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3: Brisa débil » Capítulo 4

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No tuve que inventarme nada.

Me salvó un estruendo que por un instante me hizo temer que otra ventana hubiera cedido ante el vendaval. Por suerte me equivoqué. El ruido provenía de la escalera por la que bajaban dos hombres jóvenes con botas de esquí en los pies. Chillaban y gritaban tanto que al principio resultó imposible entender lo que trataban de contar.

El buen ambiente en Finse 1222 no había aguantado la noche.

Después de la traumática experiencia en el tren, la sensación de seguridad por haber podido llegar a un lugar acogedor, donde había comida y abundante bebida, compañía, adjudicación de camas y juegos de cartas, nos había unido a todos. Como ningún pasajero había conocido al conductor del tren, su dramática muerte no había puesto freno a nuestra sensación de jovial gratitud. Al contrario, el lamentable fallecimiento de Einar Holter se convirtió en una especie de condimento, un recuerdo de la suerte que, al fin y al cabo, habíamos tenido los demás.

La mañana se había iniciado con una tensa y creciente impaciencia. Era cierto que la familia del perro negro seguía con esa jodida sonrisa en la cara, pero cuando sobre las ocho y media empezaron a llenarse las zonas comunes del hotel, enseguida me di cuenta del cambio de ambiente.

En primer lugar, el vendaval empezaba a crisparnos los nervios, y los ánimos empeoraban por minutos, sin que nadie fuera capaz de entender cómo podía ser posible. Antes había habido un fuerte temporal con frecuentes ráfagas huracanadas, pero ahora el anemómetro situado en la columna que partía en dos la recepción casi marcaba su punto máximo. Berit Tverre se acercaba constantemente a comprobarlo. A veces lanzaba breves miradas hacia los ventanales, y en la nariz lucía una arruga que yo no había detectado antes.

El caso de la desaparición de Cato Hammer era aún peor. Al principio yo había pensado que a la gente no le importaría mucho. Quiero decir que si se enteraban de la cruda realidad de cómo había muerto claro que reaccionarían, pero eso solo lo sabíamos los empleados, el doctor Streng, Geir Rugholmen, Adrian y yo. De modo que la general preocupación por el hecho de que una persona no hubiera acudido a un desayuno tan temprano resultaba cuando menos sorprendente. Al fin y al cabo Finse 1222 es un caserón con un sinfín de recovecos, y un montón de habitaciones escondidas, y pasillos estrechos y olvidados. Teniendo en cuenta la permisividad teológica de Cato Hammer, que muy a menudo había exhibido ante el público, el hombre podría seguir acostado en una cama caliente y agradable de la que, según la Biblia, debería haberse mantenido alejado.

Luego estaba esa mujer histérica, por no decir algo peor. A todos nos resultaba molesta. La mayor parte de los presentes ya tenía los ánimos por los suelos cuando los dos hombres bajaron ruidosamente por la escalera, gritando al unísono:

—¡El hombre está disparando! ¡Están pegando tiros allí arriba! ¡En el apartamento de arriba del todo! ¡Tienen armas!

Al pie de la escalera había seis o siete personas, entre ellas dos chicas del equipo de balonmano. Se pusieron a chillar como si un chico las hubiera sorprendido en la ducha. Desde mi posición al otro lado de la estancia, con la larga mesa en diagonal entre la escalera y yo, vi a un hombre mayor estremecerse tanto que lanzó al aire la taza de café que sostenía en la mano. Esta dio varias vueltas antes de caer al suelo. El viejo perdió el equilibrio. El café ardiente alcanzó en el hocico al alegre perro, que se puso a correr en zigzag entre la gente bramando y gimiendo en busca de los suyos. En el instante en que el viejo cayó al suelo, las chicas se taparon la cara con las manos, emitiendo un único grito atonal. Algunos se pusieron a gritar pidiendo un médico. El dueño del perro profirió imaginativas maldiciones contra todos nosotros, antes de lograr atrapar al animal y estrecharlo contra su pecho, para acto seguido abrirse paso apresuradamente hacia el lavabo de caballeros. Roar Hanson, que por alguna razón se encontraba detrás del mostrador del Milibar, donde solo se permitía estar a los empleados, se tiró al suelo, desapareciendo de mi vista. Me fijé en que Veronica, la amiga vestida de negro de Adrian, se encontraba en el mismo lado del bar. Se echó a reír, una extraña risa, oscura y ronca, que no encajaba en absoluto con su frágil figura. También el kurdo se tiró al suelo, pero al contrario que el pastor no solo pensó en él. Se puso encima de su mujer, protegiéndola con su cuerpo. El movimiento fue tan rápido que parecía haberlo ensayado. Una mujer que la noche anterior había estado sentada sola, haciendo punto, se echó a llorar ruidosamente. El bebé rosa, al que no había visto desde el accidente, se despertó y gritó en los brazos de su madre. El nivel de ruido de la recepción estaba a punto de superar al del huracán. En la escalera, la gente seguía hablando a voces de tiros y armas. Uno de los hombres de negocios, del que me parecía haber visto una foto en el periódico económico Dagens Næringsliv, aunque no era capaz de recordar su nombre, cerró velozmente su portátil, se bajó del alféizar y echó a correr hacia la Taberna de San Paal con el ordenador bajo el brazo.

—¡Están disparando! —vociferó alguien de nuevo—. ¡Vienen hacia aquí!

El hombre apretó el paso. Varios lo siguieron. Antes de echar a correr una mujer entrada en años tiró al suelo a un niño de unos cinco o seis años con la boca llena de comida y medio panecillo en cada mano. Intenté rescatarlo, pero apenas me dio tiempo a quitar el freno de la rueda antes de que Geir Rugholmen saliera disparado de la cocina. Cogió al niño, dio cuatro pasos hacia mí y colocó al pequeño sobre mis piernas con un solo movimiento, antes de subirse de un salto a la mesa, levantar los brazos sobre la cabeza y gritar:

—¡Deteneos! ¡Deteneos! ¡¡¡Callad todos!!!

Fue como apagar una luz.

No solo se hizo el silencio, sino que toda esa gente alterada que corría y gesticulaba se quedó congelada como en el juego de las sillas cuando se para la música.

Posteriormente he pensado en ese momento como un punto de inflexión. Es cierto que el ambiente había cambiado hacía tiempo, sin embargo no había sentido verdadero miedo hasta entonces. Pero no era miedo del vendaval. Tampoco del asesino que andaba entre nosotros.

—¡Ahora escuchad!

Geir ya no gritaba. No hacía falta.

—Se está muriendo —gritó una frágil voz en la zona de la escalera, en el extremo oeste de la recepción—. ¡Elias se está muriendo! ¡Que alguien lo ayude!

Geir paseó la mirada por la habitación, todos los rostros estaban vueltos hacia él. Antes de que le diera tiempo a encontrar a los que estaba buscando, el doctor Streng y la ginecóloga se abrieron paso a toda velocidad haciendo eslalon entre la gente inmóvil. La médico llegó primero al hombre tumbado en el suelo. Se agachó, y ya no pude verla, ni a ella ni a su bajito colega de profesión.

El niño sentado sobre mis rodillas lloraba sin hacer ruido.

—Quedaos exactamente donde estáis —resopló Geir Rugholmen—. No hay nadie pegando tiros. ¿Me oís? Nadie ha disparado, ni disparará. ¿Qué tal por ahí?

No obtuvo respuesta. Oí que alguien contaba rítmicamente desde el otro lado de la recepción, y supuse que el cansado corazón de Elias había tenido que soportar bastantes experiencias agotadoras en menos de veinticuatro horas.

Oí unos pasos prudentes detrás de mí. Me volví a medias. Era la mujer que había tirado al niño y no se había detenido. Se quedó de pie en la pequeña escalera entre la Taberna de San Paal y la recepción, al lado del hombre de negocios, que, avergonzado y con las mejillas encendidas, había vuelto. También se acercaron lentamente otras personas que habían intentado huir del imaginario drama de tiros. La mujer me miró con unos ojos que me recordaron por qué me había asustado tanto.

Una gran inquietud se extendió por la habitación. Nadie contaba ya. Miré a Geir, quien, desde donde se encontraba, seguramente podía ver lo que ocurría. Se pasó una mano por los ojos.

—Lo siento mucho —oí que decía la médico muy lejos.

Lo único que podía oírse a través del vendaval eran los gemidos del niño sobre mis rodillas y el llanto de la reciente viuda.

La catástrofe de Finse había producido ya su tercera víctima.

La mujer que tenía detrás se acercó a la silla, extendió una delgada e inestable mano y dijo:

—Perdona. ¡Tienes que perdonarme!

No la miré, pero me encontré con los ojos de Geir Rugholmen, que seguía de pie sobre la mesa, fuerte y robusto, pero con la espalda encorvada por el desánimo. Los dos estábamos pensando exactamente lo mismo.

Las personas aisladas por la nieve en Finse 1222 habían empezado a perder la dignidad. Y solo habían transcurrido dieciocho horas desde el accidente.

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