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5: Brisa fresca » Capítulo 4

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Roar Hanson era un enigma aún mayor.

La cena había concluido, como Magnus Streng declaró entre risas, después de un florido y prolijo discurso para dar las gracias por la comida. Yo quería dormir más que ninguna otra cosa. Geir y Berit habían intentado una vez más convencerme para que aceptara una cama de verdad. Como éramos muchos menos que el día anterior, incluso podría disponer de una habitación individual. Me negué en redondo.

En cuanto la cena hubo acabado, dejé que me llevaran de vuelta a la recepción subiendo los tres escalones. Cada vez que la gente toma el control de mi silla me siento como un bebé en un cochecito. Lo último que deseo es sentirme como una niña pequeña. Ya fue bastante terrible cuando lo fui. En otras palabras, me resultaba intolerable la idea de que alguien me subiera un piso entero. Berit desistió por fin y sugirió cambiar uno de los sofás cortos del Milibar por uno más largo del Salón Azul. Así al menos podría tumbarme.

Acepté y agradecí el ofrecimiento, pero tuve que esperar a que la recepción estuviera vacía para poder acomodarme. Una cosa era dormitar un poco en la silla con gente alrededor y algo muy distinto tumbarse a la vista de todo el mundo. Sentada en mi silla e intentando disimular mis continuos bostezos, me sentía como una anfitriona cansadísima tras una exitosa cena de la que nadie quiere marcharse. En general, el ambiente había mejorado bastante. Seguramente tenía algo que ver con el alcohol que se había servido. Después de todo lo que había sucedido ese día, sospechaba que incluso los bebedores más moderados habían vaciado su copa más de una vez. Se lo merecían.

—¿Podría…?

Parpadeé.

Allí estaba de nuevo Roar Hanson.

—Siéntate —dije no tan amablemente como antes.

—¿Por qué mentiste? —preguntó.

—No mentí.

—Sí, negaste que Cato hubiera sido asesinado.

—No, no lo hice. Después de que hubieras… aireado tus sospechas, te pregunté por qué, en tu opinión, había sido asesinado. No negué nada de nada.

Se sentó, indeciso. Parecía estar intentando reconstruir la conversación que habíamos mantenido justo antes de que la catorceañera vestida de rojo anunciara a gritos su macabro hallazgo en la recepción de mercancías. Debía de tener buena memoria, porque su mirada era menos acusadora cuando suspiró, se inclinó hacia delante con los brazos sobre los muslos y empezó de nuevo:

—Yo sé quién mató a Cato —dijo en una voz apenas audible—. Y me atormenta poseer esa información.

Trabajé durante más de veinte años en la policía. No los he contado nunca, pero como la mayor parte de esos años presté mis servicios en homicidios, creo no exagerar si digo que he intervenido en más de doscientos casos. En casi todos ellos aparecía un tipo como Roar Hanson. Alguien que afirmaba saber. No es infrecuente que sea el propio criminal el que intente volverse inmune a las acusaciones; una táctica tan estúpida que deberían poner una nota de advertencia contra ella en todo lo que pueda usarse como arma homicida. Aún no he conocido a ningún agente que no mire inmediatamente en dirección al que dice saber. Además, la gente debería acordarse del octavo mandamiento: No levantarás falso testimonio, ni mentirás.

Roar Hanson no daba la impresión de estar levantando falso testimonio.

Al contrario, presentaba todos los síntomas de la aflicción. Tenía la piel húmeda y de un gris enfermizo, y el pelo tan grasiento que se le pegaba al cráneo. Tenía los ojos enrojecidos y lacrimosos, aunque yo no habría sabido decir si lloraba o no. En ese momento dejó caer la cabeza entre los hombros. Cualquier otra persona le habría dado una palmada en la espalda. En cambio yo me aparté un poco.

—Debería haber hecho algo en aquel momento.

Se quedó callado.

—¿El qué? —le pregunté en el tono más indiferente posible.

—Debería haber…

De repente enderezó la espalda y se pasó el dorso de la mano por los labios. No le sirvió de mucho. Seguía teniendo una espesa secreción blanca en las comisuras de la boca.

—Fue cuando los dos trabajábamos en la Agencia de Información. Pues Cato era… —Contuvo la respiración, como si necesitara tomar impulso—. No entiendo cómo no informé sobre lo ocurrido ya entonces, por qué no hice nada. Y Margrete… No se puede vivir con algo así. Yo no podía saberlo, claro, pero parecía tan… impensable que él hiciera… Tú eres policía, ¿verdad? ¿Es verdad lo que dicen?

La Agencia de Información.

¿De qué? ¿De carne y aves? ¿De frutas y verduras?

Yo no sabía de qué estaba hablando ese hombre. Me parecía que estaba a punto de sumirse en una especie de psicosis paranoica; de repente se puso a mirar alrededor como si tuviera miedo de que alguien lo atacara. Como la gente más próxima se encontraba a varios metros de distancia y, además, estaba ruidosamente ocupada en una emocionante partida de Trivial Pursuit, todo resultaba un poco cómico. De vez en cuando se daba un fuerte golpe en el hombro magullado, como si un clavo fuera a sacarle otro clavo. Puesto que su historia no tenía ni pies ni cabeza, decidí mentir.

—Sí —dije—. Es verdad lo que dicen. Trabajo en la policía. Puedes hablar conmigo sin miedo.

—¿Crees en la venganza?

—¿Cómo?

Roar Hanson se me acercó aún más. Notaba en la cara pequeñas bocanadas de su agrio aliento. No parpadeé, sino que intenté que no desviara la mirada.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—¿Opinas que es ético vengar una gran injusticia?

Mientras buscaba la respuesta que él deseaba oír, vi que Adrian se acercaba en nuestra dirección. Se había bajado tanto el gorro que no podía verle los ojos. Como hacía tiempo que me había dado cuenta de que él y Roar Hanson no se adoraban precisamente, levanté una mano para avisarle de que se mantuviera a distancia.

No sirvió de nada.

—¿Qué coño haces aquí sentado? —Adrian dio un empujón a Roar Hanson en el hombro. Y antes de que yo tuviera tiempo de protestar, el chico prosiguió—: No molestes a Hanne, ¿vale?

—Adrian —dije, severamente—. ¡No me está molestando! ¡Vete!

Era demasiado tarde. Roar Hanson se levantó despacio, como un anciano. Parpadeó un par de veces, y su cara adquirió una expresión de equilibrio y control. La sonrisa que logró esbozar era tan tensa que los dientes le desaparecieron entre los labios.

—No —me apresuré a decir—. No debes…

No me hizo caso. No le quité ojo hasta que desapareció escaleras arriba.

—¿Por qué has hecho eso? —le dije a Adrian intentando no mostrar la rabia que sentía por dentro—. ¡Es la segunda vez que interrumpes… que te cargas una conversación mía con ese hombre!

—Pero yo… creía que…

Hacía solo unas horas Adrian se había comportado como un niño lloroso. Cuando entró apresuradamente en la habitación para encararse con el clérigo, había recuperado algo del carácter malhumorado y agresivo con que solía disfrazarse. Ahora parecía otra vez completamente desamparado, incapaz de entender mi ingratitud.

—Pero… —tartamudeó—, pero… cre… creía…

—¿Creías? ¿Qué creías tú? ¿Que soy incapaz de defenderme por mí misma? ¿Qué tienes en contra de ese hombre? ¿Te ha hecho algo? ¿Le has hecho algo a él?

Eran demasiadas preguntas para Adrian.

Se fue sin pronunciar palabra.

Cuando vuelvo la vista atrás, pienso que si el joven no hubiera venido a interrumpir la inconexa confesión de Roar Hanson tal vez se habría salvado la vida de un hombre.

Pero eso no lo sabía entonces, claro.

Y afortunadamente para Adrian, debo añadir. Estaba tan furiosa con el chico que ni siquiera me fijé adónde iba.

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