1919

1919


Joe Williams

Página 9 de 90

Había salido una luna roja detrás de las colinas, ribeteándolas. Los racimos de plátanos que las mujeres subían por la pasarela formaban una ondulante serpiente verde bajo el resplandor de las lámparas. De repente, Joe se sintió asqueado y soñoliento. Bajó y se lavó cuidadosamente con agua y jabón antes de tumbarse en su litera. Se quedó dormido oyendo las voces inglesas y escocesas de sus compañeros, hablando de las fulanas de detrás del tinglado, de las veces que lo habían hecho, y de cómo hacían cosas parecidas en Argentina o Durban o Singapur. La charla prosiguió toda la noche.

Hacia mediodía zarparon rumbo a Liverpool con el jefe de máquinas forzando las calderas para hacer una rápida travesía de vuelta y con todos hablando animadamente. Comieron todos los plátanos que quisieron durante esa travesía; el sobrecargo traía todos los días los más maduros y los colgaba en la cocina. Todo el mundo protestaba de que el barco no estuviera armado, pero el Viejo y el señor McGregor parecían más preocupados por los plátanos que por los posibles ataques. Siempre andaban mirando debajo de la lona que cubría la bodega, a la que habían puesto un ventilador en la parte de arriba, para ver si maduraban demasiado deprisa. Se bromeaba mucho sobre los plátanos en el castillo de proa.

Después de cruzar el trópico encontraron un molesto viento norte que sopló cuatro días, después de lo cual el tiempo fue adverso durante toda la travesía. Joe no tenía mucho que hacer después de sus cuatro horas al timón; en el castillo de proa todos protestaban de que el barco no hubiera sido fumigado para matar las chinches y las cucarachas, de que no estuviera armado, y de que no navegara en un convoy. Corrió la voz de que había submarinos alemanes al acecho cerca del cabo Lizard, y todos, del Viejo para abajo, estaban de un humor de mil demonios. Todos empezaron a pinchar a Joe porque Estados Unidos no entraban en guerra, y él solía discutir con Tiny y un amigo de Glasgow al que llamaban Haig. Joe dijo que no entendía lo que le importaba aquella guerra a Estados Unidos, y casi llegaron a las manos.

Después de haber avistado las islas Scilly, Sparks dijo que había establecido contacto con un convoy y que les acompañaría un destructor por el mar del Norte y no les dejaría hasta que estuvieran a salvo en el Mersey. Los ingleses habían ganado una gran batalla en Mons. El Viejo mandó servir un vaso de ron a todos y todo el mundo estaba de buen humor exceptuado Joe, a quien preocupaba lo que le podía pasar por entrar en Inglaterra sin pasaporte. Estaba siempre helado, pues no tenía ropa de abrigo.

Aquella tarde surgió súbitamente, entre la niebla del crepúsculo, un destructor que parecía tan alto como una iglesia sobre la gran ola de agua blanca que se elevaba ante su proa. En el puente se llevaron un gran susto porque al principio creyeron que era alemán. El destructor enarboló la Union Jack y disminuyó su velocidad, manteniéndose cerca y por delante del

Argyle. La tripulación se apiñó en cubierta y lanzó tres hurras al destructor. Algunos querían cantar el

God Save the King, pero el oficial de guardia del destructor empezó a vociferar por medio de un megáfono al Viejo, preguntándole por qué coño no avanzaba en zigzag, y si no sabía que estaba prohibido hacer cualquier clase de ruido en un mercante en tiempos de guerra.

Sonaron las ocho campanadas y se cambió la guardia, y Joe y Tiny se echaron a reír cuando paseaban por el puente precisamente en el momento en que se cruzaban con McGregor, que pasaba con rostro congestionado. McGregor se plantó delante de Joe y le preguntó qué era lo que encontraba tan gracioso. Joe no contestó. El señor McGregor le miró duramente y dijo con su lenta voz amenazadora que Joe seguramente no era norteamericano ni nada, sino un asqueroso espía, y le ordenó que bajara a presentarse al equipo de fogoneros que estuviera más cerca. Joe dijo que él había sido contratado como marinero de cubierta y que él no tenía ningún derecho a ponerle de fogonero. El señor McGregor replicó que todavía no le había pegado nunca a un hombre en sus treinta años en la mar, pero que si decía una palabra más le pondría patas arriba. Joe estaba furioso, pero se quedó quieto con los puños cerrados y sin decir nada. Durante varios segundos el señor McGregor se limitó a mirarle, rojo como la cresta de un pavo. Pasaron por cubierta dos de los de la guardia.

—Llevad a este tipo al contramaestre y que le pongan en la barra. Puede ser un espía… Y tú, tranquilo o será peor.

Joe pasó aquella noche encogido, con cadenas en los pies, en un pequeño cuchitril que olía a sentina. A la mañana siguiente, el contramaestre le hizo salir y le dijo, con cierta amabilidad, que fuera a la cocina a por un poco de

porridge, pero que no apareciera por cubierta. Dijo también que lo iban a entregar al Control de Extranjeros en cuanto atracaran en Liverpool.

Cuando cruzaba la cubierta para ir a la cocina, con las piernas aún rígidas debido a los grilletes, advirtió que ya estaban en el Mersey. Era una mañana de sol rojizo. Había barcos anclados por todas partes, veleros rechonchos y negros, y canoas de patrulla que cortaban el agua verde claro entre remolinos. Por encima, el gran palio de humo pardo se entrecortaba aquí y allá con nubes pequeñas de vapor blanco que reflejaban el sol.

El cocinero le dio

porridge y un cacillo de té amargo y tibio. Cuando salió de la cocina, remontaban el río, y podían verse pueblos en ambas orillas, bajo un cielo completamente cubierto de humo pardo y niebla. El

Argyle navegaba a media máquina.

Joe bajó al castillo de proa y se acostó en su colchoneta. Sus compañeros le miraban sin hablar y cuando le dijo algo a Tiny, que estaba en la litera de abajo, éste no le respondió. Eso hizo que Joe se sintiera todavía peor. Se puso de cara a la pared, se tapó la cabeza con la manta y se durmió.

Le despertó alguien que le sacudía.

—Vamos, arriba, amigo —le decía un policía inglés bastante alto, con casco azul charolado y barboquejo, que le tenía cogido por el hombro.

—Bien, espere un momento —dijo Joe—. Me gustaría lavarme.

El policía movió la cabeza.

—Cuanto antes venga, mejor será para usted.

Joe se echó la gorra sobre la cara, sacó la caja de puros que guardaba debajo de la colchoneta y siguió al policía a cubierta. El

Argyle ya estaba amarrado junto al muelle. Por tanto, sin decir adiós a nadie ni recibir su paga, bajó por la escalerilla con el policía detrás de él. El policía le apretaba el brazo. Cruzaron un muelle adoquinado y atravesaron varias puertas de hierro, enormes, hasta donde los esperaba el coche celular. Un grupo de vagos, caras rojas que destacaban en la niebla, ropa negra desgarrada.

—Ahí va ese asqueroso alemán —dijo uno de ellos.

Una mujer silbó, hubo unos pocos abucheos y un maullido y las brillantes puertas negras se cerraron a su espalda; el coche arrancó suavemente y luego Joe notó que aceleraba por las calles adoquinadas.

Joe se había acurrucado en la oscuridad. Se alegraba de encontrarse solo allí dentro. Aquello le daba ocasión de controlarse. Tenía frías las manos y los pies y tuvo que hacer esfuerzos para no tiritar. Le hubiera gustado estar vestido correctamente. Todo lo que llevaba puesto era una camisa y unos pantalones manchados de pintura y un par de zapatillas de fieltro sucias. De pronto el coche se detuvo, dos policías le dijeron que bajara y luego fue empujado por un pasillo encalado hasta una pequeña habitación donde un inspector de policía, un inglés muy alto y de cara larga, estaba sentado ante una mesa barnizada de amarillo. El inspector se puso en pie de un salto, se dirigió hacia Joe con los puños cerrados como si le fuera a pegar y, de repente, dijo algo en lo que Joe pensó que era alemán. Joe negó con la cabeza. Le pareció algo divertido e hizo una mueca.

—No

savi —dijo.

—¿Qué hay en esa caja? —dijo el inspector que se había vuelto a sentar en la mesa; de repente gritó, cortante a los policías—. Deberían registrar a estos maleantes, antes de traerlos aquí.

Uno de los policías arrancó la caja de puros del sobaco de Joe y la abrió. Pareció aliviado cuando vio que no tenía una bomba dentro y la vació encima de la mesa.

—¿Así que usted pretende ser norteamericano? —le chilló el hombre a Joe.

—Claro que soy norteamericano —dijo Joe.

—¿Qué demonios viene usted a hacer en Inglaterra en tiempos de guerra?

—Yo no quería venir…

—¡Cállese! —gritó el hombre.

Entonces hizo seña a los policías de que se fueran y dijo:

—Que venga el cabo Eakins.

—A la orden, señor —dijeron los dos policías respetuosamente al unísono.

Cuando se fueron, se volvió a acercar a Joe con los puños cerrados.

—Será mejor que cante enseguida, amigo… Tenemos toda la información necesaria.

—Mire, yo estaba sin blanca en Buenos Aires…, tuve que embarcarme en lo primero que encontré. No creerá que nadie va a enrolarse en un cascarón como ése porque sí, ¿verdad?

Joe estaba asustado otra vez; volvía a tener frío.

El policía de paisano cogió un lápiz y dio unos golpecitos amenazadores en la mesa con él.

—El descaro no le va a servir de nada, amiguito…, más le vale hablar como es debido.

Luego se puso a mirar las fotografías y los sellos y los recortes de periódicos que Joe había sacado de la caja de puros. Entraron dos hombres vestidos de caqui.

—Desnúdenle y regístrenle —ordenó el hombre de la mesa sin levantar la vista.

Joe miró a los dos hombres sin entender; tenían cierto parecido con ordenanzas de hospital.

—Dese prisa —le dijo uno de ellos—. No queremos utilizar la fuerza.

Joe se quitó la camisa. Le molestó ponerse colorado; le daba vergüenza no llevar ropa interior.

—Bueno, ahora los calzones.

Joe se quedó desnudo en zapatillas mientras los hombres de caqui registraban su camisa y pantalones. Encontraron un trozo de soga nueva en un bolsillo, una lata abollada de Prince Albert con un poco de tabaco de mascar dentro y una navajita con una hoja rota. Uno de ellos examinaba el cinturón y enseñó al otro el sitio donde había sido recosido. Lo cortó con un cuchillo y ambos miraron enseguida dentro. Joe hizo una mueca.

—Solía guardar mi dinero ahí —dijo.

Los otros seguían muy serios.

—Abra la boca.

Uno de ellos puso su pesada mano en la mandíbula de Joe.

—Sargento, ¿y si le sacamos los dientes? Tiene dos o tres arreglados ahí atrás.

El hombre junto a la mesa negó con la cabeza. Uno de los hombres salió por una puerta y volvió con un guante de goma en la mano.

—Agáchese —dijo el otro, poniendo la mano en la nuca de Joe y le mantuvo con la cabeza baja mientras el hombre con el guante de goma le palpaba el recto.

—¡Ay! ¡Por el amor de Dios! —susurró Joe entre dientes.

—Bueno, bueno, amigo, por el momento esto es todo —dijo el hombre que le sujetaba la cabeza, soltándole—. Lo siento, pero tenemos que hacerlo…, es el reglamento.

El cabo avanzó hasta la mesa y se quedó firmes.

—Muy bien, señor… Nada de interés en la persona del preso.

Joe tenía un frío terrible. No podía impedir que le castañetearan los dientes.

—Mírele en las zapatillas, ¿quiere? —gruñó el inspector.

Joe no se quería quitar las zapatillas porque tenía los pies sucios, pero no podía impedirlo. El cabo las hizo pedazos con un cortaplumas. Luego los dos hombres se quedaron firmes y esperaron a que el inspector levantara la vista.

—Nada de que informar, señor. ¿Le damos una manta al detenido? Parece que tiene mucho frío.

El tipo de la mesa movió la cabeza e hizo una seña a Joe.

—Venga aquí. ¿Está dispuesto a respondernos la verdad y a no crearnos problemas? Si hace eso, lo peor que le puede pasar es ir a un campo de concentración mientras dure la guerra… Pero si nos crea problemas no quiero ni decirle lo serio que puede resultar. Estamos sometidos a la Ley de Defensa Nacional, no lo olvide… ¿Cómo se llama?

Después de que Joe hubiera dicho su nombre, lugar de nacimiento, cómo se llamaban su padre y su madre y los barcos en los que había navegado, de repente el inspector le soltó una pregunta en alemán. Joe negó con la cabeza.

—Oiga, ¿por qué cree usted que soy alemán?

—Encierren a este cerdo… De todos modos, ya sabemos todo lo necesario.

—¿Le devolvemos sus cosas? —preguntó tímidamente uno de los hombres.

—No las va a necesitar como no se ande con mucho cuidado.

El cabo cogió un manojo de llaves y abrió una pesada puerta de madera de uno de los costados de la habitación. Empujaron a Joe dentro de una mínima celda con un banco y sin ventanas. La puerta se cerró ruidosamente a sus espaldas y Joe se quedó tiritando en la oscuridad. «Bueno, ya estás en la pocilga, Joe Williams», se dijo en voz alta. Descubrió que entraba en calor haciendo ejercicio y frotándose brazos y piernas, pero los pies seguían insensibles.

Al cabo de un rato oyó la llave en la cerradura; el hombre de caqui tiró una manta dentro de la celda y cerró de un portazo sin darle oportunidad de decir nada.

Joe se arrebujó en la manta sobre el banco y trató de dormir.

Se despertó con un repentino pánico de pesadilla. Hacía frío. Llamaban a la guardia. Se enderezó de un salto. Estaba completamente oscuro. Durante un segundo pensó que se había quedado ciego durante la noche. Volvió a recordar donde estaba y todo lo que había pasado desde que vieron las luces de las islas Scilly. Tenía un bloque de hielo en el estómago. Anduvo arriba y abajo de pared a pared de la celda durante un rato, y luego volvió a enrollarse en la manta. Era una buena manta; estaba limpia y olía a desinfectante o algo similar. Volvió a dormirse.

Se despertó con un hambre de lobo y con ganas de mear. Anduvo a tientas por la celda cuadrada durante bastante tiempo hasta que encontró una escupidera esmaltada debajo del banco. La usó y se sintió mejor. Le alegró que tuviera tapa. Se puso a pensar en cómo matar el tiempo. Empezó a pensar en Georgetown y en lo bien que lo había pasado con Alec y Janey y la pandilla que andaba por los billares de Mulvaney, y en los ligues a la luz de la luna en el

Charles McAlister, y recordó también las buenas películas que había visto o lo que había leído y trató de recordar los porcentajes de bateo de todos los jugadores de los equipos de béisbol de Washington.

Había llegado hasta a recordar los partidos del colegio, jugada a jugada, cuando metieron la llave en la cerradura. El cabo que le había registrado abrió la puerta y le tendió su camisa y sus pantalones.

—Puede lavarse si quiere —dijo—. Será mejor que se lave a fondo. Tengo orden de llevarle ante el capitán Cooper-Trahsk.

—¿No podrían traerme algo de comer y un poco de agua? Estoy medio muerto de hambre… Dígame, ¿cuánto tiempo llevo aquí?

Joe parpadeaba ante la brillante luz que llegaba desde la otra habitación. Se puso camisa y pantalones.

—Sígame —dijo el cabo—. No puedo responder a sus preguntas hasta que haya visto usted al capitán Cooper-Trahsk.

—¿Y qué pasa con mis zapatillas?

—A ver si se está callado y contesta a lo que se le pregunta; será mucho mejor para usted… Sígame.

Cuando seguía al cabo por el mismo pasillo por el que había entrado, los soldados ingleses miraron sus pies descalzos. En el retrete había una reluciente palangana de agua fría y un trozo de jabón. Primero, Joe bebió un largo trago. Se le iba la cabeza y las rodillas le temblaban. El agua fría y lavarse las manos y la cara hizo que se sintiera mejor. Lo único que tenía para secarse era una toalla bastante sucia.

—Oiga, tengo que afeitarme —dijo.

—Ahora tiene que acompañarme —repuso el cabo con voz seca.

—Pero yo tenía una cuchilla en algún sitio…

El cabo le lanzó una mirada de enfado. Cruzaban la puerta de un despacho agradablemente amueblado y con una gruesa alfombra roja y marrón en el suelo. Tras una mesa de caoba se sentaba un hombre de cierta edad con el pelo blanco y una cara redonda de rosbif, y montones de insignias en su uniforme.

—¿Es éste…? —empezó a preguntar Joe, pero vio que el cabo, tras dar un taconazo y saludar, seguía inmóvil en posición de firmes.

El hombre de edad levantó la cabeza y le miró paternalmente con sus ojos azules.

—Bien, bueno, bueno… —dijo—. Acérquelo más, cabo…, para que lo vea mejor… Está en bastante mal estado, cabo. Será mejor que le den unos zapatos y unos calcetines al pobre diablo…

—Muy bien, señor —respondió el cabo despectivamente, volviendo a ponerse firmes.

—Descanse, cabo, descanse —murmuró el hombre de edad poniéndose unas gafas y mirando unos papeles de encima de su mesa—. Éste es…, es… Zentner…; pretende ser ciudadano norteamericano, ¿verdad?

—Mi apellido es Williams, señor.

—¡Ah, claro, claro! Joe Williams, marinero. —Fijó sus ojos azules en Joe con expresión confidencial—. Con que ése es su apellido, ¿verdad, hijo mío?

—Así es, señor.

—Muy bien, ¿cómo es que ha tratado de entrar en Inglaterra en tiempo de guerra sin pasaporte ni ningún otro documento de identificación?

Joe le contó que tenía un certificado norteamericano de primera clase y que estaba sin blanca en Buenos Aires…

—¿Y por qué se encontraba usted en… esa situación en Argentina?

—Verá, señor, yo había estado en la Mallory Line y mi barco me dejó en tierra mientras yo andaba de juerga por la ciudad, señor, y el patrón zarpó antes de la hora fijada y me dejó allí tirado.

—¡Ah, claro! Una buena juerga en una vieja ciudad…, eso fue, ¿verdad? —El hombre mayor se rio; luego de pronto frunció el ceño—. Vamos a ver…, ¿en qué barco de la Mallory Line viajaba usted?

—En el

Patagonia, señor, y no viajaba como pasajero; era un marinero de cubierta.

El hombre de edad escribió largo rato en una hoja de papel, luego sacó la caja de puros de Joe de un cajón de la mesa y se puso a mirar los recortes y las fotografías. Cogió una foto y le dio la vuelta para que Joe la pudiera ver.

—Una chica muy guapa…, ¿es la chica que más le gusta, Williams?

A Joe se le enrojeció la cara.

—Es mi hermana.

—Pues yo digo que parece una chica preciosa…; ¿no le parece, cabo?

—Claro que sí, señor —dijo el cabo abstraído.

—Y ahora, hijo mío, si sabe algo sobre las actividades de los agentes alemanes en Sudamérica…, muchos de ellos son norteamericanos o impostores que pasan por norteamericanos…, será mejor que nos cuente todo lo que sepa.

—Sinceramente, señor —contestó Joe—. No sé nada de eso. Sólo estuve unos pocos días en Buenos Aires.

—¿Viven sus padres?

—Mi padre está bastante enfermo… Pero mi madre y mis hermanas están en Georgetown.

—Georgetown…, Georgetown… Vamos a ver…, ¿eso no es la Guayana británica?

—No, señor. Es una parte de la ciudad de Washington.

—Claro, claro…, veo que ha estado usted en la Armada.

El hombre de edad apartó la foto de Joe y los otros dos marineros.

Joe sentía sus rodillas tan flojas que pensó que estaba a punto de caerse.

—No, señor, eso era en la reserva naval.

El hombre de edad volvió a meterlo todo en la caja de puros.

—Puede quedarse con esto, hijo mío… Cabo, denle de desayunar y que se airee un poco en el patio. Me parece que está un poco débil.

—A la orden, señor.

El cabo saludó y salieron.

El desayuno consistió en una aguada sopa de avena, té rancio, y dos rebanadas de pan untadas con margarina. Después de eso, Joe tenía más hambre que antes. Con todo, era agradable salir al aire libre, aunque lloviznara y los adoquines del pequeño patio donde le dejaron fueran como hielo para sus pies descalzos, bajo la delgada capa de barro negro que los cubría.

En el patio había otro preso, un tipo pequeño de cara gorda, sombrero y capote pardo, que se acercó inmediatamente a Joe.

—¿Oiga, es usted norteamericano?

—Claro que sí —dijo Joe.

—Me llamo Zentner…, comfrro menaje parra restaurrantes…, soy de Chicago… Esto es el ultrraje más indecente que… Aquí fengo yo a este maldito país a comfrarr sus malditos productos, a gastarr buenos dólarres norrteamerricanos… Hace trres días que he hecho un pedido de diez mil dólarres en Sheffield. Y me detienen por espía y ya llefo aquí toda la noche y sólo esta mañana me dejan hablarr porr teléfono con el consulado. Esto es una infamia y tengo un pasaporrte y fisado y todo lo que quierran. Puedo demandarrlos ante los trribunales. Voy a llefar el asunto a Fashington. Exigirré al gobierrno británico cien mil dólarres por difamación. Hace cuarrenta años que soy ciudadano norrteamerricano y mi padre no fino de Alemania, sino de Polonia… Y tú, hijo mío, feo que no tienes zapatos. ¡Y hablan de las atrrocidades de los alemanes como si esto no fuerra una atrocidad!

Joe estaba tiritando y se puso a correr alrededor del patio, a paso gimnástico, para entrar en calor. El señor Zentner se quitó su capote pardo y se lo tendió.

—Toma, chico, ponte este abrrigo.

—Pero, hombre, es demasiado bueno. Es usted muy amable.

—En la adverrsidad defemos ayudarrnos unos a otrros.

—¡Cagoendiós! Si aquí la primavera es así, ¿cómo será el invierno? Le devolveré el abrigo cuando entre. ¡Coño! Tengo los pies helados… Oiga, ¿le registraron?

El señor Zentner puso los ojos en blanco.

—Fergonzoso —soltó—. ¡Qué cantidat de indignidades al comprradorr de un país neutrral y amigo. Ya ferrán cuando se lo cuente al embajadorr. Los demandarré. Exigirré daños y perrjuicios.

—También yo —dijo Joe, riendo.

El cabo apareció en la puerta y gritó:

—¡Williams!

Joe le devolvió el capote al señor Zentner y le estrechó la mano.

—Oiga, por el amor de Dios, no se olvide de decir al cónsul que hay otro norteamericano. Hablan de mandarme a un campo de concentración mientras dure la guerra.

—Clarro que sí, muchacho, no se prreocupe, yo le sacarré de aquí —dijo el señor Zentner sacando el pecho.

Esta vez Joe fue llevado a una celda corriente que tenía una lucecita y sitio para moverse. El cabo le dio un par de zapatos y unos calcetines de lana llenos de agujeros. No le entraron los zapatos, pero los calcetines le calentaron un poco los pies. A mediodía le dieron una especie de guisado que en su mayor parte sólo eran patatas podridas, y un poco de pan y margarina.

El tercer día, cuando el carcelero le trajo el almuerzo de mediodía, le dio un paquete envuelto en papel de estraza que había sido abierto. Había dentro de él un traje, camisa, ropa interior de franela, calcetines y hasta una corbata.

—Había también una nota, pero eso no lo permite el reglamento —dijo el carcelero—. Con ese traje hasta va a parecer elegante.

Esa misma tarde volvió el carcelero y dijo a Joe que lo siguiera. Éste se puso el cuello limpio que le quedaba demasiado estrecho y la corbata, unos pantalones que le quedaban demasiado grandes, y le siguió por varios pasillos y un patio lleno de soldados hasta un pequeño despacho con un centinela a la puerta y un sargento sentado ante la mesa. Había en una butaca un joven con aspecto preocupado y un sombrero de paja sobre las rodillas.

—Aquí tiene a su hombre, señor —dijo el sargento sin mirar a Joe—. Puede interrogarle.

El joven de aspecto preocupado se puso de pie y se acercó a Joe.

—No sabe cuánto trabajo nos ha dado usted, pero he estudiado los datos que tenemos de su caso y me parece que usted es quien dice ser… ¿Cómo se llamaba su padre?

—Igual que yo, Joseph P. Williams… Oiga, ¿es usted el cónsul norteamericano?

—Soy del consulado… Oiga, ¿para qué diablos quería bajar a tierra sin pasaporte? ¿Cree que no tenemos otra cosa que hacer que ocuparnos de un montón de malditos locos que no son capaces de ponerse a cubierto cuando llueve? ¡Maldita sea! Tenía que jugar al golf esta tarde y aquí llevo dos horas esperando para sacarle de la cárcel.

—Escuche, yo no bajé a tierra. Me cogieron y me bajaron.

—Eso le servirá de lección, espero… La próxima vez tenga los documentos en orden.

—Sí, señor, los tendré.

Media hora después, Joe estaba en la calle, con la caja de puros y sus viejas prendas de vestir bajo el brazo. Era una tarde soleada; gente de rostro rojo vestida de oscuro, mujeres de cara larga con aparatosos sombreros, calles llenas de grandes autobuses y altos tranvías…, todo le parecía muy raro, hasta que de repente recordó que estaba en Inglaterra y que nunca había estado antes.

Tuvo que esperar mucho tiempo en una oficina vacía del consulado mientras el joven de aspecto preocupado llenaba un montón de papeles. Joe tenía hambre y no hacía más que pensar en un filete con patatas fritas. Por fin lo llamaron al mostrador y le dieron un papel y le dijeron que había un catre para él en el vapor norteamericano

Tampa, de Pensacola, y que lo mejor sería que fuera directamente a ver a los consignatarios y confirmar que iba a estar a bordo y cuándo, porque si le volvían a coger en Liverpool sería peor para él.

—Oiga, ¿no hay modo de comer algo por aquí, señor cónsul?

—¿Es que se cree que esto es un restaurante…? No tenemos previstas las ayudas económicas. Debería agradecernos lo que hemos hecho por usted.

Ir a la siguiente página

Report Page