1222

1222


3: Brisa débil » Capítulo 3

Página 21 de 68

3

No tenía forma de averiguar si era Adrian el que se había ido de la lengua. Seguramente no había sido él. Aparte de mí el chico no era capaz de comunicarse con la gente más que con malhumorados monosílabos. Excepto, suponía, con Veronica, aunque solo los había visto en callada complicidad. Además, la chica aún no había bajado a desayunar. En cambio, lo habían hecho casi todos los demás. Kari Thue se quejaba ruidosamente de lo bien que había dormido.

—Es escandaloso —decía con esa voz aguda que llegaba hasta mí—. No se puede dejar a la gente dormir tan profundamente y tanto tiempo en estas circunstancias. Muchos podríamos haber sufrido una conmoción cerebral en el accidente sin saberlo. ¡En esos casos hay que despertar a la gente a intervalos regulares!

La recepción se había convertido en un pasillo de tránsito, y entre la gente que iba y venía corrían los rumores. Todos parecían estar de camino a alguna parte, solo se paraban el tiempo suficiente para oír los rumores, igual que ocurriera en el tren antes del accidente. Sentada en la silla, escuché fascinada historias a cual más fantástica. Los rocambolescos relatos solo tenían una pizca de verdad en común: Cato Hammer había desaparecido.

El comedor se encontraba en el ala que daba al lago Finse, y se accedía a él desde la Taberna de San Paal. Al parecer, el personal también había habilitado una sala de conferencias que había más al fondo, contigua al Salón Azul. Una mujer que por la razón que fuera sonreía sin parar me sirvió la comida en una bandeja. Me había fijado en ella la noche anterior. Aparentemente era una empleada del hotel y me trataba con una complicidad que yo no entendía. Aunque yo había participado en las peripecias de la noche, y además me encontraba en una situación especial por no poder abandonar la recepción, nada justificaba que me trataran como si fuera miembro de una especie de club de Finse. Supuse sin más que esa mujer conocía el destino de Cato Hammer. Habría resultado difícil manejar tanto el cadáver como los problemas prácticos relacionados con el asesinato sin que los empleados estuvieran informados. Ahora la mujer andaba por ahí como una especie de Pollyana montañera, repartiendo sonrisas y risas por doquier. Lo cual en realidad resultaba bastante llamativo. El ambiente entre los que iban y venían por el comedor, algunos con platos y tazas de café en las manos, era cada vez más tenso conforme llovían las preguntas y no había nadie capaz de responderlas.

—Se informará a todo el mundo —dijo la mujer con una sonrisa en un vano intento de tranquilizar a las masas—. A las nueve y media se celebrará aquí una reunión informativa. ¡Entonces todo el mundo se enterará de todo!

La mujer no me gustaba, pero la comida sabía bien.

—¿Es verdad?

Una de las chicas del equipo de balonmano me miró fijamente. Era flaca y larguirucha y casi no tenía pecho. Llevaba un chándal rojo y unas zapatillas nuevas a las que, por alguna razón, les había quitado los cordones. Fruncí el ceño.

—¿Es verdad? —repitió, esta vez con una sonrisa.

Su dentadura estaba encerrada en una sólida rejilla de acero. Le devolví la sonrisa.

—¿El qué? —le pregunté.

—Que ese tipo ha muerto. El pastor.

—¿Por qué me lo preguntas a mí?

—Porque tú al menos estás sentada sin moverte —dijo mirando a su alrededor antes de encaramarse sobre la mesa con las piernas colgando—. Todos los demás no hacen más que correr de un sitio para otro.

Los jóvenes que habían estado jugando al póquer toda la noche y que se mofaban del pastor sin ningún pudor se inventaron que Cato Hammer había intentado marcharse a Haugastøl en una moto de nieve robada. Como varios de los presentes dijeron haber oído el ruido del motor durante la noche y Kari Thue estaba bastante segura de que el tiempo había mejorado un poco alrededor de las tres de la madrugada, la historia sobre el enloquecido viaje de Cato Hammer por la montaña fue extendiéndose. Uno sostenía que había oído gritos y voces a la vez, y, por cierto, ¿dónde estaba la gente de la Cruz Roja? ¿Había tenido lugar una pelea? Una señora muy alterada, que luego resultó ser el origen de todo el alboroto, decía una y otra vez que tenía una cita con Hammer a las ocho, es decir, hacía más de una hora, y que él jamás dejaría de acudir. A punto de echarse a llorar declaró conocerlo muy bien. Un hombre como Cato Hammer nunca en la vida los abandonaría a su suerte en ese lugar dejado de la mano de Dios. Como no estaba en su habitación y nadie, absolutamente nadie, lo había visto desde las once y media de la noche anterior, era seguro que estaba muerto o gravemente herido. Tal vez yacía indefenso en la nieve, por Dios, ¿no podía alguien salir a buscarlo?

—Este lugar no está exactamente dejado de la mano de Dios, creo —dijo la chica con una risa que hizo brillar su aparato dental—. Es un hotel bastante bonito, ¿no te parece?

Había un hombre con vaqueros y americana inmóvil en medio de la estancia, a solo unos metros de mí. Parecía algo perdido, y era como una boya que todos rodeaban. Me había fijado en él el día anterior. Formaba parte de la nutrida delegación eclesiástica. Cuando Cato Hammer intentó reunir a la gente para rezar una breve plegaria, aquel hombre pareció sentirse incómodo. Intentó un par de veces tirar de la manga a Hammer, como si quisiera tranquilizar al enardecido pastor. Ahora se limitaba a alisarse nerviosamente el pelo ralo.

—¿Es verdad? —insistió la chica del equipo de balonmano—. ¿Está muerto o se ha largado? ¿Y por qué iba a largarse? ¿Se puede huir con este vendaval? ¿Sabes algo?

—Hola —dije saludando con la cabeza al hombre, que ya se estaba acercando a la chica de rojo—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Esbozó una leve sonrisa, se acercó del todo y me tendió la mano.

—Roar Hanson —se presentó, algo inseguro de si debía saludar también a la chica.

—Hanne Wilhelmsen —me presenté yo—. Das la impresión de querer preguntar algo.

—Todos queremos preguntar algo, me parece a mí —dijo el hombre acercando una silla—. He de admitir que estoy algo preocupado.

—¿Conoces a Cato Hammer? —pregunté—. O… —Solté una risita—. ¿Lo conoces mucho? Os vi hablar ayer en varias ocasiones, y…

—Somos amigos —contestó Roar Hanson muy serio, vacilando—. Pues sí, somos amigos. No muy íntimos, es cierto, pero fuimos compañeros de estudios, y… No entiendo…

Se calló.

Intenté seguirle la mirada. La ruidosa familia del perro de aguas intentaba encontrar un lugar para sentarse a la mesa. Adrian se mostraba muy poco dispuesto a cederles un sitio. En cambio buscó asiento para Veronica, que seguía tan maquillada como el día anterior. La joven se sentó a su lado sin pronunciar palabra. Llevaba unos calcetines rojos de lana que le había visto a Adrian la noche anterior. Pensaba que lo de intercambiarse la ropa era propio de chicos más pequeños que ellos. Tal vez fuera algo romántico. ¡Qué sabré yo de esas cosas!

El perro ladró, y su amabilísimo dueño echó huevos revueltos al suelo, antes de agitar en el aire un trozo de bacon para hacer saltar al perro. Los niños aplaudieron. Roar Hanson frunció el ceño.

—En este hotel son muy liberales con los perros —opinó con una expresión más triste que enfadada.

—De manera que tú también eres pastor —observé.

—Sí. Es decir, he sido ordenado, pero por el momento trabajo de secretario de la comisión de la Iglesia estatal y tengo excedencia. Vamos a… íbamos a…

Por una razón u otra era incapaz de apartar la mirada de la familia del perro. El animal estaba devorando una enorme porción de cereales Corn Flakes con mermelada. Salpicaba leche por todas partes. Adrian se divertía echando trocitos de salami en la dulce mezcla. Veronica seguía igual de inexpresiva que siempre.

—Ibais a Bergen —dije—. Todos íbamos a Bergen. ¿Cómo has…?

—¿Está muerto? —murmuró Roar Hanson.

Le temblaban los labios.

Empecé a preguntarme si llevaba el sello de policía estampado en mi cuerpo. Lo único que me distingue de los demás es que estoy sentada en una silla de ruedas. Y que posiblemente sea algo más negativa que la mayoría. Ambas cosas suelen tener el mismo efecto: la gente se aleja. Pero en ese momento parecía poseer una especie de magnetismo empático. La gente se acercaba para preguntar y fisgonear. Era como si mi constante presencia en una estancia por la que todos los demás se limitaban a ir y venir me convirtiera en una autoridad omnisciente, posición a la que jamás había aspirado.

—¿Por qué me lo preguntas a ? —quise saber al ver que el hombre no me quitaba ojo.

—¿Ha muerto Cato? —repitió—. Está… ¿Alguien ha matado a Cato?

Los dos nos habíamos olvidado de la chica del equipo de balonmano. En ese momento se inclinó hacia nosotros boquiabierta. Olía a menta y exhibía una sonrisa de excitación.

—¿Es verdad? —susurró—. ¿Un asesinato de verdad?

—Sí —contestó Roar Hanson pasándose una mano por los ojos—. Creo que es verdad, y no me lo puedo creer.

Yo por mi parte no sabía qué decir. Aún quedaba un cuarto de hora para la reunión informativa, y seguía sin tener ni idea de lo que se trataría en ella. Suelo pensar que lo mejor es contar la verdad. Pero al desplazar mi mirada de la cara expectante de la chica a los ojos llorosos del pastor, ya no estaba tan segura.

Seguramente lo mejor sería inventarse alguna excelente mentira.

Ir a la siguiente página

Report Page