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5: Brisa fresca » Capítulo 3

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—Seguramente ha sido el susto… —dijo Magnus Streng con cara de satisfacción mientras devoraba un gran trozo de salmón— lo que te hizo sangrar de nuevo. Tal vez te has dado contra algo… En todo caso… —Levantó el cuchillo, que pareció un signo de exclamación encima del plato—. ¡No pasa nada! ¡Estarás muy bien!

Eran las ocho y media de la noche, y yo no me sentía nada bien. Tenía tanto sueño que me resultaba difícil concentrarme en algo que no fuera la comida. El olor de mi propio cuerpo había empezado a molestarme. Mi único consuelo era que había otros que olían igual de mal. Lo cual resultaba más criticable en su caso que en el mío, pues tenían acceso a las duchas y al agua caliente. Por otra parte, había otras cosas en que pensar que en la higiene personal.

—He de decir… —añadió Magnus Streng mojando un trozo de pan en la salsa— que el nivel de la cocina aquí es bastante bueno. Este pescado tiene que haber estado congelado, y sin embargo está delicioso. ¿Sabéis que mientras sucedía eso tan terrible del vagón, nuestro amigo el cocinero y sus fieles compañeros de la cocina estuvieron haciendo pan? ¡Haciendo pan! A eso lo llamo yo un profesional entregado.

Se rio y se metió en la boca el último trozo de pan, antes de vaciar la copa de vino tinto de un trago.

La temperatura había vuelto a ser soportable. Seguramente no había más de quince grados, pero en comparación con el frío que había hecho durante las horas posteriores a la caída del vagón, ahora me parecía disfrutar de un calor tropical. Por primera vez había claudicado y había accedido a bajar al comedor por la escalera. Geir había insistido. Johan lo había ayudado a bajar mi silla por los tres escalones antes de que yo tuviese tiempo de reunir fuerzas para protestar. Tal vez estaba demasiado cansada. Tal vez en el fondo me apetecía bajar. Sentarme a una mesa. Comer de una manera normal, en compañía de otras personas.

Y había llamado a casa.

No dije gran cosa, pero llamé.

Nefis se alegró.

Los amigos de Nefis no han entendido nunca cómo puede aguantarme.

De vez en cuando los veo, claro está. Nefis los invita a casa. Organiza cenas. También celebra las navidades con tanta ostentación que es fácil olvidar que es musulmana. La última Nochebuena éramos tantos en torno a la mesa extravagantemente decorada que la escena recordaba a un plano de Fanny y Alexander. Yo puedo convivir con ello. Apenas abro la boca, y hace ya tiempo que los amigos de Nefis dejaron de dirigirse a mí excepto para decirme lo indispensable, frases vacías. Pero estoy allí. Sentada presidiendo la mesa, escuchando, comiendo y mirando a Nefis, viendo lo feliz que está. Siempre me voy pronto a la cama. Cuando me duermo con el murmullo de las conversaciones procedentes el comedor, sé que los amigos de Nefis no entienden lo que esta ve en mí.

Creo que yo sí lo sé; nunca dudo.

Desde el día que la conocí en una terraza de Verona, cuando yo huía de una tristeza que creía que me costaría la vida, no he tenido ninguna duda sobre Nefis y yo. Cuando unos años más tarde recibí una bala en la espalda y perdí la movilidad, y solo tenía fuerzas para rechazar a los pocos amigos que me quedaban, retuve a Nefis. Era a ella a quien quería tener junto a mi cama del hospital. Ella era la única persona a la que permitía ir a verme al centro de rehabilitación Sunnaas, donde en vano intentaba recuperar cierta movilidad; solo con ella quería regresar a casa.

Hace cuatro años, a finales del invierno me despertó en plena noche. Era mi primer permiso del hospital, dos meses después del accidente. Habíamos tenido una velada muy bonita. Ahora ella lloraba en silencio y llena de culpabilidad. Estaba embarazada. Desde la primera noche que estuvimos juntas yo me había opuesto a tener hijos una y otra vez, y le había explicado que no quería cargar a un niño con una madre como yo. Nadie debe tener una madre como yo, y desde entonces no hubo ni sombra de duda: no tendríamos hijos.

Pero resultó que sí.

Aquella noche me limité a sonreír en la oscuridad.

Creo que le di las gracias. Me resultaba imposible dormir. Nunca me he sentido tan feliz.

Nunca dudo de Nefis, Ida y yo. En tiempos como los que corren, tal vez no esté mal.

Las echaba de menos a las dos.

La añoranza es un sentimiento que he conocido muy poco. Salvo cuando era niña y añoraba tantas cosas que nunca sabía realmente qué. Esta añoranza era distinta, como un hueco dulce y cálido en el estómago que casi me hacía sonreír.

—Parece que vas a quedarte dormida con la comida en la boca —dijo Berit.

—Tampoco es para tanto —murmuré.

—Café —dijo Geir colocándome delante una taza de café. Ni me había dado cuenta de que se había ausentado—. Bebe. Quema.

Rodeé la taza con las manos. El calor me hizo bien. Soplé con cuidado y bebí.

Roar Hanson me había estado mirando de reojo durante toda la comida. Estaba sentado con sus colegas de la comisión de la Iglesia estatal dos mesas más allá de nosotros en el comedor. Cada vez que yo le devolvía la mirada, él bajaba la suya. Para mis adentros maldije a Magnus Streng, que se había empeñado en sacar a relucir mi pasado policial la primera vez que me trató. Si no lo hubiera hecho, me lo habría ahorrado todo. Las preguntas. Las preocupaciones. Y esa molesta curiosidad por lo que Roar quería contarme. No me cabía ninguna duda de que quería confesarme algo.

Veronica y Adrian eran ya inseparables. Habían intentado en vano buscar una mesa para ellos solos, pero como había que aprovechar todas las sillas y habrían tenido que sentarse con otros, se habían llevado sus platos a la recepción. Yo no había intercambiado palabra alguna con el chico desde la caída del vagón. Resultaba evidente que estaba avergonzado, y yo me sentía demasiado agotada para convencerlo de lo contrario.

Muchos habían intentado sentarse a la mesa de Kari Thue. Aunque se llenó en cuanto ella la ocupó, más personas arrastraron sus sillas hasta allí y se pusieron los platos sobre las rodillas. Solo podía adivinar su tema de conversación. Hablaban en voz baja, y todos dejaron de mirarnos deliberadamente. Berit se encogió de hombros y dejó los cubiertos en la mesa.

—No creo que Kari vuelva a intentar nada.

—No estés tan segura de ello —dije—. Aunque ya no puede buscar refugio en ningún apartamento, no descarto que exija que se encierre a alguno de nosotros.

—Una persona inteligente, esta Kari Thue. Muy inteligente. —Magnus Streng volvió a llenarse la copa casi hasta arriba—. Pero no está muy bien de la cabeza —añadió, levantando la copa para brindar—. Una combinación bastante peligrosa, diría yo. He visto esa película suya, Líbranos del mal. Fascinante. ¿Y tú, Hanne? ¿La has visto?

—No.

—Por desgracia es buena. Aparentemente muy fiable. Muy poco Michael Moore, por así decirlo. El problema es… —sonrió ampliamente cuando le pusieron delante el postre— que la película está desprovista de ética, tanto en su método como en su contenido.

Yo no me sentía en forma para una conversación de ese tipo.

—No creo que te apetezca seguir hablando de esto —dijo Magnus Streng, llamando a uno de los camareros—. ¿Sería posible repetir de esta maravillosa salsa de fresón?

Se palpó el estómago y volvió a coger la cuchara.

—¿Sabéis…? Las personas como yo no damos miedo a la gente. Ni mucho menos. Que yo recuerde, sobre todo encuentro… curiosidad. Silencio también, claro. Cuando era niño podía resultar complicado ese silencio que se posaba como una tapadera de cristal sobre mí cada vez que me movía fuera de mi esfera habitual. A veces me sentía como un queso en una quesera. No es que nunca haya olido como uno… —Esbozó una sonrisa seca y prosiguió—: ¡Curiosidad silenciosa! Eso es lo que la mayoría siente al descubrir a alguien como yo.

La servilleta que había metido en el cuello de la camisa estaba a punto de caérsele. Volvió a ponerla en su lugar, y me miró ladeando la cabeza.

—Y repugnancia. Algunas veces repugnancia.

Seguramente debería haber protestado.

—Pero miedo no —se apresuró a añadir—. Animosidad no, y desde luego, nunca miedo. Excepto, claro, el miedo a tener un hijo como nosotros. ¿Y sabéis por qué?

Nadie se sintió tentado a adivinarlo.

—No somos suficientes como para dar miedo a nadie —dijo despacio, acentuando cada palabra—. La gente de baja estatura no constituimos ninguna amenaza. Así de simple. En la medida en que sigamos existiendo, claro. Como sabemos, hay métodos para eliminarnos mucho antes de que la mayoría política de nuestro país nos considere seres con alma…

Sin duda, alguien de nosotros debería haber dicho algo.

—De manera que pronto seremos, supongo, un fenómeno para los libros de historia. No una amenaza. En cambio, nuestros amigos allí…

Hizo un gesto señalando a la mujer del hiyab y a su acompañante. Eran los únicos que tenían una mesa de cuatro para ellos solos. Se comieron todo lo que les pusieron delante sin mediar palabra, ni entre ellos ni con el camarero.

—Una pareja muy hermosa —dijo Magnus Streng con una sonrisa—. Un aspecto normal, en todos los sentidos. Un poco de pigmentación, una prenda exótica en la cabeza, y otro nombre de Dios, eso es lo único que los diferencia de nosotros en realidad. Pero es suficiente. ¿Y por qué?

Ninguno de nosotros le contestó.

—Porque son muchos. ¡Porque cada vez hay más a nuestro alrededor! El miedo, damas y caballeros, es a menudo una cuestión de cantidad, de la misma manera que ninguno de nosotros tenemos miedo al ver zumbar una abeja, pero nos entra pánico cuando llega el enjambre.

—Bueno, sin duda un enjambre es mucho más peligroso que una abeja —murmuró Geir.

—¡No necesariamente!

Magnus Streng se inclinó hacia delante.

—Pregúntale a un apicultor. Dirígete a la voz de la experiencia. ¡Pregúntale a un apicultor!

A mí me costaba ver el parecido entre una abeja y un musulmán, y me llené el vaso de agua.

—Lo peor… —prosiguió Magnus Streng encendido— es que si empezamos a tener miedo del enjambre, ¡miramos con sospecha a cada abeja que se nos acerca! Y si tenemos miedo a las abejas, acabaremos por tener miedo a cada bicho zumbante y volador de nuestra fauna. Y eso, amigos, es lo que se llama colectivismo. Es un asunto peligroso. Creo que Kari Thue, a la que veis allí sentada, es una mujer a la que le han picado un par de veces. Kari Thue es una mujer asustada.

La miró con algo parecido a la compasión.

—¡Tengo que hablar contigo!

Casi di un brinco del susto. El hombre de negocios cuyo nombre era incapaz de recordar se inclinó sobre Johan. Aquel hombre seguía pegado a su portátil. Me pregunté si se lo llevaba a la cama. Lucía una media melena rubia y espesa con mechas caras que habría resultado bonita si no hubiera sido demasiado viejo para esas cursilerías, y además, obeso. La combinación de piel lisa, papada muy marcada y ese peinado juvenil le confería un aspecto blando, casi femenino. Y si pretendía que los demás no oyésemos lo que decía, estaba equivocado. Susurró tan alto que pudo oírsele sin problemas a varias mesas de distancia.

—Habla —dijo Johan sin levantar la mirada de la comida.

—Aquí no. Tengo que hablar contigo. De verdad.

—Entonces tendrás que esperar. Estoy comiendo.

—Es importante. Ven.

Ya no susurraba. Ahora su voz tenía una nota ambigua y amenazadora. Se enderezó, y su cara adquirió una expresión que tal vez pudiera surtir efecto en la sala de reuniones de un consejo de administración, pero que allí resultaba cómica.

—Quiero hacerte una oferta —dijo—. Una oferta especialmente lucrativa.

Johan se rio entre dientes y dejó la cuchara en el plato.

—De acuerdo. ¿En qué consiste esa oferta?

—Ven. Vámonos de aquí.

—Como ves, estoy comiendo.

—Ya has acabado. Ven.

—No. Quiero más café. Además acabo de decidirlo. No quiero hablar contigo. Ni ahora ni luego. En realidad, estoy muy bien aquí. Vete.

—Un millón —insistió el hombre—. Podrás ganar un millón de coronas.

Johan se echó a reír. Se limpió la boca y miró de reojo al hombre de negocios.

—A eso lo llamo yo oferta —dijo con un gesto de aprobación al tiempo que se levantaba lentamente—. Una oferta que merece ser estudiada. Gracias por la comida, amigos. Y por la charla.

Nos dijo adiós con la cabeza a cada uno de nosotros, y tendió la mano a Magnus Streng. Mientras se la estrechaba el médico lo miró sorprendido.

—Luego nos vemos —dijo Johan antes de darse la vuelta y seguir al hombre del portátil.

—Steinar Aass —dijo Magnus Streng con una mueca cuando los dos habían desaparecido de nuestra vista—. No es exactamente un hombre con quien convenga hacer negocios.

Al oír ese nombre todas las piezas me encajaron. Steinar Aass era lo que los periódicos suelen llamar un mago de las finanzas. El hombre había sido imputado una decena de veces por cometer toda clase de infracciones financieras, pero nunca había sido procesado. Esto podía deberse a que fuera objeto de una persecución y sin embargo observante de la ley. Otra explicación podría ser la desgraciadamente célebre falta de personal y recursos de la unidad de delitos financieros. No obstante, el año anterior el periódico de economía Dagens Næringsliv había estado a punto de pillar a Steinar Aass en un artículo de siete páginas. Habían seguido el flujo de dinero de una banda de delincuentes desde Noruega hasta enormes inversiones inmobiliarias en Brasil. El dinero había efectuado una o dos rotaciones con ayuda de Steinar Aass y sus amigos a lo largo de la preciosa costa atlántica, antes de que se sacara milagrosamente de la lavadora como capital legal.

—¡Coño! —exclamó Geir—. ¡Tienes razón! ¡Es él!

El camarero dio la vuelta a la mesa y nos sirvió café a todos. Noté el efecto de la cafeína. Ya no me pesaban tanto los ojos. Los dolores de espalda, que me habían molestado durante horas, remitían. Magnus Streng pareció meditar antes de poner la mano sobre el brazo de la camarera y decir:

—¿Sería posible conseguir una copita de coñac, señorita? Anoche me sirvieron un sabroso Otard, que estaría muy bien.

La mujer sonrió y asintió.

Como nos habíamos acostumbrado a su insólita figura, todos sonreímos a Magnus Streng. Incluso Mikkel y su pandilla habían dejado de mirarlo con esa sonrisa de burla que antes le dedicaban al hombre menudo. Únicamente Kari Thue conservaba su hosca expresión, mirara a quien mirase. Excepto a Mikkel, claro. Descubrí que ella ya no disimulaba. Al contrario, había empezado a lanzar miradas hacia nuestra mesa. Me resultaba difícil adivinar por quién tenía más interés. Pero desde luego, no sonreía.

—Ahí están mis colegas —dijo Magnus interrumpiendo mis pensamientos. Hizo un gesto con la cabeza hacia la mesa a que estaban sentados los demás médicos—. He de decir que han sido excepcionalmente amables.

Yo no veía razón alguna para decir que los otros siete médicos habían sido amables. Los que habían abandonado sus habitaciones habían permanecido todo el rato juntos o se habían sumido en sus lecturas. Dos de ellos llevaban portátiles y habían aprovechado su estancia forzosa en alta montaña para prepararse para un congreso que, según tenía entendido, ya había empezado. Después de curar heridas y lesiones la primera tarde, se habían dado prácticamente de baja de la pequeña sociedad de Finse 1222. Y apenas los había visto intercambiar alguna palabra con Magnus Streng.

—Me han dejado todo el escenario para mí —dijo Magnus con voz suave—. Y eso es algo por lo que les estaré eternamente agradecido. Mirad, allí está nuestro amigo de vuelta. ¡Ya!

—Tres millones —dijo Johan con una amplia sonrisa antes de sentarse.

—Ha sido rápido —señaló Geir—. ¿Ya tienes tres millones?

—No. Está claro que no quiero hacer negocios con un tipo como él. Sentía curiosidad, eso es todo.

Miró fijamente la copa de coñac que pusieron delante del doctor Streng. La camarera lo miró interrogante, y él asintió con la cabeza.

—Quería saber qué servicios míos podrían tener tanto valor. Cuando me ha dicho lo que quería, he regateado el precio hasta triplicarlo, y me he echado a reír.

—¿Y qué quería? —preguntó Magnus Streng con la nariz metida en la gran copa—. ¿Que lo sacaras de aquí?

Johan lo miró sorprendido.

—Sí… Me quería dar tres millones de coronas por llevarlo a la población más cercana conectada por carretera con Oslo. Me ha dicho que debe llegar a Brasil antes del sábado porque su hija pequeña está gravemente enferma. Cuando me he negado, de repente ha resultado que todos sus hijos estaban mortalmente enfermos. ¡Eso tampoco le ha servido! Creo que más bien se trata de un dinero enfermo de muerte…

Aunque seguía con interés la conversación, al mismo tiempo no perdía de vista a esa pareja que ya no sabía muy bien si lo era. Se habían puesto a hablar entre ellos, inclinándose el uno hacia el otro, alterados y aparentemente en desacuerdo sobre algo.

—Tres millones —dijo Berit incrédula—. ¿Eso habría sido legal? Quiero decir, ¿habrías podido recibir semejante suma?

Todos menos yo miraron a Magnus Streng, que estaba adquiriendo el estatus de enciclopedia viviente, pues parecía saber de todo. Era como si nadie se acordara de que Geir Rugholmen era abogado.

—Bueno —contestó Magnus chasqueando la lengua—. En este país tenemos libertad de contrato. Si ese hombre pagaba por voluntad propia, probablemente sería legal. Si hubieras tenido que reclamar el dinero, eso quizá habría atentado contra tu dignidad. Como en el juego de póquer y otras apuestas. Entonces, ¿te has negado?

—Sí. Claro.

—Pero ¿habrías podido hacerlo? ¿Te habría sido posible llegar a Haugastøl con estas condiciones meteorológicas?

Johan se encogió de hombros.

—Sí, siempre y cuando la moto hubiera aguantado, lo que no es nada seguro. He hecho muy pocos viajes largos con un frío tan extremo como este. Es totalmente innecesario correr ese riesgo. Yo no corro nunca riesgos innecesarios. Además…

Todo el mundo alrededor de la mesa seguía con interés la conversación entre Johan y Magnus. Yo intentaba escuchar al mismo tiempo lo que ocurría entre los dos extranjeros. Mi oído captaba alguna que otra palabra, pero no pude reconocer la lengua. Sé lo suficiente de turco como para al menos identificarlo. Tampoco era árabe; Nefis ya había empezado a enseñar a Ida esta tercera lengua, para que más adelante la niña fuera capaz de leer el Corán sin intromisiones inoportunas, como dice con una sonrisa irónica.

—… además Steinar Aass no habría aguantado ni diez minutos —prosiguió Johan—. Habría llegado a Haugastøl con un hombre muerto.

La mera idea parecía divertirle. Le sirvieron la copa de coñac y dio un pequeño sorbo. Seguía exhibiendo una amplia sonrisa, como si acabara de darle a alguien gato por liebre.

—Perdone…

El kurdo, o tal vez debo decir el hombre a quien yo había tomado por kurdo, acababa de levantarse. Se acercó vacilante a nuestra mesa y miró primero a Berit, luego a Geir y luego de nuevo a Berit. A continuación dedicó una tensa sonrisa a Magnus Streng y a Johan. A mí me esquivó del todo. Dudé un poco y me pregunté si me equivocaba al pensar que él no sabía que yo lo había visto sacar un arma.

—Ruego me disculpen por molestarlos —dijo—. Pero ¿podríamos mi mujer y yo pedir algo?

Hablaba tan bien el noruego que al principio no capté lo que decía. Apenas tenía acento; de no ser por su aspecto y su anticuada ropa lo habría tomado sin más por un noruego. Me resultaba un poco embarazoso no haber advertido eso antes, tras más de veinticuatro horas en el mismo hotel.

—Claro que sí —contestó Berit—. ¿De qué se trata?

—Quisiéramos…

Se tocó el bigote y miró a la mujer, que seguía sentada a la mesa. A veces ella levantaba la vista, pero solo un instante, antes de bajarla de nuevo, de una manera que, teniendo en cuenta lo que yo había observado antes, parecía deliberadamente humilde.

—Nos gustaría que nos trasladaran al edificio de apartamentos —pidió el hombre en voz baja.

—Entiendo —dijo Berit frunciendo las cejas.

Todos, excepto yo, miraron hacia Kari Thue.

—Puedo entenderlo —prosiguió Berit amablemente—. Pero me temo que sea imposible. Las dos entradas están tapadas por la nieve. Además he de… —vaciló, y miró a Johan. Él hizo un gesto negativo casi imperceptible con la cabeza— decir que no sería prudente de ninguna manera dejar salir a alguien con estas condiciones meteorológicas. Es cierto que ayer pusimos una cuerda entre las dos entradas, pero hace horas que ha desaparecido bajo la nieve. De modo que… —se encogió de hombros, como lamentándose— no puede ser.

—Es muy importante para nosotros —insistió el hombre.

—Como ya le he dicho, lo comprendo, pero no puede ser…

—¿Y si nos vamos bajo nuestra responsabilidad? Lo único que necesitamos es ayuda para quitar un poco de nieve de la entrada…

—Entonces os detendría —dijo tranquilamente Johan—. Y si fuera necesario, os encerraría. No hay nada que discutir al respecto. Nadie puede salir. Nadie. ¿Entendido?

El hombre tragó saliva. Volvió a tocarse el poblado bigote. Tardó unos segundos en hacer un gesto de asentimiento y decir:

—De acuerdo. Lamento haberlos molestado.

—Entiendo muy bien que no quieran estar aquí —murmuró Berit cuando el hombre había vuelto a su sitio—. Si nosotros no podemos soportar a Kari Thue, para ellos debe de ser mucho peor.

Todos los sentados en torno a la mesa dieron muestras de estar de acuerdo.

Yo no.

No creía que el hombre armado tuviera miedo de Kari Thue. Pensaba que ni siquiera le resultaría desagradable estar en la misma habitación que ella. Al contrario, la agresión de Kari Thue la noche anterior parecía haber reforzado el papel que a él le gustaría desempeñar. Las razones por las que él y la mujer del hiyab querían mudarse al edificio de apartamentos eran muy distintas. Querían estar en la misma casa que los pasajeros del vagón secreto.

No sabía del todo por qué, pero algo empezaba a esclarecerse.

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