12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 11. Deja en paz a los chavales que montan en monopatín

Página 24 de 31

He aquí otra teoría alternativa: a lo largo de la historia, tanto los hombres como las mujeres lucharon de forma titánica en pos de la libertad desde los estremecedores horrores de la privación y la necesidad. A menudo las mujeres se encontraban en desventaja en esa lucha, puesto que tenían las mismas vulnerabilidades que los hombres, a las que se sumaban la carga reproductiva y una menor fuerza física. Además de la suciedad, la miseria, la enfermedad, el hambre, la crueldad y la ignorancia que caracterizaban las vidas de ambos sexos antes del siglo XIX (cuando incluso en el mundo occidental la gente subsistía con lo que hoy equivaldría a un dólar o un euro), las mujeres también tenían que lidiar con la importante molestia práctica que supone la menstruación, la elevada probabilidad de un embarazo no deseado, el riesgo de muerte o de graves daños durante el parto y la carga que representaban demasiados niños pequeños. Quizá esto constituya motivo suficiente para explicar el diferente trato a hombres y mujeres a nivel legal y práctico que caracterizaba a la mayor parte de las sociedades antes de las recientes revoluciones tecnológicas, entre las que se incluye la invención de la píldora anticonceptiva. Por lo menos se trata de elementos que habría que tomar en consideración antes de dar por hecho como verdad aceptada que los hombres oprimieron a las mujeres.

Me parece que la supuesta opresión del patriarcado era en realidad un intento colectivo imperfecto por parte de hombres y mujeres, extendido a lo largo de milenios, para liberarse recíprocamente de la privación, la enfermedad y el trabajo más arduo.

El caso reciente de Arunachalam Muruganantham lo ilustra de forma muy oportuna. Este hombre, «el rey del tampón» en la India, sufría porque su mujer tenía que utilizar trapos sucios durante su periodo menstrual. Le dijo a su marido que debía elegir entre las caras compresas o la leche para la familia. El hombre pasó los siguientes catorce años en un estado de locura, en opinión de sus vecinos, intentando subsanar el problema. Hasta su mujer y su madre lo abandonaron durante un breve periodo, aterradas por las dimensiones que estaba adquiriendo su obsesión. Cuando se le acabaron las voluntarias para probar su producto, se aficionó a llevar una vejiga llena de sangre de cerdo para continuar haciendo pruebas. No veo bien cómo algo semejante podía mejorar su popularidad o su estatus. Hoy en día, sus productos higiénicos de bajo coste y elaborados localmente se distribuyen a lo largo de toda la India, manufacturados por grupos de solidaridad gestionados por mujeres. A sus usuarias se les ha concedido una libertad que nunca antes habían experimentado. En 2014 este hombre que ni siquiera terminó el instituto fue nombrado por la revista Time una de las cien personas más influyentes del mundo. Me resisto a considerar que el lucro personal fuese la principal motivación de Muruganantham. ¿Forma él parte del patriarcado?

En 1847, el médico escocés James Young Simpson utilizo éter para ayudar a una mujer con la pelvis deformada a dar a luz. Más adelante, se pasó al cloroformo, que daba mejores resultados. Al primer bebé que vino al mundo bajo sus efectos se le dio el nombre de «Anaesthesia», es decir, «Anestesia». Para 1853, el cloroformo gozaba de una reputación suficiente como para que lo utilizara la reina Victoria, que recurrió a él en el parto de su octavo hijo. Muy poco tiempo después, la opción de dar a luz sin dolor estaba disponible en todas partes. Algunas personas advirtieron acerca del peligro que suponía oponerse a la sentencia de Dios contra las mujeres: «Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará» (Génesis 3:16). Otros también se opusieron a su uso en hombres, puesto que los hombres jóvenes, sanos y valientes simplemente no necesitaban anestesia, aunque este tipo de oposición no resultó muy efectiva. El uso de la anestesia se extendió con extrema rapidez (mucho más rápido de lo que sería posible hoy en día). Incluso destacadas figuras eclesiásticas se pronunciaron a su favor.

El primer tampón funcional, Tampax, no llegó hasta los años treinta del siglo XX. Fue inventado por el doctor estadounidense Earle Cleveland Haas. Lo hizo con algodón comprimido y diseñó un aplicador con cilindros de papel. Esto ayudó a vencer la resistencia al producto opuesta por aquellos que miraban con recelo los tocamientos que de otra forma se habrían producido. A finales de la década de 1940, el veinticinco por ciento de las mujeres ya los utilizaba. Treinta años más tarde, lo hacía el setenta por ciento. Hoy en día los usan cuatro de cada cinco mujeres, mientras que el resto recurre a las compresas, que ahora absorben mucho más y se mantienen en su sitio por medio de eficaces adhesivos, contrariamente a las toallitas sanitarias de la década de 1970, incómodas y abultadas, que se abrochaban como pañales. ¿Muruganantham, Simpson y Haas oprimieron a las mujeres o las liberaron? ¿Y qué decir del biólogo estadounidense Gregory Goodwin Pincus, que inventó la píldora anticonceptiva? ¿De qué forma estos hombres prácticos, inspirados y constantes formaban parte de un patriarcado represivo?

¿Por qué enseñamos a nuestros jóvenes que nuestra increíble cultura es el resultado de la opresión masculina? Cegadas por esta conjetura fundamental, disciplinas tan diversas como la didáctica, el trabajo social, la historia del arte, los estudios de género, la literatura, la sociología y, cada vez más, el derecho presentan con insistencia a los hombres como los opresores y la actividad masculina como inherentemente destructiva. A menudo también incitan de forma directa a acciones políticas radicales (radicales para las normas de las sociedades dentro de las cuales se encuentran) que no distinguen de la educación. El Instituto Pauline Jewett de Estudios de la Mujer y de Género, integrado en la Universidad Carleton de Ottawa, por ejemplo, invita al activismo como parte de la formación. El Departamento de Estudios de Género de la Queen’s University de Kingston, en Ontario, «enseña teorías feministas, antirracistas y queer, así como los métodos que se centran en el activismo para el cambio social», secundando así la suposición de que la formación universitaria tendría que propiciar ante todo un compromiso político de cierta naturaleza.

EL POSMODERNISMO Y LA ALARGADA SOMBRA DE MARX

Estas disciplinas derivan su filosofía de múltiples fuentes, todas ellas fuertemente influidas por los humanistas marxistas. A este grupo pertenece el filósofo y sociólogo judío alemán Max Horkheimer, quien desarrolló la teoría crítica en la década de 1930. Cualquier resumen sucinto de sus ideas terminará resultando una simplificación inapropiada, pero Horkheimer se consideraba un marxista. Pensaba que los principios occidentales de libertad individual o de mercado libre no eran sino simples máscaras que servían para ocultar las verdaderas condiciones de Occidente: la desigualdad, la dominación y la explotación. Creía que la actividad intelectual debería dedicarse al cambio social, en vez de a la simple comprensión, y aspiraba a emancipar a la humanidad de su esclavitud. Horkheimer y su Escuela de Frankfurt, compuesta de pensadores asociados (primero en Alemania y luego en los Estados Unidos), aspiraban a realizar una crítica a gran escala y transformar la civilización occidental.

Más importante en los últimos tiempos ha resultado el trabajo del filósofo francés Jacques Derrida, líder de los posmodernistas, que se pusieron de moda a finales de la década de 1970. Derrida describía sus propias ideas como una forma radicalizada del marxismo. Marx intentó reducir la historia y la sociedad a la economía, considerando como cultura la opresión de los pobres por parte de los ricos. Cuando el marxismo se llevó a la práctica en la Unión Soviética, China, Vietnam, Camboya y en cualquier otro lugar, se redistribuyeron de forma brutal los recursos económicos. Se eliminó la propiedad privada y se colectivizó a la fuerza el mundo rural. ¿El resultado? Decenas de millones de personas murieron. Centenares de millones más fueron víctimas de una opresión comparable con la que todavía existe en Corea del Norte, el último baluarte del comunismo clásico. Los sistemas económicos resultantes eran corruptos e insostenibles. El mundo entró en una guerra fría prolongada y extremadamente peligrosa. Los ciudadanos de esas sociedades vivieron una existencia llena de mentiras, traicionando a sus familias, delatando a sus vecinos, existiendo en la miseria, sin quejarse (y más les valía).

Las ideas marxistas resultaron muy atractivas para los intelectuales utópicos. Uno de los principales artífices de los horrores de los Jemeres Rojos, Khieu Samphan, recibió un doctorado en la Sorbona antes de convertirse en el líder nominal de Camboya a mitad de los años setenta del siglo pasado. En su tesis doctoral, escrita en 1959, defendía que el trabajo realizado por aquellos que no se dedicaban a la agricultura en las ciudades de Camboya no era productivo: los banqueros, los burócratas y los hombres de negocio no aportaban nada a la sociedad. Por el contrario, parasitaban el valor genuino que producían la agricultura, la pequeña industria y la artesanía. Las ideas de Samphan encontraron una buena acogida entre los intelectuales franceses que le concedieron su doctorado. De vuelta en Camboya, se le ofreció la oportunidad de llevar a la práctica sus teorías. Los Jemeres Rojos evacuaron las ciudades de Camboya, expulsaron a todos los habitantes a las zonas rurales, cerraron los bancos, prohibieron el uso de la moneda y destruyeron todos los mercados. A un cuarto de la población camboyana se le hizo trabajar hasta reventar en la agricultura, en los «campos de la muerte».

NO LO OLVIDEMOS: LAS IDEAS TIENEN CONSECUENCIAS

Cuando los comunistas establecieron la Unión Soviética tras la Primera Guerra Mundial, se le podía perdonar a la gente su deseo de que los sueños utópicos colectivistas propuestos por sus nuevos líderes fueran posibles. El decadente orden social de finales del siglo XIX condujo a las trincheras y las masacres de la Gran Guerra. El abismo entre los ricos y los pobres era enorme y la mayoría de las personas se encontraban esclavizadas en condiciones peores que las que luego describiría Orwell. Y aunque en Occidente se supo del horror perpetrado por Lenin tras la Revolución rusa, resultaba difícil evaluar sus acciones con cierto distanciamiento. Rusia se encontraba en un caos posmonárquico y las noticias acerca de un desarrollo industrial generalizado, así como de la redistribución de la propiedad entre aquellos que hasta hacía tan poco habían sido siervos, invitaban a la esperanza. Para complicar aún más las cosas, la Unión Soviética (y México) apoyó a la democrática República española cuando estalló en 1936 la Guerra Civil. Se combatía contra los llamados «nacionales», esencialmente fascistas, que habían derribado la frágil democracia establecida apenas cinco años antes y que recibían el apoyo de los nazis y de los fascistas italianos.

Los intelectuales en Estados Unidos, Reino Unido y otros lugares se sentían enormemente frustrados con la neutralidad adoptada por sus países. Miles de extranjeros se dirigieron a España para luchar junto a los republicanos e integraron las Brigadas Internacionales. George Orwell fue uno de ellos. Ernest Hemingway, que también apoyaba a los republicanos, escribió desde allí como periodista. Los jóvenes estadounidenses, canadienses y británicos interesados por la política sentían la obligación moral de dejar de hablar y empezar a luchar.

Todo esto sirvió para distraer la atención acerca de lo que ocurría por entonces en la Unión Soviética. En la década de 1930, durante la Gran Depresión, los soviéticos estalinistas enviaron a Siberia a dos millones de kulaks, los campesinos más ricos (aquellos que poseían algunas vacas, que tenían a alguien contratado o que disponían de más tierra de lo que era común). Desde el punto de vista comunista, estos kulaks habían acumulado su riqueza abusando de aquellos que se encontraban a su alrededor y se merecían este castigo. La riqueza significaba opresión y la propiedad privada era un robo. Había llegado el momento de que existiera cierta igualdad. Más de 30.000 kulaks fueron fusilados directamente. Muchos más serían víctimas de sus vecinos más celosos, resentidos e improductivos, que utilizaron sus ideales de colectivización comunista para enmascarar su propósito asesino.

Los kulaks eran «enemigos del pueblo», simios, escoria, alimañas, basura, cerdos. «Haremos jabón con los kulaks», proclamaba un sector particularmente brutal de los habitantes de las ciudades, a quienes movilizaron el partido y los comités ejecutivos soviéticos para enviarlos al campo. Se sacaba a los kulaks desnudos a la calle, se los golpeaba y se los obligaba a cavar sus propias tumbas. Las mujeres eran violadas. Se «expropiaban» sus posesiones, lo que en la práctica significaba que se saqueaban sus casas hasta dejar tan solo las vigas y los travesaños. En muchos lugares los campesinos que no eran kulaks resistieron, particularmente las mujeres, que protegían a las familias perseguidas formando un escudo con sus cuerpos. Pero este tipo de acciones de resistencia resultó inútil. A los kulaks que no murieron se los mandó al exilio en Siberia, a menudo en mitad de la noche. Los trenes arrancaron durante el mes de febrero, en mitad del severo frío del invierno ruso. A su llegada a la desierta taiga se los alojaba en estructuras rudimentarias. Muchos murieron, sobre todo niños, de fiebres tifoideas, sarampión y escarlatina.

Los «parásitos» kulaks eran, por lo general, los agricultores más hábiles y trabajadores. Una pequeña minoría de personas está detrás de la mayor parte de la producción de cualquier ámbito y la agricultura no era una excepción. Los resultados del sector agrícola se hundieron y lo poco que quedaba se arrebataba a la fuerza y se enviaba a las ciudades. En el mundo rural, aquellos que salían a los campos tras la cosecha para rebuscar granos de trigo con los que alimentar a sus hambrientas familias se arriesgaban a ser ejecutados. En Ucrania, de donde salía el pan de toda la Unión Soviética, seis millones de personas murieron de hambre en los años treinta. «Comerte a tus propios hijos es un acto de barbarie», proclamaban los carteles del régimen soviético.

A pesar de que la información sobre semejantes atrocidades iba más allá de los meros rumores, las actitudes hacia el comunismo se mantuvieron invariablemente positivas entre muchos intelectuales occidentales. Había otras cuestiones de las que preocuparse y la Segunda Guerra Mundial hizo que la Unión Soviética se aliara con los países occidentales que se oponían a Hitler, Mussolini e Hirohito. Sin embargo, algunos ojos siguieron abiertos y atentos. El periodista y escritor británico Malcolm Muggeridge publicó en el Manchester Guardian una serie de artículos que ya en 1933 describían la aniquilación del campesinado. George Orwell entendió lo que ocurría bajo Stalin e hizo que se supiera. En 1945 publicó Rebelión en la granja, una fábula que satirizaba la Unión Soviética, si bien para ello tuvo que hacer frente a una considerable resistencia. Muchos que no tenían por qué mantener su ignorancia persistieron en su ceguera durante mucho tiempo después. En ningún otro lugar esto quedó más de manifiesto que en Francia, particularmente entre los intelectuales.

El filósofo francés más famoso de mediados del siglo XX, Jean-Paul Sartre, era un conocido comunista, aunque no estaba afiliado, hasta que denunció la incursión soviética en Hungría en 1956. No obstante, siguió defendiendo el marxismo y no rompió definitivamente con la Unión Soviética hasta 1968, cuando se reprimió con violencia a los checoslovacos durante la Primavera de Praga.

No mucho después se publicó Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn, del que ya he hablado profusamente en capítulos anteriores. Tal y como se señaló (y merece la pena hacerlo de nuevo), este libro demolió totalmente la credibilidad moral del comunismo, primero en Occidente y después en el propio sistema soviético. Circulaba gracias al samizdat, un método basado en la copia y distribución clandestinas. Los rusos contaban con veinticuatro horas para leer una de las escasísimas copias —generalmente manuscritas o mecanografiadas— y pasársela a la siguiente mente inquieta. Radio Liberty —una organización de radiodifusión financiada por Estados Unidos que difundía información en los países de la órbita soviética— retransmitió a la URSS una lectura en ruso del libro.

Solzhenitsyn sostenía que el sistema soviético nunca habría podido sobrevivir sin tiranía y trabajos forzados, que las semillas de sus peores excesos se habían sembrado sin ningún género de dudas en la época de Lenin (a quien los comunistas occidentales seguían exaltando) y que se apoyaba en interminables mentiras, tanto individuales como públicas. No se podía achacar sus males al simple culto de la personalidad, tal y como seguían argumentando sus defensores. Solzhenitsyn documentó el persistente maltrato de los prisioneros políticos, su sistema legal corrupto y sus masacres y detalló con dolorosa minuciosidad cómo no se trataba de aberraciones, sino de expresiones directas de la filosofía comunista que servía de base. Nadie pudo defender el comunismo tras Archipiélago Gulag, ni siquiera los propios comunistas.

Esto no significa que remitiera la fascinación por las ideas marxistas entre los intelectuales, particularmente en Francia. Simplemente se transformó. Algunos se negaron en redondo a aprender. Sartre acusó a Solzhenitsyn de ser «un elemento peligroso». Derrida, más sutil, sustituyó la idea de poder por la de dinero y siguió adelante tan campante. Este ejercicio de prestidigitación lingüística proporcionó a todos los marxistas que acababan de arrepentirse y que todavía poblaban las élites intelectuales de Occidente la oportunidad de mantener su visión del mundo. La sociedad ya no era la represión de los pobres por parte de los ricos. Ahora se trataba de la opresión de todo el mundo por parte de los poderosos.

Según Derrida, las estructuras jerárquicas surgieron solo para incluir (a los beneficiarios de dicha estructura) y excluir (al resto de las personas, que de esta forma eran oprimidas). Pero ni siquiera esta argumentación resultaba lo suficientemente radical. Derrida sostenía que la división y la opresión se trasponían al lenguaje, a las mismas categorías que utilizamos para simplificar pragmáticamente el mundo y transitar por él. Si hay «mujeres» es solo porque los hombres ganan excluyéndolas. Si hay «hombres y mujeres» es solo porque los miembros de ese grupo más heterogéneo se benefician de la exclusión de la pequeña minoría cuya sexualidad biológica resulta amorfa. La ciencia tan solo beneficia a los científicos, y la política, a los políticos. En opinión de Derrida, las jerarquías existen porque salen ganando al oprimir a aquellos que quedan fuera. Y es gracias a este beneficio perversamente obtenido que consiguen prosperar.

Como es bien sabido (aunque más tarde lo negó), Derrida dijo: «Il n’y a pas de hors-texte», lo que a menudo se traduce como «No hay nada fuera del texto». Sus adeptos dicen que se trata de una mala traducción y que la auténtica equivalencia sería «No hay texto-exterior». Sea como sea, resulta complicado entender esta máxima como otra cosa que no sea «Todo es interpretación», y así es como se ha interpretado generalmente la obra de Derrida.

Es casi imposible sobrestimar la naturaleza nihilista y destructiva de esta filosofía, que llega a cuestionar el mismo acto de la categorización. Niega la idea de que se puedan establecer distinciones entre las cosas por otros motivos que no sean el puro poder. ¿Y las distinciones biológicas entre hombres y mujeres? A pesar de la existencia de estudios científicos irrefutables y multidisciplinarios que indican que las diferencias de sexo están poderosamente influidas por factores biológicos, para Derrida y sus acólitos posmarxistas la ciencia no es sino otro juego de poder que realiza aseveraciones para beneficiar a aquellos que se encuentran en los estratos superiores del mundo científico. No existen los hechos. ¿Y qué hay de la posición jerárquica y la reputación como consecuencia de la habilidad y la competencia? Sencillamente, todas las definiciones de habilidad y competencia las elaboran aquellos que salen beneficiados para excluir a los demás, para beneficiarse personal y egoístamente.

Los planteamientos de Derrida encierran la suficiente verdad como para explicar, en parte, su carácter insidioso. El poder es una fuerza motivacional fundamental («una», no «la»). La gente compite para llegar hasta lo más alto y se preocupa por el lugar en el que se encuentra dentro de las jerarquías de dominación. Pero (y aquí es donde, filosóficamente, se separa a los chicos metafóricos de los hombres) el hecho de que el poder desempeñe un papel en la motivación humana no significa que este sea el único, ni siquiera el esencial. De la misma forma, que nunca podamos saberlo todo hace que todo lo que observamos o decimos esté relacionado con lo que tenemos en cuenta y lo que obviamos (tal y como explicamos en la regla 10). Esto no justifica la aseveración de que todo es interpretación o de que categorizar equivalga a excluir. Mucho cuidado con las interpretaciones de causa única y también con las personas que las formulan.

Si bien los hechos no pueden hablar por sí solos (al igual que el terreno que se extiende a los pies de un viajero no puede decirle cómo tiene que recorrerlo), y aunque existe una multitud de formas de interactuar —e incluso de percibir— con un pequeño número de objetos, eso no significa que todas las interpretaciones sean igual de válidas. Algunas hacen daño, a ti y a los demás. Otras te colocan en una trayectoria de colisión con la sociedad. Otras no se pueden sostener con el paso del tiempo. Otras no te llevan allí donde quieres ir. Muchas de estas limitaciones las llevamos incorporadas en nuestro interior como consecuencia de miles de millones de años de procesos evolutivos. Otras aparecen a medida que nos socializamos para cooperar y competir pacífica y productivamente con los demás. Y aún surgen más interpretaciones a medida que aprendemos y nos deshacemos de estrategias contraproducentes. Hay, ciertamente, un número interminable de interpretaciones, y eso equivale a decir que hay un número interminable de problemas. Pero también hay un número verdaderamente restringido de soluciones viables. De otro modo, la vida sería fácil. Y no lo es.

Ahora bien, algunas de mis convicciones pueden considerarse como próximas a la izquierda. Pienso, por ejemplo, que la tendencia de los productos de valor a distribuirse de una forma pronunciadamente desigual constituye una amenaza permanente para la estabilidad de la sociedad. Estoy convencido de que es algo más que demostrado, lo que no significa que su solución resulte obvia. No sabemos cómo redistribuir la riqueza sin abrir la puerta a toda una horda de nuevos problemas. Las diferentes sociedades occidentales han probado diferentes métodos. Los suecos, por ejemplo, llevan la igualdad hasta el límite. Los Estados Unidos adoptan la dirección contraria, dando por hecho que la creación neta de riqueza de un capitalismo salvaje engendra una marea creciente que permite que floten todos los barcos. No se cuenta todavía con todos los resultados de estos experimentos y los países presentan importantes diferencias entre sí. Las diferencias históricas, de área geográfica, de número de población y de diversidad étnica complican enormemente las comparaciones. Pero lo que resulta incuestionable es que la redistribución forzada en nombre de la igualdad utópica constituye un remedio peor que la enfermedad.

También pienso (otra cosa que puede considerarse de izquierdas) que las sucesivas reformas de las administraciones universitarias para resultar análogas a las de las empresas privadas constituyen un error. Opino que la ciencia de la gestión es una pseudodisciplina. Creo que el Gobierno puede, en ocasiones, ser una fuerza positiva, así como el árbitro necesario que establezca una pequeña relación de reglas necesarias. Sin embargo, no entiendo por qué nuestra sociedad financia con dinero público a instituciones y docentes cuyo objetivo confeso y consciente es la demolición de la cultura que los respalda. Son personas que tienen todo el derecho a pensar y actuar como les parezca, siempre y cuando se mantengan dentro del ámbito de la ley. Pero no pueden mantener ninguna pretensión razonable de obtener financiación pública. Si los partidarios de la extrema derecha recibieran fondos públicos para realizar operaciones disfrazadas de cursos universitarios, como hacen los de la izquierda radical, el clamor de los progresistas de toda Norteamérica sería ensordecedor.

Hay otros serios problemas ocultos en las disciplinas radicales, más allá de la falsedad de sus teorías y sus métodos y su insistencia en la obligatoriedad moral del activismo político. No existe ni el más mínimo rastro de una prueba sólida que apoye ninguno de sus principales postulados: que la sociedad occidental es patológicamente patriarcal; que la principal lección de la historia es que los hombres, y no la naturaleza, fueron la fuente principal de opresión para las mujeres (y no, como ocurre en la mayor parte de los casos, sus compañeros, sus apoyos); que todas las jerarquías se basan en el poder y que tienen como objetivo la exclusión. Las jerarquías existen por muchos motivos, algunos de los cuales puede que sean válidos y otros no, y son increíblemente antiguas si hablamos desde el punto de vista evolutivo. ¿Acaso los crustáceos machos oprimen a los crustáceos hembras? ¿Habría que acabar con sus jerarquías?

En las sociedades que funcionan bien, en comparación no con una utopía hipotética, sino con otras culturas que existen o que han existido, la competencia y no el poder constituye un factor determinante para el estatus. La competencia. La habilidad. La destreza. No el poder. Es algo que resulta obvio tanto a nivel de las anécdotas como de los hechos. Ninguna persona que sufra un cáncer cerebral, por muy igualitariamente que piense, rechaza los servicios de un médico que cuenta con la mejor formación, la mejor reputación y, quizá, el mejor salario. Es más, los rasgos de personalidad que mejor predicen el éxito a largo plazo en los países occidentales son la inteligencia (computable como habilidad cognitiva o con test de coeficiente intelectual) y la meticulosidad (un rasgo caracterizado por la laboriosidad y el orden[204]). Hay excepciones. Los emprendedores y los artistas puntúan más alto en su apertura a la experiencia[205], otro rasgo fundamental de la personalidad. Pero la apertura está relacionada con la inteligencia verbal y la creatividad, con lo que dicha excepción resulta apropiada y comprensible. El poder predictivo de estos rasgos, matemática y económicamente hablando, es excepcionalmente alto, de los más altos en términos de poder entre cualquier cosa que nunca se haya medido en los confines más complicados de las ciencias sociales.

Una buena batería de test cognitivos y de personalidad puede hacer que la probabilidad de contratar a alguien más competente que la media aumente del 50:50 al 85:15. Estos son los hechos, y cuentan con el mismo respaldo que cualquier otra cosa en ciencias sociales (y eso es más de lo que quizá pienses, puesto que las ciencias sociales son disciplinas más eficaces de lo que sus críticos más cínicos dan a entender). Así pues, el Estado no solo está apoyando cierta forma de radicalismo, sino también el adoctrinamiento. No les enseñamos a nuestros hijos que la Tierra es plana. Tampoco deberíamos enseñarles teorías sustentadas en la ideología y carentes de respaldo acerca de la naturaleza de los hombres y las mujeres, o de la naturaleza de la jerarquía.

No deja de ser razonable apuntar (si los deconstruccionistas se quedaran ahí) que la ciencia puede quedar distorsionada por los intereses del poder y advertir acerca de ese peligro, así como señalar que lo que se considera verdad probada es demasiado frecuentemente aquello que deciden los poderosos, científicos incluidos. Después de todo, los científicos también son personas y a las personas les gusta el poder, de la misma forma que a las langostas les gusta el poder, de la misma forma que a los deconstruccionistas les gusta que se los conozca por sus ideas y tienen como legítima ambición ocupar lo más alto de las jerarquías académicas. Pero eso no significa que la ciencia, o incluso el deconstructivismo, solo estén relacionados con el poder. ¿Por qué habría que pensar algo así? ¿Por qué insistir en ello? Quizá sea esto: si el poder es lo único que existe, entonces el uso del poder resulta totalmente justificable. No hay forma de limitar tal uso mediante pruebas, métodos, la lógica o incluso la necesidad de coherencia. No hay forma de limitarlo mediante nada que esté «fuera del texto». Eso deja la opinión y la fuerza, y el uso de esta última resulta demasiado atractivo en tales circunstancias, de la misma forma que se puede dar por hecho su utilización al servicio de tal opinión. La insistencia delirante e incomprensible del posmodernismo en que las diferencias de género están construidas socialmente, por ejemplo, resulta muy comprensible cuando se capta su imperativo moral, cuando se entiende de una vez por todas su justificación de la fuerza: la sociedad debe alterarse o los prejuicios eliminarse hasta que todos los resultados sean equitativos. Pero el fundamento del constructivismo social es el deseo de que ocurra esto último y no la creencia en la justicia del cambio social. Puesto que han de eliminarse todas las desigualdades en los resultados (dado que la desigualdad se encuentra en el centro de todo mal), entonces las diferencias de género tienen que considerarse como algo socialmente construido. De otro modo, el impulso igualitario resultaría demasiado radical, y la doctrina, abiertamente propagandística. Así pues, se altera el orden de la lógica, de tal modo que se pueda camuflar la ideología. Nunca se incide en cómo este tipo de planteamientos conducen inmediatamente a inconsistencias internas dentro de la ideología. El género está construido, pero el individuo que desee una operación de reasignación sexual debe considerarse sin discusión alguna un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer (o viceversa). Se ignora el hecho de que ambas cosas no puedan ser lógicamente ciertas de forma simultánea, o bien se racionaliza mediante otra espantosa afirmación posmoderna: que la misma lógica, así como las técnicas de la ciencia, forman parte del sistema patriarcal opresivo.

Además, por supuesto, resulta que no se pueden igualar todos los resultados. Primero, hay que medirlos. Comparar los salarios de las personas que ocupan la misma posición resulta relativamente fácil (si bien se complica de forma significativa con elementos como la fecha de contratación, teniendo en cuenta, por ejemplo, la diferente demanda de trabajadores en diferentes momentos). Pero hay otras dimensiones de comparación que resultan igualmente pertinentes, tales como la antigüedad, el índice de promoción y la influencia social. La introducción del argumento «el mismo salario para el mismo trabajo» complica inmediatamente la comparación de forma imposible por un simple motivo: ¿quién decide qué trabajo es igual? No es posible. Por eso existe el mercado laboral. Todavía peor es el problema de la comparación por grupos: las mujeres deberían ganar tanto como los hombres. De acuerdo. Las negras deberían ganar tanto como las blancas. De acuerdo. ¿Habría entonces que ajustar los salarios a todos los parámetros raciales? ¿A qué nivel de resolución? ¿Qué categorías raciales son «reales»?

El Instituto Nacional de Salud estadounidense, por poner un ejemplo burocrático concreto, reconoce (en el momento de escribir estas líneas) las categorías de indio americano o nativo de Alaska, asiático, negro, hispano, nativo hawaiano o de otras islas del Pacífico, y blanco. Pero hay más de quinientas tribus indoamericanas distintas. ¿En virtud de qué posible lógica tendría que considerarse «indio americano» una categoría canónica? Los miembros de la tribu osage tienen unos ingresos medios anuales de 30.000 dólares, mientras que los tohono o’odham declaran solo 11.000. ¿Se los oprime de la misma forma? ¿Y qué decir sobre las discapacidades? Las personas discapacitadas tendrían que ganar lo mismo que aquellas que no lo están. De acuerdo. A primera vista, se trata de una reivindicación noble, solidaria y justa. ¿Pero quién está discapacitado? ¿Una persona que vive con su padre o madre con alzhéimer está discapacitada? Si no lo está, ¿por qué no? ¿Y alguien que tiene un coeficiente de inteligencia menor? ¿Y alguien menos atractivo? ¿Y alguien con sobrepeso? Hay personas que de forma manifiesta avanzan por la vida cargadas de problemas que no se encuentran bajo su control, pero rara es la persona que no sufre al menos en un momento particular una catástrofe seria, sobre todo si incluyes en la ecuación a las respectivas familias. ¿Y por qué no habría que hacerlo? Aquí está el problema fundamental: la identidad de grupo puede fragmentarse hasta el nivel del individuo. Se trata de una frase que habría que escribir con mayúsculas. Cada persona es única y no solo de forma trivial, única de una forma importante, significativa y llena de significado. La pertenencia a un grupo no puede captar tal variabilidad. Y punto.

Los pensadores posmodernos-marxistas nunca dicen nada acerca de toda esta complejidad. En lugar de ello, su perspectiva ideológica determina un punto de verdad, como la Estrella Polar, y hace que todo gire a su alrededor. La pretensión de que todas las diferencias de género son una consecuencia de la socialización no puede demostrarse ni refutarse en cierto sentido, puesto que se puede aplicar la cultura con tanta fuerza a grupos o individuos que resulte posible prácticamente cualquier resultado, si se está dispuesto a asumir los costes. Sabemos, por ejemplo, a partir de estudios de gemelos adoptados de forma separada[206], que la cultura puede producir un incremento de quince puntos (o una desviación estándar) de coeficiente intelectual (aproximadamente la diferencia entre un estudiante medio de instituto y otro de universidad) por el coste de tres desviaciones estándar más en riqueza[207]. Esto significa que dos gemelos idénticos separados al nacer presentarán diferencias de coeficiente mental de unos quince puntos si el primero crece en una familia más pobre que el ochenta y cinco por ciento de las familias, y el segundo, en una más rica que el noventa y cinco por ciento. Se ha demostrado un resultado similar con la educación en vez de la riqueza[208]. No se sabe qué coste en riqueza o educación diferencial tendría producir una transformación más extrema.

Lo que este tipo de estudios da a entender es que probablemente podríamos minimizar las diferencias innatas que existen entre chicos y chicas si estuviéramos dispuestos a ejercer presión suficiente. Algo así no garantizaría en absoluto que liberásemos a las personas de cualquiera de los dos géneros para que eligieran por su cuenta. Pero la elección no ocupa lugar alguno en el plano ideológico: si los hombres y las mujeres actúan de forma voluntaria para producir resultados que son desiguales desde la perspectiva del género, dichas opciones tienen que haber estado determinadas por sesgos culturales. Por tanto, todo el mundo es una víctima a la que le han lavado el cerebro, en todos los sitios existen diferencias de género, y el teórico crítico de cierto rigor se ve en la obligación moral de corregirlas. Esto significa que los hombres escandinavos convencidos de la igualdad que no estén particularmente predispuestos a ejercer la enfermería necesitan aún más reeducación. Lo mismo resulta válido en principio para las mujeres escandinavas que no se sientan atraídas por la ingeniería[209]. ¿Y en qué podría consistir una reeducación de ese tipo? ¿Dónde tendría sus límites? Se trata de cuestiones que a menudo se llevan más allá de cualquier límite razonable antes de abandonarlas. Es algo que la Revolución Cultural de Mao debería habernos enseñado ya.

CHICOS QUE SEAN MÁS CHICAS

Una idea que se ha convertido en uno de los principales postulados de cierta forma de teoría social construccionista es que el mundo mejoraría mucho si se socializara a los chicos como a las chicas. Quienes sostienen tales teorías dan por hecho, en primer lugar, que la agresividad es un comportamiento que se aprende —y que, por tanto, podemos limitarnos a no enseñarlo— y, en segundo (por citar un ejemplo particular), que «habría que socializar a los chicos de la misma forma que se ha socializado tradicionalmente a las chicas y que se les debería animar a desarrollar cualidades socialmente positivas tales como la ternura, la sensibilidad a los sentimientos, el cuidado, la cooperación y la apreciación estética». En opinión de estos pensadores, tan solo podrá reducirse la agresividad cuando los adolescentes y los adultos jóvenes «se avengan a los mismos criterios de comportamiento que tradicionalmente se han ensalzado para las mujeres»[210].

Hay tantas cosas falsas en esta idea que resulta difícil saber por dónde empezar. Primero, no es cierto que la agresividad sea algo que simplemente se aprenda. Hay circuitos biológicos antiguos, por decirlo de alguna forma, que subyacen a la agresividad defensiva y predadora[211]. Son tan fundamentales que siguen operando incluso en los gatos decorticados, animales a los que se les han extraído por completo las partes más grandes y más recientemente evolucionadas de su cerebro, es decir, un porcentaje abrumadoramente elevado del total de este órgano. Esto apunta a que no solo la agresividad es innata, sino que además es consecuencia de una actividad que se produce en áreas básicas del cerebro, extremadamente fundamentales. Si el cerebro es un árbol, entonces la agresividad (junto al hambre, la sed y el apetito sexual) está en el mismo tronco.

Y, siguiendo en la misma línea, parece ser que un subgrupo determinado de niños de dos años de edad, alrededor del cinco por ciento, son particularmente agresivos por temperamento. Les quitan los juguetes a otros niños, dan patadas, muerden y pegan. A pesar de todo, la mayoría de ellos ya están satisfactoriamente socializados cuando llegan a los cuatro años[212]. Esto no se debe, en todo caso, a que se los haya animado a comportarse como niñas. Por el contrario, durante su temprana niñez se les ha enseñado o bien han aprendido de otra forma a integrar sus tendencias agresivas dentro de rutinas de comportamiento más sofisticadas. La agresividad está detrás del impulso de destacar, de ser imparable, de competir, de ganar, es decir, de ser activamente virtuoso, al menos en una dimensión. La determinación constituye su cara admirable y sociable. Los niños agresivos que no consiguen sofisticar su comportamiento al final de su infancia se ven condenados a la impopularidad, puesto que su antagonismo primitivo ya no les resulta útil socialmente a edades más avanzadas. Sus congéneres los rechazan, se ven privados de más oportunidades de socialización y tienden a estatus sociales de marginados. Estos individuos son los que siguen estando mucho más inclinados a comportamientos antisociales y delictivos cuando llegan a la adolescencia y la época adulta. Pero esto no significa para nada que el impulso agresivo carezca de utilidad o de valor. En un nivel mínimo, es necesario para protegerse.

LA COMPASIÓN COMO VICIO

Muchas de las pacientes (quizá incluso la mayoría) que atiendo en mi práctica clínica tienen problemas en sus trabajos y vidas familiares no por ser demasiado agresivas, sino porque no lo son lo suficiente. Los terapeutas cognitivo-conductistas llaman «entrenamiento de firmeza[213]» al tratamiento que reciben estas personas, generalmente caracterizadas por los rasgos más femeninos de simpatía (cortesía y compasión) e inestabilidad (ansiedad y dolor emocional). Las mujeres insuficientemente agresivas, así como los hombres, aunque resulta menos común, hacen demasiado por los demás. Tienden a tratar a quienes las rodean como si fueran niños desamparados. Tienden a ser ingenuas. Dan por hecho que la cooperación tendría que estar en la base de toda transacción social y evitan el conflicto (lo que significa que evitan enfrentarse a problemas en sus relaciones, así como en el trabajo). Se sacrifican continuamente por los demás. Quizá parezca virtuoso (y se trata sin duda de una actitud que posee ciertas ventajas sociales), pero puede convertirse, como a menudo ocurre, en algo contraproducente y no correspondido. Puesto que las personas demasiado simpáticas se contorsionan de cualquier forma por los demás, no son capaces de permanecer erguidas cuando se trata de defenderse a ellas mismas. Al dar por hecho que los demás piensan como ellas, esperan, pero no se garantizan, cierta reciprocidad por sus atentas acciones. Cuando no sucede así, no protestan. No exigen directamente reconocimiento o no son capaces de hacerlo. El lado oscuro de sus personalidades emerge, a causa de su subyugación, y se vuelven resentidas.

A las personas que son demasiado simpáticas les enseño a percibir la aparición de este tipo de resentimiento, que es una emoción muy importante pero también muy tóxica. Tan solo hay dos razones fundamentales para el resentimiento: que alguien se haya aprovechado de ti (o que hayas permitido que se aprovecharan de ti) o la incapacidad llorica de adoptar responsabilidades y crecer. Si estás resentido, busca los motivos y, quizá, háblalo con alguien en quien confíes. ¿Te sientes maltratado de forma inmadura? Si, después de cierta reflexión honesta, entiendes que no es el caso, puede que alguien esté aprovechándose de ti. Esto significa que ahora te encuentras en la obligación moral de levantarte en tu defensa. Puede que esto implique enfrentarte a tu jefe, o a tu marido, o a tu mujer, o a tu hijo, o a tus padres. Puede que implique hacer acopio de algunas pruebas de forma estratégica, de tal modo que cuando te enfrentes a la persona puedas darle numerosos ejemplos de su mal comportamiento (al menos tres) y que así no pueda escabullirse tan fácilmente de tus acusaciones. Puede que implique negarse a rendirse cuando presenten sus contraargumentos. La gente no suele tener a mano más de cuatro. Si no te inmutas, se enfadan, lloran o salen corriendo. Resulta muy útil prestar atención a las lágrimas en este tipo de situaciones. Pueden utilizarse para propiciar la culpa por parte del acusador, puesto que, en teoría, habría herido los sentimientos de la otra persona y le habría hecho daño. Pero a menudo se llora de rabia. Una cara enrojecida es una buena pista. Si puedes mantenerte firme en tu argumentación más allá de las cuatro primeras respuestas, y si no te dejas vencer por la emoción resultante, te ganarás la atención —y quizá el respeto— de la persona en cuestión. Se trata, en cualquier caso, de un verdadero conflicto, algo que no resulta fácil ni agradable.

También tienes que tener claro qué es lo que quieres sacar de la situación y estar preparado para expresar sin ambigüedad lo que deseas. Es una buena idea decirle a la persona a la que te enfrentas exactamente lo que querrías que hiciera en vez de lo que ya ha hecho o lo que aún hace. Puede que pienses: «Si me quisieran, sabrían qué hacer». Esa es la voz del resentimiento. Da por hecho que se trata de ignorancia y no de maldad. Nadie cuenta con una línea directa conectada a tus deseos y necesidades, ni siquiera tú. Si intentas determinar exactamente lo que quieres, puede que descubras que es más difícil de lo que piensas. Quien te oprime probablemente no es más sabio que tú, sobre todo acerca de tu persona. Mejor dile de manera directa lo que preferirías, una vez que lo hayas identificado. Formula una petición lo más pequeña y razonable posible, pero asegúrate de que, si se cumple, estarás satisfecho. De esta forma vas a la discusión con una solución en vez de únicamente con un problema.

Las personas simpáticas, compasivas, contrarias al conflicto (rasgos todos ellos que están agrupados) dejan que la gente las pise y luego sienten rencor. Se sacrifican por los demás, a veces de forma excesiva, y no pueden entender por qué no se les corresponde de la misma forma. Las personas simpáticas son obedientes y esto les arrebata su independencia. El peligro que va asociado puede amplificarse con una estabilidad emocional exacerbada. Las personas simpáticas irán detrás de cualquiera que realice una sugerencia, en vez de persistir, al menos en algunas ocasiones, en su propio camino. Así pues, pierden su camino y se vuelven indecisas y fáciles de desestabilizar. Si además se las asusta y hiere con facilidad, cuentan aún con menos motivos para atacar por su cuenta, ya que así quedarían expuestas a las amenazas y al peligro (al menos a corto plazo). Esa es la senda hacia el trastorno de personalidad dependiente, dicho en términos técnicos[214]. Podría considerarse el opuesto absoluto del trastorno de personalidad antisocial, que presenta el conjunto de rasgos característicos de la delincuencia en la infancia y la adolescencia y de la criminalidad en la época adulta. Sería bonito que lo contrario de un criminal fuera un santo, pero no es así. Lo contrario de un criminal es una madre edípica, que también es, a su manera, criminal.

La madre edípica (los padres pueden desempeñar el mismo papel, pero es mucho menos común) le dice a su hijo: «Tan solo vivo para ti». Les hace todo a sus hijos: les ata los cordones, les corta la comida y les deja demasiado a menudo que se deslicen dentro de la cama que comparte con su pareja. Se trata, por cierto, de un buen método, nada conflictivo, de evitar un interés sexual no deseado.

La madre edípica hace un pacto consigo misma, con sus hijos y con el mismo diablo. Este es el trato: «Sobre todo, no me dejes nunca. A cambio, te lo haré todo. A medida que crezcas sin madurar, te convertirás en alguien inútil y amargado, pero nunca tendrás que asumir ninguna responsabilidad y todas las cosas que hagas que estén mal serán siempre culpa de otra persona». Los niños pueden aceptarlo o rechazarlo, y tienen cierta capacidad de elección en la cuestión.

La madre edípica es la bruja de Hansel y Gretel. En este cuento infantil, los dos niños tienen una nueva madrastra. Esta le ordena al marido que los abandone en el bosque, ya que hay una hambruna y piensa que comen demasiado. El hombre obedece, se lleva a sus hijos a lo más profundo del bosque y los abandona allí a su propia suerte. Errando solos y muertos de hambre, se encuentran con un milagro. Una casa, y no una casa cualquiera. Una casa de golosinas, hecha de bizcocho. Puede que una persona a quien no hayan vuelto demasiado atenta, empática, compasiva y cooperativa muestre cierto escepticismo y se pregunte: «¿No es demasiado bueno para ser verdad?». Pero los niños son demasiado jóvenes y están demasiado desesperados.

Dentro de la casa hay una amable anciana que rescata a niños en apuros, a quien le encanta darles palmaditas en la cabeza y sonarles la nariz, una señora de generosos pechos y caderas, dispuesta a sacrificarse por cualquier deseo que tengan de forma inmediata. Da de comer a los niños todo lo que deseen, cuando quieran, y nunca tienen que hacer nada. Pero ser así de servicial acaba por darle hambre. Mete a Hansel en una jaula para cebarlo de forma aún más rápida. El niño la engaña y le hace pensar que sigue delgado sacando un hueso viejo cada vez que ella quiere tocarle la pierna para ver si ya puede palpar la ternura deseada. La espera termina por exasperarla y aviva el horno preparándose para cocinar y comerse al objeto de todas sus atenciones. Gretel, a quien aparentemente no se ha reducido a una sumisión absoluta, espera un momento de descuido y empuja a la amable anciana dentro del horno. Los niños se escapan y se reúnen con su padre, que ya se ha arrepentido debidamente de sus malas acciones.

En este tipo de hogares el bocado más preciado de los niños es su espíritu, y es siempre el que se devora primero. Las protecciones excesivas destruyen el alma que está desarrollándose.

La bruja del cuento de Hansel y Gretel es la madre terrible, la mitad oscura de lo simbólicamente femenino. Siendo como somos en nuestra esencia profundamente sociales, tendemos a ver el mundo como una historia, cuyos personajes son la madre, el padre y el hijo. Lo femenino, en su totalidad, es la naturaleza desconocida que se extiende más allá de los límites de la cultura, la creación y la destrucción: son los brazos protectores de la madre y el elemento destructivo del tiempo, la bella madre-virgen y la vieja bruja que vive en una ciénaga. Esta entidad paradigmática fue confundida con una realidad objetiva e histórica allá a finales del siglo XIX por un antropólogo suizo llamado Johann Jakob Bachofen. Bachofen propugnaba que la humanidad había atravesado una serie de etapas de desarrollo a lo largo de su historia.

Ir a la siguiente página

Report Page