1919

1919


Joe Williams

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No pasaron muchas cosas más en aquel viaje, excepto que una noche, cuando Joe estaba al timón y el barco marchaba tranquilo surcando el agua rumbo al este, olió de repente a rosas, o quizás a madreselvas. El cielo estaba tan azul como un tarro de leche cuajada, con un pálido cuarto de luna que surgía de vez en cuando. Era madreselva, seguro que lo era, y parterres de un jardín y follaje húmedo como al pasar por delante de la puerta de una floristería en invierno. Aquello lo enterneció y produjo una sensación extraña en su interior, como si hubiera una chica allí delante de él sobre el puente, como si Del estuviera muy cerca con el pelo oliendo a algún tipo de perfume. ¡Curioso el olor del pelo de las chicas morenas! Cogió los prismáticos, pero en el horizonte no vio más que unas vaporosas nubecillas que se deslizaban hacia el oeste a la pálida luz de la luna. Se dio cuenta de que estaba perdiendo el rumbo…, menos mal que el segundo no había elegido aquel momento para mirar la estela a popa. Enderezó el rumbo medio este al este-noreste. Cuando terminó su turno y se tendió en su litera, se quedó tumbado un largo rato pensando en Del. Dios, necesitaba dinero y un buen empleo y una chica para él solo en vez de todas aquellas malditas fulanas que tenía cuando llegaba a puerto. Lo que tenía que hacer era ir a Norfolk e instalarse y casarse.

Hacia el mediodía del día siguiente divisaron el pan de azúcar gris de Pico con una franja de nubes blancas justo por debajo de la cima, y Fayal, azul e irregular, más hacia el norte. Pasaron entre las dos islas. El mar se había vuelto muy verde; olía como las praderas de Washington cuando florecen en los senderos la madreselva y el laurel. Manchas de prados verde azulado y amarillo verdoso cubrían las laderas como un viejo edredón. Aquella noche divisaron otras islas hacia el oeste.

Cinco días de fuerte mar de fondo y se encontraron en el estrecho de Gibraltar. Ocho días de un mar terrible y fríos y constantes aguaceros, y divisaron la costa de Egipto, y una mañana cálida y soleada entraron en el puerto de Alejandría a media marcha, mientras la franja de neblina amarillenta se condensaba ante ellos en mástiles, muelles, edificios, palmeras. Las calles olían a cubo de basura, bebieron raki en bares de griegos que habían estado en Norteamérica y pagaron un dólar cada uno para ver a unas chicas con aspecto judío bailar la danza del vientre desnudas en una habitación trasera. En Alejandría vieron por primera vez barcos con pintura de camuflaje; tres cruceros británicos con rayas como de cebra, y un transporte todo él pintado de azul y verde con manchas claras. Cuando los vieron, todos los que miraban desde cubierta apoyados en la borda se murieron de risa.

Cuando le pagaron al desembarcar en Nueva York, un mes más tarde, Joe se alegró mucho al ir a ver a la señora Olsen para pagarle lo que le debía. La sueca tenía en la pensión a otro joven, un compatriota con pelo de estopa que no sabía inglés, así que no le prestó mucha atención. Joe anduvo por la cocina un rato y preguntó a la señora Olsen cómo le iban las cosas y le contó aventuras de sus compañeros del

Montana, y luego se fue a la estación de Pensilvania para ver cuándo podía tomar un tren para Washington. Se quedó dormitando, sentado en el compartimento de fumadores, media noche mientras pensaba en Georgetown y en su infancia en la escuela y en la pandilla de los billares de la calle 4 1/2, y en las excursiones al río con Alec y Janey.

Era una mañana de invierno brillante y soleada cuando se apeó en Union Station, se afeitó y se hizo limpiar los zapatos, tomó una taza de café, leyó el

Washington Post y contó su dinero: todavía le quedaban más de cincuenta dólares, un buen montón para un tipo como él. Luego decidió no irse sin ver antes a Janey, así que la esperó rondando a la salida de su trabajo: quizá la atrapara cuando saliera a mediodía. Anduvo por los jardines del Capitolio y bajó por Pensilvania Avenue hasta la Casa Blanca. En la avenida vio el mismo local de reclutamiento en el que se había alistado él para incorporarse a la Armada. Estuvo a punto de desmayarse. Siguió y se sentó al sol de invierno en Lafayette Square, contemplando a los niños bien vestidos que jugaban y a sus niñeras y a los rollizos estorninos que saltaban por la hierba, y a la estatua de Andrew Jackson, hasta que consideró que ya era hora de ir a buscar a Janey. El corazón le latía con fuerza, por lo que su visión casi estaba alterada. Debía de ser más tarde de lo que pensaba porque ninguna de las chicas que salían del ascensor era ella, a pesar de que esperó cosa de una hora en el vestíbulo del Riggs Building, hasta que se le acercó una especie de policía o algo por el estilo y le preguntó qué demonios hacía merodeando por allí.

Conque, después de todo, Joe tuvo que ir a Georgetown para saber qué era de Janey. Su madre y sus hermanas pequeñas estaban en casa y sólo hablaban de que iban a arreglárselas con los diez mil dólares del seguro del viejo y deseaban que fuese a Oak Hill a ver su tumba, pero Joe les dijo lo que quería y decidió largarse en cuanto pudiera. Ellas le hicieron toda clase de preguntas sobre qué era de él y Joe no supo qué demonios contarles. Le dijeron donde vivía Janey, pero no sabían cuándo salía de la oficina.

Se detuvo en el Belasco, sacó unas entradas y luego volvió al Riggs. Llegó justo cuando Janey salía del ascensor. Vestía con elegancia y levantaba la barbilla airosa y graciosamente, con aire de independencia. Se alegró tanto al verla que tuvo miedo de prorrumpir en gritos de alegría. Ella hablaba con frialdad y hacía unos gestos vivos que nunca le había visto antes. La invitó a cenar y al teatro y ella le contó cómo ascendía en Dreyfus and Carrol y que conocía a gente muy interesante. Al caminar junto a ella, Joe se sentía un vagabundo.

Luego la dejó en el apartamento que compartía con una amiga y tomó el tranvía de vuelta a la estación. Se instaló en el departamento de fumadores y encendió un puro. Se sentía deprimido. Al día siguiente, en Nueva York, buscó a un individuo al que conocía; salieron para tomar unas copas e ir de putas y al día siguiente Joe se encontró sentado en un banco de Union Square con dolor de cabeza y sin un centavo en el bolsillo. Encontró los restos de las entradas del teatro Belasco al que había llevado a Janey, y las colocó cuidadosamente en la caja de puros junto a las demás porquerías.

El siguiente barco en que se embarcó fue el

North Star, que iba rumbo a Saint Nazaire, con una carga declarada como latas de conserva y que todo el mundo sabía que eran obuses, y la marinería estaba asegurada porque existía peligro al atravesar la zona. Era un cascarón loco; había transportado mineral en los Grandes Lagos y escoraba tanto que tenían las bombas de achique funcionando la mitad del tiempo, pero a Joe le gustaron los demás tripulantes, la comida era realmente buena, y el viejo capitán Perry, el más genuino lobo de mar que uno se pueda imaginar, había vivido un par de años retirado en Atlantic Highlands, pero ahora navegaba de nuevo porque se ganaba mucho y quería que su hija tuviera buena dote; en cualquier caso, cobraría su seguro, había oído Joe que le decía al segundo con su risa ahogada. La travesía fue buena aunque era invierno; el viento sopló a popa todo el tiempo hasta que llegaron al golfo de Vizcaya. Hacía mucho frío y el mar estaba en calma cuando avistaron la costa de Francia, baja y arenosa en la desembocadura del Loira.

Izaron la bandera y la señal del nombre del barco, y la radio funcionaba todo el tiempo y todos estaban muy nerviosos debido a las minas, hasta que un patrullero francés se les acercó y les abrió paso por entre el campo de minas hasta el río, siguiendo un rumbo sinuoso.

Cuando vieron el humo y las largas filas de casas grises y las chimeneas de Saint Nazare en el brumoso crepúsculo, los muchachos se daban palmadas entre ellos y hablaban de lo mucho que iban a beber hasta emborracharse aquella noche.

Pero lo que pasó fue que fondearon en medio del río y que el capitán Perry y el segundo bajaron a tierra en el bote y el barco no atracó en el muelle hasta dos días después por falta de sitio. Cuando bajaron a tierra a echar un ojo a las

mademosels y al vino tinto, para salir del muelle todos tuvieron que mostrar sus cartillas de navegación a un tipo de cara roja, con uniforme azul y galones rojos, que tenía un tremendo par de bigotes en punta. Blackie Flannagan se había agachado detrás de él y alguien se disponía a darle un empujón al de los bigotes para tirarlo patas arriba, cuando el jefe de máquinas les gritó desde el otro lado de la calle:

—¡Por el amor de Dios! ¿Es que no veis que es un policía, cojones? ¿Queréis que os trinquen ya antes de salir del muelle?

Joe y Flannagan se separaron de los demás y callejearon por la ciudad. Las calles eran de adoquines y muy estrechas y raras, todas las viejas llevaban cofias blancas de encaje muy pegadas a la cara y todo tenía pinta de ir a venirse abajo. Hasta los perros tenían cara de sabuesos. Terminaron en un sitio llamado Bar Americano, pero que no se parecía a ninguno de los bares de los Estados Unidos. Pidieron una botella de coñac para empezar. Flannagan dijo que la ciudad se parecía a Hoboken, pero a Joe le recordaba más Villefranche, donde había estado en su época en la Armada. Con dólares norteamericanos se podía ir bastante lejos si uno no se dejaba engañar.

Entró otro norteamericano en el local y se pusieron a hablar y él les contó que había sido torpedeado en el

Oswego, justo a la entrada del Loira. Le invitaron a coñac y el tipo les contó cómo había sido: la explosión había levantado al pobre

Oswego por encima del agua y, cuando se disipó el humo, el barco se había partido en dos trozos que se cerraron como la hoja de una navaja. Tomaron otra botella de coñac y luego el tipo los llevó a una casa que dijo que conocía y allí encontraron a otros de la tripulación bebiendo cerveza y bailando con las chicas.

Joe se lo estaba pasando bien chapurreando con una de las chicas y señalándole cosas que ella le decía cómo se llamaban en francés, cuando sin saber por qué se armó una bronca y llegó la pasma y todos tuvieron que echar a correr. Llegaron a bordo antes de que los atraparan los de la policía, que se quedaron en el muelle gritando como una media hora hasta que el capitán Perry, que acababa de volver de la ciudad en un coche de caballos, les dijo que se fueran.

El viaje de vuelta fue lento, aunque bastante agradable. Sólo estuvieron una semana en Hampton Roads, donde cargaron lingotes de acero y explosivos, y zarparon rumbo a Cardiff. Era un trabajo que aflojaba los nervios. El capitán puso rumbo al norte y se metieron en un banco de niebla. Luego, tras una semana entera de frío glacial y mar gruesa a popa, llegaron a la vista de Rockall. Joe iba al timón. El novato de la cofa gritó: «¡Barco de guerra a la vista!», y el viejo capitán Perry se reía en el puente, mirando la roca con los prismáticos.

A la mañana siguiente divisaron las Hébridas por el sur. El capitán Perry estaba justo entonces señalándole al piloto el Butt of Lewis, cuando el vigía de proa lanzó un grito de pánico. Era un submarino, no había duda. Primero se vio el periscopio que trazaba una estela blanca de espuma, luego la torreta cónica chorreando. Nada más salir a superficie, el submarino empezó a disparar por encima del

North Star con un cañoncito que los cabezas cuadradas se pusieron a manejar antes de que se escurriera el agua de la cubierta. Joe corrió a popa e izó la bandera, aunque tenían banderas pintadas, una a cada lado del barco. Las campanas de la sala de máquinas sonaron cuando el capitán Perry ordenó meter atrás toda. Los alemanes dejaron de tirar y cuatro de ellos se dirigieron al barco en una canoa hinchable. Todos se habían puesto el salvavidas y algunos de los hombres empezaban a coger sus sacos cuando el Fritz que mandaba a los alemanes que habían subido a bordo gritó en inglés que tenían cinco minutos para abandonar el barco. El capitán Perry entregó la documentación, y se arriaron los botes en un instante porque las poleas estaban bien engrasadas. Algo hizo que Joe volviera corriendo a cubierta para cortar las cuerdas que sujetaban las balsas de salvamento con una navaja, de modo que él y el capitán Perry y el gato del barco fueron los últimos en abandonar el

North Star. Los prusianos colocaron bombas en la sala de máquinas y volvieron al submarino como alma que lleva el diablo. El bote del capitán apenas acababa de separarse del barco cuando la explosión les alcanzó como un golpe en uno de los lados de la cabeza. El bote se hundió y, antes de que se enteraran de lo que les había golpeado, se encontraron nadando en el agua helada entre todo tipo de maderas y restos. Dos de los botes seguían a flote. El viejo

North Star se hundía lentamente con la bandera izada y las banderas de señales agitándose tranquilamente bajo la leve brisa. Debieron de permanecer de media a una hora en el agua. Después de hundirse el barco, consiguieron subir a uno de los botes salvavidas, y el bote del primer piloto y el del jefe de máquinas los llevaron a remolque. El capitán Perry pasó lista. No había ninguna baja. El submarino se había sumergido y marchado hacía ya bastante tiempo. Los hombres de los botes se pusieron a remar hacia tierra. Hasta caer la noche una fuerte corriente los arrastró rápidamente hacia Pertland Firth. Con el último resplandor del crepúsculo pudieron distinguir los altos promontorios de las Orcadas, pero cuando cambió la marea no consiguieron avanzar en su dirección. Los hombres de los botes y los de las balsas se turnaban en los remos, pero no conseguían vencer la terrible resaca. Alguien dijo que la corriente era allí de ocho nudos por hora. Fue una noche muy mala. Con las primeras luces del alba pudieron ver un crucero de reconocimiento que se les acercaba. Su reflector les iluminó la cara, haciendo que luego todo se volviera negro. Los ingleses los subieron a bordo y los hicieron bajar inmediatamente a la sala de máquinas a calentarse. Un camarero de cara colorada bajó con un cubo de té humeante con ron y se lo sirvió en un cacillo.

El crucero los llevó a Glasgow con bastante movimiento en el mar de Irlanda, y todos se quedaron esperando en el muelle bajo la llovizna, mientras el capitán Perry iba a ver al cónsul norteamericano. A Joe se le quedaban los pies helados de tanto estar quieto y trató de dar un paseo más allá de las puertas de hierro que había frente a los tinglados y echar una ojeada a la calle, pero un tipo mayor de uniforme le apoyó la bayoneta en la barriga y le detuvo. Joe volvió a reunirse con los demás y les dijo que parecían prisioneros, que eran igual que jodidos alemanes. Aquello hizo que montaran en cólera. Flannagan empezó a contarles que una vez la pasma lo detuvo por pegarse con un vendedor de naranjas en un bar de Marsella y que habían estado a punto de dispararle porque decían que todos los irlandeses eran germanófilos. Joe contó cómo le habían perseguido los marinos en Liverpool. Todos protestaban sin parar de lo que les pasaba cuando Ben Tarbell, el primer oficial, regresó con un viejo del consulado y dijo que le siguieran.

Tuvieron que cruzar casi media ciudad, por calles a oscuras, por miedo a los ataques aéreos, y resbaladizas debido a la lluvia, hasta llegar a una tienda de lona alquitranada situada dentro de un recinto rodeado de alambre de espino. Ben Tarbell les dijo que, aunque lo lamentaba, de momento tenían que quedarse allí, pues trataban de conseguir que el cónsul hiciera algo por ellos, y que el viejo capitán había telegrafiado a los armadores para poder darles algo de dinero. Unas chicas de la Cruz Roja les trajeron una comida compuesta de pan y mermelada y pasta de carne, es decir, nada en lo que poder hincar el diente de verdad, y unas pocas mantas muy finas. Se quedaron en aquel maldito sitio durante doce días, jugando al póquer y charlando y leyendo periódicos atrasados. Por la tarde, a veces una repugnante mujer medio borracha conseguía pasar sin que la viera el vigilante, se asomaba a la puerta de la tienda de campaña y hacía señas a alguno de los hombres para que fuera con ella a la oscuridad lluviosa detrás de las letrinas. A algunos de los chicos les daba asco y no iban con ella.

Llevaban tanto tiempo allí encerrados que, cuando el primer oficial llegó por fin y les dijo que iban a volver a casa, no tuvieron fuerza suficiente para gritar de alegría. Atravesaron la ciudad llena de vehículos y luces de gas entre la niebla y subieron a bordo de un mercante nuevo de seis mil toneladas, el

Vicksburg, que acababa de descargar algodón. Les pareció raro ser pasajeros y poder pasarse el día entero sin hacer nada durante el viaje de vuelta.

Joe estaba tumbado encima de la tapa de una escotilla el primer día de sol que tuvieron cuando se le acercó el capitán Perry. Joe se puso en pie. El capitán Perry le dijo que hasta entonces no había tenido oportunidad de decirle lo que pensaba de él por su presencia de ánimo al cortar las cuerdas de aquellas balsas y que la mitad de los hombres le debían la vida a él. Dijo que Joe era un muchacho inteligente y que debía ponerse a estudiar para dejar el castillo de proa, y que la marina mercante norteamericana cada vez iba haciéndose más importante debido a la guerra y que precisamente eran jóvenes como él lo que necesitaba como oficiales.

—Recuérdamelo, muchacho —añadió—, cuando lleguemos a Hampton Roads, y veré lo que puedo hacer por ti en el próximo barco que mande. Podrías ser tercer oficial con sólo estudiar un poco en la escuela de náutica.

Joe contestó sonriendo que desde luego le gustaría serlo. Aquello le puso de buen humor para todo el viaje. No esperaría e iría a ver a Del para decirle que ya no volvería a estar en el castillo de proa. ¡Maldita sea! Estaba cansado de que lo trataran siempre como a un pájaro enjaulado.

El

Vicksburg atracó en Newport News. Hampton Roads estaba más lleno de barcos que nunca. En los muelles todo el mundo hablaba del

Deutschland, que acababa de descargar una partida de productos químicos en Baltimore. Cuando le pagaron, Joe ni siquiera quiso tomar una copa con sus compañeros, sino que corrió al ferry de Norfolk. ¡Coño, parecía tan lento aquel viejo ferry! Eran las cinco en punto de un sábado por la tarde cuando llegó a Norfolk. Cuando caminaba calle abajo temía que ella no hubiera regresado a casa todavía.

Del estaba en casa y pareció alegrarse al verle. Dijo que tenía una cita aquella noche, pero Joe insistió para que la anulara. Después de todo, ¿no iban a casarse? Salieron juntos y tomaron un refresco en un café y ella le dijo que tenía un nuevo empleo con los Dupont, donde ganaba diez dólares más a la semana, y que todos los chicos que conocía, y también algunas chicas, trabajaban en las fábricas de municiones y que muchos llegaban a ganar hasta quince dólares diarios y que se compraban coches y que el chico con el que se había citado aquella noche tenía un Packard. A Joe le costó mucho desviar la conversación para contarle lo del viejo capitán Perry y ella se mostró tan excitada al enterarse de que los habían torpedeado que preguntó por qué no buscaba trabajo en los astilleros de Newport News y ganaba dinero de verdad, pues no le gustaba la idea de que le torpedearan una y otra vez, pero Joe dijo que no quería dejar el mar ahora que tenía oportunidad de ascender. Ella le preguntó cuánto ganaba un tercer oficial de un mercante y él contestó que ciento veinticinco al mes, pero que siempre había primas en las zonas peligrosas y que había un montón de barcos nuevos, y que en conjunto las perspectivas eran buenas.

Del hizo una mueca graciosa y dijo que no sabía si le gustaría tener un marido que siempre estuviera fuera de casa, pero fue a la cabina telefónica y llamó al otro chico y canceló la cita que tenía con él. Fueron a casa de Del y ésta preparó una cena ligera. Sus padres habían ido a Fortress Monroe a cenar con una tía suya. A Joe le gustó mucho verla en la cocina con el delantal puesto y ella dejó que Joe la besara un par de veces, pero cuando él se acercó por detrás y la abrazó volviéndole la cara para besarla, dijo que no lo hiciera más, pues la dejaba sin respiración. El olor de sus cabellos negros y el contacto de su piel, que era blanca como la leche, y de sus labios rojos le excitaron. Fue un alivio salir de nuevo a la calle, donde soplaba una brisa noreste. Joe le compró una caja de bombones y fueron al Colonial a ver un programa de variedades y películas. Las películas de la guerra en Bélgica eran muy emocionantes y Del dijo que aquello era terrible, y Joe empezó a contarle que un chico al que conocía le había hablado de un ataque aéreo a Londres, pero ella no le escuchaba.

Cuando se despedía en el vestíbulo con un beso, Joe se sintió muy excitado y la apretó contra el rincón del perchero y trató de meter la mano por debajo de su falda, pero ella dijo que no hasta que estuvieran casados, y él le preguntó, boca contra boca, cuándo se casarían y ella respondió que en cuanto él encontrara un nuevo empleo.

Justo entonces oyeron la llave en la cerradura y Del lo empujó hacia la sala y le susurró que todavía no dijera nada acerca de que se habían comprometido. Eran la madre y el padre de Del y sus dos hermanas pequeñas, y el viejo lanzó a Joe una mirada desdeñosa y las dos niñas se rieron y Joe se marchó un tanto confuso. Todavía era pronto y Joe se sentía demasiado excitado para ir a dormir, así que anduvo un rato y luego fue a casa de los Stirp a ver si Will estaba en la ciudad. Will estaba en Baltimore buscando trabajo, pero la señora Stirp le dijo que si no sabía adónde ir y quería dormir en la cama de Will sería bienvenido, pero Joe no pudo dormir pensando en Del y en lo guapa que era y en lo que sentía al tenerla entre los brazos y en la ofuscación que le producía el olor de su pelo y en cuánto la deseaba.

Lo primero que hizo el lunes por la mañana fue ir a Newport News a ver al capitán Perry. El viejo estuvo muy amable con él y le preguntó sobre sus estudios y su familia. Cuando Joe le dijo que era hijo del viejo capitán Williams, al capitán Perry todo le pareció poco para Joe. Perry y el padre de Joe habían navegado juntos en el

Albert and Mary Smith en la época de los clípers. Dijo a Joe que le proporcionaría un puesto de subalterno en el

Henry B. Higginbotham en cuanto terminaran sus reparaciones, y que tenía que ir a la escuela de náutica de Norfolk para prepararse para los exámenes y conseguir el título. Él mismo le podría explicar las cosas difíciles. Cuando se iba le dijo:

—Hijo mío, si trabajas como hay que trabajar, siendo un digno hijo de tu padre, y si la guerra dura, estarás mandando tu propio barco antes de cinco años, te lo garantizo.

Joe no esperó para ir a contárselo a Del. Aquella noche la llevó al cine a ver

Los cuatro jinetes. Era muy emocionante. Estuvieron cogidos de la mano toda la película y él mantuvo su pierna apretada contra la de ella. Estar junto a ella y la guerra y todas las imágenes relampagueando en la pantalla y la música como de iglesia y el pelo de Del pegado a su mejilla y apretarse contra ella, que estaba un poco sudorosa en la cálida oscuridad, casi le hicieron perder la cabeza. Cuando terminó la película creyó que iba a volverse loco si no la poseía inmediatamente. Ella parecía burlarse de él y Joe se enfadó y dijo que, ¡maldita sea!, o se casaban ahora mismo o todo habría terminado. Del se echó a llorar y volvió su cara hacia él llena de lágrimas y dijo que si de verdad la quisiera no le diría esas cosas y que así no se hablaba a una dama y Joe se sintió muy mal. Cuando volvieron a casa de sus padres, todos se habían ido a la cama y ellos fueron a la despensa y no encendieron la luz y ella dejó que le metiera mano. Dijo que le quería mucho y que le gustaría dejarle hacer todo lo que quisiera, pero que después no la volvería a respetar. Añadió que estaba cansada de vivir con sus padres y de que su madre la vigilara sin parar, y que por la mañana les diría a sus padres que Joe había encontrado trabajo de oficial en un barco, y que debía ir a hacerse inmediatamente el uniforme.

Cuando Joe salió de la casa y anduvo vagando para encontrar un sitio donde dormir, se sentía en las nubes. No había planeado casarse tan pronto, pero, ¡qué demonios!, un hombre ha de tener una mujer para él solo. Se puso a pensar en lo que le diría a Janey acerca de todo aquello, pero decidió que, como a ella no le parecería bien, era mejor no escribirle. Le hubiera gustado que Janey no se sintiera tan superior, pero, después de todo, había progresado. Cuando él estuviera al mando de su propio barco, a Janey todo le parecería bien.

Esta vez Joe estuvo dos meses en tierra. Iba a la escuela de náutica todos los días, vivía en un albergue de la YMCA[2], y no bebía ni jugaba al billar ni nada de nada. Lo que había ahorrado de la paga de los dos viajes en el

North Star le daba justo para mantenerse. Casi todas las semanas iba a Newport News a hablar con el capitán Perry, quien le indicó el tipo de preguntas que le harían los del tribunal examinador y qué clase de documentos necesitaba. Joe estaba preocupado por su certificado original de primera clase, pero ahora tenía uno nuevo y recomendaciones de los capitanes de los barcos en los que había navegado. ¡Qué diablos! Llevaba cuatro años en el mar; era el tiempo suficiente para aprender un poco a llevar un barco. El examen le preocupaba tanto que estuvo a punto de enfermar, pero cuando se encontró delante de los pajarracos del tribunal no le resultó tan duro como se había imaginado. Y cuando ya tuvo su título de tercer oficial y se lo enseñó a Del, ambos se sintieron muy orgullosos.

Joe se compró el uniforme cuando consiguió un adelanto a cuenta de su sueldo. Desde entonces se pasaba el día entero trabajando en el dique seco a las órdenes del capitán Perry, que todavía no tenía la tripulación completa. Por la tarde se dedicaba a pintar el pequeño dormitorio, cocina y cuarto de baño que había alquilado para que él y Del viviesen cuando estuviera en tierra. Los padres de Del insistieron en que la boda se celebrara por la iglesia, y Will Stirp, que ganaba quince dólares diarios en un astillero de Baltimore, vino para ser el padrino.

Joe se sintió un poco ridículo durante la boda. Will Stirp había bebido bastante whisky y su aliento apestaba a cuba, y otros dos muchachos se habían emborrachado y eso hizo que Del y sus padres se enfadaran y durante toda la ceremonia pareció como si Del quisiera darle una bofetada a Joe. Cuando terminó, Joe se dio cuenta de que se le había arrugado el cuello y el padre de Del empezó a hacer bromas y sus hermanas soltaban risitas sin parar, con sus vestidos de organdí blanco, y Joe las hubiera estrangulado. Fueron a casa de los Matthews y todos estuvieron muy serios, excepto Will Stirp y los chicos, que habían traído whisky y emborracharon al viejo Matthews. La señora Matthews los echó de casa y las viejas cotorras del Auxilio Femenino pusieron los ojos en blanco y dijeron: «¿Quién se lo iba a imaginar?».

Joe y Del se marcharon en un taxi conducido por un amigo suyo y todos les arrojaron arroz y Joe descubrió un letrero que decía RECIÉN CASADOS sujeto con un alfiler en el faldón de su chaqueta, y Del lloraba y lloraba y cuando llegaron a su apartamento, Del se encerró con llave en el cuarto de baño y no respondía a las llamadas y Joe temió que se hubiese desmayado.

Joe se quitó su nuevo uniforme de sarga, y también el cuello y la corbata, y anduvo arriba y abajo sin saber qué hacer. Eran las seis de la tarde. Tenía que estar a bordo del barco a medianoche porque zarparían para Francia en cuanto se hiciera de día. No sabía qué hacer. Pensó que a lo mejor ella querría algo de comer y preparó unos huevos con beicon en la cocina. Cuando todo se había enfriado y Joe andaba arriba y abajo soltando maldiciones entredientes, Del salió del cuarto de baño fresca y sonrosada como si no hubiera pasado nada. Dijo que no tenía ganas de comer, pero que podían ir al cine.

—Pero querida… —dijo Joe—. Tengo que embarcar a las doce.

Ella se echó a llorar de nuevo y Joe se puso colorado y se sintió molesto. Ella se apretó contra él y dijo:

—No nos quedaremos para la película larga. Volveremos a tiempo.

Joe la abrazó y empezó a acariciarla, pero ella se apartó con firmeza y dijo:

—Más tarde.

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