12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


Conclusión

Página 27 de 31

CONCLUSIÓN

¿QUÉ DEBO HACER CON EL BOLÍGRAFO CON LUZ QUE ACABO DE DESCUBRIR?

A FINALES DE 2016 viajé al norte de California para visitar a un amigo y socio de negocios. Pasamos una tarde pensando y hablando. En un momento dado, se sacó un bolígrafo de la chaqueta y tomó unas cuantas notas. Estaba equipado con un diodo led que proyectaba luz desde la punta, de tal forma que resultaba más fácil escribir en la oscuridad. «Otro cacharro más», pensé. Sin embargo, más tarde, cuando me encontraba en una disposición más metafórica, la idea del bolígrafo con luz me causó una profunda impresión. Tenía algo simbólico, algo metafísico. Al fin y al cabo, todos estamos en la oscuridad gran parte del tiempo y a todos nos vendría bien tener algo escrito con luz que nos guiara a través del camino. Cuando volvimos a hablar, le dije que quería escribir algo y le pregunté si me podía regalar el bolígrafo. Cuando me lo entregó, me sentí excepcionalmente complacido. ¡Ya podía escribir palabras iluminadas en la oscuridad! Obviamente algo así había que hacerlo en condiciones. Así que me dije a mí mismo con absoluta seriedad: «¿Qué debo hacer con el bolígrafo con luz que acabo de descubrir?». Hay dos versículos del Nuevo Testamento que abordan estas cuestiones. Me han dado mucho que pensar:

Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. (Mateo 7:7-8)

A primera vista, no parece más que un testimonio de lo mágico de la oración, en el sentido que permite rogarle a Dios para que nos conceda favores. Pero Dios, sea lo que sea o sea quien sea, no se reduce a alguien que concede deseos. Cuando se vio tentado por el mismo diablo en el desierto —tal y como vimos en la regla 7, «Dedica tus esfuerzos a hacer cosas con significado, no aquello que más te convenga»—, hasta Cristo se resistió a invocar a su padre para pedirle un favor. Es más, día tras día las oraciones de muchas personas desesperadas no son atendidas. Pero esto quizá se deba a que las preguntas que contienen no están correctamente planteadas. Quizá no sea razonable pedirle a Dios que infrinja las normas de la física cada vez que acabamos en la cuneta o cometemos un error serio. Quizá, en tales circunstancias, no tengas que poner el carro antes que los bueyes y limitarte a desear que tu problema se resuelva de alguna forma mágica. Quizá, en su lugar, podrías preguntar qué es lo que habría que hacer ahora mismo para aumentar tu determinación, reforzar tu carácter y encontrar la fuerza necesaria para seguir adelante. Quizá, en su lugar, podrías pedir ver la verdad.

En numerosas ocasiones a lo largo de nuestros casi treinta años de matrimonio, mi mujer y yo hemos tenido nuestras discrepancias, a veces graves. Nuestra unidad parecía estar rota a un nivel ignotamente profundo y no éramos capaces de resolver esa ruptura simplemente hablando. Por el contrario, nos veíamos atrapados en discusiones cargadas de emociones, de rabia y de ansiedad. Acordamos que cuando algo así ocurriera nos separaríamos brevemente, ella en una habitación y yo en otra. A menudo era algo bastante difícil porque resulta complicado apartarse en lo más álgido de una discusión, cuando la rabia engendra el deseo de derrotar y ganar. Pero parecía mejor que arriesgarse a las consecuencias de una pelea que amenazaba con írsenos de las manos.

Solos cada uno, intentando calmarnos, nos hacíamos la misma pregunta: «¿Qué es lo que cada uno había hecho para contribuir a la situación por la que estábamos discutiendo? Por pequeño o distante que fuera, algún error habíamos cometido». Después nos volvíamos a juntar e intercambiábamos los resultados de nuestras reflexiones: «Aquí es donde me equivoqué…».

El problema de preguntarse algo así es que tienes que querer responder de verdad. Y el problema al hacerlo es que no te gustará la respuesta. Cuando discutes con alguien, quieres llevar la razón y quieres que la otra persona esté equivocada. Así, es esta quien tiene que sacrificar algo y cambiar, no tú, y eso resulta más deseable. Si eres tú quien está equivocado y tienes que cambiar, entonces tienes que cuestionarte a ti mismo, tus recuerdos del pasado, tu manera de ser en el presente y tus planes para el futuro. Y entonces tienes que tomar la determinación de mejorar y averiguar cómo puedes hacerlo. Y después tienes que hacerlo de verdad. Y es agotador. Es algo que requiere mucha práctica, para así encontrar ejemplos de las nuevas percepciones y convertir las nuevas acciones en costumbres. Resulta mucho más fácil no darse cuenta, ni admitir, ni implicarse. Resulta mucho más fácil apartar la mirada de la verdad y permanecer voluntariamente ciego.

Pero es justo en ese instante cuando tienes que decidir si quieres llevar la razón o quieres estar en paz[232]. Tienes que decidir si quieres insistir en lo absolutamente correcto de tu opinión o bien escuchar y negociar. No consigues la paz llevando la razón. Lo único que consigues es llevar la razón, mientras que a la otra persona le toca estar equivocada, es decir, derrotada y equivocada. Haz eso diez mil veces y tu matrimonio se habrá acabado (o desearás que lo esté). Para elegir la alternativa (buscar la paz), tienes que decidir que prefieres saber cuál es la respuesta antes que llevar la razón. Es así como se sale de la cárcel de las ideas preconcebidas que defiendes con tozudez. Y eso es lo que verdaderamente significa cumplir la regla 2, «Trátate a ti mismo como si fueras alguien que depende de ti».

Mi mujer y yo descubrimos que si te haces esa pregunta y de verdad quieres conocer la respuesta (por lamentable, terrible y vergonzosa que resulte), entonces surgirá de las profundidades de tu mente el recuerdo de algo estúpido y errado que hiciste en un momento determinado de un pasado que todavía no está muy lejos. Y después puedes ir a buscar a tu pareja y revelarle por qué eres idiota, y disculparte (sinceramente), y entonces esa persona puede hacer lo mismo contigo y disculparse (sinceramente), tras lo cual los dos idiotas que sois podréis volver a hablar. Quizá esa es la verdadera oración: la pregunta «¿En qué me he equivocado y qué puedo hacer ahora para arreglar por lo menos un poco las cosas?». Pero tu corazón tiene que estar abierto a la terrible verdad. Tienes que mostrarte receptivo a aquello que no quieres escuchar. Cuando decides descubrir cuáles son tus defectos para poder rectificarlos, abres una línea de comunicación con la fuente de todo pensamiento revelador. Quizá es lo mismo que consultar tu consciencia. Quizá es lo mismo, de alguna forma, que hablar con Dios.

Con eso en la cabeza y un papel delante de mí, me hice esta pregunta: «¿Qué debo hacer con el bolígrafo con luz que acabo de encontrar?». Pregunté como si de verdad quisiera conocer la respuesta. Esperé una respuesta. Se trataba de una conversación entre dos elementos diferentes de mí mismo. Pensaba de verdad, o escuchaba, en el sentido descrito en la regla 9, «Da por hecho que la persona a la que escuchas puede saber algo que tú no sabes». Esta regla puede aplicarse tanto a ti mismo como a los demás. Era yo, desde luego, quien había hecho la pregunta, y yo también, desde luego, quien respondía. Pero esos dos «yo» no eran el mismo. No sabía cuál sería la respuesta. Esperaba que apareciera en el teatro de mi imaginación. Esperaba que las palabras surgieran del vacío. ¿Cómo es posible que a una persona se le ocurra algo que la sorprenda? ¿Cómo puede no saber ya lo que piensa? ¿De dónde salen los nuevos pensamientos? ¿Quién o qué los piensa?

Puesto que me habían dado nada más y nada menos que un bolígrafo con luz, que podía escribir palabras iluminadas en la oscuridad, quería hacerlo lo mejor que pudiera. Así pues, me hice la pregunta adecuada y casi de inmediato se reveló una respuesta: «Escribe las palabras que quieres tener inscritas en el alma». Escribí eso. Tenía muy buena pinta, un poco tirando a romántica, desde luego, pero a eso estábamos jugando. Y entonces subí la apuesta. Decidí preguntarme las cosas más difíciles que se me pudieran ocurrir y esperar las respuestas. Después de todo, si tienes un bolígrafo con luz, tendrías que utilizarlo para responder preguntas difíciles. Esta fue la primera: «¿Qué debo hacer mañana?». Enseguida vino la respuesta: «El mayor bien posible en el tiempo más corto». También resultaba satisfactoria, algo que conjugaba un objetivo ambicioso con las exigencias de una eficiencia máxima. Un reto respetable. La segunda pregunta era del mismo cariz: «¿Qué debo hacer el próximo año? Tratar de asegurarme de que el bien que hago será solo superado por el que haré el año siguiente». También parecía sólida, una bonita extensión de las ambiciones detalladas en la respuesta anterior. Le dije a mi amigo que estaba probando un experimento muy serio escribiendo con el bolígrafo que me había dado. Pregunté si podía leerle en voz alta lo que había redactado hasta el momento. Las preguntas, con las respuestas, también le calaron hondo. Era algo bueno. Era algo que me daba impulso para continuar.

Con la siguiente pregunta acabó el primer grupo: «¿Qué debo hacer con mi vida? Ten como objetivo el paraíso y concéntrate en el día de hoy». ¡Ajá! Eso sabía lo que significaba. Es lo que Geppetto hace en la película de Disney Pinocho cuando le pide un deseo a una estrella. El venerable carpintero alza la mirada hacia el diamante que centellea por encima del prosaico mundo de las preocupaciones humanas cotidianas y expresa su deseo más profundo: que la marioneta que ha creado se suelte de los hilos con los que otros la manipulan y se transforme en un niño de verdad. Ese es también el mensaje central del Sermón de la Montaña, tal y como vimos en la regla 4, «No te compares con otro, compárate con quien eras tú antes», pero merece la pena repetirlo aquí:

¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se arroja al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. (Mateo 6:28-33)

¿Qué significa todo esto? Oriéntate correctamente. Entonces, y solo entonces, concéntrate en el día de hoy. Apunta a lo bueno, a lo bello, a lo verdadero, y entonces dirige tu atención de forma certera y cuidadosa a las preocupaciones de cada momento. Ten el cielo continuamente como objetivo mientras te esmeras en la tierra. Ocúpate así por completo del futuro, y al mismo tiempo ocúpate por completo del presente. Y así tendrás las mayores posibilidades de perfeccionar los dos.

Acto seguido pasé del uso del tiempo a mis relaciones con la gente, así que escribí y luego le leí a mi amigo estas preguntas y respuestas: «¿Qué debo hacer con mi mujer? Trátala como si fuera la sagrada madre de Dios, para que así pueda dar a luz al héroe que redima al mundo. ¿Qué debo hacer con mi hija? Mantente a su lado, escúchala, vigílala, forma su mente y déjale claro que no pasa nada si quiere ser madre. ¿Qué debo hacer con mis padres? Actúa de tal forma que tus acciones justifiquen el sufrimiento por el que pasaron. ¿Qué debo hacer con mi hijo? Anímalo para que sea un verdadero Hijo de Dios».

«Honrar a tu mujer como la madre de Dios» es reconocer y apoyar el elemento sagrado de su papel como madre (no solo de tus hijos, sino como tal). Una sociedad que olvida no puede sobrevivir. La madre de Hitler trajo al mundo a Hitler y la de Stalin, a Stalin. ¿Había algo errado en esas relaciones tan cruciales? Parece probable, teniendo en cuenta la importancia del papel de la madre a la hora de establecer confianza[233], por citar un único ejemplo de vital relevancia. Quizá no se subrayó lo suficiente la importancia de sus obligaciones maternas y de sus relaciones con los niños. Quizá lo que hacían las mujeres en su función de madres no era valorado de forma apropiada por parte del marido, del padre y de la sociedad. Pero, si no fuera así, ¿qué clase de hijo podría crear una mujer si se la tratara de forma adecuada, honrosa y atenta? Después de todo, el destino del mundo está en las manos de cada recién nacido, un ser diminuto, frágil y amenazado, pero que, con el tiempo, será capaz de pronunciar las palabras y realizar las acciones que mantienen el eterno y delicado equilibrio entre el caos y el orden.

«Mantenerme al lado de mi hija» significa animarla en todo lo que con valentía quiera realizar, pero también imprimir un aprecio genuino por la feminidad: reconocer la importancia del hecho de tener una familia e hijos y resistir a la tentación de denigrarlo o devaluarlo en contraposición con los logros profesionales o las ambiciones personales. No es por nada que la madre sagrada y el niño componen una imagen divina, tal y como he analizado. Las sociedades que dejan de honrar esa imagen, que dejan de considerarla una relación de importancia trascendente y fundamental, también dejan de existir.

«Actuar para justificar el sufrimiento de tus padres» es recordar los innumerables sacrificios que todos los que vivieron antes que tú (tus padres en particular) han realizado por ti durante todo el terrible pasado. Significa agradecer todo el progreso que se ha producido en consecuencia y después actuar de acuerdo con ese recuerdo y esa gratitud. La gente se sacrificó enormemente para conseguir lo que tenemos ahora. En muchos casos llegaron a morir por ello, así que tendríamos que comportarnos con cierto respeto.

«Animar a mi hijo para que sea un verdadero Hijo de Dios» significa querer que ante todo haga lo que está bien y esforzarse por apoyarlo cuando así sea. Eso es, en mi opinión, parte del mensaje del sacrificio: valorar y apoyar el compromiso de tu hijo con el bien trascendental por encima de todas las cosas (incluido su progreso terrenal, por llamarlo de algún modo, así como su seguridad y quizá, incluso, su propia vida).

Seguí preguntando cosas. Las respuestas aparecían en cuestión de segundos. «¿Qué debo hacer con el extraño? Invitarlo a mi casa y tratarlo como un hermano, para que así se convierta en uno de nosotros». Eso significa extenderle la mano de la confianza a alguien de tal forma que se abra paso lo mejor que lleva en su interior y pueda corresponder. Es manifestar la hospitalidad sagrada que hace posible la vida entre aquellos que aún no se conocen. «¿Qué debo hacer con un alma caída? Ofrecerle ayuda de forma sincera y prudente, pero sin caer en el lodazal». Es un buen resumen de lo que engloba la regla 3, «Traba amistad con aquellas personas que quieran lo mejor para ti». Es una orden para abstenerse tanto de echarle margaritas a los cerdos como de pretender que el vicio sea virtud. «¿Qué debo hacer con el mundo? Comportarme como si el Ser fuera más valioso que el No Ser». Actúa de tal forma que la tragedia de la existencia no te amargue ni te corrompa. Esa es la esencia de la regla 1, «Enderézate y mantén los hombros hacia atrás»: enfréntate de forma voluntaria a la incertidumbre del mundo y hazlo con fe y valor.

«¿Cómo debo educar a mi gente? Compartiendo con ellos las cosas que me parecen verdaderamente importantes». Esa es la regla 8, «Di la verdad, o por lo menos no mientas». Significa tener la sabiduría como objetivo, insuflar esa sabiduría en las palabras y pronunciarlas como si importaran, con verdadera atención y auténtico cuidado. Es algo que también afecta a la siguiente pregunta (y respuesta): «¿Qué tengo que hacer con un país desgarrado? Zúrcelo con palabras prudentes y con la verdad». La importancia de esta orden se ha vuelto aún más clara durante los últimos años: nos estamos dividiendo, polarizándonos y sumergiéndonos en el caos. En tales circunstancias es necesario, si queremos evitar la catástrofe, que cada uno de nosotros impulse la verdad tal y como la vemos: no los argumentos que justifican nuestras ideologías, no las maquinaciones que amplían nuestras ambiciones, sino los hechos de nuestra existencia en su absoluta pureza, revelados a los demás para que los puedan ver y contemplar, de tal forma que podamos hallar un espacio común y continuar juntos.

«¿Qué debo hacer por Dios mi padre? Sacrificar todo lo que más valoro en pos de una perfección aún mayor». Deja que arda la madera seca, para que así se imponga la nueva vegetación. Esa es la lección terrible de Caín y Abel, detallada en la reflexión sobre el significado que enmarca la regla 7, «Dedica tus esfuerzos a hacer cosas con significado, no aquello que más te convenga». «¿Qué debo hacer con alguien que miente? Dejar que hable, para que así se revele a sí mismo». La regla 9 («Da por hecho…») vuelve a resultar relevante aquí, así como otro pasaje del Nuevo Testamento:

Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos. El árbol que no da fruto bueno se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis. (Mateo 7:16-20)

Tiene que revelarse la putrefacción antes de que se pueda levantar en su lugar algo sólido, tal y como se indicó también en el desarrollo de la regla 7. Todo esto resulta pertinente para entender la siguiente pregunta y respuesta: «¿Cómo debo enfrentarme al iluminado? Sustituyéndolo por aquel que busque de verdad iluminarse». No hay iluminado alguno, tan solo quien quiere iluminarse más. El verdadero Ser es un proceso, no un estado; un viaje, no un destino. Es la transformación continua de lo que sabes, mediante el encuentro con lo que no sabes, y no el aferrarse de forma desesperada a una seguridad que en todo caso siempre será insuficiente. Así se explica la importancia de la regla 4 («No te compares…»). Pon siempre tu evolución por encima de tu estado actual. Eso significa que es necesario reconocer y aceptar tus carencias para que así puedan rectificarse continuamente. Es algo doloroso, desde luego, pero sales ganando.

Las siguientes preguntas y respuestas formaron un grupo bien cohesionado, que en este caso se concentró en la ingratitud: «¿Qué debo hacer cuando desprecio lo que tengo? Recordar a aquellos que no tienen nada y que aspiran a ser agradecidos». Estudia la situación que tienes delante de ti. Piensa en la regla 12, «Si te encuentras un gato por la calle, acarícialo», que podría parecer una broma. Piensa también que puede que te hayas quedado atascado en tu progreso no por falta de oportunidad, sino porque has sido demasiado arrogante como para aprovechar de verdad aquello que tienes delante. Esa es la regla 6, «Antes de criticar a alguien, asegúrate de tener tu vida en perfecto orden».

Recientemente hablé con un joven acerca de estas cosas. Apenas se había alejado alguna vez de su familia y nunca había salido de su estado natal, pero viajó hasta Toronto para asistir a una de mis conferencias y venir a verme a mi casa. Se había aislado a sí mismo demasiado a lo largo de su corta vida y se veía sobrepasado por la ansiedad. Cuando nos conocimos, apenas podía hablar. Sin embargo, el año anterior había tomado la determinación de hacer algo al respecto. Empezó por aceptar un trabajo humilde lavando platos. Decidió hacerlo bien cuando podría haberlo despachado con desprecio. Era lo suficientemente inteligente como para sentir rencor hacia un mundo que no reconocía sus capacidades, pero, en vez de eso, decidió aceptar aquello que pudiera encontrar con genuina humildad, que es la verdadera precursora de la sabiduría. Ahora se ha emancipado. Y eso ya está mejor que seguir viviendo con la familia. Ahora tiene algo de dinero. No mucho, pero más que nada. Y él se lo ha ganado. Ahora se está enfrentando al mundo social y está sacando provecho del consecuente conflicto.

Quien conoce al prójimo es inteligente

quien se conoce a sí mismo, iluminado.

Quien vence al otro es fuerte

quien se vence a sí mismo, poderoso.

Quien está satisfecho con lo que tiene es rico.

Quien se esfuerza tiene voluntad.

Quien permanece en su camino perdura.

Quien muere mas no perece

empieza la vida eterna[234].

Mientras mi visitante, todavía ansioso pero en transformación y determinado, siga avanzando por el mismo camino, será cada vez más competente y cada vez estará más realizado, y para ello no le hará falta mucho tiempo. Pero esto solo sucederá porque aceptó su humilde situación y fue lo suficientemente agradecido como para dar un primer paso igualmente humilde hacia la salida. Y eso ya está mucho mejor que esperar de forma interminable la llegada mágica de Godot. Es mucho mejor que una existencia arrogante, estática e invariable, mientras se van congregando los demonios de la rabia, el resentimiento y la vida que no se vivió.

«¿Qué debo hacer cuando la avaricia me consuma? Recordar que es verdaderamente mejor dar que recibir». El mundo es un foro en el que se comparte y se comercia (de nuevo la regla 7), no un palacio con tesoros que haya que desvalijar. Dar significa hacer lo que puedes para mejorar las cosas. El bien que la gente tiene en su interior responderá, lo apoyará, lo imitará, lo multiplicará, lo devolverá y lo propiciará, de tal modo que todo mejore y avance.

«¿Qué debo hacer cuando destrozo mis ríos? Buscar agua fresca y dejar que purifique la Tierra». Esta es una pregunta y una respuesta que surgieron de forma particularmente inesperada. Parece particularmente relacionada con la regla 6, «Antes de criticar…». Quizá tengamos que analizar nuestros problemas ambientales técnicamente. Quizá sea mejor valorarlos en términos psicológicos. Cuantas más sean las personas que tratan de resolverlos, mayor será la responsabilidad que asuman con el mundo que las rodea y más problemas serán capaces de resolver[235]. Tal y como se dice, es mejor gobernar tu propio espíritu que gobernar una ciudad. Es más fácil subyugar a un enemigo exterior que al que llevamos dentro. Quizá el problema medioambiental sea en última instancia espiritual. Si somos capaces de imponer el orden en nuestro interior, quizá podamos hacer lo propio con el mundo. Aunque, claro, ¿qué otra cosa podría decir un psicólogo?

El siguiente grupo de preguntas estaba relacionado con cómo responder de forma adecuada a la crisis y al agotamiento.

«¿Qué debo hacer cuando mi enemigo triunfa? Apunta un poco más alto y muéstrate agradecido por la lección». Vuelvo a Mateo: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (5:43-45). ¿Qué significa esto? Aprende del éxito de tus enemigos, escucha su crítica (regla 9), de tal modo que te sea posible rescatar de su hostilidad aquellos fragmentos de sabiduría que puedas incorporar en tu desarrollo; adopta como ambición la creación de un mundo en el que aquellos que van en tu contra vean la luz, abran los ojos y triunfen, para que así ese bien mayor al que aspiras también los incluya a ellos.

«¿Qué he de hacer cuando esté cansado e impaciente? Aceptar con gratitud la mano tendida que te ofrece ayuda». Esto tiene un doble significado. Es, en primer lugar, una orden para reconocer la realidad de las limitaciones del individuo y, en segundo, para aceptar y mostrar gratitud ante el apoyo de los demás, ya se trate de familia, amigos, conocidos o extraños. El agotamiento y la impaciencia son inevitables. Hay mucho por hacer y muy poco tiempo para hacerlo. Pero no tenemos que luchar solos, y únicamente hay cosas buenas cuando nos repartimos las responsabilidades, cooperamos en nuestros esfuerzos y compartimos el mérito del trabajo productivo y lleno de significado que así se realiza.

«¿Qué debo hacer con el envejecimiento? Sustituir el potencial de mi juventud por los logros de mi madurez».

Esto sirve para rememorar la reflexión acerca de la amistad que enmarcaba la regla 3 y la historia del juicio y la muerte de Sócrates, que se puede resumir de la siguiente forma: «Una vida que se ha vivido de forma plena justifica sus propias limitaciones». El joven sin nada tiene que comparar sus posibilidades con los logros de sus mayores. No tiene por qué ser un mal arreglo tampoco. «Un hombre viejo es algo miserable —escribió William Butler Yeats en Rumbo a Bizancio—, un andrajoso abrigo sobre un palo, a menos que el alma haga palmas, y cante, y cante para todos los andrajos en su traje mortal»[236].

«¿Qué debo hacer con la muerte de mi hijo? Abrazar a mis otros seres queridos y curar su dolor». Es necesario ser fuerte ante la muerte, porque la muerte es intrínseca a la vida. Por este motivo les digo a mis estudiantes: procurad ser la persona en la que todo el mundo, en el funeral de vuestro padre, pueda encontrar apoyo en su dolor y tristeza. He aquí una ambición noble y valiosa: la fuerza ante la adversidad. Y es algo muy diferente a desear una vida exenta de problemas.

«¿Qué debo hacer en el próximo momento funesto en el que me encuentre? Concentrarme en el siguiente paso correcto». Se aproxima el diluvio. El diluvio siempre se está aproximando. El apocalipsis siempre nos acecha. De ahí que la historia de Noé sea paradigmática. Las cosas se derrumban, como subrayé en las reflexiones en torno a la regla 10, «A la hora de hablar, exprésate con precisión», y la parte central no puede mantenerse en pie. Cuando todo se ha vuelto caótico e incierto, puede que lo único que quede para guiarte sea el carácter que has construido previamente mientras aspirabas a subir y te concentrabas en el momento presente. Si no lo has conseguido, tampoco conseguirás salir adelante en el momento de crisis. Y entonces, que Dios te ayude.

Ese último grupo contenía las que creía que eran las preguntas más difíciles de todas las que me hice aquella noche. La muerte de un niño es, quizá, la peor de las catástrofes. Muchas relaciones se desmoronan tras una tragedia semejante. Pero la desintegración ante semejante horror no es inevitable, aunque sí comprensible. He visto a personas estrechar enormemente los lazos familiares que quedaban tras la muerte de un ser querido. Las he visto volverse hacia los que todavía estaban presentes y redoblar sus esfuerzos para conectar con ellos y apoyarlos. Gracias a ello, todos recuperaron al menos una parte de lo que la muerte les había arrebatado de una forma tan terrible. Tenemos que estar unidos ante la tragedia de la existencia. Nuestras familias pueden ser el salón con la lumbre, cómodo, acogedor y cálido, mientras en el exterior se desatan las inclemencias del invierno.

Profundizar en el conocimiento de nuestra fragilidad, de nuestra condición mortal, es algo que puede aterrar, amargar y separar. Pero también puede despertar. Puede recordar a aquellos que están sufriendo que no tienen que asumir que sus seres queridos siempre estarán ahí. En una ocasión realicé unos cálculos escalofriantes relacionados con mis padres, que tienen más de ochenta años. Era un ejemplo de la odiosa aritmética que apareció cuando hablaba de la regla 5, «No permitas que tus hijos hagan cosas que detestes», e hice todas las operaciones necesarias para ser convenientemente consciente. Veo a mi madre y a mi padre dos veces al año. Normalmente pasamos juntos varias semanas. Entre una visita y otra hablamos por teléfono. Pero la esperanza de vida de las personas que van por los ochenta es de menos de diez años. Eso significa que, si tengo suerte, en principio veré a mis padres menos de veinte veces más. Es horrible saber algo así. Pero saberlo me sirve para dejar de dar por descontadas esas visitas.

El siguiente grupo de preguntas (y respuestas) estaba relacionado con el desarrollo del carácter. «¿Qué debo decirle a un hermano sin fe? El Rey de los Condenados es un mal juez del Ser». Estoy firmemente convencido de que la mejor forma de arreglar el mundo, el auténtico sueño de un manitas, es arreglarte a ti mismo, tal y como analicé en la regla 6. Cualquier otra cosa resulta presuntuosa. Cualquier otra cosa puede causar daño, a causa de tu ignorancia y tu falta de habilidad. Pero no pasa nada. Hay muchas cosas que hacer justo donde estás. Después de todo, tus defectos personales concretos afectan al mundo de forma negativa. Tus pecados conscientes y voluntarios (porque no se los puede llamar de otra manera) hacen que las cosas sean peores de lo que tienen que ser. Tu pasividad, tu inercia y tu cinismo apartan del mundo esa parte de ti que podría aprender a sofocar el sufrimiento y a establecer la paz. Y no es algo bueno. Hay infinitos motivos para perder toda esperanza a propósito del mundo, para enfadarse, acumular rencor y buscar venganza.

La incapacidad de realizar los sacrificios adecuados, la incapacidad de revelarte, la incapacidad de vivir y decir la verdad…, todo eso te debilita. Y en ese estado de debilidad serás incapaz de prosperar en el mundo y no resultarás de ningún provecho a los demás. Fracasarás y sufrirás de forma estúpida, y así tu alma se corromperá. ¿Y cómo podría ser si no? La vida ya es lo suficientemente dura cuando las cosas van bien. ¿Pero qué pasa cuando van mal? He descubierto, a través de experiencias dolorosas, que nunca van tan mal como para que no puedan ir todavía peor. Por eso el infierno es un pozo sin fondo. Por eso el infierno se asocia con el pecado ya mencionado. En el peor de los casos, el terrible sufrimiento de las almas más desgraciadas puede atribuirse a errores que cometieron deliberadamente en el pasado: actos de traición, engaño, crueldad, desidia, cobardía y, el más común de todos, ceguera deliberada. Sufrir de forma terrible y saber que tú eres la causa, he aquí lo que es el infierno. Y una vez que se está en el infierno, resulta muy fácil culpar al mismo Ser. Y no hay de qué extrañarse. Pero no se puede justificar. Y es por eso que el Rey de los Condenados es un mal juez del Ser.

¿Cómo puedes hacer de ti alguien en el que puedas confiar, en los mejores y en los peores momentos, en la paz y en la guerra? ¿Cómo puedes moldearte un carácter que no se vaya a aliar en el sufrimiento y en la miseria con todo lo que mora en el infierno? Las preguntas y las respuestas continuaron, todas ellas relacionadas de una forma u otra con las reglas que he presentado en este libro.

«¿Qué debo hacer para reforzar mi espíritu? No decir mentiras ni hacer aquello que desprecio».

«¿Qué debo hacer para ennoblecer mi cuerpo? Usarlo solo al servicio de mi alma».

«¿Qué debo hacer con la pregunta más difícil de todas? Considerarla la entrada al camino de la vida».

«¿Qué debo hacer con las penas del pobre? Esforzarme para dar el ejemplo apropiado y levantar su corazón roto».

«¿Qué debo hacer cuando las multitudes me intenten atraer? Mantenerme firme y proclamar mis desgarradas verdades».

Y eso fue todo. Todavía tengo mi bolígrafo con luz, pero desde entonces no he vuelto a escribir nada. Quizá lo haga de nuevo cuando un día me sienta con el ánimo oportuno y algo surja desde lo más profundo de mí. Pero incluso si no ocurre nunca, me sirvió para encontrar las palabras apropiadas para cerrar este libro.

Espero que lo que he escrito te haya resultado útil. Espero que te haya revelado cosas que sabías que no sabías que sabías. Espero que la antigua sabiduría de la que he hablado te proporcione fuerza. Espero que haya alimentado la chispa que hay en tu interior. Espero que puedas corregirte, poner en orden tu familia y aportar paz y prosperidad a tu comunidad. Espero, de acuerdo con la regla 11, «Deja en paz a los chavales que montan en monopatín», que des fuerzas y que motives a aquellos que dependen de tu cuidado en vez de protegerlos hasta debilitarlos.

Te deseo lo mejor y espero que puedas desear lo mejor a otros.

¿Qué escribirás tú con tu bolígrafo con luz?

Ir a la siguiente página

Report Page