12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 11. Deja en paz a los chavales que montan en monopatín

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REGLA 11DEJA EN PAZ A LOS CHAVALES QUE MONTAN EN MONOPATÍN

EL PELIGRO Y EL DOMINIO

HUBO UNA ÉPOCA EN LA que había chavales que montaban en monopatín en el lado oeste del auditorio Sidney Smith de la Universidad de Toronto, donde trabajo. En ocasiones me quedaba allí de pie mirándolos. Los peldaños que hay que subir para llegar a la entrada delantera del edificio son irregulares, amplios y de poca elevación, y están enmarcados por barandillas de hierro de forma tubular de unos seis o siete centímetros de diámetro y seis metros de longitud. Aquellos zumbados, que casi siempre eran chicos, se alejaban más de diez metros del borde superior de las escaleras, colocaban un pie en la tabla y patinaban como locos para coger impulso. Justo antes de golpearse con la barandilla, se agachaban, agarraban con una sola mano la tabla y se encaramaban de un salto al borde de la barandilla para deslizarse a lo largo de toda ella y acabar propulsándose antes de aterrizar, unas veces con gran elegancia, encima del monopatín, otras, fuera de él, y no sin dolor. Fuera como fuese, no tardaban en volver arriba para repetirlo.

Habrá quien lo encuentre estúpido y quizá lo era. Pero también era valiente. A mí me parecía que esos chavales eran increíbles y que se merecían una palmadita en la espalda y cierta admiración sincera. Desde luego que se trataba de algo peligroso. Ahí estaba toda la gracia: querían triunfar ante el peligro. Habrían estado mucho más seguros de llevar algún tipo de equipo protector, pero así se habría fastidiado todo. No era la seguridad aquello a lo que aspiraban, sino a ser competentes. Y la competencia es, precisamente, lo que hace que la gente esté todo lo segura que se puede estar.

No me atrevería a hacer lo que hacían esos chavales. No solo eso, es que no podría. Desde luego sería incapaz de trepar por una grúa como hacen ciertos temerarios contemporáneos a los que se puede ver en YouTube, por no mencionar a la gente que trabaja en esas mismas grúas. No me gustan las alturas, aunque los más de 7.500 metros a los que asciende un avión son tantos que ya deja de molestarme. En varias ocasiones he volado con una avioneta acrobática de fibra de carbono, incluso haciendo una caída del ala —una espectacular y arriesgada maniobra—, y no me pasó nada, aunque sí es cierto que cansa mucho, tanto física como mentalmente. Para la maniobra en concreto a la que me refiero es necesario pilotar el avión hacia arriba de forma vertical hasta que la fuerza de la gravedad lo detiene. Entonces cae en tirabuzón hasta que acaba girándose con el morro hacia abajo, y después tienes que frenar porque, de lo contrario, ya no podrás repetir la pirueta. Sea como sea, no soy capaz de montar en monopatín, menos aún por una barandilla, y tampoco puedo escalar encima de una grúa.

El auditorio Sidney Smith da a una calle diferente en su lado este. A lo largo de esta vía —que, no sin ironía, está dedicada a san Jorge—, la universidad instaló una serie de maceteros de cemento, irregulares y llenos de aristas, que descendía hasta la calzada. Allí también iban los chavales con sus monopatines, con los que recorrían los bordes de los maceteros y lo mismo hacían por encima del contorno de cemento de una escultura contigua al edificio. No duró mucho tiempo, ya que pronto aparecieron a intervalos de un metro pequeños soportes de acero diseñados precisamente para evitar que se patinara. La primera vez que los vi, me acordé de algo que había ocurrido en Toronto muchos años antes. Dos semanas antes del inicio del curso escolar, todos los columpios y toboganes de los parques desaparecieron. Había cambiado la legislación que regulaba este tipo de mobiliario urbano y cundió el pánico acerca de los riesgos que suponía el hecho de que no estuvieran asegurados. Así pues, se desmantelaron inmediatamente todos los parques infantiles a pesar de que resultaban lo bastante seguros, de que estaban exentos de la aplicación de esta nueva normativa y de que a menudo (recientemente, además) los habían pagado los padres. Esto significaba que no habría parques durante, por lo menos, un año. Durante ese periodo, a menudo vi a niños aburridos pero admirables que correteaban por el tejado de nuestra escuela local. Era eso o escarbar en la basura con los gatos y los niños menos intrépidos.

Digo que eran «lo suficientemente seguros» al referirme a los parques infantiles desmantelados porque, cuando los hacen demasiado seguros, los niños dejan de frecuentarlos o bien se ponen a utilizarlos como menos se puede esperar. Los niños necesitan que sus parques sean lo bastante peligrosos para que sigan suponiendo un reto. La gente, niños incluidos, ya que también son gente al fin y al cabo, no pretende minimizar el riesgo, sino optimizarlo. La gente conduce, anda, ama y juega de tal forma que pueda alcanzar aquello que desea, pero al mismo tiempo se pone en una situación un poco incómoda para poder seguir desarrollándose. Así pues, si las cosas son demasiado seguras, la gente (niños incluidos) empieza a encontrar formas de volver a hacerlas peligrosas[180].

Si no nos ponen trabas, y si además se nos anima a ello, preferimos vivir al límite. Es ahí donde podemos al mismo tiempo sentir la confianza que nos otorga la experiencia y enfrentarnos al caos que nos ayuda a desarrollarnos. Por eso, de forma innata, disfrutamos el riesgo, aunque algunos más que otros. Nos sentimos llenos de energía y entusiasmo cuando, actuando en el presente, trabajamos para optimizar nuestro futuro desempeño. De lo contrario, vagamos desorientados, como perezosos, inconscientes, inmaduros y descuidados. Si se nos sobreprotege, fracasaremos cuando surja algo peligroso, inesperado y cargado de oportunidades, tal y como acabará ocurriendo de forma inevitable.

Los soportes que impiden patinar no resultan nada atractivos. Los chavales del monopatín habrían tenido que destrozar a conciencia el contorno de la escultura en cuestión para que tuviera una pinta tan lamentable como la que tiene ahora, tachonado con trozos de metal como el collar de un pitbull. Los grandes maceteros están cubiertos de aleros metálicos colocados a intervalos irregulares, lo que, sumado al desgaste causado por los monopatines, produce un efecto deprimente de algo mal diseñado, de resentimiento, de ocurrencia mal ejecutada. El área, que la escultura y la vegetación debían embellecer, acaba teniendo así un aspecto genérico de industria-cárcel-manicomio-campo de trabajo, el aspecto que aparece cuando a los constructores y a los funcionarios no les gusta la gente para la que trabajan ni confían en ella.

La cruda y absoluta fealdad de la solución invalida las razones que justificaron su instalación.

EL ÉXITO Y EL RESENTIMIENTO

Si lees a los llamados «psicólogos de la profundidad» —como Freud y Jung, o su precursor, Friedrich Nietzsche—, descubres que todo tiene su lado oscuro. Freud se sumergió en lo más profundo del contenido latente e implícito de los sueños que, en su opinión, a menudo servían para expresar algún tipo de deseo inadecuado. Jung pensaba que todo acto de decoro social iba acompañado de su gemelo malvado, su sombra inconsciente. Nietzsche investigó el papel que desempeñaba lo que denominaba «ressentiment» a la hora de motivar acciones abiertamente egoístas, tan a menudo exhibidas en público[181].

Porque es preciso que el hombre sea redimido de la venganza; esto es para mí el puente que conduce a las más elevadas esperanzas y un arco iris luego de prolongadas tempestades. No lo entienden así las tarántulas. Ellas sostienen: «Lo que nosotros llamamos justicia es precisamente el mundo lleno de las tempestades de nuestra negrura. Nos vengaremos y difamaremos a todos los que no están hechos a nuestra medida. Los cubriremos con nuestros insultos. ¡Voluntad de igualdad: en adelante daremos este nombre a la virtud. Queremos elevar nuestras protestas contra todo lo que es poderoso!». Sacerdotes de la igualdad: la tiránica locura de vuestra impotencia reclama a grandes gritos «la igualdad». ¡Vuestra más secreta concupiscencia de tiranos se oculta detrás de las palabras de virtud!

El incomparable escritor inglés George Orwell se sabía muy bien todo esto. En 1937 escribió El camino a Wigan Pier, que era en parte un ataque frontal a los socialistas británicos de clase alta, a pesar de que él mismo tenía simpatías por el socialismo. En la primera mitad del libro, Orwell retrata las espantosas condiciones en las que vivían los mineros en el Reino Unido durante los años treinta del siglo XX[182]:

Varios dentistas me han dicho que, en los distritos industriales, se está convirtiendo en una rareza la persona de más de treinta años que conserva alguno de sus dientes. En Wigan varias personas me expresaron su opinión de que lo mejor es «sacarse» los dientes lo más joven posible. «Los dientes solo sirven para dar tormento», me dijo una mujer en una ocasión.

Un minero de carbón de Wigan Pier tenía que andar —o más bien gatear, teniendo en cuenta la altura de los túneles— unos cinco kilómetros bajo tierra golpeándose la cabeza y rasguñándose la espalda tan solo para llegar al punto donde cumplía sus siete horas y media de turno de deslome cotidiano. Después, gateaba de vuelta. «Es comparable, quizá, a escalar una pequeña montaña antes y después de tu jornada laboral», apuntó Orwell. Ni un minuto del tiempo dedicado a llegar a gatas se pagaba.

Orwell escribió El camino a Wigan Pier para el Left Book Club, un grupo editorial socialista que publicaba un selecto volumen cada mes. Tras leer la primera mitad de su libro, que se centra en las circunstancias personales de los mineros, resulta imposible no sentir compasión por los trabajadores pobres. Tan solo un monstruo podría permanecer con el corazón de piedra mientras lee las historias de vida que describe Orwell:

No hace mucho tiempo, las condiciones de trabajo de las minas eran peores que las de ahora. Aún viven algunas mujeres muy ancianas que trabajaron allí en su juventud, arrastrando a cuatro patas vagonetas de carbón con una correa en torno a la cintura y una cadena entre las piernas. Seguían trabajando así incluso cuando estaban embarazadas.

Sin embargo, en la segunda mitad del libro, Orwell se ocupó de un problema distinto: la relativa impopularidad del socialismo en el Reino Unido por entonces, a pesar de la clara y dolorosa injusticia que se observaba por todas partes. Llegaba a la conclusión de que esa clase de reformistas sociales con trajes de tweed, esos filósofos de salón que con tanta lástima y condescendencia se identificaban con las víctimas, no tenían en gran estima a los pobres, contrariamente a lo que aseguraban. Más bien odiaban a los ricos. Lo que hacían era disfrazar su resentimiento y su envidia de devoción, santurronería y superioridad moral. Hoy las cosas no han cambiado mucho a nivel del inconsciente, ni en los frentes izquierdistas que distribuyen justicia social. Es por Freud, Jung, Nietzsche (y Orwell) que siempre me pregunto: «¿Y entonces contra qué estás luchando?» cada vez que oigo a alguien proclamar bien alto «¡Lucho por esto!». Es una pregunta que resulta particularmente relevante si esa misma persona se queja, critica o intenta cambiar el comportamiento de otros.

Creo que fue Jung quien formuló una máxima psicoanalítica con la genialidad más quirúrgica: si no puedes entender por qué alguien hizo algo, fíjate en las consecuencias e infiere la motivación. Es un bisturí psicológico. Se trata de un instrumento que no siempre resulta adecuado, ya que puede cortar de forma demasiado profunda o en el lugar incorrecto. Puede que sea la última opción a la que haya que recurrir. Sin embargo, en algunas ocasiones su utilización resulta esclarecedora.

Si, por ejemplo, el colocar en maceteros y basamentos de esculturas piezas metálicas que impiden que nadie se suba en monopatín tiene como consecuencia adolescentes infelices y una desconsideración absoluta por la belleza, entonces quizá fuera eso lo que se pretendía conseguir. Cuando alguien asegura que actúa en nombre de los principios más elevados, por el bien de los demás, no hay ningún motivo para suponer que dichas motivaciones sean genuinas. A las personas motivadas para mejorar las cosas normalmente no les interesa cambiar a los demás y, si es el caso, asumen la responsabilidad de aplicarse a ellos mismos y en primer lugar esos mismos cambios. Tras la creación de reglas para evitar que los amantes del monopatín hagan maniobras habilidosas, valientes y peligrosas, veo la mano de un espíritu insidioso y profundamente antihumano.

MÁS COSAS SOBRE CHRIS

Mi amigo Chris, del que ya he hablado antes, estaba poseído por un espíritu de este tipo, con el consiguiente menoscabo para su salud mental. Rebosaba, en parte, de culpa. Había asistido a la escuela primaria y secundaria en diferentes localidades de las gélidas inmensidades que componen la planicie del norte de Alberta, antes de terminar en el Fairview sobre el que antes he escrito. Las peleas con niños indígenas componían una parte recurrente de su existencia durante aquel periodo de tanto movimiento. No es ninguna exageración señalar que esos niños solían ser más duros que los blancos o que eran más susceptibles, no sin motivo. Lo sabía bien por mi propia experiencia.

En la escuela primaria yo tenía una amistad algo inestable con un niño mestizo, Rene Heck[183]. Digo inestable porque la situación era compleja. Entre él y yo existía una gran diferencia cultural. Su ropa estaba más sucia y se comportaba con brusquedad, incluso al hablar. A mí me habían adelantado un curso en la escuela y además era pequeño para mi edad. Rene era grande, listo, guapo y también duro. Estábamos juntos en sexto y nos daba clase mi padre. Una vez, pilló a Rene mascando chicle. «Rene —le dijo—, escupe ese chicle. Pareces una vaca». Yo me reí en voz baja: «Ja, ja, Rene la vaca». Puede que Rene fuera una vaca, pero no tenía ningún problema auditivo. «Peterson —me dijo—, después de la escuela estás muerto».

Antes, esa misma mañana, Rene y yo habíamos quedado para ver una película por la noche en un cine local, el Gem. Ahora parecía que la cita quedaba cancelada. De cualquier modo, el resto del día transcurrió de forma rápida y desagradable, como ocurre cuando te acechan las amenazas y el dolor. Rene era muy capaz de darme una buena tunda. Cuando acabó el colegio, salí tan rápido como pude para recoger la bicicleta, pero Rene me alcanzó. Empezamos a dar vueltas corriendo alrededor de las bicis, cada uno a un lado. Parecíamos sacados de una escena de cine mudo. Mientras siguiera dando vueltas no me agarraría, pero mi estrategia no podía durar para siempre. Grité que lo sentía, aunque eso no sirvió para ablandarlo. Había herido su orgullo y quería que pagara por ello.

Me agaché y me escondí detrás de unas bicis sin perder de vista a Rene. «Rene —grité—, siento haberte llamado vaca. Dejemos de pelearnos». Empezó a acercarse a mí de nuevo. Le dije: «Rene, siento habértelo dicho, de verdad. Y aún quiero que vayamos al cine». Esto no era solo táctica, era algo sincero. Si no hubiera sido así, lo que ocurrió a continuación no habría ocurrido. Rene dejó de dar vueltas. Me miró fijamente y se puso a llorar. Y entonces salió corriendo. Era todo un resumen de las relaciones entre blancos e indígenas en nuestro pequeño y complicado pueblo. Nunca fuimos juntos al cine.

Cuando mi amigo Chris empezó a discutir con chicos indígenas, no devolvía los golpes. No sentía que defenderse estuviera moralmente justificado, así que se llevó unas cuantas palizas. «Nos quedamos con su tierra —escribiría más adelante—. Eso estuvo mal. Es lógico que estén enfadados». Con el tiempo, poco a poco, Chris se apartó del mundo. Lo hizo, en cierta medida, por la culpa que sentía. Desarrolló un odio profundo por la masculinidad y las actividades masculinas. Para él, ir a la escuela, trabajar o encontrar novia formaban parte del mismo proceso que había llevado a la colonización de Norteamérica, al horrible callejón sin salida que suponía la Guerra Fría y a la depredación del planeta. Había leído algunos libros sobre el budismo y sentía que la negación de su propio Ser era éticamente necesaria teniendo en cuenta la situación por la que atravesaba el mundo. Terminó pensando que era una conclusión válida para los demás.

Cuando estaba en la universidad, compartí habitación con Chris durante un tiempo. Una noche, fuimos a un bar cercano y después volvimos a casa andando. En el camino empezó a partir uno detrás de otro los espejos retrovisores de los coches aparcados. Le dije: «Deja de hacer eso, Chris. ¿Qué vas a conseguir fastidiando a los propietarios de esos coches?». Me dijo que todos formaban parte de la frenética actividad humana que estaba estropeándolo todo y que se merecían exactamente eso. Le dije que vengarse de personas que simplemente vivían una vida normal no iba a resolver nada.

Años más tarde, cuando estaba haciendo mi posgrado en Montreal, Chris apareció para lo que en principio era una visita. Sin embargo, andaba desorientado y perdido. Le pregunté si podía ayudarlo y terminó instalándose en casa. Por entonces yo estaba casado y vivía con mi mujer, Tammy, y nuestra hija Mikhaila, que por entonces tenía un año. Chris también fue amigo de Tammy en la época de Fairview, e incluso había alimentado esperanzas de algo más que una amistad. Esto complicaba la situación todavía más, pero no exactamente de la forma que quizá supones. Chris había empezado por odiar a los hombres, pero terminó odiando a las mujeres. Las deseaba, aunque había rechazado los estudios, la carrera y el apetito sexual. Fumaba mucho y estaba en paro, con lo que, como cabía esperar, no resultaba de particular interés para las mujeres. Y eso lo amargaba. Intenté convencerlo de que la senda que había elegido tan solo iba a llevarlo a un lugar más miserable. Tenía que cultivar cierta humildad. Tenía que buscarse una vida.

Una noche le tocaba a Chris hacer la cena. Cuando mi mujer llegó a casa, el apartamento estaba lleno de humo. Había unas hamburguesas achicharrándose en la sartén y Chris estaba a cuatro patas intentando reparar algo que se había soltado del mueble de la cocina. Mi mujer sabía cómo se las gastaba. Sabía que estaba quemando la cena adrede. Le fastidiaba tener que hacerla. Le fastidiaba asumir el papel femenino, a pesar de que las tareas domésticas estaban distribuidas de forma razonable y de que lo sabía perfectamente. Estaba arreglando la cocina para tener un pretexto plausible e incluso encomiable para haber quemado la comida. Cuando mi mujer le puntualizó lo que en realidad estaba haciendo, se hizo la víctima, pero estaba profunda y peligrosamente furioso. Una parte de él, que no era la buena, estaba convencida de que era más listo que todos los demás. Su orgullo no podía soportar que ella pudiera desenmascarar sus trucos. Era una situación espantosa.

Al día siguiente Tammy y yo fuimos paseando hasta un parque cercano. Teníamos que salir del apartamento, aunque la temperatura exterior era de -35 °C, es decir, hacía un frío gélido e inmisericorde, cargado de humedad, niebla y viento. Era un tiempo hostil para la vida. Tammy dijo que vivir con Chris era demasiado. Entramos en el parque. Los árboles extendían sus ramas desnudas hacia arriba a través del aire gris y húmedo. Una ardilla negra, sin pelo en la cola por la sarna, se aferraba a una rama sin hojas y se agitaba con violencia mientras intentaba resistir la fuerza del viento. ¿Qué hacía allí fuera en medio del frío? Las ardillas hibernan parcialmente, es decir, tan solo salen en invierno cuando remite el frío. Entonces vimos otra, y otra, y otra, y otra, y otra. Alrededor de nosotros en el parque había ardillas por todas partes. A todas ellas les faltaba pelo, en la cola y en el cuerpo, todas luchaban contra el viento desde las ramas y todas se sacudían congeladas en un frío mortal. No había nadie más alrededor. Era algo imposible, inexplicable. Era absolutamente apropiado. Estábamos en el escenario de una obra de teatro del absurdo dirigida por Dios. Poco después, Tammy se fue con nuestra hija a pasar unos días a otro lado.

Cuando se acercaban las navidades de ese mismo año, mi hermano pequeño y su flamante esposa vinieron a visitarnos desde la parte occidental de Canadá. Mi hermano también conocía a Chris. Los tres se pusieron ropa invernal para salir a pasear por el centro de Montreal. Chris se puso un abrigo de invierno oscuro y largo. Llevaba también un gorro negro, una boina de punto que estiró hasta cubrir gran parte de su cabeza. Su abrigo era negro, al igual que sus pantalones y sus botas. «Chris —le dije de broma—, pareces un asesino en serie». Maldita la gracia que le hizo. Cuando volvieron del paseo, Chris parecía decaído. Había extraños en su territorio, más concretamente una pareja feliz. Era como echar sal en sus heridas.

La cena fue bastante agradable. Estuvimos hablando hasta que llegó el final de la velada. Pero yo no podía dormir. Había algo que no estaba bien, algo que flotaba en el aire. A las cuatro de la madrugada, me harté. Me deslicé fuera de la cama, toqué con delicadeza en la puerta de Chris y entré en la habitación sin esperar respuesta. Él estaba en la cama despierto, mirando al techo tal y como sabía que me lo encontraría. Me senté a su lado. Lo conocía muy bien, así que hablé con él y apacigüé su rabia asesina. Entonces me volví a la cama y me dormí. A la mañana siguiente mi hermano me llevó aparte para hablar. Nos sentamos y me dijo: «¿Qué diablos pasó anoche? No pude pegar ojo. ¿Había algún problema?». Le dije a mi hermano que Chris no se encontraba muy bien. Lo que no le dije es que tenía suerte de seguir vivo, que todos la teníamos. El espíritu de Caín había visitado nuestra casa, pero habíamos salido ilesos.

Quizá olfateé algo esa noche, en ese aire impregnado de muerte. Chris tenía un olor muy penetrante. Se duchaba a menudo, pero las toallas y las sábanas absorbían el olor. Era imposible limpiarlas. Era el producto de una psique y un cuerpo que no funcionaban de forma armoniosa. Una trabajadora social que conocía, que también conocía a Chris, me contó que ese olor le resultaba muy familiar. Todo el mundo en su trabajo lo conocía, aunque tan solo lo mencionaban entre cuchicheos. Lo llamaban «el olor de los que no sirven para ningún trabajo».

Poco después terminé mi posdoctorado y Tammy y yo nos mudamos de Montreal a Boston. Tuvimos a nuestro segundo hijo y, de vez en cuando, Chris y yo hablábamos por teléfono. En una ocasión vino a visitarnos y la cosa fue bien. Había encontrado trabajo en una tienda de recambios de coches y estaba intentando que las cosas le fueran mejor. En ese momento no andaba mal. Pero la cosa no duró. No lo volví a ver en Boston. Casi diez años más tarde, la noche antes de que cumpliera cuarenta años exactamente, me volvió a llamar. Para entonces me había mudado con la familia a Toronto. Él tenía noticias. Se iba a publicar una historia que había escrito en una colección a cargo de una editorial pequeña pero respetable y quería contármelo. Escribía buenos relatos. Yo los había leído todos y habíamos hablado de ellos con todo lujo de detalles. También era un buen fotógrafo, con una mirada hábil y creativa. Al día siguiente Chris condujo su vieja furgoneta —el mismo cacharro maltratado de la época de Fairview— hasta un lugar perdido en el bosque. Colocó un extremo de una manguera en el desvencijado tubo de escape y el otro en la cabina del conductor. Me lo puedo imaginar, mirando a través del parabrisas resquebrajado, fumando, esperando. Encontraron su cuerpo unas semanas más tarde. Llamé a su padre. «Mi querido hijo», sollozaba.

Hace poco me invitaron a una universidad cercana para dar una charla en el marco del programa TEDx, presente en diferentes países y en el que algunos de los pensadores, científicos y emprendedores más importantes del mundo comparten sus conocimientos sobre tecnología, entretenimiento y diseño. Otro profesor intervenía antes que yo. Lo habían invitado a causa de su trabajo técnico, verdaderamente fascinante, sobre superficies con inteligencia computacional, algo así como pantallas táctiles de ordenadores que se pueden colocar en todas partes. Pero en lugar de hablar de eso, disertó sobre la amenaza que los seres humanos representan para el planeta. Como Chris, como otras muchas personas, se había vuelto antihumano hasta la médula. No había llegado tan lejos como mi amigo, pero a ambos los animaba el mismo espíritu de terror.

Se plantó delante de una pantalla que mostraba una interminable, lentísima toma de una inmensa fábrica de alta tecnología china. Había cientos de trabajadores vestidos de blanco alineados como robots, inhumanos y estériles, detrás de sus cadenas de ensamblaje, insertando en absoluto silencio la pieza A en la ranura B. Contó a la audiencia, repleta de jóvenes mentes brillantes, que él y su mujer habían decidido tener un único hijo. Dijo que era algo que todos tendrían que plantearse si querían considerarse personas éticas. Me pareció una decisión acertada, aunque solo en este caso particular, en el que menos de uno habría sido incluso mejor. Los numerosos estudiantes chinos que asistían aguantaron de forma estoica su discurso moralizante. Quizá pensaban en cómo sus padres habían escapado de los horrores de la Revolución Cultural de Mao y su política del hijo único. Quizá pensaban en las grandes mejoras del nivel de vida y la libertad que proporcionaban esas mismas fábricas. Un par de ellos lo mencionaron en el tiempo de preguntas que se abrió a continuación.

¿El profesor se habría replanteado sus opiniones de haber sabido adónde conducían semejantes ideas? Me gustaría decir que sí, pero no lo creo. Creo que podría haberlo sabido, pero que se negó. O peor todavía, quizá: lo sabía, pero no le importaba, o lo sabía y era ahí adonde se dirigía de forma voluntaria.

LOS AUTOPROCLAMADOS JUECES DE LA RAZA HUMANA

No hace tanto tiempo, la Tierra parecía infinitamente más grande que la gente que la poblaba. Fue apenas a finales del siglo XIX cuando el brillante biólogo Thomas Huxley (1825-1895), un firme defensor de Darwin y abuelo del escritor Aldous Huxley, declaró ante el Parlamento británico que le era literalmente imposible a la humanidad esquilmar los océanos. Hasta donde alcanzaban sus estimaciones, estos poseían un poder de regeneración enorme comparado incluso con las depredaciones humanas más persistentes. Y ha pasado aún menos tiempo desde que el libro de la bióloga marina Rachel Carson Primavera silenciosa, publicado en 1962, sirviera para impulsar el movimiento ecologista[184]. ¡Menos de sesenta años! ¡No es nada! No es ni siquiera ayer.

Y es que apenas acabamos de desarrollar las herramientas conceptuales y la tecnología que nos permiten entender la maraña de la vida, aunque sea de forma imperfecta. Nos merecemos, pues, cierta comprensión por las hipotéticas atrocidades que nuestro destructivo comportamiento haya engendrado. Algunas veces no podemos hacer otra cosa. Otras sí que podemos, pero aún no hemos formulado ninguna alternativa práctica. Al fin y al cabo, la vida no es precisamente fácil para los seres humanos, ni siquiera hoy en día, y eso que hace apenas unas décadas la mayoría de la humanidad moría de hambre en medio de la enfermedad y el analfabetismo[185]. Por muy prósperos que seamos ahora (y cada vez lo somos más, en todas partes), tan solo alcanzamos a vivir unas décadas que podemos contar con los dedos. Incluso en la actualidad, rara y afortunada es la familia que no cuenta por lo menos con un miembro aquejado de una seria enfermedad, y todas acabarán enfrentándose a ese problema. Desde nuestra vulnerabilidad y nuestra fragilidad, hacemos lo que podemos para sacar adelante las cosas de la mejor forma posible, y el planeta es más duro con nosotros de lo que nosotros somos con él. Así pues, podríamos ser un poco permisivos con nosotros mismos.

Después de todo, los seres humanos somos criaturas verdaderamente excepcionales. Nadie se nos puede comparar y ni siquiera está claro que tengamos límites reales. Hoy en día ocurren cosas que parecían humanamente imposibles incluso en el mismo momento del pasado reciente en el que empezamos a tomar consciencia de las responsabilidades que nos correspondían a nivel planetario. Unas semanas antes de escribir estas líneas, vi por casualidad dos vídeos yuxtapuestos en YouTube. En uno aparecía la actuación que consiguió la medalla de oro de salto de potro en los Juegos Olímpicos de 1956 y en el otro la que obtuvo la plata en 2012. Ni siquiera parecía ser el mismo deporte, o el mismo aparato. Lo que hizo la gimnasta estadounidense McKayla Maroney en 2012 se habría considerado sobrehumano en los años cincuenta del siglo pasado. El parkour, un deporte derivado de las carreras de obstáculos realizadas como entrenamiento en el ejército francés, es increíble, como lo es el freerunning. Veo compilaciones de este tipo de actuaciones —en las que los participantes utilizan elementos del entorno urbano o rural para realizar movimientos y acrobacias en ellos— con la más absoluta admiración. Algunos de esos chicos saltan desde edificios de tres pisos sin sufrir ninguna lesión. Es peligroso y también asombroso. Los que escalan grúas son tan valientes que resulta inquietante, y lo mismo cabría decir de los que practican ciclismo extremo de montaña o snowboard de estilo libre, los surfistas que se encaraman a olas de más de quince metros y los que montan en monopatín.

Los chicos que protagonizaron la masacre del instituto de Columbine, de los que he hablado con anterioridad, se habían autoproclamado jueces de la raza humana, igual que el profesor de la charla TEDx, pero a un nivel mucho más extremo, como Chris, mi desgraciado amigo. Para Eric Harris, el más cultivado de los dos asesinos de Columbine, los seres humanos eran una especie fracasada y corrupta. Una vez que se acepta un postulado de este tipo, su lógica interna terminará por manifestarse inevitablemente. Si algo constituye una plaga, tal y como afirma el naturalista David Attenborough[186], o un cáncer, como señalaba el Club de Roma[187], quien lo erradique será un héroe, o un verdadero salvador planetario en este caso. Puede que un auténtico mesías aplique esta severa lógica moral y termine eliminándose a sí mismo. Es lo que suelen hacer los autores de masacres, a quienes mueve un resentimiento casi infinito. Ni siquiera su propio Ser justifica la existencia de la humanidad. De hecho, se matarán precisamente para demostrar la pureza de su compromiso con la exterminación. Nadie en el mundo moderno puede expresar sin objeciones ideas tales como que la existencia sería mejor si no hubiera judíos, negros, musulmanes o ingleses. ¿Por qué, entonces, resulta virtuoso postular que el planeta estaría mejor si hubiera menos gente viviendo en él? No puedo evitar ver una calavera sonriente, complacida ante la posibilidad del apocalipsis que se esconde no muy lejos detrás de afirmaciones semejantes. ¿Y por qué tan a menudo son precisamente las personas que se manifiestan con tanta vehemencia contra los prejuicios las que parecen verse en la obligación de condenar a toda la humanidad?

He visto a estudiantes universitarios, sobre todo de Humanidades, padecer auténticos declives en su salud mental tras recibir las regañinas filosóficas de estos defensores del planeta por el mero hecho de existir como miembros de la especie humana. Es peor aún, me parece, si son chicos. Como beneficiarios privilegiados del patriarcado, sus logros se consideran inmerecidos. Como posibles adeptos de la cultura de la violación, son sospechosos sexualmente. Sus ambiciones los convierten en saqueadores del planeta. No se los ve con buenos ojos. En la secundaria, el bachillerato y la universidad, se quedan rezagados en el plano educativo. Cuando mi hijo tenía catorce años, nos sentamos a hablar de sus notas. Me dijo, como si tal cosa, que para ser un chico le iba muy bien. Le pregunté qué quería decir y me contestó que todo el mundo sabía que las chicas eran mejores que los chicos en la escuela. Su entonación indicaba sorpresa ante mi ignorancia de algo tan manifiestamente obvio. Cuando estaba escribiendo estas líneas (a finales de mayo de 2015), recibí la última edición del semanario The Economist. ¿Qué protagonizaba la portada? «El sexo débil», en referencia a los hombres. En las universidades modernas, las mujeres totalizan más de la mitad de los estudiantes en más de dos tercios de todas las disciplinas.

Los chicos sufren en el mundo moderno. Son más desobedientes —un rasgo negativo— o más independientes —un rasgo positivo— que las chicas y sufren a causa de ello durante los años de formación preuniversitaria. Resultan menos simpáticos (la simpatía es un rasgo de personalidad asociado con la compasión, la empatía y la capacidad de evitar los conflictos), pero también menos susceptibles de sufrir ansiedad y depresión[188], al menos una vez que ambos sexos han alcanzado la pubertad[189]. Los intereses de los chicos tienden a relacionarse con cosas, y los de las chicas, con gente[190]. Sorprendentemente estas diferencias, fuertemente influidas por factores biológicos, están más pronunciadas en las sociedades escandinavas, donde se ha implementado con más rigor la igualdad de género, en contra de lo que esperarían quienes insisten, cada vez con mayor fuerza, en que el género es un constructo social. Pero no lo es. Y no se trata de un debate: hay datos que lo demuestran[191].

A los chicos les gusta competir y no obedecer, sobre todo en la adolescencia. Durante ese periodo se sienten impulsados a escapar de sus familias y establecer su propia existencia independiente. No hay gran diferencia entre hacer eso y desafiar a la autoridad. A las escuelas, que se establecieron a finales del siglo XIX precisamente para inculcar obediencia[192], no les hacen ninguna gracia los comportamientos provocativos y osados, por mucha convicción y competencia que demuestre el chico (o la chica) en cuestión. Pero hay otros factores que intervienen en el declive de los chicos. Las chicas, por ejemplo, juegan a juegos de chicos, pero a los chicos les cuesta mucho más jugar a cosas de chicas. Esto se debe, en parte, a que se considera admirable que una chica gane cuando compite contra un chico, y no pasa nada si pierde. Sin embargo, para los chicos, ganarle a una chica a menudo no está bien, pero peor todavía es perder. Imagina que un chico y una chica, de nueve años, se ponen a pelear. Tan solo por ponerse a pelear, el chico ya resulta sospechoso. Si gana, es patético; si pierde…, bueno, si pierde su vida puede que haya terminado para siempre. Una chica le ha podido.

Las chicas pueden vencer ganando en su propia jerarquía, es decir, siendo buenas haciendo lo que las chicas valoran en tanto que chicas. Pueden aumentar esta victoria ganando en la jerarquía de los chicos. Por el contrario, ellos solo pueden ganar en la jerarquía masculina. Si son buenos en lo que las chicas valoran, entonces pierden estatus entre las chicas y también entre los chicos. Su reputación empeora entre los chicos y dejan de resultarles atractivos a las chicas. A las chicas no les atraen los chicos que son sus amigos, aunque sí pueden quererlos del modo que ellas lo entiendan. Les atraen los chicos que ganan competiciones de estatus frente a otros chicos. Sin embargo, si eres chico, no puedes pegarle a una chica tan fuerte como le pegarías a un chico. Tampoco pueden jugar a algo verdaderamente competitivo con las chicas, o si pueden no lo harán, porque no queda claro cómo podrían ganar. Así pues, cuando el juego se convierte en un juego de chicas, se retiran. ¿Y si las universidades, sobre todo los estudios humanísticos, se están convirtiendo en un juego de chicas? ¿Es eso lo que queremos?

La situación en las universidades (y en las instituciones educativas en general) resulta mucho más problemática de lo que indican las estadísticas al uso[193]. Si se excluyen los programas STEM (acrónimo inglés de «Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas»), destinados a la enseñanza conjunta de estas cuatro disciplinas y que no incluyen la psicología, la proporción mujeres-hombres está mucho más desequilibrada[194]. Casi el ochenta por ciento de los estudiantes que se especializan en atención sanitaria, administración pública, psicología y educación, enseñanzas que abarcan a la cuarta parte de los titulados, son mujeres. La disparidad sigue creciendo con rapidez. A este ritmo habrá muy pocos hombres en la mayoría de las disciplinas universitarias dentro de quince años. Esto no son buenas noticias para los hombres. Puede incluso que sean catastróficas. Pero tampoco son buenas noticias para las mujeres.

LA CARRERA Y EL MATRIMONIO

Las mujeres que estudian en instituciones de educación superior dominadas por mujeres hallan cada vez mayores dificultades para encontrar una pareja para salir, incluso durante un periodo moderado. Como resultado, tienen que conformarse, si es que les apetece, con un ligue o con una sucesión de ligues. Quizá esto representa un paso adelante en términos de liberación sexual, pero lo dudo. Opino que es algo nefasto para las chicas[195]. Una relación amorosa estable es algo extremadamente conveniente tanto para los hombres como para las mujeres. Sin embargo, para las mujeres, es a menudo aquello que más desean. De 1997 a 2010, de acuerdo con el Centro de Investigaciones Pew —una institución estadounidense dedicada al estudio de problemáticas, actitudes y tendencias tanto en el país como en el resto del mundo—,[196] el número de mujeres de entre 18 y 34 años que afirmó que un buen matrimonio constituía una de las cosas más importantes en la vida pasó del veintiocho al treinta y siete por ciento, lo que suponía un incremento del treinta y dos por ciento con relación al número de participantes. El número de hombres jóvenes que se manifestaron en esos términos bajó un quince por ciento —con relación al número de entrevistados— en ese mismo periodo, pasando del treinta y cinco al veintinueve por ciento. Y durante esos años la proporción de personas casadas de más de dieciocho años de edad siguió cayendo, desde los tres cuartos que representaba en la década de 1960 hasta la mitad en la actualidad[197]. Por último, entre los adultos de treinta a cincuenta y nueve años de edad que nunca han estado casados, los hombres tienen tres veces más probabilidades que las mujeres de decir que no se quieren casar nunca (un veintisiete por ciento frente a un ocho por ciento).

¿Quién decidió, en todo caso, que la carrera es más importante que el amor y la familia? ¿Acaso merece la pena sacrificar todo lo que hay que sacrificar para trabajar ochenta horas a la semana en un exclusivo bufete de abogados? Y si merece la pena, ¿por qué es así? Una minoría de personas (en su mayoría hombres, que, recordémoslo, resultan menos simpáticos) es profundamente competitiva y quiere ganar a cualquier precio. Una minoría considerará el trabajo intrínsecamente fascinante. Pero la mayoría de las personas ni son así ni ven las cosas de esta manera, y el dinero no parece que mejore la vida de la gente una vez que se cuenta con lo suficiente para pagar todas las facturas. Es más, la mayoría de las mujeres que trabajan en ambientes de alto rendimiento y alta retribución tienen parejas que también rinden mucho y ganan mucho, y eso es algo que cuenta más para las mujeres. Los datos del Centro Pew también indican que una pareja con un buen empleo constituye una prioridad esencial para casi el ochenta por ciento de las mujeres que nunca se han casado pero aspiran al matrimonio, frente a menos del cincuenta por ciento de los hombres.

Cuando llegan a los treinta años de edad, la mayor parte de las abogadas de primera línea renuncian a unas carreras con enorme presión[198]. Tan solo el quince por ciento de los socios capitalistas de los doscientos mayores bufetes de los Estados Unidos son mujeres[199]. Esta cifra no ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años, aunque hay muchísimas abogadas en las nóminas de esas empresas. Tampoco es porque los bufetes no quieran que las mujeres estén presentes y triunfen. Hay muy pocas personas excelentes, sea cual sea su sexo, y los bufetes hacen todo lo posible para que no se les escapen.

Las mujeres que se marchan quieren un trabajo (y una vida) que les deje algo de tiempo. Después de la universidad, la pasantía y los primeros pocos años de trabajo, desarrollan otros intereses. En las grandes empresas todo el mundo lo sabe, si bien no es algo que resulte fácil expresar en público, ya sea por parte de hombres o de mujeres. Hace poco vi cómo una profesora de la Universidad McGill sermoneaba a un auditorio lleno de abogadas asociadas o a punto de alcanzar ese nivel acerca de cómo la falta de servicios de guardería y «la definición masculina del éxito» frustraban su progreso profesional y forzaban su abandono. Yo conocía a la mayoría de las presentes y era algo de lo que habíamos hablado en numerosas ocasiones. Y sabía, como ellas, que nada de esto era el verdadero problema. Tenían niñeras y se lo podían permitir. Ya habían delegado todas sus obligaciones y necesidades domésticas. También entendían, y perfectamente, que era el mercado lo que definía el éxito y no los hombres con los que trabajaban. Si ganas 650 dólares por hora en Toronto como abogado de primera línea y tu cliente que está en Japón te llama a las cuatro de la mañana de un domingo, respondes. Inmediatamente. Respondes inmediatamente incluso si acabas de acostarte después de haberle dado de mamar al bebé. Respondes porque algún abogado de ambición desmedida de Nueva York estaría encantado de responder si tú no lo haces. He aquí por qué es el mercado el que define el trabajo.

El suministro cada vez menor de hombres con formación universitaria presenta un problema cada vez más grave para las mujeres que quieren casarse o simplemente salir con alguien. En primer lugar, las mujeres muestran una clara preferencia por casarse con hombres del mismo nivel de la jerarquía económica de dominación o que estén por encima. Prefieren una pareja que posea el mismo o mejor estatus, algo consistente si se comparan diferentes culturas[200]. Por cierto, no ocurre lo mismo con los hombres, que no tienen problema alguno en casarse con personas del mismo nivel o más bajo, tal y como indican los datos del Centro Pew, si bien sí que muestran cierta preferencia por las parejas más jóvenes. La tendencia actual hacia la reducción de la clase media también se ha hecho más pronunciada a medida que las mujeres con recursos abundantes tienden, cada vez más[201], a emparejarse con hombres de recursos abundantes. A causa de ello, y también por la disminución de puestos de trabajo masculinos con altos salarios en la industria (uno de cada seis hombres en edad activa está actualmente en paro en los Estados Unidos), el matrimonio es algo cada vez más exclusivo de los ricos. Y no puedo dejar de encontrarlo divertido, de una forma perversamente irónica. La institución opresiva patriarcal del matrimonio ahora se ha convertido en un lujo. ¿Y por qué querrían los ricos tiranizarse?

¿Por qué las mujeres quieren una pareja con trabajo y, si es posible, de estatus elevado? En gran medida se debe a que las mujeres se vuelven más vulnerables cuando tienen hijos. Necesitan a alguien competente que apoye tanto a la madre como al hijo cuando resulte necesario. Es un acto compensatorio perfectamente racional, si bien puede que tenga también una base biológica. ¿Por qué una mujer que decide asumir la responsabilidad de uno o más menores querría cuidar también de un adulto? Así pues, el hombre activo en paro es un ejemplar indeseable y la maternidad en soltería, una alternativa indeseable. Los niños que crecen en casas sin padre tienen cuatro veces más posibilidades de ser pobres, lo que significa que sus madres también lo son. Los niños sin padre tienen un riesgo mucho mayor de caer en la drogodependencia o el alcoholismo. Los niños que viven con sus padres biológicos casados son menos ansiosos, depresivos y delincuentes que los que viven con uno o más padres no biológicos. Los niños de familias monoparentales también tienen el doble de posibilidades de suicidarse[202].

El marcado giro en las universidades hacia la corrección política ha exacerbado el problema. Parece que las voces que claman contra la opresión han subido el volumen, exactamente en la misma proporción en la que la igualdad ha avanzado en los centros, que ahora están incluso cada vez más orientados contra los hombres. En las universidades hay disciplinas enteras abiertamente hostiles hacia los hombres. Son las áreas de estudio dominadas por la pretensión posmoderna y neomarxista de que la cultura occidental en particular es una estructura opresiva, creada por hombres blancos para dominar y excluir a las mujeres (así como a otros grupos particulares), una estructura que ha triunfado gracias a la dominación y la exclusión[203].

EL PATRIARCADO: ¿AYUDA U OBSTÁCULO?

La cultura es, desde luego, una estructura opresiva. Siempre lo ha sido. Es una realidad existencial fundamental y universal. El rey tiránico es una verdad simbólica, una constante arquetípica. Lo que heredamos del pasado está deliberadamente ciego y desfasado. Es un fantasma, una máquina y un monstruo. Hay que rescatarlo, repararlo y mantenerlo controlado, y para ello se requiere la atención y el esfuerzo de los vivos. Es algo que aplasta, que nos moldea a fuerza de golpes hasta darnos una forma socialmente aceptable, y así se echa a perder un gran potencial. Pero también nos ofrece grandes beneficios. Cada palabra que pronunciamos es un regalo de nuestros antepasados. Cada pensamiento que nos pasa por la cabeza se le ocurrió antes a alguien más inteligente. La infraestructura extremadamente funcional que nos rodea, sobre todo en Occidente, es un regalo de nuestros antepasados: los sistemas políticos y económicos relativamente poco corruptos, la tecnología, la riqueza, la esperanza de vida, la libertad, el lujo y la oportunidad. Cuando la cultura arrebata algo con una mano, en algunos lugares afortunados da mucho más con la otra. Por eso pensar en la cultura exclusivamente como algo opresivo resulta ignorante e ingrato, así como peligroso. Pero no quiero con esto decir (como espero que el contenido de este libro ya haya dejado sumamente claro) que no se deba criticar la cultura.

Hablando de la opresión, piensa también en esto: cualquier jerarquía engendra ganadores y perdedores. Los ganadores, obviamente, tienen más probabilidades de justificar la jerarquía y los perdedores, de criticarla. Pero 1) la búsqueda colectiva de cualquier objetivo valorado produce una jerarquía (puesto que a algunos les irá mejor y a otros peor, sea lo que sea lo que se busque) y 2) es la búsqueda de objetivos lo que en gran parte otorga a la vida su significado fundamental. Experimentamos casi todas las emociones que hacen que la vida resulte profunda e interesante como consecuencia de nuestro satisfactorio progreso hacia algo que deseamos profundamente y que valoramos. El precio que pagamos por nuestra implicación es la inevitable creación de jerarquías de éxitos, mientras que la consecuencia inevitable es la diferencia de resultados. La igualdad absoluta requeriría, pues, el sacrificio del propio valor y entonces no habría nada por lo que mereciera la pena vivir. Por el contrario, podemos señalar con gratitud que una cultura compleja y sofisticada permite muchos juegos y muchos jugadores que ganan, y que una cultura bien estructurada permite a aquellos individuos que la componen jugar y ganar de formas muy diferentes.

Es asimismo perverso considerar que la cultura es una creación de los hombres. La cultura es simbólica, arquetípica, míticamente masculina. En parte por eso la gente se traga tan fácilmente la idea del «patriarcado». Pero la cultura es sin duda la creación de la humanidad, y no de los hombres (y no hablemos ya de los hombres blancos, que en todo caso sí que realizaron el aporte que les correspondía). La cultura europea tan solo ha dominado, si es que se puede afirmar que ha llegado a dominar, durante unos cuatrocientos años. En la escala de la evolución cultural, que se ha de medir por lo menos en miles de años, nos referimos a un periodo de tiempo que apenas se puede computar. Es más, incluso si las mujeres no hubieran hecho ninguna aportación sustancial al arte, la literatura o la ciencia hasta la década de 1960 y el advenimiento de la revolución feminista (aunque no pienso que haya sido así), el papel que desempeñaron criando a niños y trabajando en las granjas resultó igualmente vital para sacar adelante a los niños y liberar de obligaciones a los hombres —solo a unos pocos—, de tal modo que la humanidad pudo propagarse y prosperar.

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