12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 1. Enderézate y mantén los hombros hacia atrás

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REGLA 1ENDERÉZATE Y MANTÉN LOS HOMBROS HACIA ATRÁS

LAS LANGOSTAS Y EL TERRITORIO

SI ERES COMO CASI TODO EL MUNDO, seguro que no sueles pensar en las langostas… a menos que te estés comiendo una[4]. Sin embargo, estos interesantes y deliciosos crustáceos merecen toda nuestra atención. Sus sistemas nerviosos resultan comparativamente simples, con neuronas —las células mágicas del cerebro— grandes y fácilmente observables. Es por eso que la ciencia ha conseguido trazar con gran exactitud el mapa de sus circuitos neuronales, lo que ha servido para comprender la estructura y la función del cerebro y el comportamiento de animales más complejos, incluido el ser humano. En efecto, las langostas tienen mucho más en común contigo de lo que piensas (sobre todo cuando te enfadas y tu cara está tan roja como una de ellas después de cocerla, ja, ja).

Las langostas viven en el fondo marino. Necesitan contar con una base propia allí, un espacio en el que cazan sus presas y rastrean cualquier resto comestible que haya podido caer como consecuencia del continuo frenesí de masacres que tiene lugar más arriba. Quieren un sitio seguro, donde la caza y la cosecha sean buenas. Un hogar.

Esto puede suponer un problema, ya que hay muchas langostas. ¿Qué pasa si dos de ellas ocupan al mismo tiempo el mismo territorio en lo más profundo del océano y las dos quieren vivir allí? ¿Qué pasa si hay cientos de langostas que quieren establecerse y criar a una familia precisamente en la misma parcela abarrotada de arena y desechos?

Otras criaturas tienen el mismo problema. Por ejemplo, cuando los pájaros cantores migran hacia el norte en primavera, se enfrascan en feroces luchas territoriales. Sus cantos, que tan pacíficos y hermosos resultan al oído humano, son en realidad señales de alarma y gritos de dominación. Un pajarito con grandes aptitudes musicales no es sino un pequeño guerrero que proclama su soberanía. Es el caso del chochín común, un diminuto y enérgico pájaro cantor insectívoro común en Norteamérica. Cuando llega a un lugar, busca un sitio protegido para construir un nido, a resguardo del viento y la lluvia. Quiere poder encontrar comida en las cercanías y que el emplazamiento resulte atractivo a sus posibles parejas. Y también quiere convencer a otros pájaros que quieran competir por ese espacio de que es mejor que no se acerquen.

LOS PÁJAROS Y EL TERRITORIO

Cuando tenía diez años, mi padre y yo construimos una casita para una familia de chochines. Parecía un viejo vagón de caravanas y tenía una entrada frontal del tamaño de una moneda, lo que hacía de ella una buena casa para los chochines, que son diminutos, pero no tan buena para otro tipo de pájaros que no podrían entrar. Mi vecina, una anciana, también tenía una casa para pájaros, que le habíamos construido justo por aquel entonces con una vieja bota de goma. Esta otra tenía una entrada lo suficientemente amplia como para que entrara un pájaro del tamaño de un petirrojo, y la señora esperaba con impaciencia el día en el que estuviera habitada.

Un chochín no tardó en descubrir nuestra casita y se instaló. A lo largo de las primeras semanas de la primavera podíamos escucharlo trinar de forma sostenida, repitiendo su canto una y otra vez. Sin embargo, después de haber construido su nido en la caravana cubierta, el pequeño inquilino empezó a llevar trozos de ramas a la bota de nuestra vecina y consiguió llenarla de tal forma que ningún otro pájaro, grande o pequeño, podía entrar. A nuestra vecina no le hizo mucha gracia este ataque preventivo, pero tampoco se podía hacer gran cosa. «Si quitamos todo, limpiamos la bota y volvemos a colocarla en el árbol —decía mi padre—, seguro que vuelve a llenarla de palitos». Los chochines son pequeños y muy monos, pero no tienen compasión.

El invierno anterior me había roto la pierna esquiando —mi primera caída cuesta abajo— y me habían pagado cierta cantidad de un seguro escolar creado para premiar a los niños más torpes y desgraciados. Con ese dinero me compré una grabadora de casetes, que para la época era un prodigio de tecnología punta. Mi padre me sugirió que saliera al jardín, grabara el canto del chochín y que luego lo reprodujera para ver qué pasaba. Así que salí bajo el brillante sol de primavera y grabé unos cuantos minutos al chochín mientras escenificaba musicalmente su furiosa reivindicación territorial. Después le hice escuchar su propio canto. Entonces ese pajarito, que es como la tercera parte de un gorrión, se lanzó en picado sobre mí y mi casete, abalanzándose una y otra vez a escasos milímetros del altavoz. Fue algo que veríamos muy a menudo, incluso sin la grabadora. Si un pájaro más grande se atrevía a posarse y descansar en cualquiera de los árboles que quedaban cerca de la casita, muy probablemente acabaría desalojado por un pequeño kamikaze.

Ahora bien, las langostas y los chochines son muy diferentes. Las langostas no vuelan, ni cantan, ni se posan en los árboles. Los chochines tienen plumas, no caparazones rígidos. Los chochines no pueden respirar debajo del agua y no se suelen servir con un poco de mantequilla. Sin embargo, también comparten aspectos importantes. Por ejemplo, ambos están obsesionados con el estatus y la posición, como otras muchas criaturas. El zoólogo y psicólogo comparativo noruego Thorleif Schjelderup-Ebbe observó en 1921 que hasta los más comunes pollos de corral establecen «un orden a la hora de picotear la comida[5]».

Determinar el «quién es quién» en el mundo del pollo tiene importantes implicaciones para la supervivencia de cada uno de ellos, sobre todo en tiempos de carestía. Los pájaros que gozan de la prioridad para acceder a cualquier comida que se eche son las estrellas del corral. Después vienen los segundones, los secuaces parásitos y los imitadores. Por último les toca a los pollos de tercera fila, y así hasta que llega el turno de los pobres zarrapastrosos, medio desplumados y picoteados por los otros, que ocupan el estrato más bajo, los intocables de la jerarquía aviar.

Los pollos, como en las afueras de las grandes ciudades, viven de forma comunal. No así los pájaros cantores, como los chochines, que, sin embargo, sí que reproducen una jerarquía de dominación, en su caso más extendida sobre el territorio. Los pájaros más astutos, fuertes, sanos y afortunados ocupan el mejor terreno y lo defienden. Por eso, son los que tienen mayores probabilidades de atraer a las mejores parejas y de engendrar crías que sobrevivan y prosperen. La protección contra el viento, la lluvia y los depredadores, así como el fácil acceso a la mejor comida, dan lugar a una existencia menos estresante. El territorio cuenta y hay poca diferencia entre los derechos territoriales y el estatus social. Es, a menudo, una cuestión de vida o muerte.

Si una enfermedad aviar se propaga por una comunidad de pájaros cantores bien estratificada, serán los especímenes menos dominantes y más sometidos a presión, esto es, aquellos que ocupan los peldaños inferiores del mundo de las aves, los que tengan más probabilidades de caer enfermos y morir[6]. Es lo mismo que sucede en las comunidades humanas, cuando los virus como la gripe aviar se expanden por el planeta. Los pobres y vulnerables siempre son los primeros en morir, y en mayores cantidades. Son también mucho más propensos a contraer enfermedades no contagiosas, como el cáncer, la diabetes o las cardiopatías. Cuando la aristocracia se resfría, como suele decirse, las clases trabajadoras mueren de neumonía.

Como el territorio cuenta, y como los mejores sitios siempre son escasos, su búsqueda es una fuente de conflictos en el mundo animal. El conflicto, por su parte, produce otro problema: cómo ganar o perder sin que las partes en discordia asuman un coste demasiado elevado. Esta cuestión resulta de particular importancia. Imagina que dos pájaros se lanzan a una riña a causa de una zona particularmente deseable para anidar. La interacción puede degenerar con gran facilidad en un combate físico abierto. En tales circunstancias, uno de los pájaros, por lo general el más grande, terminará ganando, pero incluso este puede acabar herido. Eso significa que un tercer pájaro totalmente ileso, un astuto observador, puede aparecer como buen oportunista y vencer al ganador que ahora está lisiado. Un resultado así no es nada bueno para ninguno de los dos pájaros del principio.

EL CONFLICTO Y EL TERRITORIO

A lo largo de milenios, los animales que tienen que cohabitar con otros en los mismos territorios han ido aprendiendo numerosos ardides para conseguir dominar y, al mismo tiempo, exponerse lo mínimo posible a cualquier daño. Un lobo derrotado, por ejemplo, se tumba boca arriba exponiendo su garganta al vencedor, que no se dignará a seccionarla. Puede que este lobo ahora victorioso precise en el futuro a un compañero de caza, incluso uno tan patético como el enemigo que ahora yace a sus pies. Los dragones barbudos, unos lagartos particularmente sociables, mueven sus patas delanteras en círculos con delicadeza para indicarle a otro individuo su deseo de mantener una armonía social. Los delfines generan vibraciones sonoras especiales mientras cazan y en otros momentos de particular intensidad, para evitar potenciales conflictos entre grupos dominantes y subordinados. Los comportamientos de esta naturaleza son, por tanto, endémicos en la comunidad de los seres vivos.

Las langostas, con sus idas y venidas rastreando el fondo submarino, no son ninguna excepción[7]. Si cazas una docena y las transportas a una ubicación diferente, podrás observar los rituales y técnicas que llevan a cabo para formar su estatus. Cada langosta empezará por explorar el nuevo territorio, en parte para ir tomando nota de sus detalles y en parte para encontrar un buen refugio. Las langostas tienen una gran capacidad para asimilar información sobre los lugares donde viven y recordarla. Si asustas a una cuando está cerca de su nido, volverá en un santiamén para esconderse. Sin embargo, si haces lo mismo cuando se encuentra a cierta distancia, saldrá inmediatamente disparada al refugio más cercano, que previamente habrá identificado y que recordará a la perfección.

Una langosta necesita contar con un escondite seguro para descansar, lejos de los depredadores y las fuerzas de la naturaleza. Por añadidura, las langostas mudan de caparazón cuando crecen, lo que significa que durante determinados periodos de tiempo son blandas y vulnerables. Una madriguera debajo de una roca es un buen hogar para una langosta, sobre todo si a su alrededor se encuentran conchas y otros detritus que puedan arrastrarse para cubrir la entrada una vez que el crustáceo se ha puesto cómodo en el interior. No obstante, puede que solo haya un número muy restringido de refugios o escondites de primera clase en cada nuevo territorio. Son escasos y valiosos, así que las restantes langostas siguen explorando en su búsqueda.

De modo que es bastante frecuente que una langosta tope con otra cuando está explorando y, como han demostrado algunos investigadores, incluso un ejemplar criado en aislamiento sabe qué hacer cuando esta situación se presenta[8]. Lo cierto es que el crustáceo cuenta en su sistema nervioso con complejas conductas de defensa y agresión: empieza a moverse en círculos, como un boxeador, abriendo y cerrando sus pinzas, dando pasos hacia delante, atrás y a los lados que reproducen los de su oponente mientras agita una y otra vez las pinzas abiertas. Al mismo tiempo, utiliza unos propulsores especiales que tiene bajo los ojos para disparar a su rival chorros de líquido. Este contiene una mezcla de sustancias químicas que informan a la otra langosta de su tamaño, sexo, condición física y su disposición en ese momento.

En ocasiones, a una langosta le basta con ver el tamaño de la pinza para entender que su oponente la supera en talla y en ese caso se retirará sin pelear. La información química intercambiada mediante ese líquido puede conseguir el mismo efecto y convencer a un individuo en peor estado físico o menos agresivo de que desista. Este es el nivel 1 de resolución de conflictos[9]. No obstante, si las dos langostas tienen tamaños y habilidades en principio semejantes o si el intercambio de líquido no ha transmitido información suficientemente esclarecedora, pasarán al nivel 2. Entonces, sacudiendo frenéticamente las antenas y con las pinzas dobladas hacia abajo, una de las dos avanza y otra retrocede. A continuación la otra avanza y la primera retrocede. Después de unas cuantas rondas de esta dinámica, la langosta que se sienta más nerviosa puede llegar a la conclusión de que no tiene gran cosa que ganar si insiste. En ese caso retirará la cola instintivamente, huirá hacia atrás hasta desaparecer y seguirá buscando por otro lado. No obstante, si ninguna se inmuta, pasarán al nivel 3, que sí supone un verdadero combate.

Las langostas, que a estas alturas están rabiosas, se lanzan agresivamente a la pelea con las pinzas extendidas. Cada una intenta volcar a la otra boca arriba. Cuando una lo consigue, la otra entiende que su rival está en condiciones de causarle verdadero daño. Por lo general se rinde y se va (aunque no sin un enorme resentimiento que la hará chismorrear sin parar sobre la vencedora a sus espaldas). Si ninguna lo consigue —o si una no se rinde después de ser volteada—, entonces pasan al nivel 4. Esto supone un riesgo extremo y por eso no es un paso que se dé sin previa consideración, pues una de las dos langostas terminará la disputa herida, quizá de muerte.

Ahora los animales avanzan el uno hacia el otro con una velocidad cada vez mayor. Tienen las pinzas abiertas para poder agarrar una pata, una antena, un ojo o cualquier otra cosa que quede al descubierto. Cuando consiga atrapar una parte del cuerpo, la atacante intentará arrancarla, y para ello sacudirá la cola hacia atrás con brusquedad mientras mantiene la pinza firmemente cerrada. Cuando una pelea llega a este punto, suele terminar con una langosta claramente vencedora y otra derrotada. Esta última difícilmente sobrevivirá, sobre todo si se mantiene en el territorio ocupado por la otra, que ahora es una enemiga mortal.

Tras perder una batalla, independientemente de lo agresivo que haya sido el combate, la langosta se muestra incapaz de volver a luchar, incluso contra otra a la que haya derrotado en una ocasión anterior. Una combatiente vencida pierde la confianza, en ocasiones durante días. Pero a veces la derrota tiene consecuencias todavía más graves. Si una langosta dominante pierde el combate de forma lacerante, su cerebro básicamente se disuelve y acto seguido se desarrolla otro nuevo, un cerebro de individuo subordinado más apropiado para la posición inferior que ahora ocupa[10]. En efecto, su cerebro original no es lo suficientemente complejo para gestionar la transformación de monarca en último mono sin desintegrarse por completo y volver a desarrollarse. Cualquiera que haya sentido una dolorosa transformación tras sufrir un duro revés amoroso o profesional puede sentirse hasta cierto punto identificado con ese crustáceo que una vez lo dominaba todo.

LA NEUROQUÍMICA DE LA DERROTA Y LA VICTORIA

El cerebro de una langosta derrotada es muy distinto del de una ganadora, lo que se refleja en sus correspondientes posturas. Es la proporción de dos sustancias químicas, la serotonina y la octopamina, lo que determina si una langosta rebosa confianza o se arrastra desmoralizada. La victoria aumenta la proporción de la primera respecto a la segunda.

Una langosta con niveles elevados de serotonina y bajos de octopamina es un marisco petulante y presumido, con poca predisposición a retirarse frente a un desafío. La razón es que la serotonina contribuye a regular la flexión corporal. Una langosta en flexión extiende sus apéndices para parecer grande y peligrosa, como Clint Eastwood en un spaghetti wéstern. Cuando se aplica serotonina a una langosta que acaba de perder un duelo, se estira, provoca incluso a quien le ha hecho morder el polvo y pelea más fuerte y durante más tiempo[11]. Los fármacos que se prescriben a las personas que atraviesan una depresión, los cuales inhiben de forma selectiva la recaptación de serotonina, vienen a tener el mismo efecto químico y la mismas consecuencias en la conducta. En lo que resulta una de las más asombrosas demostraciones de la continuidad evolutiva de la vida terrestre, el Prozac consigue alegrar incluso a las langostas[12].

La combinación de alta serotonina y baja octopamina caracteriza entonces a las vencedoras. La configuración neuroquímica opuesta, con una proporción elevada de octopamina respecto a la serotonina, produce langostas con pinta de perdedoras, contraídas, inhibidas, mustias y escurridizas, de las que andarían merodeando en un cruce callejero y se esfumarían en cuanto se anunciara una bronca. La serotonina y la octopamina también regulan el reflejo de retirar la cola, que le sirve a la langosta para propulsarse rápidamente hacia atrás cuando necesita escapar. Se requiere un menor nivel de provocación para obtener esa reacción en una langosta derrotada, algo similar a la reacción de alarma que se da en soldados o niños maltratados con estrés postraumático.

EL PRINCIPIO DE LA DISTRIBUCIÓN DESIGUAL

Cuando una langosta derrotada recupera la moral y se atreve a volver a pelear, sus probabilidades de perder son mayores de lo que cabría esperar teniendo en cuenta su historial de batallas acumuladas. Por el contrario, la que obtuvo la victoria tiene más probabilidades de ganar. En el mundo de las langostas se juega al doble o nada a favor del ganador, al igual que en las sociedades humanas, donde el uno por ciento más rico cuenta con las mismas riquezas que el cincuenta por ciento de más abajo[13] y las ochenta y cinco personas más ricas tienen lo mismo que los 3.500 millones que ocupan la parte inferior.

Ese mismo principio brutal de distribución desigual se produce fuera del ámbito financiero; de hecho, en cualquier parte donde se requiera una producción creativa. Así, por ejemplo, la mayor parte de los artículos científicos los publica un grupo muy reducido de investigadores. Tan solo una minúscula proporción de músicos produce la práctica totalidad de la música comercial que llega a grabarse. Apenas un puñado de autores vende todos sus libros. En Estados Unidos se venden anualmente hasta un millón y medio de títulos distintos, pero solo quinientos de esos libros superan las cien mil copias[14]. Del mismo modo, solo cuatro compositores clásicos (Bach, Beethoven, Mozart y Tchaikovsky) escribieron casi toda la música que hoy tocan las orquestas modernas. Por su parte, Bach fue un autor tan prolífico que harían falta décadas de trabajo tan solo para copiar a mano todas sus partituras, si bien solo una pequeña porción de tan prodigiosa producción se interpreta habitualmente. Algo similar ocurre con la producción de los otros tres miembros del equipo de los compositores acaparadores: solo una parte minúscula de su legado se sigue ejecutando. Así pues, una pequeña parte de la música compuesta por una pequeña parte de todos los compositores clásicos de toda la historia viene a constituir la práctica totalidad de la música clásica que el mundo conoce y aprecia.

A este principio se le suele llamar «la ley de Price», en honor a Derek J. de Solla Price[15], el investigador que descubrió su aplicación científica en 1963. Puede representarse con un diagrama con forma aproximada de «L», con el número de personas en el eje vertical y la productividad o los recursos en el horizontal. En realidad, el principio básico se había descubierto mucho antes. El polímata italiano Vilfredo Pareto (1848-1923) advirtió su aplicabilidad a la distribución de la riqueza a principios del siglo XX, una posibilidad que parece funcionar de forma apropiada para cualquier sociedad posible, al margen de su forma de gobierno. Se aplica también a la población de ciudades (tan solo unas cuantas concentran a casi todos los habitantes del mundo), la masa de los cuerpos celestes (unos pocos la acaparan) y la frecuencia de palabras de una lengua (el noventa por ciento de la comunicación se produce utilizando solo quinientas palabras), entre otras muchas cosas. También se lo conoce en ocasiones como «el principio de Mateo» (Mateo 25:29), en alusión a la que quizá sea la máxima más contundente de las atribuidas a Jesucristo: «Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene»[16].

Sabes que eres el Hijo de Dios cuando tus máximas afectan incluso a los crustáceos.

Volviendo a nuestro irascible marisco, a las langostas no les hace falta tantearse mucho para saber con quién pueden meterse y a quién es mejor evitar. Y una vez que lo saben, la jerarquía resultante es extremadamente estable. Todo lo que la vencedora tiene que hacer después de ganar es sacudir sus antenas amenazantemente y la antigua rival se esfumará dejando tras de sí una nube de arena. Una langosta debilitada no se rebelará, aceptará su estatus inferior y mantendrá las patas pegadas al cuerpo. Por el contrario, la langosta que ocupa la posición superior —por lo que cuenta con el mejor refugio y puede descansar plácidamente tras una buena comida— se jactará de su dominación sobre el territorio sacando a las langostas subordinadas de sus refugios durante la noche tan solo para recordarles quién es la que manda.

TODAS LAS CHICAS

Las langostas hembras (que también luchan a conciencia por el territorio durante las fases de su vida relacionadas con la maternidad)[17] identifican al macho dominante con rapidez y, acto seguido, pasan a sentir por él una irresistible atracción. Es, en mi opinión, una estrategia brillante que otras hembras de diferentes especies también utilizan, incluidas las humanas. En vez de llevar a cabo la ardua labor computacional de identificar al mejor hombre, las mujeres dejan la tarea en manos de cálculos automáticos de la jerarquía dominante. Así, dejan que los hombres se peleen y eligen a sus favoritos entre los que quedan más arriba. Viene a ser lo mismo que sucede con el mercado bursátil, donde el valor de cualquier empresa se estima en función de la competencia.

Cuando las hembras se disponen a cambiar de caparazón y a ablandarse un poco, empiezan a interesarse por el apareamiento. Primero rondan por la zona del macho dominante, emanando fragancias afrodisiacas en un intento por seducirlo. Puesto que la agresividad es la base de su éxito, tenderá a reaccionar de una forma dominante e irascible. Además, es bien grande, está sano y tiene poder, con lo que no es labor fácil conseguir que deje las peleas y se interese por la búsqueda de pareja. (No obstante, si la seducción triunfa, cambiará su comportamiento con la hembra. Es como el equivalente en versión langosta de Cincuenta sombras de Grey, uno de los libros más vendidos de la historia, y el enésimo ejemplo de romance estereotípico a lo Bella y la Bestia. Este es el patrón de conducta continuamente representado en las fantasías literarias sexualmente explícitas que son tan populares entre las mujeres como las sugerentes imágenes de desnudos lo son entre los hombres).

Habría que señalar, aun así, que la mera fuerza física constituye una base inestable para construir un dominio duradero, tal y como el primatólogo holandés Frans de Waal se ha esforzado en demostrar[18]. Entre los grupos de chimpancés que estudió, los machos que conseguían dominar a largo término eran los que conseguían complementar su superioridad física con atributos más sofisticados. Al fin y al cabo, hasta el déspota chimpancé más brutal puede ser derrocado por dos oponentes que sean, cada uno, un setenta y cinco por ciento tan crueles como él. Así pues, los machos que permanecen en lo más alto son los que forman coaliciones recíprocas con sus subordinados y los que prestan particular atención a las hembras y las crías del grupo. El truco político de ir besando a bebés tiene millones de años. Pero las langostas todavía se encuentran en un estado primitivo en comparación con ellos, de modo que el argumento de La Bella y la Bestia les basta.

Así, una vez que la Bestia ha sido convenientemente seducida, la (langosta) hembra que lo ha conseguido se desviste, se desprende de su caparazón y queda peligrosamente blanda, vulnerable y lista para aparearse. En el momento adecuado el macho, que ahora se ha vuelto un amante atento, deposita una bolsa de esperma en el receptáculo correspondiente.

Durante las dos o tres semanas siguientes, la hembra se queda rondando cerca mientras su cubierta va endureciéndose (otro fenómeno que no es del todo desconocido en el mundo de los humanos). Cuando le apetece, vuelve a su propio refugio, que está lleno de huevos fecundados, y es entonces cuando otra hembra intenta hacer lo mismo, y así una y otra vez. El macho dominante, con su postura erguida y confiada, no solo consigue la casa envidiada y el mejor acceso al terreno de caza, también se queda con las chicas. Realmente el éxito merece mucho más la pena cuando eres una langosta macho.

¿Por qué todo esto resulta relevante? Por un número increíble de razones, al margen de las que resultan cómicamente obvias. En primer lugar, sabemos que las langostas llevan aquí, de una forma u otra, más de 350 millones de años[19], lo que verdaderamente es mucho tiempo. Hace 65 millones de años todavía había dinosaurios, algo que se nos antoja extremadamente remoto. Sin embargo, para las langostas, los dinosaurios eran una especie de nuevos advenedizos, que aparecieron y desaparecieron en el flujo de un tiempo casi eterno. Esto nos indica que las jerarquías de dominio han constituido un elemento permanente del ambiente al que cualquier forma de vida compleja se ha adaptado. Hace unos 300 millones de años, los cerebros y los sistemas nerviosos eran comparativamente simples. No obstante, ya poseían la estructura y la neuroquímica necesarias para procesar información sobre el estatus y la sociedad. Difícilmente se puede exagerar la importancia de este hecho.

LA NATURALEZA DE LA NATURALEZA

En biología, decir que la evolución es conservadora resulta una perogrullada. Cuando algo evoluciona, tiene que partir de aquello que la naturaleza ya ha producido. Puede que se añadan nuevos elementos y algunos de los antiguos quizá sufran alguna alteración, pero la mayor parte de las cosas se quedan igual. Es por ello que las alas de los murciélagos, las manos de los seres humanos y las aletas de las ballenas resultan extraordinariamente similares en su forma esquelética. Tienen incluso el mismo número de huesos. Y es que la evolución estableció las bases de la fisiología hace mucho tiempo.

Así, la evolución funciona en gran medida mediante la variación y la selección natural. La variación existe por muchos motivos, como la mezcla de genes (por decirlo de forma simple) o la mutación aleatoria, y es por esa variación que los individuos de una misma especie son diferentes. La naturaleza los va eligiendo a lo largo del tiempo. Esta teoría, como se ha señalado, parece explicar la continua alteración de las formas de vida a lo largo de eones. Pero hay una cuestión adicional menos evidente: ¿de qué «naturaleza» se habla cuando se habla de «selección natural»? ¿Cuál es exactamente «el ambiente» al cual se adaptan los animales? Asumimos muchas cosas acerca de la naturaleza, lo que tiene sus consecuencias. Mark Twain dijo en una ocasión: «Lo que nos mete en problemas no es lo que no sabemos, sino lo que creemos que sabemos, pero no sabemos».

Para empezar, es fácil dar por sentado que «la naturaleza» posee una naturaleza propia, algo estático. Pero no es el caso, o al menos no en un sentido simple. Es estática y dinámica al mismo tiempo. El propio ambiente —la naturaleza que elige— se transforma. El conocido símbolo del yin y el yang de los taoístas lo plasma a la perfección. El Ser de los taoístas, la propia realidad, se compone de dos principios opuestos, a veces traducidos como el femenino y el masculino, o más exactamente, la hembra y el macho. Sin embargo, el yin y el yang se interpretan de forma más exacta como el caos y el orden. El símbolo taoísta es un círculo que rodea a dos serpientes, de la cabeza a la cola. La serpiente negra, el caos, tiene un punto blanco en la cabeza mientras que la serpiente blanca, el orden, tiene un punto negro en la suya. Eso se debe a que el caos y el orden son intercambiables y, al mismo tiempo, eternamente yuxtapuestos. No hay nada tan absolutamente cierto que no pueda variar. Incluso el sol tiene ciclos de inestabilidad. De la misma forma, no hay nada tan susceptible al cambio que no pueda estabilizarse. Toda revolución engendra un nuevo orden y toda muerte es, al mismo tiempo, una metamorfosis.

De este modo, considerar la naturaleza como algo puramente estático conduce a importantes errores de comprensión. La naturaleza «selecciona». La idea de selección contiene implícitamente la de idoneidad. Y es la «idoneidad» lo que se «selecciona». La idoneidad, por decirlo de alguna forma, es la probabilidad de que un organismo determinado engendre descendencia, perpetuando así sus genes. Lo «idóneo» de la «idoneidad» es, pues, la correspondencia que se establece entre los atributos del organismo y lo que exige el ambiente. Si se conceptualiza esa exigencia como algo estático —es decir, si se considera la naturaleza como algo eterno e inmutable—, entonces la evolución resulta ser una serie interminable de mejoras lineales, y la idoneidad, algo a lo que los seres vivos van acercándose gradualmente a través de las épocas. La aún poderosa idea victoriana del progreso evolutivo, que tiene al ser humano en su cúspide, es una consecuencia parcial de este modelo de naturaleza. Genera la noción errónea de que la selección natural tiene un destino (una idoneidad cada vez mayor respecto al ambiente) y que se puede concebir como un punto fijo.

Pero la naturaleza, el agente que elige, no es un elector estático (no en un sentido simple). La naturaleza se viste de forma diferente para cada ocasión y varía como una partitura musical, algo que, en parte, explica la honda capacidad para transmitir significado que posee la música. A medida que el ambiente que acoge a una especie se transforma y cambia, los atributos que hacen que un individuo consiga sobrevivir y reproducirse también se transforman y cambian. Así pues, la teoría de la selección natural no postula que las criaturas vayan adaptándose de forma cada vez más precisa a un patrón especificado por el mundo. Más bien las criaturas mantienen un baile con la naturaleza, aunque, eso sí, uno mortal. «En mi reino —dice la Reina de Corazones en Alicia a través del espejo— necesitas correr con todas tus fuerzas si pretendes permanecer en el mismo lugar». Nadie triunfa quedándose quieto, por muy bien pertrechado que esté.

La naturaleza tampoco es simplemente dinámica. Algunos de sus elementos cambian rápido, pero se encuentran inmersos en otras estructuras que se transforman con más lentitud, algo que también suele suceder con la música. Las hojas cambian más rápido que los árboles, los árboles más rápido que los bosques y el tiempo cambia más rápido que el clima. Si no fuera así, la moderación evolutiva no funcionaría, puesto que la morfología básica de los brazos y las manos tendría que cambiar tan rápido como el tamaño de los huesos o la función de los dedos. Es el caos dentro de un orden, a su vez dentro de otro caos que se encuentra inscrito en un orden superior. El orden que resulta más real es el que cambia menos, pero no es necesariamente el que se ve con mayor facilidad. Cuando el observador se fija en la hoja, pierde la perspectiva del árbol, y cuando repara en este, deja de percibir el bosque. Así, algunas de las cosas que resultan más reales, como la sempiterna jerarquía de dominación, no pueden «verse» de forma alguna.

También es un error conceptualizar la naturaleza de forma romántica. Los urbanitas ricos y modernos, sumidos en su universo de cemento abrasador, recrean el ambiente natural como algo inmaculado y paradisiaco, como un paisaje del impresionismo francés. El activismo ecologista, aún más idealista en sus planteamientos, concibe la naturaleza como algo perfecto y armónicamente equilibrado, exento de las perturbaciones y depredaciones propias de la humanidad. Lamentablemente, «el ambiente» también lo componen la elefantiasis o la lombriz de Guinea (mejor no hablar de ella), los mosquitos anófeles y la malaria, las sequías mortíferas, el sida y la peste negra. No fantaseamos sobre la belleza de estos aspectos de la naturaleza aunque son igual de reales que los elementos asociados a nuestra visión del Edén. De hecho, es precisamente a causa de la existencia de estas cosas que intentamos cambiar lo que nos rodea, proteger a nuestros hijos, construir ciudades y sistemas de transporte, cultivar comida y generar electricidad. Si la Madre Naturaleza no se mostrara tan dedicada a acabar con nosotros, nos resultaría mucho más fácil vivir en total armonía con lo que dispone.

Y esto nos conduce al tercer concepto erróneo: que la naturaleza es algo completamente segregado de los constructos culturales que han surgido en ella. El orden dentro del caos y el orden del Ser resulta más natural cuanto más se prolonga, puesto que la «naturaleza» es «lo que selecciona», y cuanto más larga sea la existencia de un atributo determinado, más tiempo ha tenido para ser seleccionado y para afectar a la vida. No importa si se trata de un aspecto físico y biológico o bien social y cultural. Lo único que cuenta desde una perspectiva darwinista es la permanencia, y lo cierto es que las jerarquías de dominación, por muy sociales o culturales que puedan parecer, llevan presentes quinientos millones de años. Es algo permanente, es real. Esta jerarquía no es el capitalismo, ni tampoco el comunismo. No es el complejo militar industrial ni el patriarcado, ese artefacto cultural desechable, maleable y arbitrario. No es ni siquiera una creación humana, o no lo es en el sentido más profundo. Es, por el contrario, un atributo casi eterno del ambiente y gran parte de lo que se denuncia en esas otras manifestaciones más efímeras no es sino un resultado de su existencia inalterable. Todos nosotros (el «nosotros» soberano, el que está presente desde el principio de la vida) hemos vivido en una jerarquía de dominación durante mucho mucho tiempo. Ya estábamos compitiendo por una posición antes de tener piel, manos, pulmones o huesos. Así, hay pocas cosas más naturales que la cultura. Las jerarquías de dominación son más antiguas que los árboles.

La parte de nuestro cerebro que registra nuestra posición en la jerarquía de dominación es por eso fundamental y excepcionalmente antigua[20]. Es un sistema de control esencial que modela nuestras percepciones, valores, emociones, pensamientos y acciones. Afecta de forma directa a todos los aspectos de nuestro Ser, conscientes e inconscientes. De ahí que, cuando sufrimos una derrota, nos comportemos de forma muy parecida a las langostas que han perdido una pelea. Nuestra postura se encoge, miramos al suelo, nos sentimos amenazados, heridos, ansiosos y débiles. Si las cosas no mejoran, caemos en una depresión crónica. En tales circunstancias no resulta fácil hacer frente al combate que exige la vida, con lo que acabamos siendo víctimas idóneas de los matones de caparazón fuerte. Y no solo resultan llamativas las similitudes relacionadas con el comportamiento y la experiencia, pues gran parte de la neuroquímica subyacente es la misma.

Pongamos como ejemplo la serotonina, la sustancia química que controla la postura y las retiradas de las langostas. Aquellas que se encuentran en posiciones inferiores producen comparativamente bajos niveles de serotonina, al igual que ocurre con los seres humanos que ocupan posiciones análogas, y estos bajos niveles disminuyen aún más con cada derrota. Una baja serotonina significa menos confianza en uno mismo. Significa una mayor respuesta al estrés y mayores dificultades para reaccionar ante una emergencia. Y en el punto inferior de la jerarquía de dominación, en cualquier momento puede ocurrir cualquier cosa, nada bueno por lo general. Significa menos felicidad, más dolor y ansiedad, más enfermedad y una esperanza de vida menor, tanto en los humanos como en los crustáceos. Los puestos superiores en la jerarquía de dominación y los altos niveles de serotonina que suelen ir parejos se caracterizan por menos enfermedades, miseria y muerte, incluso cuando se mantienen constantes factores como los ingresos totales (o bien el número de restos comestibles en descomposición que puedes conseguir). Difícilmente se puede exagerar la importancia de este hecho.

ARRIBA Y ABAJO

Hay una calculadora espantosamente instintiva en lo más profundo de tu interior, en la base misma de tu cerebro, muy por debajo de tus pensamientos y sentimientos. Controla con toda exactitud dónde te sitúas en la sociedad, pongamos, por ejemplo, en una escala de uno a diez. Si estás en el número uno, en el nivel más elevado del estatus, eres un triunfador absoluto. Si eres macho, tienes acceso preferente a los mejores lugares para vivir y a la comida de mejor calidad. Cuentas con infinitas oportunidades para el contacto romántico y sexual. Eres una langosta de éxito y las hembras más atractivas se pelean para conseguir tu atención[21].

Si eres una hembra, tienes acceso a muchos pretendientes de gran calidad: altos, fuertes y simétricos; creativos, de confianza, honestos y generosos. Y, como tu compañero macho dominante, competirás de forma feroz, incluso despiadada, para mantener o mejorar tu posición en la igualmente competitiva jerarquía de las hembras para aparearse. Aunque resulta mucho menos probable que para ello recurras a la agresión física, hay muchos recursos verbales y estrategias a tu disposición, como por ejemplo la denigración de las oponentes, y puedes muy bien convertirte en una experta en su uso.

Si por el contrario te encuentras en lo más bajo de la escala, en el diez, independientemente de tu sexo, no tienes ningún lugar donde vivir (o ninguno bueno). Tu comida es horrible, y eso cuando consigues comer. Tu estado físico y mental es malo y no suscitas el menor interés romántico a nadie, a no ser que compartan tu nivel de desesperación. Tienes más probabilidades de contraer una enfermedad, envejecer con rapidez y morir joven, y pocos, en el mejor de los casos, llorarán tu desaparición[22]. Puede que ni siquiera el dinero te resulte útil. No sabrás cómo utilizarlo, porque es complicado hacerlo de forma apropiada, sobre todo cuando no se está familiarizado con su uso. El dinero te expondrá a tentaciones peligrosas de drogas y alcohol, que resultan mucho más gratificantes cuando uno se ha visto privado de placeres durante mucho tiempo. El dinero también te convertirá en presa de depredadores y psicópatas, que prosperan explotando a quien se encuentra en los estratos más bajos de la sociedad. El fondo de la jerarquía de dominación es en verdad un lugar horrible y peligroso.

La parte prehistórica de tu cerebro especializada en evaluar la dominación presta atención a cómo te tratan las otras personas. A partir de esos indicios, emite una estimación de tu valor y te asigna un estatus. Si tus colegas te consideran de poco valor, este dispositivo reduce la serotonina disponible y así te vuelves un individuo mucho más reactivo física y psicológicamente a cualquier circunstancia o acontecimiento que pueda suscitar emoción, sobre todo si es negativa. Y lo cierto es que necesitas esa reactividad, ya que los imprevistos son mucho más comunes cuando te encuentras abajo del todo y lo fundamental es sobrevivir.

Desgraciadamente, esta sobreexcitación, esta alerta constante, consume mucha energía valiosa y muchos recursos físicos. Este tipo de respuesta no es otra cosa que lo que todo el mundo conoce como «estrés», y no se trata en absoluto de algo que sea exclusiva o incluso principalmente psicológico. Es más bien un reflejo de las auténticas limitaciones que imponen unas circunstancias desafortunadas. Cuando se vive en lo más bajo de la escala, el viejo dispositivo del cerebro asume que incluso el menor contratiempo imprevisto puede desencadenar una sucesión incontrolable de acontecimientos negativos que habrá que afrontar a solas, ya que en los márgenes de la sociedad es difícil contar con amistades que resulten útiles. Así pues, físicamente tendrás que sacrificar una y otra vez lo que en otras circunstancias podrías reservar para el futuro. En cambio, lo invertirás en un estado de alarma y en la posibilidad de reaccionar de forma inmediata en el presente. Cuando no sabes qué hacer, hay que estar preparado para cualquier cosa, por si acaso. Es como sentarse en el coche y pisar con toda la fuerza al mismo tiempo el acelerador y el freno. Si algo así se lleva demasiado lejos, todo se viene abajo. El viejo dispositivo incluso cerrará tu sistema inmunitario agotando ahora mismo, en las crisis actuales, toda la energía y los recursos necesarios para tu salud futura. Algo así hace que una persona sea impulsiva[23], de modo que te abalanzarás sobre cualquier oportunidad pasajera que surja de emparejarte o cualquier posible fuente de placer, por mucho que resulte mediocre, lamentable o ilegal. Será mucho más probable que vivas en el filo de la navaja cada vez que se intuya alguna oportunidad de gozar. Las exigencias físicas de esa alerta permanente te desgastarán en todos los sentidos posibles[24].

Si, por el contrario, disfrutas de un estatus elevado, los mecanismos fríos y antediluvianos del dispositivo entienden que te encuentras en un nicho estable, productivo y seguro y cuentas con un sólido respaldo social. Considera así que no resulta muy probable que algo te pueda perjudicar, e incluso lo descarta. El cambio puede plantear una oportunidad en vez de un desastre. Así, la serotonina fluye a raudales, lo cual refuerza tu confianza y tu tranquilidad, te hace erguirte y te aleja de la alarma constante. Puesto que tu posición es segura, es probable que el futuro te sonría, con lo que merece la pena pensar a largo plazo y considerar proyectos para un mañana mejor. No tienes que asirte de forma desesperada a cualquier migaja que te lance la fortuna, porque puedes esperar de forma realista que te sigan llegando oportunidades positivas. Puedes postergar la satisfacción sin tener que renunciar a ella de forma permanente. Te puedes permitir ser un ciudadano que reflexiona y que despierta confianza.

ERROR

Sin embargo, en ocasiones el mecanismo del dispositivo falla. Su funcionamiento puede verse alterado, por ejemplo, por hábitos alimenticios o de sueño erráticos o quizá la incertidumbre lo sorprenda. El cuerpo, con sus diversos organismos, tiene que funcionar como una orquesta bien entrenada. Cada sistema tiene que desempeñar su papel de forma correcta y exactamente cuando le corresponde, de lo contrario se produce el caos. Por eso las rutinas resultan tan necesarias. Las acciones que repetimos cotidianamente tienen que estar automatizadas, tienen que convertirse en hábitos sólidos y estables, de tal forma que pierdan su complejidad y resulten simples y predecibles. Es algo que se puede percibir con particular claridad en el caso de los niños pequeños, que son juguetones y encantadores cuando mantienen ritmos de descanso y comida estables, pero que se vuelven criaturas llorosas e insufribles cuando no lo hacen.

Por eso lo primero que siempre pregunto a mis clientes clínicos es cómo duermen. ¿Se levantan por la mañana aproximadamente a la misma hora a la que se levanta la mayoría de la gente y lo hacen cada día? Si responden que no, eso es lo primero que propongo solucionar. No importa tanto si siempre se acuestan a la misma hora, pero sí que es necesario mantener hábitos constantes para levantarse. No se puede tratar la ansiedad o la depresión si el paciente mantiene rutinas imprevisibles. Los sistemas que median las emociones negativas están estrechamente relacionados con los ritmos circadianos, que son rigurosamente cíclicos.

En segundo lugar, pregunto por el desayuno. Recomiendo a mis clientes que tomen un desayuno bien cargado de grasa y proteínas tan pronto como puedan por la mañana, sin simples carbohidratos ni azúcares, ya que se digieren demasiado rápido y producen un pico de glucosa seguido de un rápido descenso. Es por eso que las personas que sufren ansiedad o depresión siempre se encuentran agobiadas, sobre todo si hace tiempo que sus vidas están descontroladas. Sus cuerpos están preparados para segregar insulina en cantidades elevadas si realizan cualquier actividad de una cierta complejidad o esfuerzo. Si lo hacen después de una noche en ayunas o antes de comer, el exceso de insulina en la sangre absorberá toda la glucosa. Entonces ataca la hipoglucemia y se vuelven psicológicamente inestables[25]. Y siguen así el resto del día, ya que sus sistemas no se pueden reiniciar hasta que han dormido. He tenido muchos clientes cuya ansiedad acababa reduciéndose a niveles subclínicos simplemente porque habían empezado a dormir respetando un horario establecido y a desayunar.

Otras malas costumbres también pueden interferir con el funcionamiento apropiado del dispositivo. Unas veces, ocurre simplemente por motivos biológicos que no se entienden con exactitud; otras, sucede porque esos hábitos inician un complejo bucle de retroalimentación positiva. Un bucle de retroalimentación positiva requiere un detector de entrada, un amplificador y algún tipo de salida. Imagina una señal recibida por el detector de entrada, amplificada y después emitida mucho más fuerte. Hasta ahora, todo bien. Los problemas se presentan cuando el detector de entrada también recibe la emisión producida y la vuelve a introducir en el sistema, amplificándola y emitiéndola de nuevo. Tras unas cuantas rondas de intensificación, las cosas se descontrolan de forma peligrosa.

Casi todos hemos tenido que soportar el ensordecedor chillido generado por un bucle durante un concierto, cuando el sistema de sonido se pone a chirriar. El micrófono envía una señal a los altavoces, que la emiten. El micrófono puede captar dicha señal y hacer que el sistema vuelva a procesarla si el sonido está demasiado alto o si se encuentra muy cerca de los altavoces. Rápidamente el sonido se amplifica hasta niveles insoportables, suficientes para destruir los altavoces si continúa.

El mismo bucle destructivo sucede en la vida de las personas. En la mayoría de los casos lo catalogamos como enfermedad mental cuando sucede, incluso si no ocurre exclusivamente, o incluso para nada, en la mente de las personas. La adicción al alcohol o a cualquier otro tipo de sustancia que altere el estado de ánimo es un ejemplo frecuente de proceso de retroalimentación positiva. Imaginemos a una persona a la que le gusta beber, quizá un poco más de lo que debería. Se bebe enseguida tres o cuatro copas y su glucosa se dispara. Esta situación puede resultar extremadamente estimulante, sobre todo si se trata de alguien con una predisposición genética al alcohol[26]. Pero solo sucede cuando los niveles de glucosa suben de forma sostenida, lo cual solo ocurre si el bebedor sigue bebiendo. Cuando cesa, la glucosa no solo se estanca y luego empieza a caer en picado, sino que su cuerpo comienza a producir una variedad de toxinas a medida que metaboliza el etanol consumido. También empieza a notar los efectos de la abstinencia a medida que los sistemas de ansiedad que la ingesta había bloqueado comienzan a responder de forma amplificada. La resaca no es más que la abstinencia producida por el alcohol (que a menudo acaba con los alcohólicos que la sufren), y en este caso empieza en cuanto se deja de beber. Para conservar esa cálida intensidad y mantener a raya las desagradables secuelas, el bebedor puede simplemente seguir bebiendo, hasta consumir todo el licor que tiene en casa o hasta que los bares cierren y se quede sin blanca.

Al día siguiente se levanta con una tremenda resaca. Hasta ahora, no es más que una situación desagradable. El problema verdadero comienza cuando descubre que su resaca se puede «curar» con unas cuantas copas más por la mañana. Una cura así es obviamente temporal; no hace más que aplazar ligeramente los síntomas de la abstinencia. Pero puede que eso sea lo que se busca, a corto plazo, si la miseria que se sufre es lo suficientemente cruda. Así que ahora el bebedor ha aprendido a curarse de su resaca. Y cuando la medicina es lo que causa la enfermedad, se ha creado un bucle de retroalimentación positiva. El alcoholismo es una consecuencia frecuente en tales condiciones.

Algo parecido suele ocurrirles a las personas que desarrollan un trastorno de ansiedad como la agorafobia. Quienes la padecen pueden llegar a sufrir tal angustia a causa del miedo, hasta el punto de no volver a salir de casa. La agorafobia es la consecuencia de un bucle de retroalimentación positiva. A menudo, el primer capítulo que desencadena el trastorno es un ataque de pánico. El paciente suele ser una mujer de mediana edad que ha sido demasiado dependiente de otras personas. Quizá pasó de estar excesivamente protegida por su padre a una relación con un novio o un marido mayor y considerablemente dominante, con lo que tuvo poco o ningún margen para vivir cierta independencia.

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