1919

1919


Joe Williams

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—Es que en el

Argyle no me pagaron y casi me muero de hambre en el calabozo, eso es todo.

—Bueno, pues aquí tiene un chelín, pero eso lo único que puedo hacer yo.

Joe miró la moneda.

—¿Quién es éste? ¿El rey Jorge? Muy bien, gracias, señor cónsul.

Iba por la calle con la dirección de los consignatarios en una mano y el chelín en la otra. Se sentía triste y débil y le dolía el estómago. Vio al señor Zentner al otro lado de la calle, cruzó la calzada corriendo a través de un atasco del tráfico y se acercó a él con la mano extendida.

—Me dieron la ropa, señor Zentner, fue muy amable al mandármela.

El señor Zentner iba con un hombre pequeño vestido de oficial. Le saludó con una mano gordezuela y dijo:

—Me alegrra haber sido útil a un compatrriota —y se alejó.

Joe fue a una freiduría y gastó seis peniques en pescado frito y los otros seis en una jarra grande de cerveza en una taberna en la que había entrado esperando conseguir algo de comer gratis con lo que llenarse, pero no tenían nada de comer gratis. A la hora en que llegó a la oficina de los consignatarios ésta ya estaba cerrada y tuvo que andar por las calles ruidosas en medio de la blanca neblina de la tarde sin saber adónde ir. Preguntó a varios tipos en los muelles si sabían dónde estaba atracado el

Tampa, pero nadie lo sabía y además hablaban de un modo tan raro que casi no conseguía entender lo que le decían.

Después, cuando empezaban a encender los faroles de la calle, y él empezaba a sentirse descorazonado, se encontró bajando por una calle detrás de tres norteamericanos. Los alcanzó y les preguntó si sabían dónde estaba el

Tampa. ¿Cómo no lo iban a saber? Acababan de dejarlo para ver aquella maldita ciudad. Lo mejor sería que fuera con ellos. ¡Vaya si Joe estuvo contento al encontrarse con chicos de su país después de aquellos dos meses en el cascarón y de estar en la cárcel y todo! Entraron en un bar y bebieron unos whiskis y les contó todo lo de la cárcel y cómo los jodidos policías le habían hecho bajar del

Argyle y que no le habían pagado, y los muchachos le invitaron a beber y uno de ellos era de Norfolk, Virginia, y se llamaba Will Stirp, y sacó un billete de cinco dólares y le dijo que lo cogiera que ya se lo devolvería cuando pudiera.

Tropezar con tipos como aquéllos era como estar en casa, en la tierra de Dios, y cada uno pagó una ronda. Eran cuatro norteamericanos en una asquerosa ciudad y bebían ronda tras ronda y como eran cuatro norteamericanos estaban dispuestos a pelear con el mundo entero. Olaf era sueco, pero ya tenía los primeros papeles para nacionalizarse, así que contaba también como norteamericano, y el nombre del otro individuo era Maloney. La camarera de cara afilada intentó quedarse con el cambio, pero ellos se dieron cuenta; sólo les quería dar quince chelines en lugar de veinte, por una libra, pero ellos la obligaron a que les diera los cinco chelines que faltaban. Fueron a otra freiduría; no conseguían comer otra cosa que pescado frito en aquel jodido país, y luego todos bebieron más y eran cuatro norteamericanos que se encontraban muy bien en aquella piojosa ciudad. Un tipo les dijo que ya era hora de cerrar debido a la guerra y que ya no había nada abierto, y quedaban muy pocas luces encendidas en la calle y las que había estaban tapadas con una especie de sombreros extraños debido a los zepelines. El tipo era pálido y con cara de rata y les dijo que sabía de una casa donde podrían tomar cerveza y estar con unas chicas muy guapas y pasarlo muy bien. Había una lámpara enorme con rosas pintadas en la pantalla en medio del cuarto de estar de la casa y las chicas eran muy delgadas y tenían dientes de caballo y había unos cuantos marineros que ya iban lanzados, pero ellos eran cuatro norteamericanos. Los marineros empezaron a meterse con Olaf diciendo que era un puñetero alemán. Olaf dijo que era sueco, pero que prefería ser un jodido alemán antes que como ellos. Alguien le dio un empujón a otro y lo primero de lo que se enteró Joe fue de que se estaba peleando con un tipo negro y luego sonaban los silbatos de la policía y todos estaban amontonados dentro del coche celular.

Will Stirp no paraba de decir que ellos eran cuatro norteamericanos que se lo estaban pasando bien y que nadie había llamado a la policía para que viniera a mezclarse en sus cosas. Pero los llevaron a todos a empujones hasta una mesa de despacho y terminaron encerrando a los cuatro norteamericanos en una celda y a los ingleses en otra. La comisaría estaba llena de borrachos que gritaban y cantaban. Maloney sangraba por la nariz. Olaf se durmió. Joe no podía dormir; repetía a Will Stirp que estaba asustado porque era seguro que lo mandarían a un campo de concentración mientras durara la guerra, y cada vez Will Stirp decía que ellos eran cuatro norteamericanos y que a ver si él no era ciudadano norteamericano libre y que no podían hacerle nada. Maldita fuese la libertad de los mares.

A la mañana siguiente los llevaron ante el juez y aquello hubiera resultado divertido de verdad si no fuera porque Joe estaba asustado; era solemne como una reunión de cuáqueros y el magistrado llevaba una pequeña peluca y les multó obligándolos a pagar tres chelines y seis peniques a cada uno, más las costas. Tocaron como a dólar por cabeza. Por suerte todavía les quedaba algo de pasta.

Y el magistrado de la pequeña peluca les soltó un sermón del demonio diciéndoles que estaban en guerra y que no tenían ningún derecho a armar líos y emborracharse en territorio británico; que deberían estar luchando codo a codo con sus hermanos —eran ingleses de su misma sangre a los que los norteamericanos les debían todo, incluso su existencia como una gran nación—, para defender la civilización y las instituciones libres y a Bélgica, tan pequeña y valiente, contra los invasores alemanes que violaban a las mujeres y hundían pacíficos barcos mercantes.

Cuando terminó el magistrado, los ujieres murmuraron: «¡Bravo! ¡Bravo!» entre dientes, y todos parecían orgullosos y valientes y solemnes y pusieron en libertad a los norteamericanos una vez que pagaron sus multas y el sargento de policía les miró los papeles. Retuvieron a Joe más que a los otros porque sus papeles eran del consulado y no tenían el sello de la comisaría correspondiente, pero al cabo de un tiempo le dejaron que se fuera, advirtiéndole de que no volviese a bajar a tierra y que si lo hacía sería peor para él.

Joe se sintió aliviado cuando vio al contramaestre y fue admitido a bordo y bajó a tierra en busca del paquete que había dejado a la agradable camarera de cabellos de lino del primer bar al que había ido la noche anterior. Por fin estaba en un barco norteamericano. Tenía una bandera norteamericana pintada a cada uno de los lados del casco y el nombre —

Tampa, Pensacola, Florida— en letras blancas. Había un cocinero de color y lo primero que tuvieron para comer fue gachas de maíz con sirope, y café en vez de aquel asqueroso té, y la comida le supo riquísima. Joe nunca se había sentido tan bien desde que saliera de casa. Las literas estaban limpias y se alegró cuando el

Tampa dejó el muelle con la sirena sonando y empezó a descender lentamente por la corriente color pizarra del Mersey en dirección al mar.

Quince días hasta Hampton Roads, con tiempo soleado y un mar como un espejo día tras día, excepto los dos últimos en que sopló un fuerte noroeste que levantó una violenta tempestad pasados los Cabos. Descargaron los pocos fardos de tejido de algodón estampado que llevaban de carga en la Union Terminal, de Norfolk. Fue un día grande para Joe el que bajó a tierra con la paga en el bolsillo para dar una vuelta por la ciudad con Will Stirp, que era de allí.

Fueron a ver a la familia de Will Stirp y asistieron a un partido de béisbol, y luego subieron a un tranvía para ir a la playa de Virginia con unas chicas a las que conocía Will Stirp. Una de las chicas se llamaba Della y era muy morena, y a Joe le gustó, más o menos. Cuando se estaban poniendo los trajes de baño en el balneario, Joe le preguntó a Will que si ella… Y Will se enfadó y dijo:

—¿Es que no sabes distinguir a una buena chica de una cualquiera?

Y Joe dijo que bueno, que uno nunca podía saberlo con seguridad en aquellos tiempos.

Se bañaron y jugaron un poco por la playa en traje de baño y encendieron una hoguera y asaron malvavisco y luego llevaron a las chicas a casa. Della dejó que Joe la besara cuando se dijeron buenas noches y él se puso a planear vagamente que ella fuera más o menos su novia.

De vuelta a la ciudad no sabían qué hacer. Querían tomarse unos tragos y encontrar un par de chicas divertidas, pero temían emborracharse y gastar todo el dinero que tenían. Fueron a unos billares que conocía Will y jugaron un poco y Joe era bastante bueno y desplumó a los chicos del pueblo. Después se marcharon y Joe invitó a una copa, pero ya casi era hora de cerrar y se encontraron en la calle otra vez. No conseguían hallar ninguna puta; Will dijo que sabía de una casa, pero que allí le dejaban a uno sin blanca, y ya estaban a punto de irse a dormir cuando se tropezaron con dos mujeres llamativas que les guiñaron un ojo. Las siguieron calle abajo largo trecho hasta una calle trasversal donde no había mucha luz. Las chicas eran unas calentorras, pero estaban asustadas y nerviosas, temiendo que las pudiera ver alguien. Encontraron una casa vacía con un porche en la parte de atrás que estaba oscuro como boca de lobo y las llevaron allí y luego fueron a dormir a casa de Will Stirp.

El

Tampa había entrado en dique seco en Newport para reparar una plancha de la línea de flotación. A Joe y Will Stirp les pagaron al desenrolarlos y se pasaban el día entero por Norfolk sin saber qué hacer. Los sábados por la tarde y los domingos, Joe jugaba un poco al béisbol con un equipo de chicos que trabajaban en los astilleros, y por la tarde salía con Della Matthews. Della trabajaba de mecanógrafa en el First National Bank y solía decir que nunca se casaría con un marinero: una nunca puede fiarse de ellos y además llevaban una vida muy dura y no tenían porvenir alguno. Joe le dijo que tenía razón, pero que sólo se es joven una vez y, qué demonios, las cosas tampoco importan tanto. Ella le solía preguntar por su familia y por qué no subía hasta Washington a verles, especialmente dado que su padre estaba enfermo. Joe dijo que el viejo podía morirse, para lo que le importaba a él…; le odiaba, eso pasaba. Ella pensaba que aquello era terrible. Aquel día estaban tomando un refresco después del cine. Della estaba guapa y vistosa con su vaporoso vestido color rosa y sus ojos negros excitados y brillantes. Joe le pidió que no hablara de esas cosas sin importancia, pero ella le miraba enfadada y dijo que le gustaría pegarle y que se trataba de cosas importantes y que no estaba bien que hablara así y que él era un buen chico y que le habían educado bien y que debería pensar en progresar en la vida en lugar de ser un vagabundo y un perdido. Joe se enfadó y dijo:

—¿Y qué? —Y la acompañó a casa sin volver a abrir la boca.

Después, no la vio en cuatro o cinco días.

Luego, una tarde se acercó por donde trabajaba Della y esperó a que saliera. Había estado pensando en ella más de lo que quisiera y de lo que le había dicho. Al principio, Della trató de pasar de largo, pero Joe sonrió y ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Por aquellos días, Joe estaba casi sin blanca, pero insistió en comprarle una caja de bombones. Hablaron del calor que hacía y él dijo que la llevaría a un partido de béisbol la semana siguiente. Le contó que el

Tampa iba a zarpar para Pensacola a cargar madera y que luego cruzaría el océano.

Esperaban el tranvía para ir a la playa de Virginia, moviéndose arriba y abajo para defenderse de los mosquitos. Della pareció muy disgustada cuando le dijo que iba al otro lado del mar, y antes de que Joe supiera lo que estaba haciendo, se encontró diciéndole que no volvería a embarcarse en el

Tampa, sino que se pondría a buscar trabajo allí mismo, en Norfolk.

Aquella noche había luna llena. Anduvieron jugueteando bastante rato por la playa en traje de baño, cerca de una fogata que había encendido Joe para ahuyentar a los mosquitos. Él estaba sentado con las piernas cruzadas y Della reclinó la cabeza sobre sus rodillas y él le acariciaba el pelo todo el tiempo y se inclinaba y la besaba; ella dijo que su cara resultaba muy divertida cuando se inclinaba para besarla de aquel modo. Dijo que se casarían en cuanto Joe consiguiera un trabajo fijo y que entre los dos llegarían a ser algo. Desde que se había graduado en el instituto con el número uno, consideraba que había que trabajar duro para llegar a ser algo.

—Los de por aquí son terriblemente insignificantes, Joe; la mitad del tiempo ni se enteran de que están vivos.

—¿Sabes, Della? Me recuerdas un poco a mi hermana Janey, de verdad. La condenada está medrando mucho… Además, es bastante guapa y…

Della dijo que esperaba conocerla algún día y Joe dijo que claro que sí y la atrajo hacia él después de hacer que se pusiera de pie, abrazándola y besándola. Era tarde, y en la solitaria playa hacía frío bajo la gran luna. Della temblaba y dijo que iban a coger una pulmonía como no se vistieran. Tuvieron que correr para no perder el último tranvía.

Rechinaban los carriles cuando el tranvía se balanceaba al rodar entre los pinos bajo la luz de la luna mientras sonaban chicharras y cigarras. De pronto Della se enderezó y se puso a llorar. Joe le preguntó qué le pasaba, pero ella no contestó; sólo lloraba y lloraba. Joe sintió bastante alivio cuando la dejó en su casa y se alejó solo por las vacías calles sin aire, hasta la pensión donde vivía.

Toda la semana siguiente se la pasó pateando Norfolk y Portsmouth buscando un trabajo con futuro. Incluso subió hasta los astilleros de Newport. Al volver en el transbordador casi no le quedaba dinero para pagarse el billete y tuvo que conseguir del cobrador que le dejara hacer el viaje a cambio de barrer el barco. La patrona le pedía el pago de una semana por adelantado. En todos los empleos que solicitaba exigían experiencia o conocimientos, o que uno hubiera terminado la enseñanza secundaria, y por otra parte tampoco había tantos empleos, así que al final tuvo que volver a embarcarse en una barcaza cargada de carbón que estaba esperando un remolcador que la llevara rumbo al este, a Rockport.

Iban cinco barcazas a remolque; y el viaje no fue malo; sólo iban él y un viejo que se llamaba Gaskin, y su hijo, un chico de unos quince años que también se llamaba Joe. El único problema fue una borrasca que les cogió pasado cabo Cod y que les rompió el cabo de remolque, pero el capitán del remolcador sabía lo que se hacía y consiguió lanzarles otro cabo antes incluso de que tuvieran que fondear.

Una vez en Rockport, descargaron el carbón y fondearon en la bahía a la espera de que los remolcaran a otro muelle para cargar bloques de granito destinados al viaje de vuelta. Una noche, cuando Gaskin y su hijo habían bajado a tierra y Joe estaba de guardia, el segundo maquinista del remolcador, un tipo de cara delgada llamado Hart, llegó junto a la barcaza en un bote y le susurró a Joe si quería un poco de cachondeo con unas chicas. Joe estaba tumbado sobre el techo de la cabina fumándose una pipa y pensando en Della. Las colinas y la bahía y la costa rocosa se desvanecían en un cálido crepúsculo rosa. Hart era nervioso y tartamudeaba. Joe al principio se resistió, pero al cabo de un rato dijo:

—Bueno, puedes traerlas.

—¿Tienes baraja? —preguntó Hart.

—Sí, tengo un mazo.

Joe bajó a limpiar la cabina. Sólo se divertiría un rato, pensaba. No estaba bien que anduviera con chicas ahora que iba a casarse con Della. Oyó ruido de remos y salió a cubierta. Del mar subía algo de niebla. Allí, junto a popa, estaban Hart y las dos chicas. Treparon riéndose y se apretaron fuertemente contra Joe cuando éste las ayudó a pasar por encima de la borda. Traían bebida y un par de libras de hamburguesas y pan. No valían demasiado físicamente, pero resultaban bastante simpáticas con sus anchos hombros y firmes brazos. Seguro que sabían beber. Joe nunca había visto unas chicas como aquéllas. Eran increíbles. Despacharon dos litros de licor entre los cuatro bebiendo en tazas.

En las otras dos barcazas hacían sonar la bocina cada dos minutos, pero Joe se olvidó de todo. La niebla era blanca como un lienzo sujeto por fuera a la puerta de la cabina. Jugaron al

strip poker, aunque no mucho tiempo. Él y Hart cambiaron de chica tres veces durante la noche. Las chicas eran increíbles y nunca parecían tener bastante, pero pasadas las doce se volvieron decentes y prepararon las hamburguesas, pusieron la mesa y cenaron comiéndose además todo el pan y la mantequilla del viejo Gaskin.

Luego Hart se quedó dormido y las chicas empezaron a preocuparse por la vuelta a casa con aquella niebla. Riéndose como locos, arrastraron a Hart hasta cubierta y le echaron un cubo de agua encima. El agua del Maine estaba tan fría que volvió en sí inmediatamente, furioso y queriendo pegar a Joe. Las chicas le tranquilizaron y lo metieron en el bote, y desaparecieron entre la niebla cantando

Tipperary.

Joe también daba tumbos. Metió la cabeza en un cubo de agua y limpió la cabina, tiró las botellas por la borda y se puso a hacer sonar la bocina con regularidad. «Que se vayan todos al infierno», se decía para sus adentros, pues no quería que nadie lo tomara por un santo. Se encontraba bien; le hubiera gustado tener algo más que hacer que tocar aquella sirena.

El viejo Gaskin volvió a bordo al despuntar el día. Joe notó que se había olido algo, porque a partir de entonces nunca más le volvió a hablar, a no ser para darle órdenes, ni dejó que el chico le hablara; así que cuando descargaron los bloques de granito en Nueva York, Joe pidió su paga y dijo que se iba. El viejo Gaskin gruñó que era un alivio y que no quería que en su barcaza nadie se emborrachara o embarcara putas. Conque Joe se encontró con cuarenta y cinco dólares en el bolsillo caminando por Red Hook, en busca de una pensión.

Tras un par de días leyendo anuncios de ofertas de empleo y recorriendo Brooklyn en busca de trabajo, se sintió enfermo. Fue a ver a un matasanos del que le habló uno de los de la pensión. El médico, que era un judío menudo con perilla, le dijo que era una gonorrea y que tendría que volver todas las tardes para el tratamiento. Dijo que le garantizaba la curación por cincuenta dólares, la mitad a pagar por adelantado, y que le aconsejaba que se hiciera un análisis de sangre para ver si también había cogido la sífilis; lo cual le costaría quince dólares. Joe le pagó los veinticinco, pero dijo que se pensaría lo del análisis. Le hicieron la primera cura y salió a la calle. El médico le dijo que caminara lo menos posible, pero no podía volver a su apestosa pensión y anduvo sin rumbo por las ruidosas calles de Brooklyn. Era una tarde calurosa. Sudaba a mares según caminaba. «Si se cuida desde el primer día no habrá problema», se repetía. Caminando bajo el tren elevado llegó a un puente; debía de ser el puente de Brooklyn.

Hacía más frío al cruzar el puente. A través de la telaraña de cables, los barcos y los bloques de altos edificios se destacaban, negros, contra el resplandor del puerto. Joe se sentó en un banco del primer malecón y estiró las piernas. Había ido por lana y salido trasquilado. Se sentía muy mal… Además, ¿cómo iba a escribirle a Del ahora? Y estaba la pensión que tenía que pagar y el trabajo que debía conseguir y aquellos malditos tratamientos… ¡Dios mío! ¡Qué mal se sentía!

Pasó un niño vendiendo el periódico de la tarde. Compró el

Journal y se sentó con el periódico en el regazo, leyendo los titulares: MANDAN MÁS TROPAS A LA FRONTERA MEXICANA. ¿Qué demonios podía hacer él? No podía alistarse en la Guardia Nacional e ir a México: no aceptaban al que estuviera enfermo, y si lo hacían a lo mejor salía a relucir aquel maldito asunto de la Armada. Leyó los anuncios de trabajo, los de cómo añadir a sus ingresos mucho dinero trabajando sólo dos agradables horas en casa por las tardes, los anuncios de métodos para tener más memoria y de cursos por correspondencia. ¿Qué demonios podía hacer? Se quedó allí sentado hasta que se hizo de noche. Luego tomó un tranvía hasta Atlantic Avenue y subió los cuatro pisos hasta la habitación, donde tenía un catre debajo de la ventana, y se acostó.

Esa noche hubo una gran tempestad. Estallaron muchos truenos y relámpagos alarmantemente cerca. Joe se quedó boca arriba mirando los relámpagos que iluminaban el techo y cuyo resplandor apagaba las luces de la calle. El somier hacía ruido cada vez que se daba la vuelta en la cama el tipo que dormía en el otro camastro. La lluvia entraba en la habitación, pero Joe se sentía tan débil y enfermo que tardó mucho en decidirse a incorporarse y cerrar la ventana.

Por la mañana, su patrona, que era una sueca enorme y huesuda con mechones de pelo liso sobre su angulosa cara, se puso a chillarle porque la cama estaba mojada.

—Yo no tengo la culpa de que llueva —gruñó Joe mirándole los grandes pies.

Cuando la miró a la cara vio que estaba bromeando y ambos se echaron a reír.

Era una buena persona; se llamaba señora Olsen y había criado a seis hijos, tres chicos que ya eran mayores y navegaban, una chica que era maestra en Saint Paul y un par de mellizas de unos siete u ocho años que siempre hacían travesuras.

—Dentro de un año, como mucho, las mandaré a Milwaukee con Olga. Ya sabe cómo son los marineros. —El señor Olsen llevaba bastantes años de náufrago en algún sitio de los mares del Sur—. Me da lo mismo que se quede allí. En Brooklyn se pasaba la vida a la sombra. Todas las semanas me costaba dinero sacarle de la cárcel.

Joe llegó a ayudarla en la limpieza de la casa y hacía los trabajos de pintura y carpintería que surgían. Cuando se le terminó el dinero, ella le dejó que se quedara y hasta le prestó veinticinco pavos para que pagase al médico cuando le contó que estaba enfermo. Le asestó unas palmaditas en la espalda cuando Joe le dio las gracias.

—Todos los chicos a los que les presto dinero suelen ser unos golfantes —dijo riéndose.

Era buena persona.

El tiempo fue terrible aquel invierno. Por la mañana, Joe, sentado en la templada cocina, estudiaba un curso de náutica que había empezado en el Instituto Alexander Hamilton. Por la tarde se impacientaba esperando su turno en la sala de espera del médico; olía a zotal, y Joe hojeaba números manoseados del

National Geographic de 1909. La gente que esperaba tenía una catadura siniestra. Nunca se hablaban entre ellos. Joe se había cruzado por la calle un par de veces con tipos a los que había visto esperando también, pero siempre seguían de largo como si no lo vieran. Al caer la tarde, a veces iba a Manhattan a jugar al ajedrez en el Hogar de Marinos o merodeaba por los alrededores del sindicato de marinos para enterarse de barcos en los que navegar cuando el médico le diera de alta. Fue una época espantosa, si se exceptúa que la señora Olsen era muy buena con él, y que llegó a quererla tanto como si fuera su madre.

El maldito matasanos judío trató de sacarle otros veinticinco pavos para completar la cura, pero Joe dijo que al carajo con todo aquello y se enroló de marinero en un petrolero completamente nuevo de la Standard Oil, el

Montana, que zarpaba para Tampico y luego seguiría, unos decían que hasta Adén y otros decían que hasta Bombay. Joe estaba harto del frío y la humedad y las heladas, de las sucias calles de Brooklyn y de las tablas de logaritmos del curso de náutica, que no le entraban, y de la alegre voz de la señora Olsen. Ésta empezaba a comportarse como si quisiera mandar en él; era buena persona, sí, pero ya era hora de largarse.

El

Montana dobló Sandy Rock en medio de una furiosa tempestad de nieve que venía del noroeste, pero tres días más tarde estaban ya en la corriente del Golfo, al sur del cabo Hatteras, cabeceando suavemente con las camisas de algodón de los marineros secándose en cuerdas tendidas entre los cables. Era agradable estar de nuevo en el mar azul.

Tampico era un infierno; dicen que el mescal vuelve loco si uno bebe demasiado; había grandes salas llenas de hispanos grasientos bailando con el sombrero puesto y la pistola en la cadera, y orquestas y pianos mecánicos que funcionaban a todo volumen en cada bar, y peleas y texanos borrachos de los pozos de petróleo. Las puertas de los cuartos de los burdeles estaban abiertas, de modo que se podía ver la cama con almohadas blancas y un retrato de la Virgen encima, y las lámparas proyectaban sombras raras y los papeles de colores temblaban; las chicas morenas de cara ancha estaban apoyadas en la puerta con bragas de encaje. Pero todo era tan endiabladamente caro que se gastaron toda la pasta enseguida y tuvieron que volver a bordo antes de medianoche. Y los mosquitos invadían el castillo de proa, y las moscas durante el día, y hacía mucho calor y nadie podía dormir.

Cuando los depósitos estuvieron completamente llenos, el

Montana puso rumbo al golfo de México bajo un viento del norte que barría la cubierta y salpicaba el puente. Antes de dos horas habían perdido a un hombre por la borda y un chico llamado Higgins se había herido en un pie al tratar de atar el ancla de estribor que se había soltado. Se pusieron muy furiosos en el castillo de proa porque el contramaestre no quiso bajar un bote, aunque el capitán dijera que ningún bote podría haber aguantado un mar como aquél. Las cosas se ponían muy feas y dos golpes de mar estuvieron a punto de desfondar el puente.

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