12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 2. Trátate a ti mismo como si fueras alguien que depende de ti

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REGLA 2TRÁTATE A TI MISMO COMO SI FUERAS ALGUIEN QUE DEPENDE DE TI

¿POR QUÉ NARICES NO TE TOMAS LAS PASTILLAS?

IMAGÍNATE QUE PRESCRIBEN un fármaco a cien personas. Pues esto es lo que pasa después. Una tercera parte ni siquiera llevará la receta a la farmacia[33]. Otra tercera parte sí que lo hará, pero no se tomará la medicina como se le indica. Se saltarán dosis, dejarán de tomarla antes de tiempo o puede que ni siquiera empiecen a hacerlo.

Los médicos y los farmacéuticos suelen reprochar a estos pacientes su desobediencia, su apatía y su desidia. Alegan que no hay más sordo que el que no quiere oír. Los psicólogos no solemos ver esos juicios con buenos ojos. Se nos prepara para dar por sentado que, cuando los pacientes no siguen los consejos de un profesional, es culpa de este y no de los pacientes. Creemos que el personal sanitario tiene la responsabilidad de dar consejos que vayan a seguirse, hacer intervenciones que vayan a respetarse, planear con el paciente o cliente los pasos que seguir hasta alcanzar el resultado deseado y hacer un seguimiento para asegurarse de que todo va bien. Esta es solo una de las muchas cosas que hacen tan geniales a los psicólogos. :) Porque nosotros tenemos el lujo de pasar tiempo con nuestros clientes, no como otros profesionales más atribulados que se preguntan por qué sus pacientes no se toman los medicamentos. ¿Qué les pasa? ¿No quieren curarse?

Y todavía hay cosas peores. Pongamos que alguien recibe un trasplante. Pongamos que es un riñón. Los trasplantes suelen tener lugar después de largas esperas llenas de angustia por parte de la persona receptora. Muy poca gente dona sus órganos al morir, y aún son menos quienes lo hacen cuando todavía están en vida. Pero además solo una pequeña parte de los órganos donados resultan compatibles con el receptor. Así, normalmente quien está a la espera de un trasplante de riñón suele pasarse años recibiendo diálisis, que es la única alternativa. La diálisis consiste en procesar toda la sangre del paciente a través de una máquina, que la extrae y la vuelve a introducir en el cuerpo. Es un tratamiento verdaderamente milagroso, lo que está muy bien, pero no es precisamente agradable. Tiene que realizarse entre cinco y siete veces a la semana, durante ocho horas por sesión, y debería efectuarse cada vez que el paciente está dormido. Es demasiado duro. Nadie quiere estar en diálisis.

Ahora bien, una de las complicaciones de los trasplantes es la posibilidad de rechazo. A tu cuerpo no le gusta que le cosan partes del cuerpo de otra persona, así que tu sistema inmunitario ataca y destruye estos elementos extraños aunque resulten fundamentales para que sigas viviendo. Para evitarlo tienes que tomar medicamentos inmunodepresores que debilitan el sistema de protección y aumentan tu vulnerabilidad ante cualquier infección. La mayoría de las personas acepta este intercambio. No obstante, los receptores suelen sufrir de todas formas los efectos del rechazo, a pesar de la existencia de este tipo de fármacos y su eficiencia. Y no es porque las medicinas fallen (aunque a veces sí ocurre), sino más frecuentemente porque las personas a quienes se les ha prescrito no se las toman. Resulta difícil de creer, porque que tus riñones dejen de funcionar no es un problema nimio. La diálisis no es moco de pavo y los trasplantes tienen lugar tras largas esperas, presentan considerables riesgos y suponen un gasto importante. ¿Y perderlo todo simplemente porque no te tomas los medicamentos? ¿Cómo pueden hacerse esto a sí mismos? ¿Cómo es posible?

La verdad es que es complicado. Muchas personas que reciben un órgano trasplantado están aisladas o bien arrastran numerosos problemas de salud (sin hablar ya de los relacionados con el paro o con crisis familiares). Puede que sufran trastornos cognitivos o depresión y también puede que no confíen plenamente en el médico o que no entiendan la necesidad del medicamento en cuestión. O quizá es que a duras penas pueden permitirse pagarlo y tienen que racionarlo de forma desesperada, invalidando su efecto.

Pero —y esto es lo más sorprendente— imagina que no eres tú la persona enferma. Es tu perro, así que tienes que llevarlo al veterinario. Este te da una receta, y ¿qué ocurre entonces? Tienes los mismos motivos para desconfiar de un veterinario que de un médico. Es más, si te importara tan poco tu mascota que no te preocupases lo más mínimo por la receta inadecuada, insuficiente o llena de errores que quizá te ha dado, ni siquiera la habrías llevado al veterinario, para empezar. De modo que sí te importa, y tus acciones lo demuestran. De hecho, por lo general, te importa incluso más que tú mismo. A las personas se les suele dar mejor gestionar las recetas médicas de sus mascotas que las suyas propias, lo que no es fácil de entender. Incluso si adoptamos la perspectiva de tu mascota, no lo es porque el animal (probablemente) te quiere y estaría más contento si te tomaras la medicación.

Es difícil llegar a ningún tipo de conclusión a partir de esta serie de hechos más allá de que parece que la gente quiere más a sus perros, gatos, hurones y pájaros (incluso quizá también a sus lagartos) que a sí misma. ¿No es algo espantoso? ¿Cuánto dolor es necesario para que algo así sea cierto? ¿Qué le puede pasar a la gente para preferir antes a sus animales de compañía que a sí misma?

Fue gracias a una antigua historia del Génesis, el primer libro del Antiguo Testamento, que conseguí encontrar respuesta a una pregunta tan desconcertante.

LA HISTORIA MÁS ANTIGUA Y LA NATURALEZA DEL MUNDO

Al parecer, en el relato del Génesis aparecen entrelazadas dos historias acerca de la creación llegadas de dos fuentes distintas desde Oriente Próximo. En la primera por orden cronológico pero históricamente más reciente, conocida como tradición sacerdotal, Dios creó el cosmos utilizando su palabra divina, creando la luz, el agua y la tierra al nombrarlas, y después las plantas y los cuerpos celestes. Entonces creó los pájaros, los animales y los peces (de nuevo, hablando) y terminó con los humanos, hombre y mujer, ambos en cierto modo según su propia imagen y semejanza. Todo eso ocurre en el primer capítulo del Génesis. En la segunda y más antigua versión, de la tradición yahvista, encontramos otro relato, en el que aparecen Adán y Eva (los detalles de la creación difieren en algunos aspectos) y las historias de Abel y Caín, Noé y la torre de Babel. Todo esto ocupa los capítulos 2 al 11 del Génesis. Para entender el primer capítulo del Génesis, el de la tradición sacerdotal, con su insistencia en la palabra como fuerza creativa fundamental, en primer lugar hay que recordar algunos supuestos esenciales de la Antigüedad, que resultan notablemente distintos tanto en su carácter como en su intención de los supuestos científicos, muy recientes históricamente.

Las verdades científicas se explicitaron hace apenas quinientos años con las obras de Francis Bacon, René Descartes e Isaac Newton. Fuera como fuese que nuestros antecesores contemplaban el mundo hasta entonces, no era a través del prisma de la ciencia, igual que hasta entonces no habían podido observar el cielo a través de la lente de un telescopio. Puesto que ahora somos tan científicos (y tan determinadamente materialistas), nos cuesta mucho incluso comprender que puedan existir otras formas de ver el mundo, que, de hecho, existen. Pero la gente que vivía en el tiempo remoto en el que surgieron los relatos épicos fundacionales de nuestra cultura se preocupaba mucho más por las acciones que la supervivencia imponía (y por interpretar el mundo en consecuencia) que por nada que se acercara mínimamente a lo que hoy consideramos la verdad objetiva.

Antes de que emergiera la visión científica del mundo, la realidad estaba construida de una forma distinta. El Ser se comprendía como un lugar de acción, no como un lugar de cosas[34]. Se concebía como un espacio más proclive a la narración, al drama. Esa narración o ese drama se vivía, era una experiencia subjetiva, ya que se manifestaba en cada momento en la consciencia de todas las personas vivas. Era algo así como las anécdotas que nos contamos de nuestras vidas y su importancia personal, o como los sucesos que se describen en las novelas cuando se consigue captar la existencia en unas páginas. Una experiencia subjetiva, que incluye objetos familiares como los árboles o las nubes, fundamentalmente objetivos, pero que también (y sobre todo) contiene cosas como emociones y sueños, así como hambre, sed o dolor. Son estas cosas, experimentadas personalmente, las que constituyen los elementos fundamentales de la vida humana desde la perspectiva arcaica y dramática. Se trata, pues, de elementos que ni siquiera la mente moderna, con su reduccionismo materialista, es capaz de reducir fácilmente a algo imparcial y objetivo. Pongamos como ejemplo el dolor, el dolor subjetivo. Es algo tan real que ningún argumento puede cuestionarlo. Todo el mundo se comporta como si su dolor fuera real, básica y fundamentalmente real. El dolor cuenta más que la materia y es por eso, en mi opinión, que tantas tradiciones del mundo consideran que el dolor consustancial a la existencia es la verdad irreducible del Ser.

En cualquier caso, aquello que vivimos de forma subjetiva se parece mucho más a una novela o una película que a una descripción científica de la realidad física. Es el drama de la experiencia vivida: la única, trágica y personal muerte de tu padre, comparada con la muerte objetiva que aparece enumerada en los registros de los hospitales; el dolor de tu primer amor, la desesperación de las esperanzas frustradas; la alegría que estalla cuando un niño consigue algo.

EL DOMINIO NO DE LA MATERIA, SINO DE LO QUE ES IMPORTANTE

El mundo científico de la materia puede reducirse en cierto modo a sus elementos constitutivos fundamentales, es decir, moléculas, átomos, incluso quarks. Sin embargo, el mundo de la experiencia también parte de elementos primarios. Estos son los componentes necesarios cuyas interacciones definen el drama y la ficción. Uno de ellos es el caos, otro es el orden. El tercero (puesto que son tres) es el proceso que media entre ambos, que resulta idéntico a lo que la gente hoy en día llama «consciencia». Es nuestra eterna subyugación a los dos primeros lo que nos lleva a dudar acerca de la validez de la existencia, lo que nos hace tirar la toalla desesperados y dejar de preocuparnos por nosotros mismos. Tan solo entendiendo convenientemente el tercer elemento podemos salir de ahí.

El caos es el dominio de la ignorancia. Es territorio no explorado. Es lo que se extiende eternamente y sin límite, más allá de las fronteras de todos los Estados, de todas las ideas y disciplinas. Es el forastero, el extraño, el miembro de otra banda, el crujido que se oye entre los arbustos por la noche, el monstruo de debajo de la cama, la furia contenida de tu madre y la enfermedad de tu hijo. El caos es la desesperación y el horror que sientes cuando te han traicionado. Es el lugar donde acabas cuando las cosas se derrumban, cuando tus sueños se extinguen, tu carrera se viene abajo o tu matrimonio termina. Es el inframundo de los cuentos de hadas y los mitos, donde el dragón y el oro que protege coexisten eternamente. El caos es donde estamos cuando no sabemos dónde estamos y lo que hacemos cuando no sabemos qué estamos haciendo. Es, en pocas palabras, todas aquellas cosas y situaciones que ni conocemos ni comprendemos.

El caos es también el potencial sin forma a partir del cual el Dios del primer capítulo del Génesis causó el orden mediante la palabra. Es el mismo potencial a partir del cual nosotros, hechos a su imagen y semejanza, provocamos todos los momentos nuevos y llenos de cambio en nuestras vidas. Y el caos es libertad; una libertad espantosa, es cierto.

El orden, por el contrario, es territorio explorado. Es la jerarquía de lugar, posición y autoridad con cientos de millones de años de historia a sus espaldas, es la estructura de la sociedad. Es también la estructura en el sentido biológico, sobre todo en la medida en la que te hayas adaptado, como lo estás, a la estructura de la sociedad. El orden es la tribu, la religión, la casa, el hogar y el país. Es el salón cálido y seguro donde brilla la lumbre en la chimenea y hay niños jugando. Es la bandera del país, la cotización de la moneda. El orden es el suelo que pisas y el plan que tienes para hoy. Es la grandeza de la tradición, las filas de pupitres en las aulas de las escuelas, los trenes que salen a su hora, el calendario y el reloj. El orden es la fachada pública que se pide que respetemos, la cortesía de una reunión entre desconocidos civilizados, y la fina capa de hielo sobre la que patinamos. El orden es el lugar donde el mundo se comporta tal y como esperamos y deseamos que lo haga, allí donde todo sale tal y como queremos. Pero el orden también es a veces tiranía y desgaste, cuando esta pretensión de certidumbre, uniformidad y pureza acaba resultando demasiado unilateral.

Cuando todo es seguro, estamos dentro del orden. Ahí estamos cuando todo sigue el plan establecido, sin novedades ni perturbaciones. En el ámbito del orden todo se comporta siguiendo los designios de Dios. Es un sitio donde nos gusta quedarnos, ya que los ambientes familiares resultan gratos. Dentro del orden podemos pensar a largo plazo, ya que las cosas funcionan y nos sentimos estables, tranquilos y competentes. Por eso no solemos irnos de los lugares que comprendemos, ya sean lugares geográficos o conceptuales, y evidentemente no nos hace ninguna gracia que se nos obligue a abandonarlos o que tengamos que hacerlo de forma accidental.

Estás dentro del orden cuando cuentas con un amigo fiel, un aliado en el que depositas tu confianza. Cuando esa misma persona te traiciona, pasas del mundo luminoso de la claridad al oscuro inframundo del caos, la confusión y la desesperación. Es el mismo movimiento que realizas y el mismo lugar que visitas cuando la empresa en la que trabajas comienza a quebrar y tu puesto de trabajo está en riesgo. Orden es cuando entregas la declaración de la renta y caos cuando te hacen una inspección de Hacienda. La mayoría de las personas preferirían ser asaltadas por la calle a sufrir una inspección. El orden era lo que había antes de que se derrumbaran las Torres Gemelas, y el caos, lo que se manifestó a continuación. Todo el mundo lo pudo sentir, hasta el mismo aire se volvió incierto. Pero la pregunta adecuada no es «¿Qué se derrumbó exactamente?». Lo verdaderamente importante es preguntarse qué quedó en pie.

Patinar sobre una superficie sólida de hielo, eso es orden. Cuando la placa empieza a deshacerse, todo se resquebraja y acabas sumergiéndote en el agua helada, eso es caos. El orden es la Comarca de los hobbits de Tolkien: un espacio pacífico y productivo donde incluso los más ingenuos pueden instalarse con total seguridad. El caos es el reino subterráneo de los enanos, expulsados de sus tierras por el dragón Smaug, la enorme serpiente que custodia un tesoro. El caos es el recóndito fondo oceánico al que Pinocho viajó para rescatar a su padre de Monstruo, la ballena que escupía fuego. Ese viaje hacia la oscuridad es una de las pruebas más difíciles que un muñeco tiene que superar si quiere ser real, si quiere arrancarse de las tentaciones del engaño, el fingimiento, la victimización, el placer impulsivo y la subyugación totalitaria, es decir, si quiere ocupar un puesto como verdadero Ser en el mundo.

El orden es la estabilidad de tu matrimonio, apuntalada por las tradiciones y tus expectativas (que a menudo se apoyan invisiblemente en esas mismas tradiciones). El caos es el desmoronamiento repentino de esa estabilidad cuando descubres que tu pareja te ha sido infiel. El caos es sentir que gravitas sin rumbo ni apoyo a través del espacio una vez que las tradiciones y las rutinas que te servían de referencia se han desplomado.

El orden es el espacio y el tiempo en el que los axiomas normalmente invisibles con los que te guías organizan tu experiencia y tus acciones, de tal modo que todo lo que tiene que suceder sucede. El caos es el nuevo espacio y el nuevo tiempo que aparecen cuando ocurre una tragedia repentina, cuando el mal te paraliza mostrándote su rostro, incluso dentro de tu propia casa. Cuando se traza un plan siempre puede ocurrir algo inesperado, algo que no deseas, por muy conocidas que resulten las circunstancias. Cuando algo así sucede, el panorama cambia por completo. Pero no te equivoques: el espacio, aquello que ves, sigue siendo el mismo. Lo que pasa es que no solo vivimos en el espacio, también vivimos en el tiempo. Por eso hasta el lugar más familiar y transitado conserva una capacidad inagotable para sorprenderte. Puedes estar circulando tan tranquilamente con el coche que conoces y adoras desde hace años, pero el tiempo pasa y los frenos podrían fallar. O puede que vayas andando por la calle en el cuerpo en el que siempre has confiado, pero si tu corazón sufre un fallo, aunque sea momentáneo, todo cambia. Un viejo perro manso puede morder, las más íntimas amistades pueden traicionar y las nuevas ideas pueden destruir antiguas convicciones que resultaban cómodas. Este tipo de cosas importan. Son reales.

Nuestros cerebros responden de forma inmediata cuando el caos irrumpe, mediante circuitos simples y extremadamente rápidos que funcionan desde la remota Antigüedad, cuando nuestros ancestros vivían en árboles y las serpientes podían atacar en un abrir y cerrar de ojos[35]. Después de esta respuesta casi instantánea, equivalente a un reflejo corporal, aparecen otras respuestas fruto de una evolución posterior: las respuestas emocionales, más complejas pero más lentas. Y después, viene el pensamiento, que pertenece al rango más elevado y que puede dilatarse durante segundos, minutos o años. Todas estas respuestas son de alguna forma instintivas, pero cuanto más rápida sea la respuesta, más instintiva es.

EL CAOS Y EL ORDEN: LA PERSONALIDAD FEMENINA Y MASCULINA

El caos y el orden son dos de los elementos fundamentales de la experiencia vital, dos de las divisiones básicas del propio Ser. Pero no son cosas u objetos ni se viven como tales. Las cosas o los objetos forman parte del mundo objetivo. Son inanimadas y no tienen espíritu. Están muertas. Pero ese no es el caso del caos y del orden, que se perciben, se sienten y se entienden (en la medida que pueden entenderse) como personalidades, algo que vale igualmente para las percepciones, las experiencias y la comprensión de las personas, tanto en la actualidad como antaño. Lo que ocurre es que la gente de ahora no se da cuenta.

El orden y el caos no se entienden en un primer momento de forma objetiva (como cosas u objetos) y luego se personifican. Algo así tan solo ocurriría si percibiéramos primero la realidad objetiva y después dedujéramos su intención y propósito. Pero la percepción no funciona de esta forma, a pesar de lo que podamos pensar. La percepción de las cosas como herramientas, por ejemplo, ocurre antes o justo al mismo tiempo que las percibimos como objetos. Vemos lo que las cosas significan tan rápido o incluso más de lo que tardamos en ver lo que son[36]. También percibimos las cosas como entidades dotadas de una personalidad antes de percibirlas como cosas. Esto resulta particularmente válido cuando se trata de los actos de otras personas[37], es decir, de otros seres vivos, pero también vemos el «mundo objetivo» de las cosas inertes como algo animado, con propósito e intención. Esto se debe a la operación que en psicología se denomina «mecanismo hiperactivo de detección de agentes», que se activa en nuestro interior[38]. Durante milenios hemos evolucionado en el marco de circunstancias intensamente sociales, lo que significa que los elementos más significativos de nuestro ambiente original eran personalidades y no cosas, objetos o situaciones.

Las personalidades que percibimos gracias a la evolución siempre han estado presentes, bajo una forma previsible y dentro de configuraciones típicamente jerárquicas para cualquier tipo de intención y propósito. Han sido masculinas o femeninas, por ejemplo, durante mil millones de años, es decir, mucho tiempo. La división de la vida en sus sexos gemelos ocurrió antes de la evolución de los animales multicelulares. Fue en una nada desdeñable quinta parte de ese periodo cuando aparecieron los mamíferos, que se caracterizan por preocuparse de forma minuciosa por sus crías. Así, la categoría de «padre» y la de «hijo» existen desde hace doscientos millones de años, un periodo más largo que el de la existencia de los pájaros o de las flores. No son mil millones de años, pero sigue siendo mucho tiempo, el suficiente para que lo masculino y lo femenino, así como el padre y el hijo, constituyan elementos vitales y fundamentales del ambiente al que nos hemos adaptado. Esto significa que masculino, femenino, padre e hijo son para nosotros categorías, categorías naturales, profundamente ancladas en nuestras estructuras perceptivas, emotivas y motivacionales.

Nuestros cerebros son profundamente sociales. Otras criaturas (en particular, otros seres humanos) fueron de crucial importancia a medida que vivíamos, nos reproducíamos y evolucionábamos. Aquellas criaturas constituían literalmente nuestro hábitat natural, nuestro ambiente. Desde una perspectiva darwiniana, la naturaleza —la realidad en sí misma, el ambiente en sí mismo— es lo que selecciona. No puede definirse el ambiente de ninguna forma más fundamental. No se trata de simple materia inerte, sino que es la propia realidad aquello a lo que nos enfrentamos cuando luchamos por sobrevivir y reproducirnos. Y una gran parte de esa realidad la componen otros seres vivos, sus opiniones de nosotros y sus comunidades. Así es.

Durante milenios, a medida que nuestra capacidad cerebral aumentaba y desarrollábamos una curiosidad sin límites, éramos cada vez más conscientes y teníamos más curiosidad por la naturaleza del mundo —lo que terminamos conceptualizando como el mundo objetivo— más allá de las personalidades de la familia y el grupo. Y «más allá» no se refiere simplemente al territorio físico sin explorar. «Más allá» significa más allá de lo que entendemos hoy por hoy, puesto que entender implica asumir y afrontar, no simplemente representar objetivamente. Pero nuestros cerebros se habían estado centrando en otras personas durante mucho tiempo, por lo que resulta que comenzamos a percibir el desconocido y caótico mundo no humano mediante las categorías innatas de nuestro cerebro social[39]. Y esto aún se queda corto, ya que cuando empezamos a percibir el desconocido y caótico mundo no humano utilizábamos categorías que originalmente habían evolucionado para representar el mundo social animal anterior al ser humano. En otras palabras, nuestras mentes son mucho más antiguas que la humanidad. Nuestras categorías son mucho más antiguas que nuestra especie. Nuestra categoría más básica, tan antigua en cierto modo como el propio acto sexual, es la del sexo, masculino y femenino. Al parecer, una vez que interiorizamos este conocimiento primordial de una oposición estructurada y creativa, comenzamos a interpretar todo a través de esa perspectiva[40].

El orden, lo conocido, aparece simbólicamente asociado con la masculinidad (tal y como se ilustra en el ya mencionado yang del símbolo taoísta del yin-yang). Esto quizá se deba a que la estructura jerárquica primaria en la sociedad humana es masculina, como sucede en el caso de la mayor parte de los animales, incluidos los chimpancés que son los que más se nos parecen a nivel genético y probablemente de comportamiento. También se debe a que los hombres, a lo largo de la historia, han sido los constructores de pueblos y ciudades, los ingenieros, los canteros, los albañiles, los leñadores, los operadores de maquinaria pesada[41]. El orden es Dios Padre, el eterno juez, el que lleva el libro de cuentas y el que otorga las recompensas y los castigos. El orden es el ejército de policías y soldados de los tiempos de paz. Es la cultura política, el entorno empresarial y el sistema. Es el «ellos» implícito en «ya sabes lo que dicen». Son las tarjetas de crédito, las aulas, las colas para pagar en los supermercados, el reparto de turnos, los semáforos y los trayectos de los trabajadores que viajan cada día de su casa al trabajo. El orden, cuando se lleva demasiado lejos, cae en el desequilibrio y puede también manifestarse de una forma destructiva y terrible. Es el caso de una migración forzosa, de un campo de concentración y de la uniformidad enajenante de una marcha militar.

El caos, lo desconocido, se asocia simbólicamente con lo femenino. Eso se debe en parte a que todas las cosas que hemos ido conociendo nacieron en un primer momento de lo desconocido, de la misma forma que todos los seres con los que nos hemos encontrado nacieron de madres. El caos es mater, origen, fuente, madre; materia, la sustancia de la que están hechas las cosas.

Es también lo que importa o lo que hay, el último objeto de pensamiento y comunicación. En su versión positiva, el caos encarna la posibilidad, el origen de las ideas, el ámbito misterioso de la gestación y el nacimiento. Como fuerza negativa, es la procelosa oscuridad de una caverna, el accidente en la cuneta de una carretera. Es la madre osa que, desviviéndose por sus crías, te identifica como potencial depredador y te desmiembra.

El caos, el eterno femenino, es también la fuerza devastadora de la selección sexual. Las mujeres son muy exigentes a la hora de emparejarse (contrariamente a las chimpancés hembras, sus referentes más cercanos en el mundo animal[42]). La mayoría de los hombres no está a la altura de sus criterios. Por eso en las páginas web de citas las mujeres suspenden al ochenta y cinco por ciento de los hombres en lo que se refiere a atractivo[43]. También es por ese motivo que todos nosotros tenemos el doble de antepasados femeninos que masculinos. (Imagina que todas las mujeres de toda la historia han tenido un hijo de media. Y ahora imagina que la mitad de los hombres de toda la historia han sido padres en al menos dos ocasiones, si lo han sido, mientras que la otra mitad no lo ha sido nunca[44]). Es la Mujer, en el papel de la Naturaleza, la que mira a la mitad de los hombres y les dice: «¡No!». Para los hombres, se trata de un encuentro directo con el caos, algo que sucede con una fuerza devastadora cada vez que no consiguen una cita. Esta selección por parte de las mujeres también explica por qué somos tan diferentes del antepasado común que compartimos con nuestros primos chimpancés, mientras a estos se les siguen pareciendo mucho. Es la tendencia femenina a decir que no, más que ninguna otra fuerza, lo que ha dirigido nuestra evolución de tal forma que nos hemos convertido en las criaturas creativas, trabajadoras, erguidas y de gran capacidad cerebral (competitivas, agresivas, dominantes) que somos[45]. Es la naturaleza, en el papel de mujer, la que dice, «Mira, chaval, vales para ser un colega, pero nuestra experiencia compartida hasta el momento no me ha indicado que tu material genético sea apropiado para que se continúe propagando».

Los símbolos religiosos más profundos sacan su fuerza, en gran medida, de esta subdivisión conceptual subyacente y fundamentalmente bipartida. La estrella de David, por ejemplo, se compone del triángulo que apunta hacia abajo, el de la feminidad, y del que apunta hacia arriba, el masculino[46]. Lo mismo ocurre con el yoni y el lingam del hinduismo, que aparecen cubiertos por serpientes, nuestras adversarias agitadoras ancestrales. Así, el lingam de Shiva se representa con deidades en forma de serpiente llamadas «nagas». En el Antiguo Egipto se representaba a Osiris, dios de la tierra, y a Isis, diosa del inframundo, como dos cobras idénticas con sus colas entrelazadas. El mismo símbolo se usaba en China para retratar a Fuxi y Nuwa, creadores de la humanidad y de la escritura. Las representaciones en el cristianismo son menos abstractas, poseen rasgos personales: las dos imágenes occidentales más conocidas —la Virgen María con el Niño Jesús y la Pietà— representan la unidad dual mujer-hombre, igual que la tradicional insistencia en la androginia de Jesucristo[47].

Por último, habría que anotar también que la propia estructura del cerebro a nivel morfológico parece reflejar esta misma dualidad. En mi opinión, hay que entenderlo como una indicación de la realidad fundamental, más allá de la metáfora, de la división simbólica femenino-masculino, ya que el cerebro se adapta por definición a la realidad (es decir, a la realidad conceptualizada de esta forma cuasi darwiniana). Elkhonon Goldberg, discípulo del gran neuropsicólogo ruso Alexander Luria, ha propuesto sin ambages y con gran lucidez que hasta la estructura hemisférica del córtex refleja la división fundamental entre novedad (lo desconocido o el caos) y rutina (lo conocido, el orden[48]). Es cierto, no alude a los símbolos que representan la estructura del mundo para referirse a esta teoría, pero mejor así: una idea resulta más creíble cuando aparece como consecuencia de investigaciones propuestas en diferentes ámbitos[49].

Ya sabemos todo esto, pero no sabemos que lo sabemos. Sin embargo, lo entendemos inmediatamente cuando se expone de una forma similar. Todo el mundo entiende el orden y el caos, el mundo y el inframundo, cuando se explica en estos términos. Todos sentimos el caos que se esconde detrás de todo lo que nos resulta familiar. Por eso entendemos las historias extrañas y surrealistas de Pinocho, La bella durmiente, El rey león, La sirenita y La Bella y la Bestia, con sus incursiones eternas en lo conocido y lo desconocido, el mundo y el inframundo. Todos hemos estado en repetidas ocasiones en ambos lugares, a veces por casualidad, a veces por decisión propia.

Muchas cosas comienzan a encajar cuando empiezas a entender conscientemente el mundo de esta forma. Es como si lo que sabes de tu cuerpo y de tu alma se correspondiera con lo que sabes de tu intelecto. Pero hay algo más: este tipo de conocimiento prescribe a la vez que describe. El conocimiento del qué te ayuda a saber el cómo. El es a partir del cual obtienes el debería. La yuxtaposición taoísta del yin y el yang, por ejemplo, no se limita a representar el caos y el orden como los elementos fundamentales del Ser, sino que también te dice cómo comportarte. El camino, la senda de vida taoísta, se representa con (o existe en) el límite entre las dos serpientes idénticas. El camino es la senda del buen Ser. Es el mismo camino al que se refiere Jesucristo en los Evangelios: «Yo soy el camino y la verdad y la vida» (Juan 14:6), «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos» (Mateo 7:14).

Habitamos eternamente el orden, que está rodeado por el caos. Eternamente ocupamos territorio conocido, rodeado por lo desconocido. Cuando conseguimos conciliar ambas cosas de forma adecuada, sentimos que nuestra implicación tiene un valor. Estamos adaptados, en el sentido más profundamente darwinista, no al mundo de los objetos, sino a las metarrealidades del orden y el caos, el yang y el yin. El caos y el orden dan forma al eterno y trascendente entorno de la vida.

Abarcar esa dualidad fundamental significa estar en equilibrio, teniendo un pie plantado firmemente en el orden y la seguridad y el otro en el caos, la posibilidad, el crecimiento y la aventura. Cuando la vida se revela de forma súbita como algo intenso, fascinante y cargado de significado, cuando el tiempo pasa y estás tan absorto en lo que haces que ni siquiera te das cuenta, es allí y entonces cuando te encuentras precisamente en la frontera entre el orden y el caos. El significado subjetivo que encontramos allí es la reacción a nuestro ser más profundo, nuestro yo instintivo fundamentado en la neurología y la evolución, que indica que estamos garantizando la estabilidad y al mismo tiempo la expansión del territorio habitable productivo, del espacio personal, social y natural. Es donde hay que estar, en todos los sentidos. Es donde estás cuando —y donde— las cosas cuentan. Es asimismo lo que la música te dice cuando la escuchas —más incluso, probablemente, cuando bailas—, cuando sus múltiples y armónicas ondas que navegan entre lo previsible y lo imprevisible hacen que el sentido emerja desde lo más profundo de tu Ser.

El caos y el orden son elementos fundamentales porque todas las situaciones que vivimos (e incluso cualquiera que se pueda vivir) se forman a partir de ambos. No importa dónde estemos, hay cosas que podemos identificar, utilizar y predecir frente a otras que ni conocemos ni entendemos. No importa quién seamos —un nómada del desierto del Kalahari o un banquero de Wall Street—, hay cosas que están bajo nuestro control y otras que no. Y es por eso que ambos pueden entender las mismas historias y existir dentro de los confines de las mismas verdades eternas. Por último, la realidad fundamental del caos y el orden es cierta para todos los seres vivos, no solo para nosotros. Los seres vivos siempre se encuentran en lugares que pueden dominar, lugares que están rodeados de cosas y situaciones que los hacen vulnerables.

El orden no es suficiente. El individuo no puede mantenerse estable, seguro e inalterado, porque siempre hay cosas nuevas de gran importancia que quedan por aprender. No obstante, el caos puede llegar a ser demasiado. Nadie puede soportar durante mucho tiempo verse superado por las circunstancias mientras aprende lo que aún le falta por aprender. Así pues, tienes que tener un pie plantado en lo que ya dominas y entiendes, y el otro en lo que estás descubriendo y aprendiendo a dominar ahora mismo. De esta forma, como individuo, te habrás situado en el lugar donde el terror existencial está bajo control y te encuentras seguro, aunque también estás alerta y ocupado. Es en este punto donde puedes encontrar algo nuevo que dominar y donde puedes mejorar. Es aquí donde se encuentra el significado.

EL JARDÍN DEL EDÉN

Recuerda que, como decía antes, las historias del Génesis provienen de fuentes diversas. Después de la tradición sacerdotal más reciente (capítulo 1 del Génesis), que cuenta la creación del orden a partir del caos, viene la segunda y más antigua, la de la tradición yahvista, que comienza en el capítulo 2. La narración yahvista, que emplea el nombre YHWH o Yahvé para representar a Dios, contiene la historia de Adán y Eva, así como una explicación mucho más extensa de los acontecimientos del sexto día, que ya aparecen mencionados en la historia previa de la tradición sacerdotal. La continuidad entre las historias parece ser el resultado de una esmerada edición por parte de la persona o las personas que los estudiosos de la Biblia llaman «el redactor», en singular, que las fusionó. Puede que esto sucediera cuando se unieron, por una razón u otra, pueblos que poseían tradiciones diferentes. Así, la mezcla de ambas provocó problemas lógicos que con el paso del tiempo iban resultando más abultados, hasta que un valiente obsesionado con la coherencia decidió remediarlo.

De acuerdo con la narración yahvista de la creación, Dios creó en primer lugar un espacio delimitado conocido como el Edén (en arameo, que se supone que era la lengua de Jesús, significa «lugar bien irrigado») o el paraíso (pairidaeza, en antiguo persa o avéstico, «recinto o jardín protegido o cercado»). Dios colocó allí a Adán, rodeado de todo tipo de árboles frutales, dos de los cuales destacaban. Uno era el árbol de la vida; el otro, el árbol del conocimiento del bien y del mal. Dios le dijo a Adán que podía comer toda la fruta que quisiera en la cantidad que deseara, pero le señaló que la del árbol del conocimiento del bien y del mal le estaba prohibida. Y más tarde creó a Eva como compañera de Adán[50].

Adán y Eva no parecen al principio, cuando los depositan en el paraíso, demasiado conscientes (y desde luego nada cohibidos). Tal y como se insiste en la historia, nuestros padres originales iban desnudos pero no sentían vergüenza alguna. Con este planteamiento, se da a entender en primer lugar que es totalmente natural y normal que la gente se avergüence de su desnudez —de lo contrario, nada habría que decir acerca de su ausencia— y, en segundo, que algo extraño le pasaba a esta primera pareja. Aunque hay excepciones, las únicas personas a nuestro alrededor que no sentirían vergüenza alguna si las dejaran repentinamente desnudas en un lugar público serían los menores de tres años (si exceptuamos a algún posible exhibicionista). De hecho, verse de forma repentina desnudo encima de un escenario y enfrente de una multitud resulta una pesadilla recurrente.

En el tercer capítulo del Génesis aparece una serpiente: al principio, por lo visto, con patas. Solo Dios sabe por qué dejó entrar o puso él mismo una criatura semejante en el jardín. Durante mucho tiempo le he dado vueltas a su posible significado. Parece en parte un reflejo de la dicotomía orden-caos que caracteriza cualquier experiencia, con el paraíso cumpliendo la función de orden habitable y la serpiente interpretando el papel de caos. Así pues, la serpiente del Edén posee el mismo significado que el punto negro en el lado del yin dentro del símbolo taoísta del yin-yang de la totalidad, esto es, la posibilidad de que lo desconocido y revolucionario se manifieste de forma repentina cuando todo parece estar en calma.

Así pues, no parece posible, ni siquiera para el propio Dios, crear un espacio acotado que quede totalmente protegido del exterior; no en el mundo real, con sus necesarias limitaciones y rodeado de lo trascendental. Lo exterior, el caos, siempre consigue colarse porque nada puede estar totalmente confinado del resto de la realidad. Así pues, hasta el lugar más seguro posible alberga de forma irremediable una serpiente. Siempre ha habido serpientes de las auténticas, reptiles, en la hierba y los árboles de nuestro paraíso original africano[51]. Incluso si se hubiera expulsado a todas (de alguna forma inconcebible, por parte de un hipotético san Jorge primitivo), las serpientes se habrían perpetuado adoptando la forma de nuestros antiguos rivales humanos (al menos cuando actuaban como nuestros enemigos, desde nuestras limitadas perspectivas de grupo y linaje). Después de todo, si algo no faltaba entre nuestros antepasados, tribales o no, era el conflicto y la guerra[52].

E incluso si hubiéramos vencido a todas las serpientes que nos cercan desde fuera, tanto las reptiles como las humanas, no estaríamos seguros. Tampoco lo estamos ahora. Después de todo, ya hemos visto al enemigo y no es otro que nosotros mismos. La serpiente habita en el interior de cada una de nuestras almas. En mi opinión, este es el motivo de la extraña insistencia del cristianismo, que John Milton explicitó de forma paradigmática, a propósito de que la serpiente del jardín del Edén era Satán, el mismo espíritu del mal. Difícilmente puede exagerarse la importancia de esta identificación simbólica, así como su asombrosa genialidad. Precisamente mediante este ejercicio de la imaginación, practicado a lo largo de los milenios, se desarrolló la idea de unos conceptos morales aislados, con todo lo que conllevan. Hay un trabajo hercúleo, imposible de imaginar, detrás de la idea del bien y del mal y su correspondiente metáfora onírica. La peor serpiente posible es la eterna tendencia humana al mal. La peor serpiente posible es psicológica, espiritual, personal, interna. Y no hay muros, por grandes que sean, que puedan mantenerla fuera. Incluso si la fortaleza fuera en principio lo suficientemente sólida como para dejar fuera todas las cosas malas, volverían a aparecer inmediatamente desde el interior. Tal y como repetía el gran escritor ruso Alexandr Solzhenitsyn, la línea que separa el bien del mal atraviesa el corazón de todo ser humano[53].

Básicamente no hay forma alguna de enclaustrar un espacio, aislarlo de la enorme realidad que nos rodea y conseguir que todo en su interior sea seguro y previsible. Parte de aquello que se ha dejado fuera tan cuidadosamente terminará por volver a colarse. Alguna serpiente, en términos metafóricos, acabará por aparecer. Incluso los padres más diligentes no pueden proteger completamente a sus hijos, ni siquiera encerrándolos en un sótano, totalmente alejados de las drogas, el alcohol y el porno por internet. En ese caso extremo, los padres demasiado precavidos y solícitos acaban por ocupar el lugar de los otros problemas terribles de la vida. Esta es la gran pesadilla edípica de Freud[54]. Es mucho mejor para los Seres que dependen de ti que los vuelvas competentes que no que los protejas.

E incluso si existiera la posibilidad de desterrar para siempre todo lo que representa algún tipo de amenaza, todo lo peligroso (y, consecuentemente, todo lo que implica desafío e interés), eso tan solo conduciría a la aparición de otro peligro: el infantilismo humano permanente y la inutilidad absoluta. ¿Cómo podríamos llegar hasta nuestro pleno potencial sin desafíos ni peligros? ¿Qué niveles de aburrimiento e insignificancia alcanzaríamos si ya no hubiera razón alguna para prestar atención? Quizá Dios pensó que su nueva creación estaba en condiciones de enfrentarse a la serpiente y por eso consideró que su presencia era el mal menor.

Una pregunta para los padres: ¿queréis que vuestros hijos estén seguros o que se hagan fuertes?

Sea como sea, hay una serpiente en el jardín del Edén y se trata, de acuerdo con la historia antigua, de una bestia «sutil» (difícil de ver, etérea, astuta, pérfida, traicionera). Así las cosas, no resulta sorprendente que intente gastarle una jugarreta a Eva. ¿Pero por qué a Eva en vez de a Adán? Quizá fue simplemente una cuestión de suerte. Estadísticamente hablando, Eva tenía la mitad de las probabilidades, es decir, bastantes. Pero estas viejas historias me han enseñado que nada en ellas es superfluo. Cualquier cosa que parezca accidental, que no contribuya a la trama de la historia, hace mucho que se ha dejado de contar. Como el dramaturgo ruso Anton Chéjov recomendaba: «Si hay un rifle apoyado en la pared en el primer acto, tiene que dispararse en el segundo. De lo contrario, no pinta nada ahí»[55]. Quizá la Eva primordial tenía más razones para prestar atención a las serpientes que Adán. Tal vez había más posibilidades de que atacaran, por ejemplo, a sus hijos que vivían en los árboles. Quizá es por esto que las hijas de Eva son más precavidas, cohibidas, temerosas e inquietas, incluso hoy (sobre todo, y especialmente, en la más igualitaria de las sociedades humanas contemporáneas[56]). En cualquier caso, la serpiente le dice a Eva que, si come la fruta prohibida, no morirá, sino que, al contrario, se le abrirán los ojos y se volverá como Dios, capaz de distinguir el bien del mal. Por supuesto, lo que la serpiente no le dice es que será como Dios tan solo en ese aspecto. Pero al fin y al cabo es una serpiente. Y como buena humana, deseosa de saber más, Eva decide comerse la fruta. ¡Y pum! Se despierta: ahora se vuelve consciente, o quizá consciente de sí misma, y se cohíbe por primera vez.

Pero ninguna mujer lúcida y consciente va a aguantar a un hombre que no ha despertado. Así pues, Eva comparte inmediatamente la fruta con Adán. Y él también se convierte en un ser consciente de sí mismo y avergonzado. Ha cambiado bien poco. Las mujeres han hecho que los hombres sientan vergüenza desde el principio de los tiempos. Es algo que consiguen fundamentalmente rechazándolos, pero también avergonzándolos cuando no asumen responsabilidades. No resulta extraño, teniendo en cuenta que las mujeres asumen la principal carga de la reproducción. Es más, es difícil imaginar que pudiera ser de otra forma. Pero la capacidad de las mujeres de avergonzar a los hombres y volverlos inseguros sigue constituyendo una fuerza primordial de la naturaleza.

Llegados a este punto quizá te preguntes qué diantres tienen que ver las serpientes con tener los ojos abiertos. Bueno, para empezar es claramente importante verlas, porque puede que estén acechándote (sobre todo si eres pequeño y vives en árboles, como nuestros antepasados arbóreos). La doctora Lynn Isbell, profesora de Antropología y Comportamiento Animal en la Universidad de California, ha sugerido que la vista tremendamente aguda que los seres humanos poseen de forma casi exclusiva fue una adaptación a la que nos vimos forzados hace decenas de millones de años ante la necesidad de detectar y evitar el terrorífico peligro de las serpientes, junto a las cuales nuestros ancestros fueron evolucionando[57]. Esta es posiblemente una de las razones por las que la serpiente aparece en el jardín del paraíso como la criatura que nos proporcionó la vista de Dios (además de presentarse como el enemigo eterno y primordial de la humanidad). También es posiblemente una de las razones por las que María, la madre eterna y arquetípica —Eva perfeccionada—, se representa tan a menudo en la iconografía medieval y renacentista levantando al Niño Jesús del suelo, alejándolo de un reptil depredador que tiene firmemente atrapado bajo el pie[58]. Pero aún hay más. Lo que ofrece la serpiente es fruta, y esta última también se asocia con una transformación de la vista, en el sentido de que nuestra habilidad para ver los colores es una adaptación que nos permite reconocer con rapidez qué parte del botín que guardan los árboles ha madurado y, por consiguiente, es comestible[59].

Nuestros padres primordiales escucharon a la serpiente y se comieron la fruta. Se les abrieron los ojos. Ambos despertaron. Puede que pienses, como Eva hizo en un primer momento, que eso tenía que ser bueno. En ocasiones, sin embargo, medio regalo es peor que nada en absoluto. Adán y Eva se despiertan, de acuerdo, pero solo lo suficiente para descubrir algunas cosas horribles. Y lo primero de lo que se dan cuenta es de que están desnudos.

EL MONO DESNUDO

Mi hijo se enteró de que estaba desnudo bastante antes de cumplir los tres años. Insistía en vestirse él mismo y para eso cerraba bien la puerta del cuarto de baño. Nunca aparecía delante de los demás sin ropa, y yo me veía incapaz de entender qué relación tenía eso con la educación que había recibido. Él solo lo descubrió, él solo se dio cuenta y él solo decidió reaccionar así. A mí me parecía algo innato.

¿Qué significa saber que estás desnudo o, peor aún, que tú y tu pareja lo estáis? Toda una serie de cosas terribles que pueden, por ejemplo, expresarse de forma bastante horripilante, como hizo el pintor renacentista Hans Baldung Grien, una de cuyas pinturas inspiró la ilustración que abre este capítulo. Estar desnudo significa ser vulnerable, significa que se te puede dañar con facilidad. Estar desnudo significa quedar expuesto al juicio, tanto de la estética como de la salud. Estar desnudo significa estar desprotegido, inerme en la selva de la naturaleza y los seres humanos. Por eso Adán y Eva sintieron vergüenza nada más abrírseles los ojos. Ahora podían ver, y lo primero que vieron fue a sí mismos. Sus defectos quedaban a la vista y su vulnerabilidad aparecía expuesta. Contrariamente a otros mamíferos, cuyos delicados abdómenes están protegidos por amplias espaldas que parecen corazas, ellos eran criaturas erguidas, que revelaban al mundo las partes más vulnerables de sus cuerpos. Y lo peor aún estaba por venir. Adán y Eva se confeccionaron inmediatamente unos delantales para cubrir sus frágiles cuerpos y proteger sus egos. Acto seguido, se escabulleron para esconderse. En su vulnerabilidad, de la que ahora eran conscientes, se sentían indignos de presentarse ante Dios.

Si no te puedes identificar con tal sentimiento es que no lo has pensado lo suficiente. La belleza avergüenza a los feos. La fuerza avergüenza a los débiles. La muerte avergüenza a los vivos y el Ideal nos avergüenza a todos. Así pues, lo tememos, lo miramos con recelo e incluso lo odiamos, lo que, por supuesto, es el siguiente tema explorado en el Génesis, en la historia de Caín y Abel. ¿Y qué podemos hacer? ¿Abandonar todos los ideales de belleza, salud, excelencia y fuerza? No es una buena solución. Lo único que conseguiríamos sería asegurarnos de que nos sentiríamos avergonzados todo el tiempo y, además, de forma totalmente merecida. No me gustaría que las mujeres capaces de deslumbrar con su simple presencia desaparecieran solo para que los demás no tuviéramos que sentirnos inseguros. Tampoco quiero que desaparezcan intelectos como el de John von Neumann, simplemente porque tengo la misma competencia en matemáticas que un adolescente. Él, a los diecinueve años, ya había redefinido los números[60]. ¡Los números! ¡Alabado sea Dios por John von Neumann! ¡Alabado sea por Grace Kelly, Anita Ekberg y Monica Bellucci! Me enorgullezco de sentirme insignificante en presencia de gente así. Es el precio que se paga por la ambición y los logros. Pero tampoco es de extrañar que Adán y Eva se cubrieran.

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