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9: Temporal fuerte » Capítulo 1

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Sistemática, pensé.

Aunque no tenía ni idea de cómo pensar sistemáticamente en ese caos de impresiones con el que todos lidiábamos. Solo sabía que tenía que empezar por algún sitio.

Geir había empujado mi silla hasta el despacho. Allí seguía la pizarra de papel, y de las persianas de madera colgaba todavía el dibujo rojo que Magnus había hecho del cuerpo muerto de Roar Hanson. El gran agujero en el estómago parecía una boca abierta.

Aunque en realidad carecía de base para sacar una sola conclusión, había decidido que nos encontrábamos ante un único autor. Dada la situación en que nos hallábamos, con un número relativamente reducido de personas, y en un espacio de tiempo de menos de cuarenta y ocho horas, descarté la posibilidad de dos asesinos actuando independientemente el uno del otro. No obstante, la diferencia de método me parecía preocupante. La teoría de Magnus de una lanza helada seguía sin convencerme, pero, por el momento, me servía de punto de partida. Aun así, resultaba difícil entender por qué alguien iba a recurrir a un carámbano como arma homicida cuando a todas luces él o ella contaba con un arma de fuego. Hasta entonces había pensado que a Cato Hammer lo habían matado con un revólver, pero también podía tratarse de una pistola de gran calibre.

Los kurdos llevaban armas de fuego. Yo no había visto la de él, pero el gesto de su mano hacia la funda del hombro no dejaba lugar a dudas. Ella llevaba a todas luces un revólver. En un principio, debería sospechar de ambos. Sin embargo, por alguna razón no conseguía mantenerlos muy enfocados; sus rostros se desvanecían cada vez que intentaba colocarlos en el mapa de posibles culpables que había dibujado mentalmente.

Antes solía llamarlo intuición.

Ya no podía fiarme de ella, claro está.

Avancé con la silla hasta la pizarra. El rotulador estaba en un plato de metal debajo del papel. Le quité lentamente la tapa. Cato Hammer, escribí en la parte superior de la hoja.

El nombre me decía todo y nada. Letras rojas sobre un barato papel grisáceo. Intenté ver más allá de mi propia letra torcida. Un nombre es un icono.

Antes sabía hacerlo. Hubo un tiempo que incluso lo hacía muy bien.

Volví a coger el rotulador. Escribí Roar Hanson debajo del nombre del otro pastor. Cada nombre tenía cuatro letras. Roar y Cato. Seis letras cada apellido, Hanson y Hammer.

Coincidencias. Yo no buscaba coincidencias. Buscaba conexiones.

Los dos eran pastores. Estudiaron juntos en la universidad. Tenían más o menos la misma edad. Habían trabajado juntos antes, y trabajaban juntos ahora. Aunque el hecho de formar parte de una comisión que estudiaba la posible separación de la Iglesia y el Estado tal vez no era en sí un trabajo. Más bien debía de ser un proyecto, supuse. Cato Hammer era conocido en todo el país, extravertido, regordete y jovial, y un gran entusiasta del fútbol. Roar Hanson era anónimo y gris; más o menos igual de interesante que un ganador de ajedrez regional.

Arranqué la hoja. Volví a escribir los nombres, esta vez el de Roar Hanson primero.

Tenía que usar como punto de partida al que conocía mejor.

Con Cato Hammer no había intercambiado palabra alguna. Lo único que sabía de ese tipo lo había leído en los periódicos o visto en la tele. La mayor parte de los personajes públicos se convierten en muñecos de papel en el camino entre la realidad y la reproducción en tabloide. El saber eso debería haberme impedido sentir antipatía hacia Hammer. Pero como he dicho: el intentar ser mejor persona ya no me interesa. No obstante, tuve que reconocer que conocía un poco mejor a Roar Hanson. Si no fuera por las constantes interrupciones de Adrian, me habría enterado de más cosas. Al pensarlo tuve un aumento de adrenalina. Me entraron ganas de sacudir al chico.

Olvídate de Adrian, me dije.

Roar Hanson descubrió algo. O mejor dicho: creyó que había descubierto algo. El hombre se movía por el hotel como un espectro; encogido y casi transparente de desesperación. Era evidente que yo no podía saber si tenía razón en sus teorías sobre quién había matado a Cato Hammer. Habría sido mucho más fácil si hubiéramos logrado concluir nuestras conversaciones, pues Hanson había estado a punto de compartir conmigo sus sospechas en dos ocasiones.

Me negué a pensar en Adrian.

El chico estaba perdido de todos modos. No era mi problema.

Alguien llamó a la puerta.

No quería visitas. No las necesitaba.

—Adelante —contesté.

—Estás aquí —constató Magnus Streng sin necesidad alguna. Acto seguido se sentó en el sillón de oficina que había detrás del atiborrado escritorio sin preguntar si molestaba.

—Pues sí, aquí estoy.

Miró con curiosidad la pizarra de papel.

—¿Me dejas participar? —preguntó.

—¿En qué?

—En este laboratorio de ideas…, porque eso es lo que estás haciendo, ¿no? Pensando.

Suspiré. Un poco demasiado alto. Un poco demasiado ostensiblemente.

—Hanne Wilhelmsen, mi apreciada amiga.

Dijo apreciada. Su tono de voz se volvió mucho más grave, sin que sonara artificial, como si hubiera otro hombre escondido dentro de su menudo cuerpo. No entendía a ese hombre. Me llamaba «apreciada amiga» pese a no conocerme de nada. Esos cambios entre bromista y sabelotodo, médico y payaso, animador y agudo observador empezaban a mermar la simpatía que sin duda sentía por el hombre.

—Hanne Wilhelmsen —repitió entrelazando las manos detrás de la nuca.

Olía a sudor, lo que ahora que yo estaba limpia era más difícil de soportar. Sonrió como si lo entendiera, aunque sin importarle. Al menos no bajó los brazos.

—No acabas de decidirte —dijo sin apartar la mirada de mí—. Por un lado, te resulta difícil detestarme. Mi… mi aspecto te impide pensar mal de mí. Las personas, me refiero a las personas en general, sienten simpatía por los que estamos expuestos a los caprichos brutales e impredecibles de la naturaleza. Sentir aversión hacia mí equivale más que nada a perder la ilusión de ser una buena persona. Créeme, eso es algo que he sabido desde que era un niño. A decir verdad, es algo de lo que me he aprovechado con creces.

Su sonrisa era amplia. Entre sus dientes incisivos superiores habría cabido un dedo entero.

—En el fondo, tú y yo somos bastante parecidos —prosiguió—. Los dos somos distintos a los demás, aunque de diferente manera. Lo que nos diferencia es…

Por fin se quitó las manos de la nuca y se inclinó hacia mí.

—¿Sabes lo que solía hacer mi padre cuando yo era niño?

Yo no tenía ni idea de lo que el viejo Streng solía hacer cuando Magnus era niño. Mi interés por saberlo tampoco era apremiante.

—Todas las noches, después del baño y antes de acostarme, me cogía de la mano y me llevaba a su despacho. Yo ya tenía puesto el pijama. Uno de franela a rayas que mi madre había acortado por las mangas y las perneras. O metido el dobladillo, creo que se dice. Siempre eran pijamas de franela. De rayas azules y blancas. Mi padre era un hombre de la vieja escuela. En su despacho me sentaba sobre sus rodillas. Era un hombre enorme. Un amante de la vida al aire libre. Yo me sentía muy seguro sobre sus muslos, mientras él hojeaba libros. Me enseñaba animales. Hormigas que con gran aplicación construían sus hormigueros. Elefantes en Tailandia con enormes troncos colocados en perfecto equilibrio sobre sus colmillos. Leones cazando y grotescas hienas despejando la sabana de cadáveres contagiosos. Colibríes volando silenciosamente sobre las más maravillosas flores.

Cerró los ojos. Su sonrisa cambió, como si mirara hacia atrás y dentro de sí mismo.

No entendía nada de Magnus Streng.

—Estábamos así sentados durante quince minutos —prosiguió, sin perder la sonrisa, sin abrir los ojos—. Nunca más, nunca menos. Luego cerraba el libro y me acompañaba a la cama. Esa es la diferencia entre tú y yo.

En realidad tenía razón. A mí nadie me enseñaba libros de animales antes de dormirme, y eso que mi padre era catedrático de zoología. Tampoco era capaz de recordar ningún pijama de franela. De todos modos, no tenía ni idea de adónde quería llegar Magnus Streng con todo aquello. Más allá de querer recalcar que se había criado con un padre muy bueno. Le di inmediatamente la razón: esa era una gran diferencia entre nosotros dos.

—Mi padre hablaba poco —continuó—. Ni falta que hacía. Su mensaje quedaba clarísimo: todos hacemos falta. Todos somos necesarios en esta tierra. Los pequeños y los grandes, los gordos y los flacos, los feos y los guapos. Yo servía. Yo sirvo.

—Tú no me conoces —sentencié en tono cortante.

—Así es —respondió con un gesto de la cabeza—. He leído sobre ti, pero supongo que no te conozco. Es verdad.

—¿Sabes qué es la Oficina de Información?

Su sonrisa se desvaneció. Pareció aturdido. Decepcionado, tal vez, pero solo por un instante. Luego volvió a reclinarse en el sillón.

—Bueno… Hay una Oficina de Información para la carne. Para frutas y verduras, creo. Y si no me equivoco, hay algo que se llama la Oficina de Información sobre huevos y carnes blancas. También habrá para el pescado, supongo. Y para… ¿Por qué demonios…?

—¿Cato Hammer podría haber estado relacionado con algo así en algún momento? ¿Con una especie de encargo publicitario…? ¿Algo de ese tipo?

—¿Cato Hammer? ¡No, no, no! ¡Claro, te refieres a la Agencia de Información! El Fondo de la Agencia de Información. ¡Eso es algo muy distinto!

Intenté acordarme de la última conversación que había mantenido con Roar Hanson antes de que Adrian llegara. Magnus tenía razón. Tal vez hubiera dicho la Agencia de Información. No oficina. Aunque esa diferencia no significara nada para mí.

—Cato Hammer trabajó allí durante varios años —señaló con satisfacción Magnus—. ¿Sabes? Hammer era un hombre muy polifacético. Era teólogo y economista. Esas combinaciones de carreras ya no son tan raras. Yo tengo un hermano que es médico e ingeniero superior. No te puedes imaginar las ventajas que eso aporta en nuestros días…

—¿Qué hacen? —lo interrumpí.

—¿Quiénes? ¿Los del Fondo de la Agencia de Información? Administran miles de millones. Literalmente, si no me equivoco. Al menos se trata de enormes sumas.

—¿Y quién es el dueño… o para quién administran ese dinero?

—Para la Iglesia, claro está. Para la Iglesia, la Iglesia noruega. Parte del problema de separar el Estado y la Iglesia radicará precisamente en el tema de las propiedades. La fortuna. La Iglesia es rica, Hanne. ¡La Iglesia es una verdadera mina de oro! Como ha adquirido la mayor parte de su fortuna en calidad de Iglesia estatal, repartirlo todo supondrá un grave cisma. Propiedades inmobiliarias. Fondos. Solares. Fincas y edificios eclesiásticos. ¿Todo esto pertenece al Estado? En otras palabras: ¿a ti y a mí? ¿O es de la Iglesia, de manera que los fieles se lo pueden llevar a cambio de los privilegios constitucionales si desmantelamos el edificio de confesión estatal?

Jamás se me había ocurrido pensar que la Iglesia fuera rica. Al contrario; recordé todo aquel lío que se montó en torno a la restauración de la catedral de Oslo antes de la boda de los príncipes herederos. A juzgar por lo que decían los periódicos, el edificio estaba a punto de derrumbarse debido a la falta de dinero y abandono durante muchos años.

—Él era el director financiero de ese Fondo —explicó Magnus frunciendo sus pobladas cejas que se le juntaban sobre la nariz—. ¿O era revisor de cuentas? Pues no… no me acuerdo. Cuando se convirtió en pastor de la parroquia de Ris empezó a ser realmente… conocido por el gran público, por así decirlo.

Relinchó como un caballo.

—¿Sabes si también Roar Hanson trabajó allí?

—No…

Vaciló un poco mientras se rascaba detrás de la oreja con el dedo índice.

—A decir verdad, nunca había oído hablar de Roar Hanson. El tal Hanson era un tipo anónimo. Me temo que el pobre no tenía nada del encanto y campechanía de su colega.

Llamaron otra vez a la puerta.

—¿Qué pasa? —pregunté en tono arisco.

Había pedido a Geir que me dejaran en paz, y él me había prometido mantener a todo el mundo a distancia.

—Perdona —dijo Berit dudando antes de entrar en el cuarto y cerrar la puerta tras ella—. Pero ha sucedido algo, algo que…

Se tiró de la coleta.

—No me digas que hay más muertos —murmuré.

—No, es…

—Y no me digas que hay más gente dispuesta a marcharse de aquí por su cuenta y riesgo.

—No —contestó—. Se podría decir más bien… lo contrario.

—¿Lo contrario? —reflexionó Magnus chasqueando la lengua—. ¿Quieres decir que alguien está intentando entrar?

Se echó a reír de buena gana, ruidosamente, de un modo distinto a como le había oído reírse antes. Magnus Streng tenía un repertorio de risas que despertaría la envidia de cualquier imitador.

—Sí.

Miré a Berit, luego a Magnus y de nuevo a Berit.

—¿Cómo?

Berit hacía esfuerzos por no llorar, tragaba saliva y respiraba deprisa, con la boca abierta. Luego se pasó el dorso de la mano por los ojos, intentó sonreír y dijo:

—Alguien está excavando una zanja para llegar a la entrada principal. Desde fuera. Quieren entrar. —Luego lloriqueó un poco y añadió—: Al menos eso es lo que parece.

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