12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 12. Si te encuentras un gato por la calle, acarícialo

Página 26 de 31

REGLA 12SI TE ENCUENTRAS UN GATO POR LA CALLE, ACARÍCIALO

LOS PERROS TAMBIÉN VALEN

VOY A EMPEZAR ESTE CAPÍTULO declarando directamente que tengo un perro, un esquimal americano, una de las muchas variaciones del tipo básico spitz. Se los conocía como spitzes alemanes hasta que la Primera Guerra Mundial hizo que estuviera verboten, «prohibido», admitir que algo bueno podía venir de Alemania. Los esquimales americanos están entre los perros más hermosos, con una clásica cara angulosa de lobo, orejas estiradas, un pelaje largo y espeso y una cola rizada. También son muy inteligentes. Nuestro perro se llama Sikko (que significa «hielo» en una lengua inuit, según mi hija, que fue quien le puso el nombre) y es muy rápido aprendiendo trucos, incluso ahora que ya está viejo. Le enseñé algo nuevo hace poco, cuando cumplió trece años. Ya sabía dar la pata y sostener una golosina con la nariz. Le enseñé a hacer ambas cosas a la vez. La verdad, no está muy claro que le acabe de gustar.

Compramos a Sikko para mi hija Mikhaila cuando ella tenía unos diez años. Era un cachorro mono hasta decir basta, con su naricita y sus orejitas, su cara redonda, sus grandes ojos y sus torpes movimientos, características que despiertan automáticamente un comportamiento protector en los humanos, ya sean hombres o mujeres[224]. Así le ocurría desde luego a Mikhaila, que también se ocupaba de cuidar de dragones barbudos, salamandras, pitones reales, camaleones, iguanas y un conejo gigante de Flandes de nueve kilos de peso y medio metro de largo llamado George, que mordisqueaba todo lo que había en casa y que a menudo se escapaba (para gran consternación de aquellos que divisaban aterrados cómo su silueta de delirantes dimensiones aparecía por sus diminutos jardines suburbanos). Mikhaila tenía todos estos animales porque le daban alergia las mascotas más tradicionales, a excepción de Sikko, que tenía la ventaja adicional de ser hipoalergénico.

Sikko ha acumulado cincuenta apodos (los hemos contado), con significados emocionales muy diferentes y que reflejan tanto el afecto que le demostrábamos como la ocasional frustración que suscitaban sus costumbres animales. «Perro Pulgoso» era probablemente mi favorito, pero también me gustaban mucho «Rata Sabuesa», «Bola de Pelo» y «Chupaperros». Los niños utilizan sobre todo «Fisgón» y «Chirríos», pero los alternan con cosas como «Dormilón», «Perrofeo» o «Snorfalopogus» (que podría ser algo así como «Perro Gremlin»), por horrible que resulte admitirlo. Ahora el que más le gusta a Mikhaila es «Snorbs» (así se llama un monstruo parecido al yeti que devora el cerebro de los niños mientras duermen), que utiliza para saludarlo después de una larga ausencia. Para que surta el mayor efecto posible, hay que pronunciarlo con una voz aguda y sorprendida.

Sikko también cuenta con su propio hashtag de Instagram: #judgementalsikko.

Estoy describiendo a mi perro en vez de escribir directamente sobre gatos porque no quiero trasgredir el fenómeno conocido como «identificación del grupo mínimo», descubierto por Henri Tajfel[225]. Este psicólogo social llevó a las personas con las que realizó su experimento a un laboratorio y las sentó delante de una pantalla en la que se proyectaba un número de puntos. Pidió a los participantes que estimaran cuántos eran. A continuación, los clasificó entre aquellos que estimaban a la alta y aquellos que lo hacían a la baja y, por otro lado, entre exactos en su cálculo e inexactos. Después, los dividió en grupos en función de cómo lo hubieran hecho. Y luego les pidió que repartieran dinero entre los miembros de todos los grupos.

Tajfel descubrió que los participantes mostraban una clara preferencia por los miembros de su propio grupo, rechazando una estrategia de distribución equitativa y recompensando de forma desproporcionada a aquellos con los que ahora se identificaban. Otros investigadores han asignado personas a diferentes grupos siguiendo criterios aún más arbitrarios como lanzar una moneda al aire. Incluso cuando se informaba a los participantes del procedimiento seguido para crear los grupos daba igual: la gente seguía favoreciendo a los compañeros que componían su mismo grupo.

Los estudios de Tajfel demostraron dos cosas: primero, que la gente es social; segundo, que la gente es antisocial. La gente es social porque le gustan los miembros de su propio grupo. La gente es antisocial porque no le gustan los miembros de los otros grupos. El motivo exacto por el que esto es así ha sido objeto de un debate continuo. Pienso que puede tratarse de la solución a un complejo problema de optimización. Este tipo de problemas se plantean, por ejemplo, cuando dos o más factores son importantes, pero no se puede maximizar ninguno de ellos sin disminuir el resto. Un problema así aparece, por ejemplo, a causa del enfrentamiento entre cooperación y competición, dos principios que resultan social y psicológicamente deseables. La cooperación, para la seguridad y la camaradería. La competición, para el crecimiento personal y el estatus. Sin embargo, si un grupo determinado es demasiado pequeño, no goza ni de poder ni de prestigio y no puede impresionar a los otros grupos. Así pues, no resulta útil formar parte de uno de ellos. Pero si el grupo es demasiado grande, la probabilidad de ascender hasta lo más alto o hasta un punto cercano resulta menor. Así pues, resulta muy difícil ponerse a la delantera. Quizá si las personas se identifican con grupos tras tirar una moneda al aire es porque sienten un ardiente deseo de organizarse, de protegerse y aún así de contar con oportunidades razonables para ascender en la jerarquía de dominación. Entonces favorecen a su propio grupo porque hacerlo les sirve para prosperar, ya que ascender en algo que va hundiéndose no resulta una estrategia muy útil.

En cualquier caso, a raíz de este descubrimiento de Tajfel sobre las condiciones mínimas, empecé este capítulo relacionado con los gatos con una descripción de mi perro. De otra forma, la simple mención de un gato en el título les bastaría a muchos amantes de los perros para volverse contra mí, tan solo por no haber incluido a los cánidos dentro del grupo de entidades que merecen una caricia. Y puesto que también me gustan los perros, no tengo ningún motivo para cargar con semejante sino. Así que si te gusta acariciar a los perros cuando te los encuentras por la calle, no te sientas en la obligación de odiarme. Todo lo contrario, puedes estar seguro de que se trata de una actividad que también aplaudo. Y ahora querría presentar mis disculpas a todos los amantes de los gatos que ahora se sientan desairados porque se esperaban una historia acerca de gatos, pero han tenido que leer toda esta exposición sobre los perros. Quizá se sientan satisfechos si les aseguro que los gatos ilustran el mensaje fundamental que quiero plantear y del que terminaré hablando más adelante. Pero, antes de eso, tengo que pasar a otras cosas.

EL SUFRIMIENTO Y LAS LIMITACIONES DEL SER

La idea de que la vida es sufrimiento es un principio que aparece, de una forma u otra, en todas las doctrinas religiosas, tal y como ya he analizado. Los budistas lo afirman explícitamente. Los cristianos lo ilustran con la cruz. Los judíos conmemoran el sufrimiento sufrido a lo largo de siglos. Este tipo de razonamiento caracteriza universalmente a los grandes credos, porque los seres humanos son intrínsecamente frágiles. Se nos puede herir, e incluso destrozar, emocional y físicamente, y todos estamos sujetos a las depredaciones del envejecimiento y las derrotas. Se trata de una serie de realidades deprimente y resulta razonable preguntarse cómo podemos esperar prosperar y ser felices (o incluso tan solo desear existir, en algunos casos) en semejantes circunstancias.

Hace poco estuve hablando con una paciente cuyo marido había conseguido plantarle cara al cáncer durante unos agónicos cinco años. Ambos habían resistido este periodo con entereza y valentía. Sin embargo, él acabó siendo víctima de la metástasis propia de tan horrible enfermedad y le habían dado un tiempo de vida muy corto. Quizá el momento más duro para escuchar este tipo de horribles noticias sea cuando todavía te encuentras en el frágil estado de convalecencia que tiene lugar después de haber conseguido superar unas malas noticias anteriores. La tragedia en una situación semejante parece particularmente injusta. Es el tipo de cosas que pueden hacer que desconfíes hasta de la misma esperanza. A veces es motivo suficiente para causar un trauma verdadero. Mi paciente y yo hablamos de una serie de cuestiones, algunas filosóficas y abstractas y otras más concretas. Compartí con ella algunas de las opiniones que me había formado acerca de los porqués de la vulnerabilidad humana.

Cuando mi hijo Julian tenía unos tres años, era particularmente mono. Ahora tiene veinte años más, pero sigue siendo bastante mono (un cumplido que seguro que le hará una tremenda ilusión leer). A causa de él, pensé mucho acerca de la fragilidad de los niños pequeños. A un niño de tres años se le hace daño fácilmente. Los perros pueden morderlos, los coches los pueden atropellar y los niños malos pueden tirarlos al suelo. Puede ponerse enfermo, como de hecho hizo en algunas ocasiones. Julian era propenso a las fiebres altas y al delirio que en ocasiones producen. A veces lo tenía que llevar a la ducha y refrescarlo mientras estaba alucinando o incluso peleando conmigo en su estado febril. Pocas cosas hacen más difícil aceptar las limitaciones fundamentales de la existencia humana que un niño enfermo.

Mikhaila, que le lleva un año y unos meses a Julian, también tuvo sus problemas. Cuando tenía dos años, me la subía a los hombros y la llevaba de un lado a otro. A los niños les gustan estas cosas. Sin embargo, después, cuando la devolvía al suelo, se sentaba y se ponía a llorar. Así que dejé de hacerlo. Parecía así que el problema había terminado, pero con una diferencia en apariencia banal. Mi mujer, Tammy, me dijo que Mikhaila tenía algún problema cuando andaba. Yo no lo podía ver. Tammy pensó que a lo mejor estaba relacionado con su reacción cuando la llevaba a hombros.

Mikhaila era una niña luminosa, con la que era muy fácil llevarse bien. Un día, cuando tenía unos catorce meses y vivíamos en Boston, la llevé junto a su madre y sus abuelos a Cape Cod. Al llegar, Tammy y sus padres se adelantaron andando y me dejaron solo en el coche con Mikhaila. Estábamos en el asiento delantero y ella estaba tumbada bajo el sol balbuceando. Me incliné hacia delante para oír lo que estaba diciendo.

«Feliz, feliz, feliz, feliz, feliz».

Así era ella.

Sin embargo, cuando cumplió seis años, empezó a volverse más mustia. Costaba mucho sacarla de la cama por las mañanas y se vestía muy lentamente. Cuando íbamos de paseo a algún lado, se quedaba rezagada. Se quejaba de que le dolían los pies y de que los zapatos no le quedaban bien. Le compramos diez pares diferentes, pero no sirvió de nada. Iba a la escuela, permanecía con la cabeza levantada y se portaba como es debido. Pero cuando volvía a casa y veía a su madre, rompía a llorar.

Acabábamos de mudarnos de Boston a Toronto, así que atribuimos estos cambios al estrés del desplazamiento. Pero la cosa no mejoró. Mikhaila empezó a subir y bajar escaleras escalón por escalón. Se empezó a mover como alguien mucho mayor y se quejaba si le cogías la mano. (Una vez, mucho después, me preguntó: «Papá, cuando jugábamos a “Este cerdito fue al mercado” con los dedos cuando era pequeña, ¿era algo que tenía que doler?». Las cosas de las que te das cuenta demasiado tarde…).

Un médico en nuestra clínica local nos dijo: «A veces los niños tienen dolores de crecimiento. Son normales. Pero podríais pensaros llevarla a un fisioterapeuta». Y eso es lo que hicimos. El fisioterapeuta intentó rotar el talón de Mikhaila, pero no se movió. No estaba bien. El fisioterapeuta nos dijo: «Su hija tiene reumatismo juvenil». No era lo que queríamos escuchar. No nos gustó ese fisioterapeuta y volvimos a la clínica. Otro médico nos dijo que lleváramos a Mikhaila al Hospital de Niños Enfermos. Nos dijo: «Llévenla a urgencias, así podrán ver rápidamente a un reumatólogo». Y resultó que Mikhaila tenía artritis. El fisioterapeuta, que había transmitido las malas noticias, llevaba razón. Tenía 37 articulaciones afectadas. Una artritis idiopática juvenil poliarticular severa (AIJ). ¿La causa? Desconocida. ¿El diagnóstico? Múltiples prótesis articulares.

¿Qué clase de Dios podría crear un mundo en el que algo así ocurriera, sobre todo a una niña feliz e inocente? Es una cuestión de una trascendencia absolutamente fundamental, tanto para los creyentes como para los que no lo son. Es una cuestión que se plantea (como tantas otras temáticas complicadas) en Los hermanos Karamázov, la gran novela de Dostoievski que empecé a comentar en la regla 7. Dostoievski expresa sus dudas acerca de la conveniencia del Ser mediante el personaje de Iván, que, si recuerdas, es el hermano elocuente, apuesto y sofisticado (y el mayor adversario) del novicio monástico Aliosha. «Entiéndeme —dice Iván—, no es a Dios a quien rechazo, sino al mundo, al mundo creado por Él; el mundo de Dios no lo acepto ni puedo estar de acuerdo en aceptarlo».

Iván le cuenta a Aliosha una historia acerca de una niña cuyos padres la castigaron encerrándola toda la noche en una letrina congelada (una historia que Dostoievski sacó de un periódico de la época). «¡Y esa madre podría dormir cuando por la noche se oían los gemidos de la pequeña criaturita encerrada en un lugar infamante! —dice Iván—. ¿Te imaginas al pequeño ser, incapaz de comprender aún lo que le pasa, dándose golpes a su lacerado pecho con sus puñitos, en el lugar vil, oscuro y helado, llorando con lágrimas de sangre, sin malicia y humildes, pidiendo al “Dios de los niños” que la defienda? […] Imagínate que tú mismo construyes el edificio humano con el propósito último de hacer feliz al hombre, de proporcionarle, al fin, paz y sosiego; mas para lograrlo te es absolutamente necesario e inevitable torturar solo a una pequeña criaturita, digamos a esa pequeñuela que se daba golpes en el pecho, […] ¿estarías de acuerdo en ser el arquitecto en estas condiciones?». Con voz quebrada, Aliosha responde: «No, no estaría de acuerdo»[226]. No haría lo que Dios parece permitir sin reparos.

Me había dado cuenta de algo importante acerca de esta cuestión tiempo atrás, cuando Julian —¿os acordáis de él? :)— tenía tres años. Pensaba: «Quiero a mi hijo. Tiene tres años, es muy mono, pequeñito y gracioso. Pero también siento mucho miedo, porque se puede hacer daño. Si tuviera el poder de cambiarlo, ¿qué haría?». Pensaba: «Podría medir seis metros en vez de uno. Entonces nadie podría tirarlo al suelo. Podría estar hecho de titanio, en vez de carne y hueso. Entonces, si algún crío le lanzara algún camión de juguete a la cabeza, no se inmutaría. Podría tener un cerebro futurista informatizado y así, si se hiciera daño, de alguna forma sus componentes se repondrían inmediatamente. ¡Y problema resuelto!». Pero no, el problema no estaba resuelto, y no solo porque este tipo de cosas resulten imposibles hoy en día. Fortificar artificialmente a Julian habría sido lo mismo que destruirlo. En lugar de su pequeña versión de tres años, sería un robot frío y duro como el acero. Y ese no sería Julian, sería un monstruo. Acabé dándome cuenta mientras pensaba en estas cosas de que aquello que se puede amar de verdad en una persona está indisociablemente unido a sus limitaciones. Julian no habría sido tan mono, pequeñito y gracioso si no pudiera sufrir enfermedades, pérdidas, dolores y ansiedad. Y puesto que lo quería mucho, decidí que estaba bien tal como era, a pesar de su fragilidad.

Con mi hija ha sido más duro. A medida que su enfermedad avanzaba, empecé a llevarla a caballito (pero no a hombros) cuando salíamos a andar. Empezó a tomar naproxeno por vía oral y metotrexato, un potente agente quimioterapéutico. Le dieron unas cuantas inyecciones de cortisona (muñecas, hombros, tobillos, codos, rodillas, caderas, dedos —de las manos y de los pies— y tendones), todas con anestesia general. Fueron de ayuda temporalmente, pero siguió empeorando. Un día, Tammy llevó a Mikhaila al zoo. Tuvo que llevarla en silla de ruedas.

Aquel no fue un buen día.

Su reumatóloga sugirió administrarle prednisona, un corticosteroide que se ha utilizado durante mucho tiempo para las inflamaciones. Pero la prednisona tiene muchos efectos secundarios, y la hinchazón aguda de la cara no es el menor de ellos. No quedaba claro que algo así fuera mejor que la artritis, al menos en el caso de una niña. Afortunadamente, si es que se puede utilizar esta palabra, la reumatóloga nos habló de un nuevo fármaco. Se había utilizado previamente, pero solo con adultos, así que Mikhaila se convirtió en la primera niña canadiense que recibió etanercept, un medicamento «biológico» específicamente diseñado para las enfermedades autoinmunes. En las primeras inyecciones, Tammy le suministró accidentalmente unas dosis que multiplicaban por diez lo recomendado. ¡Pumba! Mikhaila ya estaba buena. Unas semanas después de la salida al zoo, no paraba quieta y jugaba al futbito. Tammy se pasó todo el verano viéndola correr.

Queríamos que Mikhaila controlara su vida tanto como le resultase posible. Siempre la había motivado mucho el dinero. En una ocasión nos la encontramos fuera, rodeada de sus primeros libros infantiles, vendiéndolos a la gente que pasaba. Una noche, me senté con ella y le dije que le pagaría cincuenta dólares si podía aplicarse ella misma las inyecciones. Tenía ocho años. Se pasó cuarenta y cinco minutos intentándolo, con la aguja al lado del muslo. Y al final lo hizo. En la siguiente ocasión le pagué veinte dólares, pero solo le di diez minutos. Después fueron diez.

Unos años más tarde, Mikhaila se libró de todos los síntomas. La reumatóloga sugirió empezar a suspender la medicación. Algunos niños superan la AIJ cuando alcanzan la pubertad. Nadie sabe por qué. Empezó a tomar metotrexato en pastillas en vez de inyectárselo. Las cosas fueron bien durante cuatro años. Y entonces, un día le empezó a doler el codo. La llevamos al hospital. «Solo tienes una articulación artrítica en proceso activo», dijo el asistente de la reumatóloga. Pero no era «solo» eso. Dos no es mucho más que uno, pero uno sí que es mucho más que cero. Ese uno significaba que no había superado la artritis, a pesar de la interrupción. Las noticias la devastaron durante un mes, pero siguió yendo a clases de baile y jugando a la pelota con sus amigos en la calle delante de nuestra casa.

La reumatóloga tuvo más cosas desagradables que contarnos el mes de septiembre siguiente, cuando Mikhaila empezó el penúltimo año de instituto. Una resonancia magnética había revelado un deterioro en la articulación de la cadera. Le dijo a Mikhaila: «Antes de que cumplas treinta años, habrá que ponerte una prótesis en la cadera». ¿Quizá el daño se había producido antes del milagroso efecto del etanercept? No lo sabíamos. Eran muy malas noticias. Un día, unas semanas más tarde, Mikhaila estaba jugando al hockey en el gimnasio de su instituto cuando su cadera se trabó. Tuvo que salir de la pista cojeando. Y el dolor fue a más. La reumatóloga le dijo: «Parece que una parte de tu fémur está muerta. No vas a necesitar la prótesis de cadera a los treinta años. La necesitas ahora».

Sentado con mi paciente, mientras me hablaba de cómo avanzaba la enfermedad de su marido, debatimos sobre la fragilidad de la vida, la catástrofe de la existencia y el sentido de nihilismo que evoca el espectro de la muerte. Yo empecé con mis pensamientos acerca de mi hijo. Como hacen todas las personas en estas situaciones, ella se había preguntado: «¿Por qué a mi marido? ¿Por qué a mí? ¿Por qué esto?». Mi mejor respuesta era la conclusión a la que había llegado sobre la relación directa entre la vulnerabilidad y el Ser. Le conté una antigua historia judía que me parece que forma parte de la exégesis de la Torá. Comienza con una pregunta que está estructurada como un koan, uno de esos problemas que en la tradición zen el maestro plantea al alumno para comprobar sus progresos: imagina a un Ser que es omnisciente, omnipresente y omnipotente, ¿qué le falta a ese Ser[227]? ¿La respuesta? Limitación.

Si ya lo eres todo, siempre y en todas partes, no hay ningún lugar adonde ir ni nada más que ser. Todo lo que podría ser ya es, y todo lo que podría ocurrir ya ha ocurrido. Y por ese motivo, según cuenta la historia, Dios creó al hombre. Si no hay limitación, no hay historia. Y si no hay historia, no hay Ser. Es esta la idea que me ha ayudado a sobrellevar la terrible fragilidad del Ser. También ayudó a mi cliente. No quiero exagerar la significación que esto tuvo ni quiero dar a entender que de alguna forma así se resolvió todo. Mi paciente siguió enfrentándose al cáncer que afectaba a su marido de la misma forma que yo seguí enfrentándome a la terrible enfermedad de mi hija. Pero hay algo que decir una vez que se reconoce que la existencia y la limitación están indisolublemente relacionadas.

Treinta radios de una rueda

convergen en un centro

es el vacío el que hace que la rueda sea útil.

Mezcla arcilla y haz una vasija

es el vacío el que hace que la vasija sea útil.

Construye una habitación

abre puertas y ventanas

es el espacio abierto el que las hace útiles.

Lo que hay es provechoso,

lo que no hay, útil[228].

Un descubrimiento similar se ha podido apreciar recientemente en el mundo de la cultura popular con la evolución de Superman, el icono cultural de DC Comics. Superman fue creado en 1938 por Jerry Siegel y Joe Shuster. Al principio podía mover coches, trenes e incluso barcos. Podía correr más rápido que una locomotora. Podía «de un solo salto pasar por encima de grandes edificios». Sin embargo, a medida que se desarrolló a lo largo de las cuatro décadas siguientes, sus poderes empezaron a expandirse. A finales de la década de 1960 podía volar más rápido que la luz. Tenía un oído prodigioso y vista de rayos X. Disparaba rayos de calor por los ojos, congelaba objetos y generaba huracanes con su aliento. Podía mover planetas enteros y las explosiones nucleares ni lo inmutaban. Y si en alguna ocasión llegaban a herirlo, sanaba de inmediato. Superman se había vuelto invulnerable.

Y entonces sucedió algo extraño. Se volvió aburrido. Cuanto más increíbles eran sus poderes, más difícil resultaba pensar en cosas interesantes que pudiera hacer. DC ya había superado este problema en la década de 1940. Superman se volvió vulnerable a la radiación producida por la kriptonita, un material sacado del planeta destrozado del que él era originario. Con el tiempo llegaron a aparecer hasta doce variantes distintas. La kriptonita verde debilitaba a Superman y, en una proporción determinada, podía incluso matarlo. La roja hacía que se comportara de forma extraña. La roja y verde hacía que mutara (en una ocasión le salió un tercer ojo en la nuca).

Hicieron falta otras técnicas para conseguir que la historia de Superman siguiera siendo atractiva. En 1976 tenía que enfrentarse a Spiderman. Era la primera vez que se cruzaban la advenediza Marvel Comics de Stan Lee y sus personajes menos idealizados con la DC, propietaria de Superman y Batman. Pero Marvel tenía que aumentar los poderes de Spiderman para que la batalla resultara plausible, algo que contravenía las reglas del juego. Si Spiderman es Spiderman es porque tiene los poderes de una araña. Si de repente se le atribuye cualquier otro poder tradicional, deja de ser Spiderman y el argumento se viene abajo.

A finales de la década de 1980, Superman sufría de un deux ex machina terminal, un término latino que significa «dios desde la máquina». En las obras griegas y romanas, este término se refería a la salvación del héroe en peligro gracias a la milagrosa aparición de un dios todopoderoso.

Incluso hoy en día, en las historias mal escritas un personaje en problemas puede salvarse y una historia a la deriva se puede redimir con un poco de magia improbable o algún tipo de artimaña alejada de las expectativas razonables del lector. Es justo lo que hace en ocasiones Marvel Comics para rescatar una historia. Salvavidas (o Lifeguard), por ejemplo, es un personaje de X-Men que puede desarrollar cualquier poder necesario para salvar una vida. Es muy útil tenerlo cerca. En la cultura popular abundan los ejemplos de este tipo. Así, al final del libro de Stephen King Apocalipsis (alerta, spoiler), el mismo Dios destruye a los malos de la novela. Toda la novena temporada (1985-1986) de la famosa telenovela Dallas acabó resultando un sueño. Los seguidores protestan ante este tipo de giros, y con razón. Se los ha estafado. La gente que sigue una historia está dispuesta a renunciar a su incredulidad mientras las limitaciones que permiten que la historia sea posible resulten coherentes y consistentes. Los guionistas, por su parte, aceptan ser coherentes con sus decisiones iniciales, y cuando no lo hacen, los seguidores se enfadan. Sienten ganas de tirar el libro a la hoguera o de lanzar un ladrillo a la pantalla.

Y ese fue el problema de Superman: desarrolló poderes tan extremos que podía convertirse en deus para salvarse de cualquier situación y en cualquier momento. Así pues, en la década de 1980, la franquicia estuvo a punto de morir. El historietista John Byrne consiguió reflotarla reescribiendo Superman, es decir, conservando su biografía pero eliminando muchos de los poderes que había acumulado. Ya no podía levantar planetas ni salir ileso de una bomba H. Asimismo, pasó a depender del sol para mantener su poder, como un vampiro inverso. Adquirió así algunas limitaciones razonables. Un superhéroe que puede hacer lo que sea acaba dejando de ser un superhéroe. No es nada específico, así que no es nada. No tiene nada contra lo que luchar, así que no puede resultar admirable. Cualquier clase de Ser parece requerir limitaciones. Quizá sea porque el Ser exige el llegar a ser, más allá de una existencia exclusivamente estática, y llegar a ser algo significa llegar a ser algo más o, al menos, algo diferente. Eso es algo que tan solo un ente limitado está en condiciones de realizar.

Estamos de acuerdo.

¿Pero qué decir sobre el sufrimiento que dichos límites producen? Quizá los límites impuestos por el Ser son tan extremos que habría que renunciar a todo el proyecto. Dostoievski expresa esta idea claramente en boca del protagonista de Memorias del subsuelo: «Resumiendo, se puede decir todo acerca de la historia universal, todo cuanto le venga a uno a la cabeza, máxime si se tiene la imaginación desatinada. Solo una cosa no se podría decir: que haya sido cuerda. Se atragantarían en la primera palabra»[229]. El Mefistófeles de Goethe, el adversario del Ser, anuncia explícitamente su oposición a la creación de Dios en Fausto, tal y como hemos visto. Años más tarde, Goethe escribió la segunda parte de la obra e hizo que el diablo repitiera su credo de una forma ligeramente diferente, tan solo para insistir en el mismo mensaje[230]:

¡Finalizado y la nada absoluta son una y la misma cosa!

¿Qué nos importa entonces la creación eterna?

¿Crear acaso para transformarlo en nada?

«¡Ha finalizado!». ¿Qué se deriva de ello?

Vale lo mismo que si no hubiese existido,

y da vueltas a la noria como si fuese algo.

Preferiría el vacío eterno.

Cualquiera puede entender estas palabras cuando un sueño se derrumba, un matrimonio se termina o algún miembro de la familia contrae una enfermedad devastadora. ¿Cómo puede estructurarse la realidad de una forma tan insoportable? ¿Cómo puede ser posible algo así?

Quizá, tal como sugerían los chicos de Columbine (véase la regla 6), sería mejor no ser y punto. Quizá sería incluso mejor si no existiese ningún tipo de Ser. Pero la gente que llega a la primera conclusión coquetea con el suicidio y los que alcanzan la segunda se acercan a algo todavía peor, algo verdaderamente monstruoso. Rondan la idea de la destrucción total. Especulan con el genocidio o alguna cosa más horrible. Hasta las zonas más oscuras tienen sus propios recovecos oscuros. Y lo verdaderamente terrorífico es que este tipo de conclusiones resultan comprensibles, quizá inevitables, si bien no resulta inevitable llevarlas a la práctica. ¿Qué ha de pensar una persona razonable cuando tiene que lidiar, por ejemplo, con un niño que sufre? ¿No son precisamente las personas razonables y compasivas las que verán cómo ese tipo de pensamientos les pasa por la cabeza? ¿Cómo podría un buen dios permitir que un mundo así existiera?

Puede que esas conclusiones sean lógicas, puede que sean comprensibles. Pero esconden una trampa terrible. Las acciones que engendran (si no los mismos pensamientos) tan solo sirven, de forma inevitable, para empeorar todavía más una situación que ya es mala de por sí. Odiar la vida, despreciarla, incluso si es por el incuestionable dolor que inflige, tan solo sirve para empeorarla aún más de manera insoportable. No supone una auténtica protesta ni tiene nada de bueno, no es sino el deseo de producir sufrimiento por producirlo. Y esa es la misma esencia del mal. La gente que llega a semejantes conclusiones se encuentra a un paso del caos absoluto. A veces tan solo le faltan las herramientas. A veces, como Stalin, controlan con el dedo el botón nuclear.

¿Pero acaso existe algún tipo de alternativa coherente, habida cuenta de los evidentes horrores de la existencia? ¿Acaso se puede justificar de verdad al Ser, con sus mosquitos de la malaria, sus niños soldados y sus enfermedades neurológicas degenerativas? No estoy seguro de que hubiera podido formular una respuesta adecuada para una pregunta así en el siglo XIX, antes de que se perpetraran monstruosamente los horrores totalitarios del siglo XX contra millones de personas. No creo que sin la realidad del Holocausto, las purgas estalinistas o el catastrófico Gran Salto Adelante de Mao[231] fuera posible entender por qué semejantes dudas no resultan moralmente permisibles. Tampoco pienso que sea posible responder a esta pregunta pensando. Pensar conduce de forma inexorable al abismo. No le sirvió a Tolstói y puede que tampoco le sirviera a Nietzsche, de quien podría decirse que pensó con mayor claridad que nadie en la historia sobre estas cosas. Pero si no se puede confiar en el pensamiento en las situaciones más desesperadas, ¿entonces qué nos queda? El pensamiento, al fin y al cabo, es el más elevado de los logros humanos, ¿o no?

Quizá no.

Hay algo que desbanca al pensamiento, a pesar de su poder verdaderamente asombroso. Cuando la existencia se revela como algo existencialmente intolerable, el pensamiento se hunde sobre sí mismo. En semejantes situaciones, en las profundidades, lo que te funciona no es pensar, sino darte cuenta. Quizá puedas empezar por darte cuenta de esto: cuando quieres a alguien, no es a pesar de sus limitaciones, sino a causa de ellas. Claro que es algo complicado. No tienes que estar enamorado de cada uno de los defectos y simplemente aceptarlos. No tendrías que dejar de intentar que la vida sea mejor o tolerar el sufrimiento tal y como está. Pero parece que, en la senda que nos lleva a mejorar, hay límites más allá de los cuales sería mejor no adentrarse a no ser que queramos sacrificar nuestra propia humanidad. Es cierto, una cosa es decir: «El Ser requiere limitaciones» y seguir tan contento cuando el sol brilla, tu padre no tiene alzhéimer, tus hijos están sanos y tu matrimonio es feliz. ¿Pero qué pasa cuando las cosas van mal?

LA DESINTEGRACIÓN Y EL DOLOR

Mikhaila pasó muchas noches en vela cuando sentía dolor. Cuando venía a visitarla su abuelo, le daba algunos de sus comprimidos de Tylenol 3, un analgésico y antiinflamatorio que lleva codeína. Entonces ella podía dormir, pero no mucho tiempo. Nuestra reumatóloga, gracias a la cual la enfermedad de Mikhaila había remitido, llegó al límite de su coraje enfrentándose al dolor de nuestra hija. En una ocasión había prescrito opiáceos a una chica, que se volvió adicta, así que se juró no volver a hacerlo nunca. Le dijo: «¿Alguna vez has probado el ibuprofeno?». Mikhaila descubrió así que los doctores no lo saben todo. Para ella el ibuprofeno era como migajas de pan para alguien que se muere de hambre.

Hablamos con un nuevo médico, que escuchó atentamente. Después ayudó a Mikhaila. Primero le prescribió Tylenol 3, la misma medicación que su abuelo había compartido con ella brevemente. Fue algo valiente, ya que los doctores se enfrentan a mucha presión para no prescribir opiáceos, sobre todo a niños. Pero los opiáceos funcionan. Enseguida, en cualquier caso, el Tylenol dejó de ser suficiente. Empezó a tomar oxicodona, un opioide que es conocido peyorativamente como «la heroína paleta». Sirvió para controlarle el dolor, pero produjo otros problemas. Tammy salió a comer con Mikhaila una semana después de que empezara el tratamiento. Parecía que iba borracha. Hablaba con dificultades y cabeceaba. Y eso no era bueno.

Mi cuñada es enfermera de cuidados paliativos. Le pareció que, además de oxicodona, podíamos administrarle Ritalin, una anfetamina que a menudo se utiliza con niños hiperactivos. El Ritalin le devolvió a Mikhaila la ludicez y también reveló cierto efecto calmante (algo muy bueno si alguna vez tienes que enfrentarte al sufrimiento intratable de alguien). Pero su dolor se volvió cada vez más atroz. Empezó a caerse. Y entonces la cadera se le volvió a trabar, en esta ocasión en el metro, un día que las escaleras mecánicas no funcionaban. Su novio la cargó escaleras arriba y volvió a casa en taxi. El metro dejó de ser un medio de transporte fiable. Ese mes de marzo le compramos a Mikhaila una motocicleta de 50 cc. Era peligroso dejar que se subiera a ella. Pero también era peligroso que se sintiera sin libertad. Así pues, elegimos el primer peligro. Aprobó el examen provisional, lo que le permitía utilizar el vehículo durante el día. Tenía unos meses para progresar y conseguir el carné definitivo.

En mayo le implantaron la prótesis de cadera. El cirujano pudo incluso ajustar una diferencia de medio centímetro preexistente en la longitud de la pierna. El hueso tampoco había muerto, solo se trataba de una sombra en la radiografía. Su tía y sus abuelos vinieron a verla. Tuvimos unos días mejores. Sin embargo, inmediatamente después de la intervención, Mikhaila fue ingresada en un centro de recuperación de adultos. Allí era la persona más joven del lugar, la siguiente le sacaba unos sesenta años. Su compañera de habitación, mayor y muy neurótica, no permitía que las luces estuvieran apagadas, ni siquiera de noche. La anciana no podía ir al baño y tenía que utilizar un orinal. Tampoco soportaba que la puerta de la habitación estuviera cerrada, pero se encontraban justo al lado del puesto de las enfermeras, con sus continuos timbres de alarma y conversaciones en voz alta. Era imposible dormir allí cuando hacía falta dormir. No se permitían las visitas después de las siete de la tarde. El fisioterapeuta, que era el único motivo para haberla trasladado, estaba de vacaciones. La única persona que la ayudaba era el conserje, que se ofreció a llevarla a una sala con varias camas cuando le contó a la enfermera de guardia que no podía dormir. Se trataba de la misma enfermera que se había reído cuando se enteró de qué habitación le había tocado a Mikhaila.

Se supone que debía permanecer allí seis semanas. Estuvo tres días. Cuando el fisioterapeuta volvió de sus vacaciones, Mikhaila trepó por las escaleras del centro de recuperación e inmediatamente controló los ejercicios adicionales que le indicaron. Mientras lo hacía, acondicionamos la casa con los pasamanos necesarios. Y después nos la llevamos a casa. Pudo soportar bien todo el dolor y la operación, pero ¿qué decir del horrible centro de recuperación? Le causó síntomas de estrés postraumático.

Mikhaila se inscribió en un curso completo de prácticas de conducción de motocicletas para poder seguir utilizando la suya de forma legal. A todos nos aterrorizaba que esto fuera necesario. ¿Y si se caía? ¿Y si tenía un accidente? El primer día, Mikhaila practicó con una motocicleta de verdad. Era pesada y se le cayó varias veces. Vio cómo otro conductor novato volcaba y salía rodando en medio del aparcamiento en el que se realizaba el curso. En la mañana del segundo día, tenía miedo de volver. No quería salir de la cama. Hablamos un buen rato y decidimos de común acuerdo que por lo menos iría con Tammy hasta el lugar donde se celebraba el curso. Si se veía incapaz, se quedaría en el coche hasta que terminara la sesión. En el camino recobró el valor. Cuando le dieron el certificado, todos sus compañeros se pusieron de pie y aplaudieron.

Y entonces su tobillo derecho se desintegró. Sus médicos querían fundir los huesos grandes afectados en una sola pieza, pero así se habrían deteriorado los huesos más pequeños del pie, pues tendrían que soportar una mayor presión. Quizá no es algo tan insufrible si se tiene ochenta años, aunque tampoco es precisamente una perita en dulce. Pero no es una solución válida para una persona que está en la adolescencia. Insistimos en una reconstrucción artificial, si bien se trataba de una intervención novedosa. La lista de espera era de tres años, algo totalmente inasumible. El tobillo afectado le dolía mucho más que los problemas anteriores de cadera. Una noche particularmente mala, empezó a delirar y a decir cosas absurdas. No podía calmarla. Sabía que había llegado al límite de su resistencia. Decir que fue un momento de gran estrés es quedarse muy corto.

Nos pasamos semanas y meses investigando de forma desesperada todo tipo de dispositivos de prótesis, intentando evaluar su conveniencia. Buscamos por todas partes para dar con la operación más rápida: India, China, España, Reino Unido, Costa Rica, Florida. Contactamos con el Ministerio de Salud de Ontario, donde fueron de gran ayuda. Localizaron a un especialista en la otra punta del país, en Vancouver. A Mikhaila le colocaron una prótesis de tobillo en noviembre. El posoperatorio fue una agonía absoluta. Tenía el pie mal colocado y la escayola le apretaba la piel contra el hueso. En la clínica no querían darle la oxicodona suficiente para controlar el dolor. Puesto que lo había utilizado previamente, ahora su nivel de tolerancia al analgésico era muy elevado.

Cuando volvió a casa, ya menos dolorida, Mikhaila empezó a disminuir los opiáceos. Odiaba la oxicodona, a pesar de su evidente utilidad. Decía que hacía que su vida se volviera gris. Dadas las circunstancias, a lo mejor era algo bueno. En cuanto le fue posible, dejó de tomarla. Sufrió el periodo de abstinencia durante meses, con sudores nocturnos y hormigueos, la sensación de que por debajo de la piel tienes hormigas subiéndote y bajándote por la pierna. Otro efecto de la abstinencia es que se volvió incapaz de disfrutar cualquier tipo de placer.

Durante gran parte de este periodo, nos vimos abrumados. Las exigencias del día a día no se detienen solo porque te haya arrollado una catástrofe. Todo lo que siempre habías tenido que hacer lo tienes que seguir haciendo. Así pues, ¿cómo te las apañas? He aquí algunas de las cosas que aprendimos.

Resérvate un tiempo para hablar y pensar en la enfermedad o la crisis que sea y en cómo habría que gestionarla cada día. No hables ni pienses en ella de otra manera. Si no limitas su efecto, terminas agotado y todo acaba precipitándose en el abismo. Y esto no te ayuda. Mantén las fuerzas. Estás en guerra, no en una batalla, y la guerra se compone de muchas batallas. Tienes que mantenerte operativo a lo largo de todas ellas. Cuando irrumpan las preocupaciones relativas a la crisis en cualquier otro momento, recuérdate que le dedicarás todo el tiempo necesario en el momento que has elegido. Suele funcionar. A las partes de tu cerebro que generan la ansiedad les interesa más que haya un plan que los detalles de este. No programes este tiempo por la tarde o por la noche, porque después no podrás dormir. Y si no puedes dormir, todo acabará viniéndose abajo.

Cambia la unidad de tiempo que utilizas para enfocar la vida. Cuando brilla el sol, todo va bien y las vacas son gordas, puedes hacer planes para el mes que viene, para el año que viene y para los próximos cinco años. Puedes incluso soñar con la próxima década. Pero resulta imposible hacerlo cuando tienes la pierna metida en la mandíbula de un cocodrilo. «A cada día le basta su desgracia» (Mateo 6:34). A menudo se interpreta como «vive en el presente, no te preocupes por el mañana». Pero no es eso lo que quiere decir. Hay que interpretar esta orden en el contexto del Sermón de la Montaña, del cual forma parte fundamental. En este sermón se sintetizan las diez prohibiciones de los Mandamientos de Moisés en una única autorización prescriptiva. Cristo conmina a sus seguidores a que depositen su fe en el reino celestial de Dios y en la verdad. Se trata de una decisión consciente que implica aceptar el bien primordial del Ser. Es un acto de valentía. Aspira bien alto, como el Geppetto de Pinocho. Pídele un deseo a una estrella y entonces compórtate en consecuencia, de acuerdo con tal aspiración. Una vez que te encuentres alineado con el cielo, puedes concentrarte en el día de hoy. Ten cuidado. Ordena las cosas que puedes controlar. Arregla aquello que parezca defectuoso y mejora las cosas que ya están bien. Quizá, si vas con cuidado, puedas apañártelas. La gente es muy dura y puede sobrevivir a grandes dolores y derrotas. Pero para perseverar necesitan ver lo bueno que tiene el Ser. Si lo pierden, entonces están perdidos de verdad.

LOS PERROS, DE NUEVO…, Y LOS GATOS, POR FIN

Los perros son como las personas. Son los amigos y aliados de los seres humanos. Son sociales y jerárquicos y están domesticados. Están felices en lo más bajo de la pirámide familiar. Corresponden a la atención que reciben con lealtad, admiración y amor. Los perros son estupendos.

Los gatos, sin embargo, son criaturas particulares. No son ni sociales ni jerárquicos, o como mucho lo son puntualmente. Están domesticados a medias. No hacen trucos y son amistosos tan solo en sus propios términos. A los perros se los ha domado, pero los gatos han tomado una decisión. Parecen estar dispuestos a interactuar con los humanos por motivos extraños que solo ellos comprenden. Para mí los gatos son una manifestación de la naturaleza, del Ser, en una forma casi perfecta. Además son una forma del Ser que mira a los seres humanos y da su aprobación.

Cuando te encuentras un gato por la calle, pueden pasar muchas cosas. Si veo un gato a distancia, por ejemplo, la parte malvada de mí quiere darle un susto con un bufido bien alto, apretando los incisivos con el labio inferior. Algo así hace que al gato se le erice la piel nervioso y que se ponga de lado para parecer más grande. Quizá no tendría que reírme de los gatos, pero es difícil resistirse. El poder asustarlos es una de las mejores cosas que tienen (además del hecho de que se sienten inmediatamente contrariados y avergonzados por haber reaccionado de forma tan exagerada). Pero cuando puedo controlarme, me agacho y llamo al gato para poder acariciarlo. A veces se va corriendo. A veces me ignora por completo, porque para algo es un gato. Pero a veces el gato se acerca a mí, aprieta la cabeza contra la mano tendida y disfruta. A veces incluso se da la vuelta y arquea la espalda contra el cemento polvoriento (si bien los gatos que adoptan esta posición a menudo muerden y arañan incluso una mano amiga).

En el otro lado de la calle en la que vivo hay una gata que se llama Ginger. Ginger es una siamesa, una gata hermosa, muy tranquila y mansa. Se posiciona muy abajo en la escala de neuroticismo, uno de los cinco grandes rasgos de personalidad que funciona como índice de ansiedad, miedo y dolor emocional. A Ginger no le molestan lo más mínimo los perros. Nuestro perro, Sikko, es su amigo. En ocasiones, cuando la llamas (y a veces sin llamarla), Ginger cruza trotando la calle con la cola empinada y un poco retorcida en el extremo. Entonces se vuelca boca arriba delante de Sikko, que, al verla, agita feliz la cola. Después, si le apetece, puede que pase a visitarte como medio minuto. Es una pausa agradable. En un buen día, es un poco de luz adicional; en uno malo, un pequeño alivio.

Si prestas atención, incluso en un mal día puede que tengas la suerte de encontrarte con pequeñas oportunidades exactamente así. Quizá veas a una niñita bailando en la calle porque lleva puesto un vestido de ballet. Quizá disfrutes de un café particularmente bueno en una cafetería en la que les importan los clientes. Quizá puedas arañar diez o veinte minutos para hacer algo ridículo que te distraiga o que te recuerde que eres capaz de reírte de lo absurdo de la existencia. En mi caso, me gusta ver un episodio de Los Simpson a una velocidad de 1,5: así todas las risas se concentran en dos tercios del tiempo.

Y quizá cuando salgas a pasear y te dé vueltas la cabeza, aparezca un gato; y si le prestas atención, podrás recordar aunque solo sea durante quince segundos que la maravilla del Ser puede compensar el sufrimiento imposible de erradicar que lo acompaña.

Si te encuentras un gato por la calle, acarícialo.

Post scriptum: Poco después de escribir este capítulo, el médico de Mikhaila le dijo que había que retirarle la prótesis de tobillo y fundirle el tobillo. La amputación se asomaba en el horizonte. Llevaba ocho años sufriendo dolores, desde que le implantaron la prótesis, y seguía teniendo una movilidad considerablemente limitada, si bien tanto con una cosa como con la otra le iba mucho mejor que antes. Cuatro días más tarde, se encontró por casualidad con un nuevo fisioterapeuta. Era un tipo alto y corpulento, que escuchaba con atención y se había especializado en tratamientos de tobillo en Londres. Le puso las manos alrededor del tobillo y lo apretó cuarenta segundos mientras Mikhaila movía el pie de un lado a otro. De repente, un hueso desplazado se deslizó de vuelta justo donde tenía que estar y su dolor desapareció. Nunca llora delante del personal médico, pero en esta ocasión le pudo el llanto. Su rodilla se quedó recta. Ahora puede andar largas distancias y caminar descalza por ahí. La pantorrilla de su pierna enferma se está recuperando de nuevo y puede flexionar mucho más la articulación artificial. Este año se ha casado y ha tenido una niña, Elizabeth, que lleva el nombre de la difunta madre de mi esposa.

Las cosas van bien.

Por ahora.

Ir a la siguiente página

Report Page