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9: Temporal fuerte » Capítulo 2

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Berit, Geir y Johan habían conseguido que los huéspedes se trasladaran abajo, al Salón Azul y a la Sala del Glaciar. Se había inspeccionado cada una de las habitaciones del hotel para tener la seguridad de que todos, excepto los empleados, Geir, las dotaciones de la Cruz Roja y yo permanecieran en la parte de abajo del edificio anexo. Magnus Streng se estaba tomando muy en serio su encargo de jefe de seguridad, y nombró enseguida a Mikkel subjefe. El joven cabecilla murmuró un hosco consentimiento mientras intentaba ocultar su propia sorpresa y algo que se parecía mucho a orgullo en su avinagrado rostro. No se informó a nadie de la verdadera razón por la que había que trasladar a la gente. Geir se inventó una explicación sobre que había que reforzar el agujero ocasionado por la caída del vagón. Además desde el incidente la estructura de la escalera presentaba problemas, mintió, y había que mantener alejado a todo el mundo hasta que todo estuviera bajo control. A Magnus le gustaba su papel. Yo podía escuchar sus advertencias: la gente debía quedarse quieta, no había razón alguna para preocuparse.

Era una burda mentira, y todo el mundo lo sabía.

Desde el accidente no había habido sino razón para preocuparse.

Curiosamente, la gente aceptó ese encierro provisional. Incluso Kari Thue accedió a bajar al Salón Azul sin rechistar. Es cierto que resultaba difícil saber lo que pensaba, y se apresuró a situarse lo más lejos posible de los dos islámicos. En solo cuarenta y ocho horas había conseguido formar una corte, cuyos integrantes la siguieron en su totalidad hasta el rincón más alejado de la puerta, junto a las ventanas que daban a la terraza de la parte sur del edificio. Ella se sentó en un sofá amarillo con rayas de muchos colores, procurando estar rodeada exclusivamente de amigos. Yo me quedé junto a la escalera que bajaba a la Taberna de San Paal para seguir de cerca los acontecimientos. Todo iba sobre ruedas.

—Ya no les falta nada para acabar —susurró Berit con una mano en mi hombro—. A juzgar por los sonidos, se encuentran ya muy cerca de la puerta.

La seguí con la silla hasta la entrada.

Fueran quienes fuesen los que quitaban la nieve en el exterior, estaban haciendo un buen trabajo. Desde que Johan había decidido que sería inútil, peligroso e innecesario mantener despejada la entrada, los cuadrados de cristal de la puerta se habían ido oscureciendo conforme la pared de nieve crecía. Ahora volvía a haber más luz. Como la entrada estaba protegida por un sólido porche con bancos a cada lado, había que cavar mucho en la parte exterior para vaciarlo.

Era más de la una.

El cocinero estaba furioso por tener que aplazar el almuerzo.

Yo albergaba la esperanza de que hubiera razón para almorzar, incluso después de aquello.

—Tiene que ser alguien del edificio de apartamentos —murmuró Johan—. Son los que más cerca están. Y deben de tener una razón cojonuda para venir. Fuera hay veinticuatro grados bajo cero, y la última vez que miré la fuerza del viento era de algo menos de treinta metros por segundo. Sigue nevando copiosamente. Pero bueno, ya casi están aquí.

Hice lo que pude para convencerme de que la situación no era amenazante. Al menos no para nosotros. Podía haber sucedido algo en los apartamentos, claro. Tal vez una revuelta, algo parecido a ese motín que Kari Thue había intentado organizar en nuestro lado justo antes de que el vagón se cayera. Berit había dicho que había comida de sobra en el otro edificio, pero que se trataba sobre todo de latas de conserva y alimentos no perecederos que los dueños de los apartamentos dejaban entre visita y visita. Fuera como fuese, no parecía probable que la gente tuviera hambre al cabo de un par de días, por muy poco tentadora que fuera la comida. Al menos no hasta el extremo de lanzarse a un peligrosísimo viaje entre los dos edificios con el único fin de conseguir una comida algo mejor.

—Apuesto a que son los del apartamento del último piso —dijo Johan bostezando—. Esos chicos están en forma. Son muy fuertes.

Los sonidos de alguien rascando iban en aumento, casi tapaban el ruido de la tormenta. Pude ver que algo se movía ya en el otro lado de los cuadrados de cristal de la puerta. Algo oscuro que contrastaba con la luz blanca de arriba. Alguien estaba quitando nieve de la parte de abajo de la puerta.

¡Hola!

El grito sonó claro. Un hombre. Detrás de él se movían más sombras, pero era imposible saber de cuántas personas se trataba.

—¡Voy a abrir la puerta! ¿Está bien?

La voz se perdía entre el ruido del rascado y los golpes. Berit se acercó a la puerta. Respondió gritando:

—¿Quiénes sois?

—¡Dejadnos entrar! Somos…

La respuesta se perdió. Tal vez se la llevara el viento, tal vez así lo quiso nuestro interlocutor.

El hombre tiró de la puerta. Berit lo pensó un instante, mirando a Johan, que hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Ella apoyó el hombro en la puerta y empujó. El viento irrumpió en la habitación y la nieve se arremolinó en la corriente de aire. En cuanto la abertura fue lo bastante grande, el primero de los hombres entró y cerró inmediatamente la puerta. Luego se colocó delante, como si quisiera evitar que los que aún estaban fuera lo siguieran. O tal vez quisiera impedirnos salir a nosotros. Al menos parecía muy decidido, con las piernas separadas y los brazos levantados, como un airado portero de un club nocturno demasiado solicitado.

Era muy alto y llevaba pantalones protectores del viento, unas botas enormes y un anorak de montaña. Un jersey de lana le asomaba por debajo del anorak. Estaba cubierto de pequeños copos de nieve. Tomó aliento y se quitó el gorro, luego se desenrolló la bufanda y empujó hacia arriba las gafas de nieve.

Miró a su alrededor sin decir nada. Pequeñas rosetas de hielo se le habían pegado a la cara a pesar de la bufanda, el gorro y las gafas de nieve. Tenía el rostro delgado, pero sus facciones eran muy marcadas, casi hermosas, debajo del pelo oscuro y canoso que le humedecía la frente. A la espalda llevaba una mochila de excursionista. Tendría que pesar más de lo que indicaba su tamaño, pues las correas se le clavaban profundamente en los hombros.

Traté de entender lo que estaba ocurriendo. Mi cerebro intentaba encontrar una explicación, una conexión lógica en un proceso de pensamientos que se hacía demasiado largo.

Cuando el hombre me vio, se puso rígido, antes de esbozar una sonrisa y dar finalmente un paso hacia mí.

—Hanne —dijo con un respiro de alivio—. Nunca me había alegrado tanto de verte como en este momento.

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