completo la instalación de antenas

Howard pareció ser atacado por un rapto de locura. Gritó como un poseso, debatiéndose furiosamente en su asiento. Tatiana intentó calmarle, pero todos sus esfuerzos resultaron vanos.

Mientras tanto, en el exterior, el combate proseguía. Varios fogonazos más se sucedieron, algunos de ellos peligrosamente próximos al aeroplano, el cual se tambaleó de una manera alarmante. Era evidente que alguien trataba de atacarles, sin que tanto Howard como Tatiana comprendieran los motivos.

El joven acabó por calmarse un tanto, pero no podía borrar de su imaginación el recuerdo de su nave tumbada en el suelo y con unos destrozos totalmente irreparables. Media hora más tarde, Andro volvió del puesto de pilotaje que había ocupado hasta entonces y se sentó frente a la pareja.

Un soldado volvió a traer la máquina traductora. Cuando ofreció a Howard los auriculares, éste los rechazó de un fuerte manotazo.

Tatiana los recogió del suelo y le miró con dolorida expresión mientras se los entregaba.

—Por favor, Ho —dijo.

—No es tu nave, sino la mía —declaró él hoscamente—. Y esta pandilla de monos me la ha destruido de una manera miserable... Ya no podremos volver a la Tierra...

—Cálmate, Ho, te lo ruego. Ten un poco de paciencia. Además, volvamos o no, ¿qué importa eso si seguimos juntos? ¿No eras tú el que decía que deseabas morir abrazado a mí?

Howard remoloneó un poco, refunfuñó otro tanto y acabó por sonreír.

—Está bien —dijo, tomando los auriculares—. No sé cómo os las arregláis las mujeres, que conseguís siempre lo que se os antoja. —Miró a Andro—. Bueno, habla de una vez.

Andro se sentó frente a ellos.

—Os debo una explicación por lo que ha ocurrido —declaró—. En primer lugar, debo deciros que deploro de todo corazón lo que acaba de suceder. Nuestro mundo no es todo lo pacífico que debiera ser o como parece a simple vista. Existen dos bandos opuestos, de intereses políticos totalmente dispares, que se disputan la hegemonía por el poder y de cuya rivalidad acabáis de tener una muestra bien palpable.

—¡Ya lo creo! —refunfuñó el joven—. Como que me han destruido el cohete. Pero sigue, sigue, Andro. Ponnos al corriente de todo.

—¿En qué consiste esa rivalidad? —preguntó la muchacha, muy interesada.

—Vosotros sois la base de la misma —dijo Andro sorprendentemente—. Desde tiempo inmemorial sabemos que vuestro planeta está habitado. Un bando es partidario del aislamiento, en tanto que otro opina que deben establecerse relaciones amistosas con vuestro planeta. Yo —exclamó Andro no sin orgullo— pertenezco a este último.

—En medio de todo —respondió cáusticamente el joven—, hemos dado con los «buenos». Y ¿qué más?

—Los partidarios del aislamiento van perdiendo terreno a medida que transcurren los años. Todavía se mantiene, sin embargo, la cortina que invisibiliza a Hermion -o Hermes, como prefiráis- a los ojos de vuestros astrónomos, haciendo que nuestro planeta pase completamente inadvertido en el momento del perigeo; esto es, cuando más próximos se encuentran ambos cuerpos terrestres. Naturalmente, no nos hemos molestado en ocultar el pequeño satélite que nos acompaña, que es sin duda el asteroide que vosotros conocéis por el nombre de Hermes.

Howard chasqueó los dedos.

—Ahora lo entiendo. Sin duda, vuestro satélite estaba oculto al otro lado del planeta, por su movimiento de traslación en torno a éste, cuando nosotros apercibimos la masa difusa que es la atmósfera de este mundo.

Andro inclinó gravemente la cabeza.

—En efecto, así es —contestó—. Bien. Tal aislamiento fue motivado, hace miles de años, por la necesidad de sobrevivir. Entre nosotros y vuestro satélite, ése que se ve muerto y deshabitado, existió un estado de guerra. La guerra concluyó con la destrucción total de la vida en el satélite de la Tierra...

—La Luna, le llamamos nosotros —dijo Tatiana.

Andro dijo:

—Muy bien, la Luna, pues. No sé quién comenzó la guerra. Nuestras crónicas dicen que ellos fueron los culpables. Al cabo de tantos miles de años, ¿quién puede asegurar tal cosa? De todas formas, los actuales habitantes de Hermion no somos responsables de lo que hicieron entonces nuestros antepasados. Pero toda señal de vida en la Luna desapareció y sólo quedan, como recuerdo de aquella cruentísima guerra, los miles y miles de cráteres que adornan la superficie del satélite.

—Debió de ser una guerra de las gordas —masculló Howard—. ¿Más?

—Sí —continuó Andro—. Como consecuencia de ello, y sabiendo que en vuestro planeta empezaba a desarrollarse la vida humana, nuestros científicos idearon un modo de hacer invisible el planeta para evitar los futuros contactos. Pero el tiempo transcurre y es inevitable que surjan modificaciones en los espíritus. El aislamiento no es deseable de ninguna manera. Los pueblos que viven en el espacio y más si son como los nuestros respectivos, que pertenecen al mismo sistema solar, deben relacionarse entre sí e intercambiar todo género de información científica, cultural y artística. Ésta es una corriente de opinión que ha ido adquiriendo gran incremento en los últimos tiempos, especialmente, desde que empezó a saberse que tratabais de salir al espacio. Nosotros también conocemos la astronavegación, pero la utilizamos en muy escasas ocasiones.

—Entonces —dijo Howard—, fuisteis vosotros los que provocasteis las interferencias en las emisiones de radio, incomunicándonos con la Tierra, desviasteis el cohete de su ruta, devolviendo, en cambio, el averiado a su punto de destino...

—Se estrelló en la Luna. Lo siento —declaró Andro.

—Y, encima de todo eso, impedisteis que usara los chorros de mi nave.

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