1919

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Joe Williams

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Veinticinco días en el mar a bordo del vapor

Argyle, de Glasgow, capitán Thompson, cargado de pieles, raspando herrumbre, embadurnando de minio planchas de acero que chisporrotean calientes, parrillas al sol, pintando la chimenea de la mañana a la noche, balanceándose y cabeceando en el fuerte oleaje sucio; chinches en los catres del apestoso castillo de proa, estofado para comer, con patatas podridas y judías mohosas, cucarachas aplastadas en la mesa, y un trago de zumo de limón al día como manda el reglamento; luego un enfermizo calor húmedo y Trinidad azul entre la neblina sobre el mar encendido.

Avanzaban por la Boca cuando empezó a llover y las islas cubiertas de una vegetación de helechos verde amarillentos se tiñeron de gris bajo el aguacero. Cuando amarraron el barco en el muelle de Puerto España, todos estaban calados hasta los huesos de lluvia y sudor. El señor McGregor andaba a grandes zancadas arriba y abajo con la cara congestionada; había perdido la voz a causa del calor y tenía que susurrar las órdenes con un murmullo apagado. Luego se levantó la cortina de lluvia, salió el sol y todo despedía vapor. Todo el mundo estaba enfadado, no sólo por el calor, sino también porque se decía que iban a subir hasta el lago Pitch a cargar asfalto.

Al día siguiente no pasó nada. Los cueros de la bodega de proa apestaban cuando levantaron las escotillas. Ropa y mantas, puestas a secar al tórrido resplandor del sol entre chaparrón y chaparrón, siempre se empapaban de nuevo antes de que pudieran meterlas dentro. Mientras llovía no había sitio donde mantenerse seco; el toldo de cubierta goteaba sin parar.

Por la noche, terminada su guardia, aunque no merecía la pena bajar a tierra porque nadie había cobrado, Joe se encontró sentado en un banco de una especie de parque cerca del mar, mirándose los pies. Se puso a llover y buscó refugio bajo un toldo, delante de una taberna. Había ventiladores eléctricos dentro de la taberna; una bocanada fresca que olía a lima y ron y whisky y a bebidas heladas, salía por la puerta abierta del local. A Joe le apetecía cerveza, pero no tenía ni un solo centavo. La lluvia colgaba como un telón al borde del toldo.

De pie junto a él había un tipo de aspecto juvenil con traje blanco y un panamá en la cabeza, que parecía norteamericano. Miró varias veces a Joe, captó una de las miradas de éste y sonrió.

—¿Eres n-n-norteamericano? —dijo.

Tartamudeaba un poco al hablar.

—Así es —respondió Joe.

Hubo una pausa. El tipo le tendió la mano.

—Bienvenido a nuestra ciudad —dijo.

Joe notó que tenía algo raro. La palma de su mano era blanda cuando se la estrechó. A Joe no le gustó su manera de apretársela.

—¿Vives aquí? —preguntó.

El tipo se rió. Tenía los ojos azules y una cara redonda, de labios gruesos, que parecía amistosa.

—No, demonios… Sólo voy a estar aquí un par de días de escala en un viaje por las Indias Occidentales. O-o-ojalá me hubiera ahorrado el dinero quedándome en casa. Quería ir a Europa pero no se p-p-puede por la guerra.

—De eso es de lo que hablan todos en el jodido barco inglés en el que estoy, de la guerra.

—Y no consigo imaginar por qué demonios nos han traído a este agujero; ahora resulta que le pasa algo al barco y no podemos irnos hasta dentro de dos días.

—Entonces, debe ser el

Monterey.

—Sí. Es un barco horrible; a bordo no hay más que mujeres. Me alegra mucho toparme con un tipo con el que poder charlar. Al parecer, aquí sólo hay negros.

—Sí, parece como si no hubiera más que gente de color en Trinidad.

—Mira, no va a dejar de llover en mucho tiempo. Entra y tómate un trago conmigo.

Joe le miró con desconfianza.

—Muy bien —le dijo por fin—, pero te advierto que no podré corresponder…, estoy sin blanca y esos malditos escoceses no nos dan ningún adelanto de la paga.

—Eres marinero, ¿verdad? —preguntó el tipo cuando llegaron a la barra.

—Trabajo en un barco, si es lo que quieres decir.

—¿Qué vas a tomar? Aquí tienen un ponche estupendo, el

planter punch. ¿Nunca lo has probado?

—Beberé una cerveza…, normalmente tomo cerveza.

El tabernero era un chino de cara redonda y sonrisa melancólica como la de un mono muy viejo. Les sirvió las copas con gran delicadeza como si temiera romper los vasos.

La cerveza estaba fría y buena en el vaso empapado. Joe se la bebió de un trago.

—Oye, ¿no sabrás los resultados de los partidos de béisbol? La última vez que vi un periódico parecía posible que el Senators se llevase el campeonato.

El hombre se quitó el panamá y se secó la frente con un pañuelo. Tenía el pelo negro y rizado. Miraba insistentemente a Joe como si estuviera decidiendo algo con respecto a él. Por fin dijo:

—Oye, me llamo… Wa-wa-wa… Warnes Jones.

—A mí me llaman Yank en el

Argyle… En la Armada me llamaban Slim.

—Así que has estado en la Armada, ¿eh? Ya me parecía a mí que tenías más bien pinta de marino de barco de guerra que de un mercante, Slim.

—¿Y por qué?

El tipo que decía llamarse Jones pidió otras dos copas de lo mismo. Joe estaba preocupado. Pero, qué diablos, no podían detenerle a uno por desertar en suelo británico.

—Oye, ¿no has dicho que sabías algo de los resultados del béisbol? La liga ya debe andar por la segunda vuelta.

—Tengo periódicos en el hotel…, ¿quieres echarles un vistazo?

—Claro que quiero.

Había dejado de llover. El suelo ya estaba seco cuando salieron de la taberna.

—Oye, voy a dar una vuelta en coche por la isla. Me han dicho que se pueden ver monos salvajes y cosas así. ¿Por qué no vienes? Me muero de aburrimiento si voy solo a ver cosas.

Joe se lo pensó un momento.

—Es que con esta ropa…

—¿Y qué importa? Eso no es la Quinta Avenida. Vamos.

El individuo que decía llamarse Jones señaló un Ford reluciente conducido por un joven chino. El chino llevaba gafas y un traje azul oscuro y parecía un universitario; hablaba con acento inglés. Dijo que los llevaría a dar una vuelta por la ciudad y luego a la Laguna Azul. Cuando ya se ponían en marcha, el tipo que decía llamarse Jones exclamó: «¡Espera un minuto!», corrió a la taberna y trajo una botella de

planter punch.

Habló sin parar mientras pasaban ante casitas inglesas y edificios públicos de ladrillo, y luego el coche corría por la carretera entre bosques azules y espesos de árboles de caucho con una evaporación tan intensa que a Joe le pareció que por allá arriba tenía que haber un techo de cristal. Decía que le gustaban mucho las aventuras y los viajes y que le gustaría ser libre para navegar y andar por el mundo, y que debía ser maravilloso eso de depender sólo de los brazos y el sudor de uno mismo, como le pasaba a Joe.

—¿Tú crees? —dijo Joe.

Pero el tipo que decía llamarse Jones no le prestaba atención y siguió igual y dijo que tenía que cuidar de su madre y que eso era una responsabilidad tremenda, y a veces pensaba que iba a volverse loco y había ido a ver a un médico y el médico le había dicho que hiciera un viaje, pero que la comida de a bordo no era nada buena y se le indigestaba y el barco, además, estaba lleno de viejas con hijas a las que querían casar y le ponía nervioso tener a mujeres a su alrededor en ese plan el día entero. Lo peor de todo era no tener un amigo con quien hablar de lo que pasaba por su cabeza cuando se sentía solo. Le gustaría que fuera un tipo agradable y guapo que hubiera corrido mundo y que no fuera tonto y conociera la vida y supiera apreciar la belleza; en fin, un tipo parecido a Joe. Su madre era terriblemente celosa y no le gustaba la idea de que tuviera amigos íntimos y se ponía mala o le retenía su paga cuando se enteraba de que tenía alguno, porque siempre quería tenerlo pegado a sus faldas, pero él estaba cansado y harto de todo eso y de ahora en adelante iba a hacer lo que le diera la gana, y ella no se enteraría de todo lo que hacía.

Le daba a Joe pitillos y también se los ofrecía al chino, que repetía cada vez:

—Muchas gracias, pero he dejado de fumar.

Entre los dos terminaron la botella de ponche y el tipo que decía llamarse Jones empezaba a inclinarse en el asiento cayendo encima de Joe, cuando el chino paró el coche junto a un pequeño sendero y dijo:

—Si quieren ver la Laguna Azul tienen que seguir caminando por ahí; son sólo unos siete minutos, señor. Es la atracción principal de la isla de Trinidad.

Joe saltó fuera del coche y fue a mear junto a un árbol enorme, de corteza áspera y rojiza. El tipo que decía llamarse Jones se le acercó.

—Dos mentes y un solo pensamiento —dijo.

Joe respondió: «¡Bah!» y fue a preguntarle al chino dónde podían ver a los monos.

—La Laguna Azul —respondió el chino— es uno de sus lugares favoritos.

Se apeó del coche y anduvo a su alrededor mirando atentamente con sus ojillos negros el follaje que había encima de sus cabezas. De repente señaló algo. Había algo negro detrás de unas ramas que se movía. Se oyó una risita chirriante detrás de ellas y tres monos pasaron saltando de rama en rama, balanceándose. Al cabo de un segundo se habían ido y lo único que siguieron viendo fue las ramas que se agitaban periódicamente entre los árboles del bosque por los que saltaban. A uno de ellos le colgaba una cría del pecho. Joe miraba, muy divertido. Nunca había visto monos salvajes como aquéllos. Siguió sendero arriba, caminando tan deprisa que el tipo que decía llamarse Jones tuvo dificultades para seguirle. Joe quería ver algún mono más.

Al cabo de unos cuantos minutos de caminar colina arriba empezó a oír una cascada. Algo le hizo pensar en las Grandes Cataratas y en Rock Creeck y se estremeció. Había una laguna bajo una cascada, bordeada de árboles gigantescos.

—Maldita sea, me están entrando ganas de darme un chapuzón —dijo.

—¿No habrá serpientes, Slim?

—Las serpientes no te molestan, a menos que tú las molestes.

Pero cuando llegaron a la laguna vieron que había gente merendando: unas chicas vestidas de rosa y azul claro y dos o tres hombres con traje blanco, en grupos reunidos bajo sombrillas a rayas. Dos criados hindúes los atendían, sacando alimentos de una cesta. Del otro lado de la laguna llegaba el susurro de voces inglesas bien educadas.

—¡Mira eso! Aquí ni nos podemos bañar ni podremos ver monos.

—Podríamos unirnos a ellos… Yo me presentaría y les diría que eres mi hermano menor. Tengo una carta para un coronel llamado Nosecuantos, pero estaba tan deprimido que no he ido a visitarle.

—¿Qué coño vendrá a hacer aquí esa gente? —rezongó Joe y volvió a tomar el sendero camino abajo.

No vio más monos y cuando llegó al coche empezaron a caer unas gotas.

—Eso les estropeará su jodida merienda —dijo, haciendo una mueca al tipo que decía llamarse Jones, que llegaba con el sudor cayéndole por la cara.

—Eres un buen andarín, Slim.

Slim resopló, y le dio unas palmaditas en la espalda.

Joe se subió al coche, diciendo:

—Creo que nos vamos a mojar.

—Señores —anunció el chino—, volveré a la ciudad porque noto que va a caer un chaparrón y que es inminente.

Antes de avanzar un kilómetro llovía tan fuerte que la nula visibilidad no permitía al chino seguir conduciendo. Condujo el coche hasta un pequeño cobertizo situado al lado de la carretera. Al golpear sobre el techo metálico, la lluvia sonaba como un barco al soltar vapor. El hombre que decía llamarse Jones se puso a hablar; tuvo que gritar para hacerse oír por encima de la lluvia.

—Supongo que habrás visto cosas curiosas, Slim, llevando la vida que llevas.

Joe bajó del coche y se quedó quieto de cara a la repentina cortina de lluvia; las salpicaduras se sentían casi frías en la cara. El hombre que decía llamarse Jones se puso a su lado y le ofreció un cigarrillo.

—¿Qué tal la vida en la Armada?

Joe cogió el pitillo, lo encendió y dijo:

—No muy bien.

—He conocido a montones de marinos… Supongo que se correrían juergas tremendas al bajar a tierra, ¿verdad?

Joe dijo que generalmente ganaba poco para gastárselo en juergas; solía jugar al béisbol, lo que no estaba demasiado mal.

—Pero Slim, yo creía que los marinos hacían lo que les daba la gana cuando tocaban puerto.

—Supongo que algunos de los chicos tratan de poner la ciudad patas arriba, pero por lo general no tienen bastante pasta para hacer demasiadas cosas.

—A lo mejor tú y yo podemos poner las cosas patas arriba en Puerto España, Slim.

—No, tengo que volver a bordo —dijo Joe, negando con la cabeza.

La lluvia arreció y el techo metálico rugía, así que Joe no podía oír lo que le estaba diciendo el tipo que decía llamarse Jones; luego amainó y paró del todo.

—Bien, pero por lo menos podrás subir a la habitación de mi hotel, Slim, a tomar un par de copas. Allí nadie me conoce. Puedo hacer lo que me apetezca.

—Me gustaría ver la página deportiva de algún periódico de nuestro país, si no te importa.

Subieron al coche y regresaron a la ciudad por carreteras que parecían canales. El sol salió y todo estaba rodeado de un vapor azul. Atardecía. Las calles de la ciudad estaban abarrotadas de gente: hindúes con turbante, chinos con trajes de Hart Schaffner y Marx, blancos de cara colorada vestidos de blanco, andrajosos de todos los colores.

Joe se sintió incómodo al atravesar el vestíbulo del hotel vestido de mono, mojado, y además necesitando un afeitado. El hombre que decía llamarse Jones le echó el brazo sobre los hombros al subir las escaleras. Su habitación era grande con ventanas altas y estrechas cerradas con persianas, y olía a ron de malagueta.

—Pues vaya calor que tengo y qué mojado estoy —dijo—. Voy a ducharme…, pero antes llamaremos para que nos traigan un par de gin fizz… ¿No te quieres quitar la ropa y ponerte cómodo? Con este tiempo, la única ropa que se puede aguantar es la propia piel.

Joe dijo que no con la cabeza.

—Huelen demasiado mal —dijo—. Oye, ¿no tienes esos periódicos?

El criado hindú llegó con las bebidas mientras el tipo que decía llamarse Jones estaba en el cuarto de baño. Joe cogió la bandeja. Había algo en la expresión de la fina boca del hindú y en sus negros ojos, que miraban algo que había en la habitación a espaldas de Joe, que a éste le irritó. Le hubiera gustado romperle la cara a aquel hijoputa color tabaco. El tipo que decía llamarse Jones apareció envuelto en una bata de seda y con aspecto de estar fresco.

—Siéntate, Slim; tomaremos un trago y charlaremos un poco.

El tipo se pasó suavemente los dedos por la frente como si le doliera y por su negro pelo rizado, y se sentó en una butaca. Joe se sentó en una silla en el centro de la habitación.

—Creo que este calor terminaría conmigo si tuviera que quedarme una semana en este sitio. No entiendo cómo puedes aguantar todo ese trabajo que tienes que hacer. Debes ser un tipo fuerte.

Joe quería preguntarle por los periódicos, pero el hombre que decía llamarse Jones seguía hablando, diciéndole cuánto le gustaría ser fuerte, ver mundo, conocer a todo tipo de gente, ir a toda clase de sitios; deben de verse cosas muy curiosas, debe de ser muy divertido estar tantos hombres todos aquellos días juntos en el mar, sin ningún problema, ¿verdad?, y luego las noches en tierra, pasándoselo bien, varios tipos con una sola chica.

—Si yo pudiera vivir así, no me importaría lo que hiciera, sin reputación que perder, sin arriesgarte a que nadie te estafe, con la única precaución de no ir a la cárcel, ¿verdad? Slim, no sabes lo que me gustaría andar contigo por ahí y vivir en ese plan.

—¿De verdad? —dijo Joe.

El tipo que decía llamarse Jones llamó para pedir otra copa. Cuando el criado hindú se retiró, Joe preguntó por los periódicos.

—De verdad, Slim, los he buscado por todas partes. Deben de haberlos tirado.

—Bueno, entonces supongo que debo volver a mi maldito barco.

Joe ya tenía la mano en la puerta.

El hombre que decía llamarse Jones se le acercó corriendo, le cogió la mano y dijo:

—No, no te vayas. Dijiste que nos divertiríamos. Eres un chico terriblemente guapo. No te preocupes. No puedes marcharte así; ahora me dejas, ya lo ves, todo enamorado. No me gusta quedarme así. Slim, haremos cosas muy agradables. Te daré cincuenta dólares.

Joe negó con la cabeza y apartó la mano.

Tuvo que darle un empujón para conseguir abrir la puerta; bajó corriendo los escalones de mármol y salió a la calle.

Casi era de noche; Joe se alejó caminando rápidamente. Sudaba a mares. Juraba entre dientes a medida que se alejaba. Se sentía asqueado y enfadado; ¡le hubiera gustado tanto ver los periódicos de su país!

Anduvo arriba y abajo por aquella especie de parque donde había estado sentado por la tarde, y luego se dirigió hacia los muelles. La verdad es que le daba igual. El olor a fritura que salía de las tabernas le recordó que tenía hambre. Se metió en una antes de darse cuenta de que no tenía ni un centavo en el bolsillo. Siguió el sonido de una pianola y se encontró en el barrio de putas. De pie en la puerta de chozas había putas negras de todos los colores y tamaños: mestizas chinas e indias, unas cuantas alemanas y francesas gordas y ajadas; una mulatita alargó la mano y le tocó el hombro al pasar, era preciosa. Joe se detuvo a hablar con ella, pero cuando le dijo que no tenía ni blanca, ella se echó a reír y dijo:

—Pues entonces fuera de aquí, señor-sin-dinero…, aquí no hay sitio para la gente sin dinero.

Cuando volvió a bordo no pudo encontrar al cocinero para conseguir que le diera algo que comer, así que tuvo que contentarse con mascar tabaco. El castillo de proa era un horno. Subió a cubierta con sólo los pantalones puestos y anduvo arriba y abajo con el que estaba de guardia, que era un chaval sonrosado de Dover al que todos llamaban Tiny. Tiny le contó que había oído hablar al Viejo con McGregor, que estaba en el puente, de que al día siguiente irían a Santa Lucía a cargar limas y luego a casa. ¡No iba a sentir poca alegría al volver a ver su islita y dejar aquella jodida balsa! Joe dijo que aquello le importaba un carajo, pues su casa estaba en Washington.

—Lo que yo quiero es dejar esta puñetera vida de una vez y conseguir un trabajo donde paguen bien. Por ahí cualquier turista hijoputa con un poco de pasta cree que te puede alquilar para joderte. —Joe le contó a Tiny lo del tipo que decía llamarse Jones y Tiny se rio como si fuera a reventar.

—Cincuenta dólares son diez libras. Casi me hubiera tentado dejar que ese tío me metiera mano por diez libras.

Aquella noche no corría nada de aire. Los mosquitos empezaban a picar a Joe en el cuello y brazos desnudos. Una bruma dulzona y caliente venía de la dársena, velando las luces que había a lo largo de la costa. Dieron un par de vueltas sin decir nada.

—¿Y qué quería que hicieras, Yank? —preguntó Tiny, riéndose.

—Que se vaya al carajo —dijo Joe—. Voy a dejar esta vida. Pase lo que pase, al marinero es a quien le toca coger el palo por donde quema. ¿No es verdad, Tiny?

—Pues claro que sí… ¡Diez libras! Ese miserable marica debería avergonzarse de sí mismo. Corrupción, de eso se trata. Deberíamos ir al hotel con un par de amigos y hacerle soltar la pasta. En Dover hay maricón que ha de aflojar la bolsa por mucho menos que eso. Van de vacaciones y andan detrás de los chicos del balneario… ¡Hay que hacerle pagar! Sí, eso es lo que hay que hacer, Yank.

Joe no decía nada. Al cabo de un rato exclamó:

—¡Fíjate! Cuando era pequeño lo único que quería era ir a los trópicos.

—Esto no es el trópico, es un jodido agujero, eso es lo que es.

Dieron otro par de vueltas. Joe se quedó apoyado en la barandilla de la borda mirando hacia la grasienta oscuridad. ¡Malditos mosquitos! Cuando escupió el tabaco que mascaba, éste hizo un leve ruido en el agua. Volvió al castillo de proa, se arrastró hasta su catre, se tapó la cabeza con la manta y se quedó allí sudando.

—Maldita sea. Lo único que quería era ver los resultados del béisbol.

Al día siguiente cargaron carbón y al otro hicieron que Joe pintara las cabinas de los oficiales mientras el

Argyle enfilaba la Boca de nuevo, entre las islas cubiertas de helechos verdes y viscosos, y él estaba molesto porque aunque tenía cartilla de marino seguían tratándole como a un marinero normal y corriente, y porque encima iban a Inglaterra donde no sabía qué coño iba a hacer, y sus compañeros le decían que lo más probable era que lo metiesen en un campo de concentración; era extranjero y desembarcaría en Inglaterra sin pasaporte, y eso con la guerra y espías por todas partes… Pero la brisa era ya salobre y cuando atisbaba por el ojo de buey veía el océano azul y no el agua cenagosa de Trinidad, y peces voladores arremolinándose a centenares junto a los costados del barco.

El puerto de Santa Lucía era limpio y abrigado, con blancas casas de techo rojo bajo los cocoteros. Resultó que lo que iban a cargar eran plátanos; les llevó día y medio preparar los compartimentos y los cuarterones para colgar los plátanos en la bodega de popa. Era de noche cuando atracaron junto al muelle de los plátanos y fijaron las dos pasarelas y las cabrias para cargar los racimos de plátanos en la bodega. El muelle estaba abarrotado de mujeres de color que se reían y chillaban y gritaban cosas a la tripulación, y de negros enormes y perezosos que andaban por allí sin hacer nada. Las mujeres cargaban. Al cabo de un rato empezaron a subir por una de las pasarelas, cada una con un enorme racimo verde de plátanos sobre la cabeza y los hombros; había viejas madres negras y guapas mulatas bastante jóvenes; la cara les brillaba de sudor bajo las grandes lámparas y podían vérseles los pechos balanceándose bajo sus desgarrados vestidos, y la carne morena por un roto de la manga. Cuando cada una de ellas llegaba a lo alto de la pasarela, dos negros enormes cogían suavemente el racimo de sus espaldas, el contramaestre les daba un trozo de papel, y la mujer corría por la otra plataforma de vuelta al muelle. Aparte de los de las cabrias, los tripulantes no tenían nada que hacer. Andaban por allí inquietos, mirando a las mujeres, el resplandor blanco de sus ojos y dientes, sus grandes pechos, el balanceo de sus muslos. Seguían por allí, mirando a las mujeres, rascándose, apoyando su peso en uno u otro pie; ni siquiera soltaban muchas indecencias. La noche era oscura y tranquila, el olor de los plátanos y una peste a sudor de negra les envolvían cálidamente; de vez en cuando llegaba la breve bocanada fresca de unas cajas de limas apiladas en el muelle.

Joe se dio cuenta de que Tiny le hacía señas con la mano para que fuera a algún sitio. Le siguió hasta lo oscuro. Tiny le pegó la boca al oído:

—Ahí hay unas cuantas fulanas, Yank; ven.

Fueron a proa y se deslizaron por una soga hasta el muelle. La soga les hizo daño en las manos. Tiny se escupió en las manos y se las frotó. Joe hizo lo mismo. Entonces entraron en el tinglado, agachados. Una rata pasó corriendo ante sus pies. Era un tinglado para abono y apestaba a fertilizante. Pasada una portezuela del fondo había un espacio oscuro, con suelo de arena. Un leve resplandor procedente de las luces de la calle iluminaba la parte superior del tinglado. Hubo voces de mujeres, una risita. Tiny había desaparecido. Joe tenía posada la mano en el hombro desnudo de una mujer.

—Pero antes tienes que darme un chelín —dijo una suave voz de mujer, en inglés antillano.

La voz de él era ahora ronca:

—Claro, guapa, claro que sí.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad vio que no eran los únicos. Había risitas, respiraciones agitadas en todo su alrededor. Desde el barco llegaba el intermitente zumbido de las cabrias, y una mescolanza de voces de las mujeres que cargaban plátanos.

La mujer le pedía dinero.

—Venga, blanquito, haz lo que dijiste.

Tiny ya estaba de pie junto a él abrochándose los pantalones.

—Enseguida volvemos, chicas.

Atravesaron el tinglado corriendo, con las chicas tras ellos, hasta la pasarela que alguien había dejado al lado del barco y alcanzaron la cubierta sin respiración y retorciéndose de risa. Cuando miraron por encima de la borda, las mujeres corrían arriba y abajo por el muelle escupiendo y maldiciéndolos como gatos monteses.

—Gracias, señoritas —les decía Tiny, mientras se quitaba la gorra.

Tomó a Joe del brazo y le llevó al otro lado de cubierta; se quedaron un rato pegados a una pasarela.

—Oye, Tiny, la tuya era tan vieja como para ser tu abuela, ¡vaya si lo era! —le susurró Joe.

—Pues no sabes como era la tuya, comparada con ella; la mía era preciosa.

—No digas tonterías… Al menos tenía setenta años.

—Nada de eso…, era bastante guapa —dijo Tiny, alejándose con la cabeza baja.

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