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1: Ventolina » Capítulo 1

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Se decía que la princesa heredera viajaba en el tren.

Nadie sabía qué había sido de ella.

Si insistí en que me trajeran la silla de ruedas del lugar del siniestro, no fue solo porque me sintiera inválida sin ella. Por lo que a mi movilidad se refiere, daba más o menos igual. En cualquier caso tenía que quedarme en la recepción. Es cierto que los lavabos se encontraban en la misma planta, justo al lado de la escalera principal, algo que, gracias a Dios, me permitiría vaciar mis bolsas de un modo discreto, pero aparte de eso no podía ir a ningún sitio sin ayuda.

Lo más importante de la silla de ruedas es la distancia que crea.

No me refiero a una distancia física, claro; como ya he dicho, la gente me mira e intenta obligarme a recibir su ayuda constantemente. Me refiero más bien a una distancia psíquica. La silla me hace distinta. Me define como algo completamente diferente a todos los demás, y con cierta frecuencia la gente me cree tonta. O sorda. La gente habla por encima de mi cabeza, literalmente, y basta con que me eche hacia atrás y cierre los ojos para que sea como si no existiera.

De esa manera te enteras de muchas cosas.

Mi relación con las demás personas es —¿cómo expresarlo?— de un carácter más académico. Prefiero no tratar con nadie, algo que fácilmente se interpreta como falta de interés. No es así. La gente me interesa. Por eso veo mucha televisión. Leo libros. Tengo una colección de DVD que muchos me envidiarían. En mis tiempos fui una buena investigadora policial. Entre los mejores, diría yo. Eso hubiera sido imposible si no sintiera curiosidad por el destino de los demás, por las vidas de los demás.

Lo que me molesta es tener a la gente muy cerca.

Me interesan las personas, pero no quiero que las personas se interesen por mí. Es un ejercicio muy fatigoso. Al menos si te rodeas de amigos y colegas, y si estás —como ocurre en la policía— obligada a trabajar en equipo. Cuando me dispararon y estuve a punto de morir, me quedé sin fuerza.

Me sentía bien, allí sentada en la recepción, completamente sola.

La gente miraba, yo lo notaba, y sin embargo era como si yo no existiera. Hablaban de todo sin tapujos. Aunque muchos se habían retirado cuando distribuyeron las habitaciones, aún era demasiado pronto para acostarse. La mayoría volvía poco a poco a la recepción. El susto tras el accidente disminuía. Se oían más risas. La situación ya no era amenazante, aunque el vendaval fuera el más violento que había vivido jamás cualquiera de nosotros. Lo que pasaba era más bien que el sólido y desvencijado edificio ejercía un efecto tranquilizador sobre nosotros. Esa chapuza arquitectónica combada y de madera oscura había soportado vientos y huracanes durante casi cien años, y tampoco esa noche iba a decepcionar a nadie. Los médicos habían atendido ya a la cola de necesitados de cura. Algunos jóvenes estaban jugando al póquer. Yo había colocado mi silla a una distancia prudente de la larga mesa de madera, y podía escucharlos a ellos y a las personas que volvían de sus habitaciones para oír las últimas noticias, comparar heridas y lesiones y mirar por los grandes ventanales cómo la ventisca intentaba en vano abrirse paso hasta donde estábamos, en Finse 1222.

Yo escuchaba lo que decía la gente. Todos creían que estaba dormida.

Y cuando todo el mundo hubo recibido comida y cuidados, cuando ya no quedó nada que contar sobre dónde estaba cada uno en el tren en el momento del accidente, y los vasos y copas empezaron a llenarse de cerveza y vino, lo que le interesó a la mayoría de los presentes era dónde demonios se había metido Mette Marit.

Los rumores habían corrido ya en el tren. Dos señoras de mediana edad sentadas justo detrás de mí apenas habían hablado de otra cosa. Había un vagón especial, susurraron con voz audible. El último vagón, que era muy diferente al resto de los vagones, y no se parecía en absoluto al habitual tren de la mañana entre Oslo y Bergen. Además, habían cerrado el paso a un extremo del andén. Debía de ser el vagón real. Ciertamente no tenía un aspecto muy real, pero quién sabía cómo estaba decorado por dentro, y además nadie ignoraba el miedo al avión de Mette Marit. Podría ser la reina Sonia, claro, era una gran aficionada a la montaña, eso todo el mundo lo sabía, pero por otra parte no era normal que se fuera de viaje justo antes del setenta cumpleaños del rey.

Cuando las señoras se bajaron en Hønefoss respiré aliviada.

Me precipité.

Los rumores habían cuajado y estaban a punto de convertirse en verdades. Los extraños se hablaban. El tren era cada vez menos noruego conforme ascendía hacia la alta montaña. La gente compartía bocadillos y se ofrecía a ir a por café. Algunos afirmaron saber algo que habían oído decir a unos conocidos, y una joven de unos veintitantos años ofreció una información fidedigna, alegando que había estudiado el bachillerato con alguien que trabajaba en la Guardia de Seguridad del palacio, y que, de hecho, iría a Bergen esa semana.

Cuando partimos de Oslo, había ciertamente un vagón de más en el tren.

Al acercarnos a Finse, el vagón se había transformado en un vagón real y todo el mundo sabía que en el tren viajaban Mette Marit y sus guardias de seguridad y seguramente también el pequeño príncipe Sverre. Este era pequeño todavía, necesitaría a su mamá, el pobre. Un señor mayor muy entusiasta dijo haber visto a una niñita por una ventana antes de que la policía le ordenara que se apartara de allí, de manera que la princesita Ingrid Alexandra también estaba a bordo.

Pero ¿qué había sido de todos esos miembros de la familia real?

Algunas veces veo con más claridad que de costumbre por qué prefiero no tener nada que ver con la gente.

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