12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 11. Deja en paz a los chavales que montan en monopatín

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La primera, a grandes rasgos (tras un inicio bastante anárquico y caótico), era el matriarcado (Das Mutterrecht[215]), una sociedad en la que las mujeres ocupaban las posiciones dominantes de poder, respeto y honor, en la que predominaban la poligamia y la promiscuidad, y en la que no existía la menor certeza sobre la paternidad. La segunda, la dionisiaca, fue una fase de transición, durante la cual se derrocaron estos cimientos matriarcales originales y los hombres se hicieron con el poder. La tercera fase, la apolínea, llega hasta el día de hoy. Impera el patriarcado y cada mujer pertenece de forma exclusiva a un hombre. Las ideas de Bachofen se volvieron profundamente influyentes en determinados círculos a pesar de la ausencia de cualquier tipo de demostración histórica que las sustentara. La arqueóloga lituano-estadounidense Marija Gimbutas, por ejemplo, se hizo célebre en las décadas de 1980 y 1990 por asegurar que una pacífica cultura centrada en una diosa y en las mujeres caracterizó antaño la Europa neolítica[216]. Afirmaba que esta había sido suplantada y eliminada por una cultura guerrera invasora, la cual había establecido las bases de la sociedad moderna. La historiadora del arte y escritora estadounidense Merlin Stone retomó el mismo razonamiento en su libro When God Was a Woman («Cuando Dios era mujer»), publicado en 1976[217]. Toda esta serie de ideas esencialmente arquetípicas y mitológicas se convirtieron en piedras angulares de la teología del movimiento feminista y de los estudios matriarcales del feminismo de los años setenta del siglo pasado. Sin embargo, Cynthia Eller las criticó en su libro The Myth of Matriarchal Prehistory («El mito de la prehistoria matriarcal»), en el que calificó esta teología de «mentira ennoblecedora»[218].

Carl Jung se había topado con las ideas de Bachofen acerca del matriarcado primordial décadas antes. No obstante, Jung se dio cuenta enseguida de que la progresión de desarrollo descrita por el antiguo pensador suizo representaba una realidad más psicológica que histórica. Identificó en el pensamiento de Bachofen los mismos procesos de proyección de fantasía imaginativa hacia el mundo exterior que habían llevado a poblar el cosmos de constelaciones y dioses. Un colaborador de Jung, Erich Neumann, desarrolló en Los orígenes de la historia de la consciencia[219] y La Gran Madre[220] el análisis de su maestro. Neumann reconstruyó la emergencia de la consciencia, simbólicamente masculina, y la comparó con sus orígenes materiales simbólicamente femeninos (madre, matriz), inscribiendo la teoría de Freud sobre la crianza edípica dentro de un modelo arquetípico más amplio. Para Neumann y Jung, la consciencia (siempre simbólicamente masculina, incluso en las mujeres) lucha por escalar hacia arriba, hacia la luz. Su desarrollo es doloroso y provoca ansiedad, ya que conlleva el reconocimiento de la vulnerabilidad y la muerte. Se ve tentada constantemente a volver a caer en la dependencia y la inconsciencia y sacudirse su carga existencial. Se trata de un deseo patológico apoyado por todo aquello que se oponga a la iluminación, a la expresión, a la racionalidad, a la autodeterminación, a la fuerza y a la competencia, esto es, todo aquello que proteja demasiado y que, de esta manera, asfixie y devore. Este tipo de sobreprotección es la pesadilla de la familia edípica de Freud, algo que estamos convirtiendo rápidamente en política social.

La Madre Terrible es un antiguo símbolo. Se manifiesta, por ejemplo, en Tiamat, que aparece en la historia escrita más antigua que se ha podido recuperar, el poema babilónico Enûma Elish (redactado probablemente entre los siglos XVII y XVI a. de C.). Tiamat es la madre de todo, tanto de los dioses como de los hombres. Es lo desconocido, el caos y la naturaleza que engendra todas las cosas. Pero es también la deidad dragona que se apresura a destruir a sus propios hijos cuando asesinan a su padre despreocupadamente e intentan vivir en lo que quedaba de su cadáver. La Madre Terrible es el espíritu de la inconsciencia despreocupada, que tienta al siempre esforzado espíritu de la conciencia y la iluminación a que descienda al abrazo protector en forma de vientre del inframundo. Es el terror que los jóvenes sienten ante las mujeres atractivas, tan dispuestas a rechazarlos, de la forma más íntima y en el nivel más profundo posible. No hay nada que inspire mayor inseguridad, que quebrante más la valentía, que suscite mayores sentimientos de nihilismo y odio (excepto, quizá, el abrazo demasiado apretado de una madre demasiado atenta).

La Madre Terrible aparece en muchos cuentos infantiles, así como en muchas historias de adultos. En La bella durmiente es la Reina Malvada, la misma oscura naturaleza, Maléfica en la versión de Disney. A los padres de la princesa Aurora se les olvida invitar a esta fuerza de la noche al bautizo de su hija. Así pues, la protegen excesivamente del lado destructivo y peligroso de la realidad, prefiriendo que crezca alejada de todo este tipo de problemas. ¿Y qué consiguen? Cuando llega a la pubertad, sigue estando inconsciente. El espíritu masculino, su príncipe, es al mismo tiempo un hombre que podría salvarla, arrebatándosela a sus padres, y su propia consciencia, encerrada en una mazmorra por las maquinaciones del lado oscuro de la feminidad. Cuando ese príncipe escapa y se enfrenta frontalmente a la Reina Malvada, esta se convierte en el mismo Dragón del Caos. Lo simbólicamente masculino la derrota con la verdad y la fe, y entonces encuentra a la princesa, a la que despierta con un beso.

Puede objetarse (tal y como ocurre con otra producción de Disney, más reciente y profundamente propagandística, Frozen) que una mujer no necesita a un hombre que la rescate. Puede que sea verdad y puede que no. Quizá tan solo la mujer que quiera (o tenga) un niño necesite a un hombre que la rescate, o al menos que la apoye y la ayude. De cualquier modo, es cierto que una mujer necesita que se rescate la consciencia y, tal y como se apuntó anteriormente, esta última es simbólicamente masculina y así lo ha sido desde el inicio de los tiempos (bajo la apariencia tanto del orden como del Logos, el principio mediador). El príncipe bien podría ser un amante, pero también podría ser la atenta vigilia de la propia mujer, su claridad de visión y su independencia llena de determinación. Todos estos rasgos son masculinos, tanto en la realidad como simbólicamente, puesto que los hombres suelen ser, por lo general, menos sensibles y simpáticos que las mujeres y menos propensos a sufrir de ansiedad o de malestar emocional. E insisto: 1) es algo que en ningún sitio es más cierto que en aquellas naciones escandinavas donde más pasos se han dado hacia la igualdad de género, y 2) no se trata de pequeñas diferencias atendiendo a las escalas con las que estas cosas se miden.

La relación entre lo masculino y la consciencia también aparece representada de forma simbólica en la película de Disney La sirenita. Ariel, la protagonista, es bastante femenina, pero también posee un fuerte espíritu de independencia. Por este motivo es la favorita de su padre, si bien también es la que le causa más problemas. Su padre, Tritón, es el rey y representa lo conocido, la cultura y el orden (con un punto también de soberano opresor y tirano). Puesto que el orden siempre se opone al caos, Tritón tiene como adversaria a Úrsula, un pulpo de grandes tentáculos (una serpiente, una gorgona, una hidra). Así pues, Úrsula se encuentra en la misma categoría arquetípica que el dragón-reina Maléfica de La bella durmiente (o la vieja reina celosa de Blancanieves, la madrastra de La Cenicienta, la Reina de Corazones de Alicia en el país de las maravillas, la Cruella de Vil de 101 dálmatas, la Madame Medusa de Los rescatadores o la Madre Gothel de Enredados).

Ariel quiere empezar una historia de amor con el príncipe Eric, al que antes rescató en un naufragio. Úrsula engaña a Ariel para que le entregue su voz a cambio de tres días como humana. Pero Úrsula sabe perfectamente que una Ariel sin voz será incapaz de entablar ningún tipo de relación con el príncipe. Privada de su capacidad de hablar (sin el Logos, sin la divina palabra), permanecerá bajo el agua inconsciente para siempre.

Una vez que Ariel fracasa en su intento de unirse al príncipe Eric, Úrsula le roba su alma, que coloca en su gran colección de seres inertes, consumidos y retorcidos, bien custodiada por sus gracias femeninas. Cuando el rey Tritón se presenta para exigir que regrese su hija, Úrsula le propone algo terrible: puede ocupar el puesto de Ariel. Evidentemente, la eliminación del rey sabio (que representa, digámoslo una vez más, el lado benevolente del patriarcado) siempre ha sido el malvado objetivo de Úrsula. Así, Ariel es liberada, pero Tritón queda reducido a una patética sombra de lo que era antes. Y, lo que es más importante, Úrsula ahora tiene el tridente mágico de Tritón, la fuente de su poder casi divino.

Por suerte para todos los implicados (menos Úrsula), el príncipe Eric regresa y distrae a la malvada reina del inframundo con un arpón. De este modo Ariel cuenta con una oportunidad para atacar a Úrsula, que responde cambiando de tamaño hasta alcanzar proporciones monstruosas, de la misma forma que Maléfica, la reina malvada de La bella durmiente. Úrsula crea una enorme tormenta y hace que emerja desde el fondo del océano toda una armada de navíos hundidos. Cuando se dispone a matar a Ariel, Eric aparece capitaneando un barco naufragado y acaba con la malvada atravesándola con un mástil partido. Tritón y todas las demás almas prisioneras quedan liberadas. El rey, ahora rejuvenecido, transforma a su hija en un ser humano para que pueda quedarse con Eric. Según afirman estas historias, para que una mujer esté completa tiene que entablar una relación con la consciencia masculina y luchar contra el terrible mundo (que en ocasiones se manifiesta, fundamentalmente, en la forma de una madre demasiado presente). Puede que sea un hombre quien la ayude a conseguirlo, hasta cierto punto, pero es mejor para todas las personas implicadas que nadie sea demasiado dependiente.

Una vez, cuando era niño, estaba jugando al balón prisionero con unos amigos. Los equipos estaban formados por chicos y chicas. Todos teníamos la edad suficiente para empezar a estar interesados por el otro sexo de una forma que nos resultaba desconocida. El estatus se estaba convirtiendo en algo más relevante e importante. Mi amigo Jake y yo estábamos a punto de enzarzarnos, empujándonos al lado del montículo donde estaba el lanzador, cuando mi madre pasó por allí. Aunque ella estaba a unos treinta metros de distancia, supe enseguida por su lenguaje corporal que sabía lo que estaba pasando. Obviamente los otros niños también la vieron. Y prosiguió su camino. Sé que le costó hacerlo. Una parte de ella estaba preocupada pensando que yo podría volver a casa sangrando por la nariz y con un ojo morado. Le habría sido muy fácil dar un grito y decir: «¡Niños, dejad de hacer eso!», o incluso acercarse e intervenir. Pero no lo hizo. Unos años después, cuando yo tenía problemas de adolescente con mi padre, mi madre me dijo: «Si todo estuviera demasiado bien en casa, nunca te irías».

Mi madre es una mujer con un corazón lleno de ternura. Siente empatía, coopera y es simpática. En ocasiones deja que los demás la zarandeen. Cuando volvió a trabajar después de su baja de maternidad, le resultaba difícil mantener a raya a sus compañeros hombres. A veces acumulaba resentimiento, algo que también siente en ocasiones hacia mi padre, que tiene una tendencia muy marcada a hacer lo que le apetece cuando le apetece. A pesar de todo eso, no es una madre edípica. Propició la independencia de sus hijos, aunque a menudo le resultara duro. Hizo lo correcto, aunque ello la desestabilizara emocionalmente.

NO SEAS GALLINA, COBARDICA

Pasé un verano de mi juventud en las planicies del centro de Saskatchewan trabajando en una cuadrilla ferroviaria. A cada uno de los hombres de ese grupo exclusivamente masculino lo examinaban los otros obreros durante las dos primeras semanas, más o menos. Muchos de esos otros trabajadores eran indios del pueblo cree, gente en su mayor parte silenciosa y pacífica hasta que se les iba la mano con la bebida y dejaban entrever todo lo que llevaban encima. Habían pasado diferentes temporadas en la cárcel, como la mayor parte de sus familiares. No era algo que les avergonzara particularmente, puesto que lo consideraban una parte más del sistema del hombre blanco. Además, en invierno en la cárcel se estaba calentito y se los alimentaba frecuente y abundantemente. En una ocasión le presté cincuenta dólares a uno de esos tipos. En vez de devolvérmelos, me ofreció un par de sujetalibros confeccionados con fragmentos de vías del ferrocarril que atravesaba originalmente el oeste de Canadá, que todavía tengo. Era algo mejor que los cincuenta dólares.

Cuando llegaba alguien nuevo, los otros trabajadores de la cuadrilla lo llamaban siempre por un mote insultante. A mí me pusieron Howdy-Doody, el nombre del muñeco —un joven, pecoso y desgarbado vaquero— de un famoso ventrílocuo televisivo, un hecho que todavía me da algo de vergüenza confesar. Cuando le pregunté al que había tenido la idea por qué había elegido semejante apodo, me dijo con absurdo ingenio: «Porque no te pareces nada a él». Los obreros son a menudo extremadamente divertidos, de forma cáustica, mordaz e hiriente, algo que ya mencioné en la regla 9. Están todo el rato incordiándose, en parte por diversión, en parte para marcar puntos en la eterna batalla de dominación que disputan, pero también en parte para ver qué hace el otro cuando se lo somete a algún tipo de estrés social. Forma parte del proceso de evaluación del carácter y también de la camaradería. Cuando sale bien (cuando todos dan y reciben en proporciones semejantes y están en condiciones de hacerlo), es en buena medida gracias a este recurso que esos hombres soportan, e incluso disfrutan, su duro medio de ganarse la vida instalando tubos, trabajando en torres de perforación, como leñadores o en cocinas de restaurantes. En fin, cualquiera de esos trabajos sucios, extenuantes, peligrosos y en los que te asas de calor que de forma casi exclusiva siguen realizando hombres.

No mucho después de haber llegado a la cuadrilla me cambiaron el mote a Howdy, lo que estaba mucho mejor, ya que tenía cierta connotación del Oeste, pero no quedaba ya relacionado directamente con esa estúpida marioneta. El siguiente novato que llegó no tuvo tanta suerte. Llevaba una fiambrera muy vistosa, y eso fue un fallo, ya que, según la costumbre generalizada y sin pretensiones, se llevaban bolsas de papel marrón. Era demasiado bonita, demasiado nueva. Era como si su madre se la hubiera comprado y además se la hubiera llenado. Así que se convirtió en su apodo. Fiambrera no tenía muy buen humor. No hacía más que quejarse, y tenía una actitud bastante negativa. Todo era siempre culpa de otra persona. Era susceptible y no demasiado rápido a la hora de responder.

Fiambrera no consiguió aceptar su apodo ni tampoco hacerse a su nuevo trabajo. Adoptaba una actitud de irritación condescendiente cuando alguien le dirigía la palabra y reaccionaba al trabajo de la misma forma. No era nada divertido estar a su lado. Era incapaz de aceptar una sola broma, y eso es algo desastroso dentro de una cuadrilla. A los tres días de persistir con su mal humor y sus aires generales de superioridad indignada, Fiambrera empezó a ser víctima de un acoso que iba mucho más allá del mote. Así, podía estar trabajando concentrado en la vía, rodeado de unos setenta hombres que cubrían una superficie de unos cuatrocientos metros. De repente, como salido de la nada, un guijarro aparecía volando en dirección a su casco. Si le daba de lleno, salía un sonido sordo que resultaba profundamente placentero para todos los que estaban mirando la escena en silencio. Ni siquiera así se ponía de mejor humor. Así pues, los guijarros fueron haciéndose más grandes. Fiambrera se atareaba con algo y se olvidaba de estar alerta. Y entonces, «¡pam!», una piedra tirada con mucha puntería le acertaba justo en la perola, provocándole un ataque de furia e irritación totalmente inútil. Y a lo largo de toda la vía se extendía una risotada silenciosa. Tras unos cuantos días así, Fiambrera desapareció igual de ignorante y con unos cuantos moratones encima.

Los hombres se imponen entre sí un código de comportamiento cuando trabajan juntos. Haz tu trabajo. Carga con lo que te toca. Mantente despierto y presta atención. No lloriquees ni seas picajoso. Defiende a tus amigos. No seas un pelota ni un chivato. No te conviertas en esclavo de reglas estúpidas. Y, en las palabras inmortales de Arnold Schwarzenegger, no seas una nenaza. No seas dependiente. Para nada. Nunca. Y punto. Las provocaciones que forman parte de la aceptación en una cuadrilla de obreros son una prueba: ¿eres duro, divertido, competente y fiable? Si no, lárgate. Así de simple. No tenemos ninguna necesidad de tenerte lástima. No queremos aguantar tu narcisismo y no queremos tener que hacer tu trabajo.

Hubo un anuncio famoso, en forma de tira de cómic, que el culturista Charles Atlas hizo publicar entre las décadas de 1940 y 1980. Se titulaba El insulto que convirtió a Mac en un hombre y se podía encontrar en prácticamente todos los cómics, la mayoría de los cuales los leían chicos. Mac, el protagonista, está sentado en una toalla de playa con una atractiva joven. Pasa un gamberro que, de una patada, les echa arena a la cara. Mac protesta. El otro, que es mucho más grande que él, lo agarra por el brazo y le dice: «Mira, te partiría la cara… Pero estás tan flaco que igual te quedabas seco y salías volando». El gamberro se marcha. Mac le dice a la chica: «¡Vaya gamberro! Un día lo pillaré». Mac se va a casa, piensa en su lamentable físico y se compra el programa de ejercicios Atlas. En poco tiempo, consigue tener un cuerpo nuevo. Y la siguiente vez que va a la playa, le planta un puñetazo en la cara al gamberro. La chica, que ahora desborda admiración, se le agarra al brazo. «¡Oh, Mac! —le dice—. Después de todo eres un hombre de verdad».

Ese anuncio es famoso por algo. Resume la psicología sexual humana en siete viñetas muy claras. El joven enclenque se siente avergonzado e inseguro, como tiene que ser. ¿Para qué vale? Lo ningunean los otros hombres y, peor aún, las mujeres atractivas. Pero, en vez de dejarse llevar por el resentimiento y de recluirse en su guarida para jugar a la consola en ropa interior cubierto de restos de Cheetos, se ofrece a sí mismo lo que Alfred Adler, el colega más práctico de Freud, denominó «fantasía compensatoria»[221]. El objetivo de este tipo de fantasía no es tanto satisfacer un deseo como identificar un verdadero camino que permita avanzar. Mac toma debida nota de su complexión de espantapájaros y decide que tendría que desarrollar un cuerpo más fuerte. Y lo que es aún más importante, aplica el plan. Se identifica con la parte de sí mismo que podría trascender su estado actual y se convierte en el héroe de su propia aventura. Vuelve a la playa y le pega un puñetazo en la cara al gamberro. Mac gana, pero también gana su futura novia, así como todos los demás.

Algo que supone una clara ventaja para las mujeres es que a los hombres no les hace ninguna gracia depender los unos de los otros. Uno de los motivos por los cuales una mujer de clase trabajadora ahora no se casa, tal y como he mencionado antes, es que no quiere cuidar de un hombre que esté intentando encontrar trabajo, como hace con sus propios hijos. Y lleva razón. Una mujer tendría que cuidar de sus hijos, si bien no es eso todo lo que tendría que hacer. Y un hombre tendría que cuidar de una mujer y de los niños, si bien no es eso todo lo que tendría que hacer. Pero una mujer no tendría que cuidar de un hombre porque tiene que cuidar de los niños, y un hombre no tendría que ser un niño. Esto significa que no tiene que ser dependiente. Es una de las razones por las cuales los hombres no tienen mucha paciencia con los hombres dependientes. Y no lo olvidemos: las mujeres malvadas pueden criar a hijos dependientes, pueden apoyarlos e incluso casarlos, pero las mujeres despiertas y conscientes quieren un compañero despierto y consciente.

Por este motivo Nelson Muntz, de Los Simpson, resulta tan necesario al pequeño grupo social que rodea al hijo de Homer, el antihéroe Bart. Sin Nelson, el rey de los gamberros, la escuela enseguida estaría controlada por resentidos y delicados como Milhouse, por narcisistas e intelectuales como Martin Prince, por niños alemanes blandos que se ponen las botas con chocolate o por auténticos críos como Ralph Wiggum. Muntz es un correctivo, un chaval duro y autosuficiente que utiliza su propia capacidad de desprecio para decidir dónde está el límite que no se puede traspasar en cuanto a comportamientos patéticos e inmaduros. Una parte de la genialidad de Los Simpson es la negativa de los guionistas a despachar a Nelson como un gamberro sin remedio. Abandonado por un padre inútil y desatendido (afortunadamente) por una madre inconsciente y ligera de cascos, a Nelson no le va del todo mal, al fin y al cabo. Incluso suscita el interés romántico de la extremadamente progresista Lisa, algo que esta vive con consternación y confusión (más o menos por las mismas razones por las que Cincuenta sombras de Grey se convirtió en un fenómeno mundial).

Cuando la delicadeza y la incapacidad de hacer daño se convierten en las únicas virtudes conscientemente aceptables, entonces la insensibilidad y la dominación comienzan a ejercer una fascinación inconsciente. La implicación parcial que esto tiene para el futuro es que, si se insiste demasiado para que se feminicen, los hombres se irán interesando cada vez más por ideologías políticas hostiles y fascistas. El club de la lucha, quizá la película fascista más popular creada por Hollywood en los últimos años, con la posible excepción de la saga de Iron Man, proporciona una perfecta ilustración de este tipo de atracción irresistible. La oleada populista de apoyo a Donald Trump en los Estados Unidos forma parte del mismo proceso, al igual que (de forma mucho menos siniestra) el reciente auge de los partidos políticos de extrema derecha incluso en lugares tan moderados y liberales como Holanda, Suecia y Noruega.

Los hombres tienen que volverse más duros. Es algo que ellos mismos exigen y que las mujeres desean. Puede que estas no aprueben las actitudes severas y despectivas, pero son una parte integrante del proceso socialmente complicado que endurece a un hombre y luego lo refuerza. A algunas mujeres no les gusta perder a sus hijitos, así que se los quedan para siempre. A algunas mujeres no les gustan los hombres y preferirían tener una pareja sumisa, aunque sea un inútil. Así, además, cuentan con un buen motivo para compadecerse. Nunca hay que subestimar los placeres de la autocompasión.

Los hombres se vuelven duros empujándose a sí mismos y empujándose entre sí. Cuando era adolescente, los chicos tenían muchas más probabilidades de verse envueltos en accidentes de coche que las chicas (y todavía es así). Se debía a que se dedicaban a derrapar en aparcamientos cubiertos de hielo. Disputaban carreras de aceleración y conducían campo a través por colinas que se extendían desde el cercano río hasta alturas que quedaban a cientos de metros por encima. Era más probable que llegaran a las manos, que hicieran novillos, que se metieran con los profesores o que abandonaran el colegio porque estaban hartos de levantar la mano y pedir permiso para ir al baño cuando eran lo suficientemente grandes y fuertes como para trabajar en una torre de extracción petrolífera. Era más probable que echaran carreras de motos en un lago helado. Como los que montan en monopatín, los que escalan grúas y los que practican el freerunning, hacían cosas peligrosas intentando ser útiles. Cuando este proceso va demasiado lejos, los chicos (y los hombres) derivan hacia el comportamiento antisocial que predomina mucho más entre los hombres que entre las mujeres[222]. Pero eso no significa que cualquier manifestación de osadía y valentía sea criminal.

Cuando los chicos se dedicaban a derrapar, también estaban probando los límites de sus coches, su habilidad como conductores, así como su capacidad de control en una situación fuera de control. Cuando se metían con los profesores, estaban rebelándose contra la autoridad para ver si había de verdad una autoridad, el tipo de autoridad en la que en principio se puede confiar en momentos de crisis. Cuando abandonaban el colegio, iban a trabajar en torres de perforación petrolífera con temperaturas de cuarenta malditos grados bajo cero. No era la debilidad lo que sacaba a tantos de la clase, donde teóricamente les esperaba un futuro mejor. Era la fuerza.

Si son sanas, las mujeres no quieren chicos, quieren hombres. Quieren a alguien con quien competir, alguien con quien luchar. Si son duras, quieren a alguien que lo sea más. Si son listas, quieren a alguien más listo. Desean a alguien que ponga encima de la mesa algo que ellas no puedan conseguir. Así las cosas, en ocasiones a las mujeres duras, listas y atractivas les resulta complicado encontrar pareja: no hay muchos hombres por ahí que puedan superarlas lo suficiente como para que les resulten interesantes (hombres que estén por encima, tal y como expresa un estudio, en «ingresos, formación, seguridad, inteligencia, dominio y posición social»[223]). Por tanto, el espíritu que interfiere cuando los chicos están tratando de hacerse hombres hace tan flaco favor a las mujeres como a los hombres. Se entrometerá de la misma forma gritona y mojigata («no puedes hacerlo, es demasiado peligroso») cuando una niña pequeña intente ponerse de pie por sí sola. Es algo que niega la consciencia, algo inhumano que desea el fracaso, celoso, resentido y destructivo. Nadie que de verdad se encuentre del lado de la humanidad podría ponerse del lado de algo así. Nadie que pretenda prosperar podría permitirse quedar poseído por algo así. Y si piensas que los hombres duros son peligrosos, espera a ver de lo que son capaces los débiles.

Deja en paz a los chavales que montan en monopatín.

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