12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


Nota preliminar

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NOTA PRELIMINAR

Este libro tiene una historia corta y otra larga. Empezaremos con la corta.

En 2012 empecé a participar en un sitio web llamado Quora. En Quora cualquiera puede hacer una pregunta, del tipo que sea, y cualquiera puede responder. Los lectores, con sus votos, hacen que suban las respuestas que más gustan y que bajen las que no. De esta forma, las respuestas más útiles aparecen en la parte superior de la página mientras que las demás caen en el olvido. El sitio me suscitó curiosidad. Me gustaba su carácter abierto e indiscriminado. A menudo los debates resultaban apasionantes y era interesante ver el amplio abanico de opiniones que una misma pregunta suscitaba.

Cuando me tomaba un descanso (o escapaba de mi trabajo), a menudo abría la página de Quora, buscando preguntas en las que pudiera contribuir. Así, sopesé y finalmente contesté a algunas como «¿Cuál es la diferencia entre estar feliz y estar satisfecho?», «¿Qué cosas mejoran cuando te haces mayor?» y «¿Qué da más sentido a la vida?».

Quora te señala cuántas personas han visto tu respuesta y cuántos votos positivos has recibido. Así, puedes hacerte una idea de hasta dónde llegas y de lo que la gente piensa de tus ideas. Solo una pequeña parte de los que ven una respuesta dan su voto positivo. Y hasta hoy, julio de 2017, cuando escribo estas líneas —cinco años después de haber contribuido a «¿Qué da más sentido a la vida?»—, mi respuesta a esa pregunta ha conseguido una audiencia relativamente pequeña (vista 14.000 veces y con 133 votos positivos), mientras que la que di a la cuestión de hacerse mayor la han visto 7.200 personas y ha conseguido 36 votos positivos. No es que sean precisamente victorias por goleada. De todas formas, es algo que cabe esperar. En webs de este tipo, la mayor parte de las respuestas reciben poca atención y solo una pequeña minoría resulta desproporcionadamente popular.

Poco después respondí a otra pregunta: «¿Cuáles son las cosas más valiosas que todo el mundo debería conocer?». Escribí una lista de reglas o máximas, algunas de ellas completamente en serio, otras en plan de broma: «Da las gracias aunque sufras», «No hagas cosas que detestas», «No escondas cosas en la niebla», etcétera. A los usuarios de Quora les gustó la lista. Escribieron comentarios y la compartieron. Dijeron cosas como «Voy a imprimir esta lista ya mismo y utilizarla como referencia. Simplemente fenomenal» o «Eres el ganador de Quora, ya podemos cerrar la web». En la Universidad de Toronto, donde enseño, hubo estudiantes que me vinieron a ver para decirme hasta qué punto les había gustado. Hasta ahora mi respuesta a esa pregunta ha sido vista por 120.000 personas y ha recibido 2.300 votos positivos. Tan solo un centenar de las 600.000 preguntas formuladas en Quora ha superado la barrera de los 2.000 votos. Así pues, las reflexiones a las que me entregaba cuando no quería trabajar habían dejado una huella. Había escrito una respuesta que entraba en el percentil 99,9.

Cuando escribí la lista de reglas para vivir, no era consciente de que tendría tanto éxito. Había dedicado cierta atención a cada una de las sesenta y pico respuestas que había mandado en los meses anteriores y posteriores a esa publicación. No obstante, Quora es un ejemplo insuperable de estudio de mercado. Quienes responden lo hacen de forma anónima. Son totalmente desinteresados, en el mejor sentido, y sus opiniones, espontáneas e imparciales. Así pues, presté atención a los resultados y pensé en las razones que justificaban el desmesurado éxito de esa pregunta. Quizá había conseguido el exacto equilibrio entre lo común y lo extraño al formular las reglas. Quizá la gente se sentía atraída por la estructura que las reglas apuntaban. Quizá es simplemente que a la gente le gustan las listas.

Unos meses antes, en marzo de 2012, había recibido un correo electrónico de una agente literaria. Me había escuchado hablar en la emisora canadiense CBC durante un programa llamado Simplemente di no a la felicidad, donde había criticado la idea de que la felicidad es el verdadero objetivo de la vida. Durante las últimas décadas había leído una buena cantidad de libros sórdidos sobre el siglo XX, sobre todo acerca de la Alemania nazi y de la Unión Soviética. Alexandr Solzhenitsyn, que documentó con todo detalle los horrores de los campos de trabajo forzado de esta última, escribió en una ocasión que la «lamentable ideología» que sostiene que «los seres humanos son creados para ser felices […] se derrumba con el primer golpe de garrote del capataz[1]». Durante una crisis, el sufrimiento inevitable que supone el hecho de vivir puede pulverizar en cuestión de segundos la idea de que la felicidad es el objetivo natural del individuo. En la emisión de radio sugerí, por el contrario, que hacía falta algún tipo de significado más profundo. Señalé que el carácter de tal significado aparecía constantemente representado en las grandes historias del pasado y que tenía más que ver con el desarrollo personal ante el sufrimiento que con la felicidad. Eso es parte de la historia larga de este libro.

Entre 1985 y 1999 trabajé unas tres horas al día en el único libro que hasta ahora había publicado, Maps of Meaning: The Architecture of Belief («Mapas de significado: la arquitectura de la creencia»). En esa época y durante los siguientes años, también impartía un curso sobre el contenido de ese libro, primero en Harvard y ahora en la Universidad de Toronto. En 2013, ante el auge de YouTube y a causa de la popularidad de algunas colaboraciones mías en la cadena de televisión pública canadiense TVO, decidí grabar mis clases universitarias y mis conferencias y subirlas a la red. Atrajeron a una audiencia cada vez mayor, más de un millón de visitas en abril de 2016. Esta cifra se ha incrementado de forma exponencial desde entonces (hasta 18 millones cuando escribo estas líneas), aunque en parte se debe a que me vi envuelto en una controversia política que suscitó una atención desmesurada.

Esa es otra historia. Puede que incluso otro libro.

En Maps of Meaning sugería que los grandes mitos e historias religiosas del pasado, en particular los que se basan en una tradición oral anterior, poseían una intención moral más que descriptiva. Así pues, no trataban de lo que era el mundo, como podría haberse escrito desde la ciencia, sino de cómo debería actuar el ser humano. Planteé, así, que nuestros antepasados representaban el mundo como un escenario —una obra de teatro— y no como un lugar con objetos. Describí cómo había llegado a la conclusión de que los elementos que constituían el mundo como una obra de teatro eran el orden y el caos, y no elementos materiales.

El Orden es allí donde las personas de tu alrededor actúan, de acuerdo con unas normas sociales asumidas, de tal forma que todo resulta predecible y cooperativo. Es el mundo de la estructura social, el territorio explorado y la familiaridad. El estado de Orden se suele representar de forma simbólica, y creativa, como algo masculino. Es el rey sabio y el tirano, en perpetua unión, ya que la sociedad es simultáneamente estructura y opresión.

El Caos, por el contrario, es allí donde —o cuando— ocurre algo inesperado. El Caos se manifiesta de forma banal cuando cuentas un chiste en una fiesta con gente que crees conocer y se produce el más embarazoso silencio. A un nivel más catastrófico, el Caos aparece cuando de repente te encuentras sin trabajo o cuando sufres un desengaño amoroso. Como la antítesis del Orden simbólicamente masculino, suele representarse de forma creativa como algo femenino. Es todo aquello que resulta nuevo e impredecible y que irrumpe en la familiaridad de los lugares comunes. Es la Creación y la Destrucción, el origen de lo nuevo y el destino de lo que muere (ya que la naturaleza, por contraposición a la cultura, es al mismo tiempo nacimiento y muerte).

El orden y el caos son el yang y el yin del famoso símbolo taoísta, dos serpientes, de la cabeza a la cola[2]. El Orden es una serpiente blanca, masculina; el Caos es su equivalente negra y femenina. El punto negro en la parte blanca y el blanco en la parte negra indican la posibilidad de transformación: solo cuando todo parece seguro puede irrumpir lo desconocido de forma brutal e inesperada. Del mismo modo, es precisamente cuando todo parece perdido que un nuevo orden puede surgir de la catástrofe y el caos.

En el taoísmo, se encuentra sentido en la línea que separa estos eternos opuestos. Recorrerla es mantenerse en la senda de la vida, el Camino divino.

Y eso es mucho mejor que la felicidad.

La agente literaria a la que antes me he referido había escuchado la emisión de radio en la que hablaba de estos temas. Quedó sumida en profundas reflexiones y me escribió para preguntarme si había sopesado la posibilidad de escribir un libro dirigido al gran público. Ya había intentado crear una versión más accesible de Maps of Meaning, que es un libro muy denso, pero ni mi disposición mientras lo hacía ni el resultado final me resultaron convincentes. Creo que esto se debía a que me estaba imitando, a mí y a mi anterior libro, en vez de lanzarme al espacio entre el orden y el caos para crear algo nuevo. Le propuse que viera en mi canal de YouTube cuatro de las conferencias que había realizado para un programa de televisión llamado Big Ideas. Pensé que, si lo hacía, estaríamos en condiciones de mantener una conversación más concienzuda sobre la clase de temas que podría abordar en un libro de carácter más divulgativo.

Volvió a escribirme unas semanas más tarde, después de haber visto las cuatro conferencias y haberlas analizado con otra persona. Ahora su interés era mayor, así como su compromiso con el proyecto, lo que me resultó prometedor e inesperado. Siempre me sorprende que la gente responda de forma positiva a lo que digo, teniendo en cuenta su carácter serio y singular. Me maravilla que se me haya permitido (que se me haya incluso animado a ello) enseñar lo que enseñé primero en Boston y ahora en Toronto. Siempre he pensado que, si la gente se diera cuenta de lo que estoy enseñando, se armaría una buena. Y una vez que hayas terminado este libro, podrás decidir hasta qué punto ese temor está fundado. :)

La agente me propuso que escribiera un repertorio de lo que una persona necesita «para vivir bien», fuera eso lo que fuese. Inmediatamente pensé en la lista que había elaborado para Quora. Ya había desarrollado algunas ideas sobre dicha lista y, de nuevo, la gente había respondido favorablemente a esas nuevas ideas. Así pues, me parecía que podía cuajar bien con las ideas de mi nueva agente, de modo que se la envié y le gustó.

Más o menos por aquella época, un amigo y antiguo alumno, el novelista y guionista Gregg Hurwitz, estaba dándole vueltas a un nuevo libro, que acabaría convirtiéndose en el thriller y éxito de ventas Huérfano X. A él también le gustaron las reglas e hizo que Mia, el principal personaje femenino del libro, fuera anotando una selección de ellas en su frigorífico en determinados momentos de la historia en los que venían a cuento. Otra prueba que confirmaba mis intuiciones acerca del interés que podían generar. Así, le propuse a mi agente escribir un breve capítulo sobre cada una de las reglas. Le pareció bien, con lo que redacté la correspondiente propuesta. Sin embargo, cuando empecé a escribir los capítulos, no me salieron precisamente breves. Tenía mucho más que decir sobre cada una de las reglas de lo que me había parecido en un principio.

Esto se debía, en parte, a que había estado investigando mucho tiempo para mi primer libro: había estudiado historia, mitología, neurociencia, psicoanálisis, poesía y amplios pasajes de la Biblia. Leí, y creo que incluso llegué a entender, una gran parte de El paraíso perdido de Milton, Fausto de Goethe y El infierno de Dante. Mal que bien lo integré todo en mi intento por abordar una cuestión compleja: la razón o las razones del pulso nuclear durante la Guerra Fría. No podía comprender cómo los sistemas de creencias podían ser tan importantes para la gente, hasta el punto de estar dispuesta a exponerse a la destrucción del mundo con tal de protegerlos. Me di cuenta de que los sistemas de creencias compartidas sirven para que las personas se entiendan mutuamente y también de que esos sistemas no solo se componen de creencias.

Las personas que viven bajo el mismo código se predicen mutuamente. Actúan de tal forma que reproducen los deseos y expectativas de los demás. Pueden cooperar. Pueden incluso competir de forma pacífica, porque todos saben a qué atenerse. Un sistema de creencias compartidas, en parte psicológico y en parte representado, lo simplifica todo, a los ojos de esas mismas personas y de las demás. Asimismo, las creencias compartidas simplifican el mundo porque las personas que saben qué esperar de las demás pueden cooperar para domesticarlo. Tal vez no haya nada más importante que el mantenimiento de esta organización, de esta simplificación. Cuando se ve amenazada, el gran navío del Estado zozobra.

No es exactamente que la gente vaya a luchar por lo que cree. En realidad luchan para mantener el punto de coincidencia entre lo que creen, lo que esperan y lo que desean. Lucharán para mantener el punto de coincidencia entre lo que esperan y cómo actúa todo el mundo. Y es precisamente la conservación de este punto lo que permite que todas las personas vivan juntas de forma pacífica, predecible y productiva, ya que reduce la incertidumbre y la caótica mezcla de emociones intolerables que esta conlleva.

Imaginemos a alguien que descubre una traición sentimental. Se ha transgredido el sagrado contrato social que unía a ambas personas. Las acciones pesan más que las palabras, de forma que una traición perturba la frágil y delicadamente establecida paz de una relación íntima. Tras una infidelidad, la gente se ve asediada por emociones terribles: asco, desprecio (hacia sí mismo y hacia la otra persona), culpa, ansiedad, rabia y temor. El conflicto resulta inevitable, en ocasiones con resultados fatales. Los sistemas de creencias compartidas, sistemas que comparten conductas aprobadas y expectativas, regulan y controlan todas esas fuerzas poderosas. No es de extrañar, pues, que la gente luche para proteger algo que le evita verse poseída por emociones de caos y terror (y acto seguido, arrastrada al conflicto y al combate).

Pero hay algo más. Un sistema cultural compartido estabiliza la interacción humana, pero también es un sistema de valores, una jerarquía de valores, en la que se otorga prioridad e importancia a unas cosas y a otras no. A falta de un sistema de valores de este tipo, la gente simplemente no puede actuar. De hecho, ni siquiera puede percibir, porque tanto la acción como la percepción requieren un objetivo, y un objetivo válido es por definición algo a lo que se le otorga valor. Una gran parte de las emociones positivas que sentimos está relacionada con objetivos. Técnicamente hablando, no somos felices si no nos vemos progresar, y la mera idea de progreso implica un valor. Todavía peor es el hecho de que el significado de la vida sin un valor positivo no es simplemente neutral. Puesto que somos vulnerables y mortales, el dolor y la ansiedad forman parte integral de la existencia humana. Así, tenemos que poder contraponer algo al sufrimiento intrínseco al Ser[3]. El sentido tiene que ser inherente a un profundo sistema de valores o, de lo contrario, el horror de la existencia se vuelve rápidamente incontrolable. Y acto seguido entra en escena el nihilismo con su angustia y desesperanza.

Así que, si no hay valores, no hay significado. No obstante, entre los sistemas de valores existe la posibilidad del conflicto. Estamos, por tanto, eternamente atrapados entre la espada y la pared: la desaparición de las creencias colectivas de un grupo hace que la vida sea caótica, miserable e intolerable, pero su existencia lleva de forma inexorable al conflicto con otros grupos. En Occidente nos hemos ido alejando de las culturas centradas en nuestra tradición, nuestra religión e incluso nuestra nación, en parte para reducir el peligro de confrontación colectiva. Pero, cada vez más, somos víctimas de la desesperación que supone la falta de significado, lo cual no es precisamente un progreso.

Mientras escribía Maps of Meaning, partía (también) del principio de que ya no podemos permitirnos más conflictos; desde luego, no de la misma escala que las conflagraciones mundiales del siglo XX. Nuestras tecnologías de destrucción se han vuelto demasiado poderosas. Las consecuencias potenciales de una guerra son literalmente apocalípticas. Pero tampoco podemos abandonar sin más nuestros sistemas de valores, nuestras creencias, nuestras culturas. Este problema en apariencia inextricable me atormentó durante meses. ¿Acaso existía una tercera posibilidad que se me escapaba? Entonces una noche soñé que estaba suspendido en el aire, colgado de una lámpara de araña a muchos pisos del suelo, justo debajo de la cúpula de una inmensa catedral. A lo lejos, al nivel del suelo, se veía diminuta a la gente. Cualquier pared quedaba muy lejos, e incluso la propia cúpula.

He aprendido a prestar atención a los sueños, no solo por mi formación como psicólogo clínico. Los sueños consiguen iluminar las zonas oscuras donde la razón todavía tiene que llegar. También he estudiado bastante el cristianismo (más que otras tradiciones religiosas, pero me esfuerzo por hacer lo posible para compensar este desequilibrio). Como los demás, pues, me tengo que apoyar, y de hecho me apoyo más en lo que sé que en lo que no sé. Sabía que las catedrales se construían con la forma de una cruz y que el punto bajo la cúpula marcaba el centro de la cruz. Sabía que la cruz era al mismo tiempo el punto de mayor sufrimiento, el de la muerte y la transformación, y el centro simbólico del mundo. No era un lugar en el que quisiera estar. Conseguí bajarme de las alturas —fuera del cielo simbólico— y regresar al nivel del suelo seguro, familiar y anónimo. No sé cómo lo hice. Y entonces, todavía soñando, regresé a mi dormitorio y a mi cama e intenté volver a dormirme en la calma del inconsciente. Sin embargo, mientras me relajaba, podía sentir que mi cuerpo se transportaba. Un vendaval me estaba disolviendo, preparándose para proyectarme de vuelta hacia la catedral y colocarme de nuevo en ese punto central. No había escapatoria, era una auténtica pesadilla. Intenté despertarme. Las cortinas detrás de mí se agitaban por encima de mi almohada. Medio dormido, miré al pie de la cama y vi las grandes puertas de la catedral. Conseguí despertarme del todo y entonces desaparecieron.

Mi sueño me llevó al mismo centro del Ser y no había escapatoria. Me costó meses entender lo que significaba. En ese periodo alcancé una comprensión más completa y personal de aquello en lo que insisten continuamente las grandes historias del pasado: el centro lo ocupa el individuo. El centro lo marca la cruz, de la misma forma que una «X» marca un punto determinado. La existencia en esa cruz es sufrimiento y transformación, y esto es algo que, por encima de todo, se tiene que aceptar voluntariamente. Es posible trascender la adhesión ciega al grupo y sus doctrinas y, al mismo tiempo, evitar los escollos de su extremo opuesto, el nihilismo. Es posible, sin embargo, hallar suficiente significado en la consciencia individual y la experiencia.

¿Cómo podría liberarse el mundo del terrible dilema del conflicto, por un lado, y la disolución psicológica y social, por otro? Esta fue la respuesta: mediante la elevación y el desarrollo del individuo, así como por la voluntad generalizada de asumir la carga que es el Ser y elegir el camino heroico. Todos tenemos que asumir la máxima responsabilidad posible a nivel individual, de la sociedad y del mundo. Todos tenemos que decir la verdad, arreglar lo que está deteriorado y destruir y recrear lo que se ha quedado desfasado. Es así como podemos y debemos reducir el sufrimiento que envenena el mundo. Eso es pedir mucho. Es pedirlo todo. Pero la alternativa —el horror de la creencia autoritaria, el caos del Estado en ruinas, la trágica catástrofe de un mundo natural desenfrenado, la angustia existencial y la debilidad del individuo desorientado— es claramente peor.

Durante décadas he estado pensando y enseñando acerca de estas ideas. He acumulado un buen repertorio de historias y conceptos relacionados. Sin embargo, no sugiero ni por asomo que lo que planteo sea totalmente cierto o definitivo. El Ser es mucho más complicado de lo que nadie puede saber y no conozco toda la historia. Tan solo propongo lo mejor de lo que soy capaz.

Sea como sea, la consecuencia de todo ese trabajo previo de investigación y reflexión fueron nuevos ensayos que acabaron transformándose en este libro. Mi idea inicial era escribir un pequeño texto para cada una de las cuarenta respuestas que había publicado en Quora. Esa propuesta fue aceptada por Penguin Random House Canadá. Sin embargo, mientras escribía, reduje el número de textos a veinticinco, luego a dieciséis y finalmente a los doce definitivos. Durante los últimos tres años he estado editando lo que quedó con la atenta ayuda de mi editora oficial (y con las despiadadas y profundamente certeras críticas de Hurwitz, al que ya he mencionado).

Me costó mucho tiempo decidir el título, 12 reglas para vivir: un antídoto al caos. ¿Por qué se acabó imponiendo este? Sobre todo por su simplicidad. Indica claramente que la gente necesita principios rectores y que, de lo contrario, el caos se impone. Necesitamos reglas, patrones y valores, tanto en soledad como en compañía. Somos animales de carga y tenemos que aguantar lo que nos ponen encima para justificar nuestra miserable existencia. Necesitamos rutina y tradición. Eso es orden. El orden puede acabar resultando excesivo, y eso no es bueno, pero el caos puede anegarlo todo y ahogarnos, lo que tampoco es bueno. Tenemos que mantenernos en el buen camino. Así pues, cada una de las doce reglas de este libro con sus correspondientes comentarios proporciona una guía para estar ahí. «Ahí» es la línea divisoria entre el orden y el caos. Ese es el lugar en el que se da el equilibrio exacto entre estabilidad, exploración, transformación, reparación y cooperación. Es donde encontramos el significado que justifica la vida y su inevitable sufrimiento. Quizá, si viviéramos como habría que vivir, podríamos tolerar el peso que supone ser conscientes de nuestra propia existencia. Quizá, si viviéramos como habría que vivir, no tendríamos problemas en reconocer nuestro carácter frágil y mortal, sin caer en el victimismo ofuscado que genera primero resentimiento, luego envidia y, finalmente, deseo de venganza y destrucción. Quizá, si viviéramos como habría que vivir, no tendríamos que buscar refugio en la certidumbre totalitaria para protegernos de la consciencia de nuestra propia mediocridad e ignorancia. Quizá podríamos evitar todos esos caminos que dirigen al infierno (y en el terrible siglo XX ya hemos podido comprobar lo real que puede ser el infierno).

Espero que estas reglas y las explicaciones que las acompañan ayuden a la gente a entender lo que ya sabe: que el alma de cualquier individuo ansía de forma eterna el heroísmo del auténtico Ser y que la voluntad de asumir esa responsabilidad equivale a la decisión de vivir una vida llena de significado.

Si cada uno vive como habría que vivir, prosperaremos colectivamente.

Te deseo lo mejor ahora que te vas a adentrar en estas páginas.

 

DR. JORDAN B. PETERSON

Psicólogo clínico y profesor de Psicología

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