12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 2. Trátate a ti mismo como si fueras alguien que depende de ti

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La siguiente parte de la historia es totalmente absurda en mi opinión, si bien al mismo tiempo resulta también trágica y terrible. Esa tarde, cuando empieza a refrescar en el Edén, Dios sale a dar su paseo nocturno. Pero Adán no está por ningún lado. Dios se extraña, porque suele pasear con él, y lo llama: «¿Dónde estás?», olvidando aparentemente que puede ver a través de los arbustos. Adán aparece enseguida, pero no de la forma más acertada: primero como un neurótico y luego como un soplón. El creador de todo el universo llama y Adán responde: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí». ¿Qué significa? Significa que la gente, perturbada por su vulnerabilidad, tiene siempre miedo a decir la verdad, a mediar entre el caos y el orden y a manifestar su destino.

En otras palabras, tienen miedo de caminar junto a Dios. Algo así quizá no resulte particularmente admirable, pero sí es comprensible. Dios es un padre moralista con expectativas bien altas. Es difícil complacerlo.

Dios dice: «¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». Y Adán, en su desdicha, señala directamente a Eva, su amor, su compañera, su alma gemela, y la delata. Y después culpa a Dios. Le dice: «La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí». Qué patético y qué exacto. La primera mujer llenó al primer hombre de inseguridad y resentimiento. Entonces el primer hombre culpó a la mujer y después a Dios. Y así es exactamente cómo se siente hasta el día de hoy todo hombre rechazado. Primero se siente pequeño delante del objeto potencial de su amor, después de que ella haya denigrado su idoneidad reproductiva. Entonces maldice a Dios por haberla hecho tan perversa, a él tan inútil (si es que tiene un poco de sentido común) y al propio Ser tan profundamente defectuoso. Y entonces se entrega a maquinar una venganza. Una actitud profundamente despreciable… y absolutamente comprensible. La mujer al menos podía culpar a la serpiente, que además luego resulta ser el propio Satán, por extraño que parezca. Así pues, podemos entender el error de Eva, que fue engañada por el mejor de los embusteros. Pero ¿y Adán? Nadie le obligaba a abrir la boca.

Pero lamentablemente lo peor todavía no ha pasado, ni para el Hombre ni para la Bestia. Primero, Dios lanza una maldición a la serpiente, diciéndole que a partir de ese momento tendrá que arrastrarse, sin piernas, expuesta siempre al peligro de que cualquier humano enfadado la pise. Después, le dice a la mujer que en adelante sufrirá trayendo al mundo a sus hijos y deseará a un hombre indigno, a menudo lleno de rencor, que por consiguiente dominará de forma permanente su destino biológico. ¿Y esto qué puede significar? Podría significar simplemente que Dios es un tirano patriarcal, tal y como insisten las interpretaciones politizadas de esta historia antigua. Yo pienso que se trata simplemente de una historia descriptiva. Nada más. Y he aquí el porqué: a medida que los seres humanos evolucionaban, los cerebros que terminaron dando lugar a la consciencia de uno mismo se expandieron enormemente. Esto condujo a una competición evolutiva feroz entre la cabeza del feto y la pelvis femenina[61]. Las mujeres ensancharon generosamente sus caderas, casi hasta tal punto que correr ya no habría sido posible. El bebé, por su parte, se permitió nacer más de un año antes, en comparación con otros mamíferos de su tamaño, y obtuvo una cabeza casi plegable[62]. Algo así era un cambio doloroso para ambos. Por ello, el bebé, esencialmente fetal, es casi totalmente dependiente de su madre para cualquier cosa durante el primer año. Su enorme cerebro es programable, lo que significa que hay que ir educándolo hasta que llegue a los dieciocho años (o los treinta) para poder echarlo del nido. Por no mencionar el consiguiente dolor de la mujer durante el parto y el alto riesgo de muerte que afecta a ambos. Todo esto significa que las mujeres pagan un precio elevado por el embarazo y la crianza de los hijos, sobre todo en las primeras etapas, y que una de las consecuencias inevitables es una mayor dependencia de las bondades, a veces poco fiables y siempre problemáticas, de los hombres.

Y una vez que Dios le dice a Eva lo que le va a pasar ahora que está despierta, se dirige a Adán que, junto a sus descendientes masculinos, tampoco se va a ir de rositas. Dios le espeta algo así como: «Hombre, puesto que escuchaste a la mujer, tus ojos se han abierto. La visión divina que te han otorgado la serpiente, la fruta y tu amante te permite ver lejos, incluso en el futuro. Pero los que son capaces de ver en el futuro también pueden ver venir las dificultades enormemente, y así se tienen que preparar para todas las contingencias y posibilidades. Para hacerlo, tendrás que sacrificar eternamente tu presente por el futuro. Tendrás que dejar a un lado el placer por la seguridad. Dicho en otras palabras: tendrás que trabajar. Y va a ser difícil. Espero que te gusten las espinas y los cardos, porque la tierra te los va a dar a montones».

Y entonces Dios expulsa al primer hombre y a la primera mujer del paraíso, arrancándolos de la infancia y del inconsciente mundo animal, y los adentra en los horrores de la historia. Y después coloca a un querubín y una espada flamígera en las puertas del Edén tan solo para evitar que coman la fruta del árbol de la vida, algo que resulta particularmente malintencionado. ¿Por qué no podía dar la inmortalidad a los pobres humanos desde el principio? ¿Sobre todo si, siguiendo la historia, ese es el plan que tenía a largo plazo? Pero a ver quién se atreve a cuestionar a Dios.

Así, quizá el cielo sea algo que tienes que construir, y la inmortalidad, algo que tienes que ganarte.

Volvamos ahora a nuestra pregunta original: ¿por qué una persona compraría un medicamento para su perro y se lo suministraría con todo cuidado pero no haría lo mismo por ella misma? Ahora ya tienes la respuesta, gracias a uno de los textos fundacionales de la humanidad. ¿Por qué nadie tendría que querer ocuparse de algo tan desnudo, feo, avergonzado, asustado, insignificante, cobarde, resentido, acusica y a la defensiva como un descendiente de Adán? ¿Incluso si esa cosa, si ese ser, es uno mismo? Y aunque lo diga en estos términos, no es mi intención excluir a las mujeres.

Todas las razones expuestas hasta ahora para tener una imagen negativa de la humanidad se aplican tanto a los demás como a nosotros mismos. Son generalizaciones sobre la naturaleza humana, nada más específico. Pero tú te conoces mejor que nadie. Eres una persona bastante mala y otras saben que es así. Pero solo tú conoces el repertorio completo de tus faltas secretas, tus carencias y tus ineptitudes. Nadie se sabe mejor que tú todos los defectos que acumulan tu mente y tu cuerpo. Nadie cuenta con más razones para despreciarte, para conocer tu patetismo, así que confiscándote algo que puede hacerte bien te puedes castigar por todos tus fracasos. Un perro, un inocente e inofensivo perro carente de cualquier consciencia de sí mismo, es con toda seguridad más digno de atenciones.

Pero si todavía no te has convencido, consideremos otro asunto vital. El orden, el caos, la vida, la muerte, el pecado, la vista, el trabajo y el sufrimiento: todo esto no les basta a los autores del Génesis ni tampoco a la propia humanidad. La historia continúa, con toda su catástrofe y tragedia, y sus protagonistas (es decir, nosotros) tienen que asumir otro doloroso despertar. Se nos condena ahora a contemplar la propia moralidad.

EL BIEN Y EL MAL

Una vez que tienen los ojos abiertos, Adán y Eva no solo advierten su desnudez y la necesidad de trabajar. También descubren el bien y el mal. La serpiente dice, al respecto del árbol: «[…] Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal». ¿Qué querría decir? ¿Qué puede haber quedado por explorar y entender después de la inmensidad del terreno recorrido? Bueno, el mero contexto nos indica que algo tiene que ver con jardines, serpientes, desobediencia, fruta, sexualidad y desnudez. Y fue esta última cosa, la desnudez, la que acabó dándome la pista. Pero me costó años.

Los perros son depredadores, al igual que los gatos. Matan criaturas y se las comen. No es algo particularmente bonito, pero los adoptamos igual como mascotas, nos ocupamos de ellos y les damos sus medicinas cuando están enfermos. ¿Por qué? Son depredadores, pero es su naturaleza. No se trata de algo de lo que sean responsables. Tienen hambre, no es que sean malos. No poseen la lucidez, la creatividad y, sobre todo, la consciencia de uno mismo necesarias para la refinada crueldad humana.

¿Por qué no? Es sencillo. Contrariamente a nosotros, los depredadores no tienen comprensión alguna de su debilidad fundamental, de su vulnerabilidad fundamental, de su subyugación al dolor y la muerte. Pero nosotros sí sabemos con toda exactitud cómo y dónde se nos puede hacer daño, y por qué. Esa es una buena definición de la consciencia de uno mismo. Somos conscientes de nuestra indefensión, de nuestra finitud y de nuestra mortalidad. Podemos sentir dolor, desprecio por nosotros mismos, vergüenza, terror, y lo sabemos. Sabemos lo que nos hace sufrir. Sabemos cómo se nos puede infligir dolor y sufrimiento, lo que implica que también sabemos infligírselo a otros. Sabemos cómo somos cuando estamos desnudos y cómo se puede explotar esta desnudez, lo que implica que sabemos cómo son los otros cuando están desnudos y cómo se puede explotar su desnudez.

Podemos aterrar a otras personas de forma consciente. Podemos hacerles daño y humillarlas por defectos que entendemos perfectamente. Podemos torturarlas —literalmente— despacio, de forma creativa y terrible. Esto va mucho más allá de la depredación. Es un salto cualitativo en comprensión. Es un cataclismo tan grande como el desarrollo de la consciencia de uno mismo. Es la entrada al conocimiento del bien y del mal en el mundo, es una segunda herida que sigue sangrando en la estructura de la Existencia. Es la transformación del propio Ser en una empresa moral, la consecuencia del desarrollo de la sofisticada consciencia de nosotros mismos.

Tan solo el ser humano podía concebir el potro de torturas, la doncella de hierro y el aplastapulgares. Tan solo el ser humano hará sufrir únicamente por el gusto de hacer sufrir. Esta es la mejor definición del mal que he sido capaz de formular. Los animales son incapaces de hacer algo así, pero los humanos, con sus atroces capacidades de semidioses, sí que pueden. Y al saberlo tenemos una legitimación casi total de la idea del pecado original, tan poco popular en los círculos intelectuales modernos. ¿Y quién se atrevería a decir que no hubo un elemento de elección voluntaria en nuestra transformación evolutiva, individual y teológica? ¿Nuestros antepasados eligieron a sus parejas sexuales y lo hicieron en función de la consciencia? ¿Por la consciencia de sí mismos? ¿Y por el conocimiento moral? ¿Y quién puede negar el sentido de culpa existencial que impregna la experiencia humana? ¿Y quién podría dejar de advertir que sin esa culpa —ese sentido de la corrupción y de la capacidad para hacer el mal, ambas innatas— el hombre está a un solo paso de la psicopatía?

Los seres humanos poseen una enorme capacidad para hacer el mal. Se trata de un atributo único en el mundo de los seres vivos. Podemos empeorar las cosas, y de hecho lo hacemos, de forma voluntaria, con plena consciencia de lo que estamos haciendo (además de hacerlo accidentalmente, por descuido y por ceguera deliberada). Teniendo en cuenta esa terrible capacidad, esa tendencia a las acciones malévolas, ¿realmente es de extrañar que nos cueste tanto cuidar de nosotros mismos, o de otros, o incluso que lleguemos a dudar del valor que posee todo el proyecto humano? Durante mucho tiempo hemos sospechado de nosotros, y con conocimiento de causa. Hace miles de años, en la antigua Mesopotamia se creía, por ejemplo, que la humanidad había sido engendrada a partir de la sangre de Kingu, el monstruo más terrible que la gran Diosa del Caos había podido crear en sus momentos más vengativos y destructivos[63]. Tras sacar conclusiones de este tipo, ¿cómo podríamos dejar de cuestionar el valor de nuestro ser o del mismo Ser? ¿Quién podría enfrentarse a la enfermedad, propia o ajena, sin dudar de la utilidad moral de recetar una medicina que pueda curar? Y nadie entiende la oscuridad del individuo mejor que el propio individuo. ¿Quién, entonces, cuando esté enfermo, va a dedicarse en cuerpo y alma a cuidar de sí mismo?

Quizá el ser humano es algo que nunca habría tenido que suceder. Quizá debería erradicarse toda presencia humana del mundo, de tal forma que el Ser y la consciencia pudieran regresar a la brutal inocencia de lo animal. Estoy convencido de que la persona que asegura que nunca ha deseado algo parecido no ha hecho memoria o no se ha enfrentado a sus fantasías más oscuras.

¿Qué se puede hacer entonces?

UNA CHISPA DE DIVINIDAD

En el capítulo primero del Génesis, Dios crea el mundo a partir de la Palabra divina y veraz, engendrando un orden paradisiaco habitable a partir del caos precosmogónico. Crea a continuación al Hombre y a la Mujer a Su imagen y semejanza, insuflándoles la capacidad de hacer lo mismo: de crear orden a partir del caos y de continuar Su obra. En cada una de las etapas de la creación, incluso la que se refiere a la formación de la primera pareja, Dios reflexiona sobre lo que se ha formado y lo considera bueno.

La yuxtaposición, por un lado, del primer capítulo del Génesis y de los dos siguientes (en los que se presenta la caída del hombre y se describe por qué nuestro destino está tan marcado por la tragedia y es tan éticamente atroz) produce una secuencia narrativa de una profundidad casi insufrible. La moraleja del inicio del Génesis es que el Ser creado a partir de la palabra verdadera es bueno. Esto es cierto respecto al propio hombre antes de su separación de Dios. Toda esta bondad se interrumpe bruscamente con los sucesos de la caída (junto a los de Caín y Abel, el diluvio y la torre de Babel), pero conservamos algún indicio del estado prelapsario (anterior a ella). De alguna forma recordamos. Mantenemos una nostalgia eterna por la inocencia infantil, el Ser divino e inconsciente de lo animal y el bosque primigenio, intacto, con aspecto de catedral. Son cosas que nos relajan y que adoramos, incluso si nos autoproclamamos ecologistas ateos del tipo más hostil hacia el género humano. El estado original de la naturaleza, concebido de esta forma, es paradisiaco, pero ya no formamos una unión con Dios y la naturaleza y no hay ninguna forma fácil de volver atrás.

El Hombre y la Mujer originales, que existían en unidad indivisible con su Creador, no eran conscientes (ni mucho menos conscientes de sí mismos). No tenían los ojos abiertos. A pesar de su perfección eran menos, no más, que sus sucesores de después de la caída. Su bondad era algo que se les había atribuido, nada que hubiesen merecido ni que se hubieran ganado. No tuvieron que elegir nada, y Dios sabe que eso es más fácil. Pero quizá no es mejor que una bondad que se ha ganado de forma genuina. Quizá, hasta en cierto sentido cósmico —asumiendo que la propia consciencia es un fenómeno de significancia cósmica—, el libre albedrío cuenta. ¿Pero quién puede hablar con seguridad de este tipo de cosas? Sea como sea, me niego a dar carpetazo a estos temas simplemente porque son complicados. Así que propongo lo siguiente: quizá no es simplemente la aparición de la consciencia de uno mismo y el desarrollo de nuestro conocimiento moral de la muerte y la caída del hombre lo que nos asedia y nos hace dudar de nuestro propio valor. Quizá se trata, en realidad, de nuestra negativa a caminar junto a Dios —como Adán, cuando se esconde por vergüenza—, a pesar de nuestra fragilidad y nuestra inclinación hacia el mal.

La Biblia entera está estructurada de tal forma que todo lo que viene después de la caída del hombre —la historia de Israel, los profetas, el advenimiento de Cristo— se presenta como un remedio para esta, una forma de evitar el mal. El inicio de la historia consciente, el auge del Estado y todas sus patologías de orgullo y rigidez, la emergencia de las grandes figuras morales que intentan poner las cosas en su sitio y que culminan con el propio Mesías… Todo eso forma parte del intento de la humanidad, Dios mediante, de redimirse. ¿Y qué puede significar?

Aquí llegamos a algo asombroso, a saber, que la respuesta ya está implícita en el primer capítulo del Génesis: encarnar la imagen de Dios, crear con la palabra el bien a partir del caos, pero hacerlo de forma consciente, como resultado de nuestro libre albedrío. Ir hacia atrás es la forma de avanzar —como insistía acertadamente T. S. Eliot—, pero hacia atrás como seres despiertos que ejercen el libre albedrío de los seres despiertos, y no hacia atrás para volver a dormirse:

No cesaremos de explorar

y el fin de nuestra exploración

será llegar adonde comenzamos,

conocer el lugar por vez primera.

A través de incierta puerta que recordamos

cuando lo último por descubrir en la tierra

sea lo que fue este principio:

en la fuente del río más extenso

la voz de la cascada oculta

y los niños en el manzano

no familiar por no buscada,

aunque oída, intuida, en la quietud

del mar entre dos olas.

Rápido, aquí, ahora, siempre,

un estado de plena sencillez

(su precio es nada menos que todo)

y todo irá bien y

toda suerte de cosas irá bien

cuando las lenguas ardientes se enlacen

en el nudo de fuego coronado

y la lumbre y la rosa sean uno[64].

Si de verdad queremos cuidarnos, tenemos que respetarnos, pero no lo hacemos porque, al menos a nuestros ojos, somos criaturas caídas. Si viviéramos en la verdad, si dijéramos la verdad, entonces podríamos volver a caminar junto a Dios y respetarnos, así como a los demás y al mundo. Entonces puede que nos tratásemos como personas que nos importan. Puede que nos esforzásemos por arreglar el mundo. Puede que lo orientásemos hacia el cielo, donde querríamos que vivieran las personas a las que cuidamos, y no hacia el infierno, donde nuestro rencor y nuestro odio condenarían para siempre a todo el mundo.

En las zonas donde el cristianismo apareció hace dos mil años, las personas eran mucho más bárbaras de lo que lo son hoy en día. El conflicto estaba por todos lados. Los sacrificios humanos, incluso de niños, eran algo común, hasta en sociedades tecnológicamente sofisticadas como la antigua Cartago[65]. En Roma, los deportes que se practicaban en los anfiteatros eran competiciones a muerte donde solía derramarse sangre. La probabilidad de que una persona moderna de un país democrático funcional mate o muera asesinada es infinitamente baja en comparación con lo que ocurría en las sociedades más antiguas (o con lo que ocurre todavía en áreas anárquicas y desorganizadas del mundo[66]). Por entonces la preocupación moral principal a la que se enfrentaba la sociedad era el control del egoísmo violento e impulsivo, así como de la codicia descerebrada y la brutalidad que lo acompañan. Todavía existen personas con ese tipo de tendencias agresivas, pero al menos ahora saben que semejantes comportamientos no resultan recomendables, e intentan controlarlos porque, de lo contrario, han de hacer frente a importantes obstáculos sociales.

Pero ahora ha aparecido otro problema, que quizá resultaba menos común en aquel pasado más bestial. Resulta fácil pensar que la gente es arrogante, egoísta y que siempre busca su propio provecho. El cinismo que convierte esa opinión en un lugar común universal se halla muy extendido y está de moda. Pero esa forma de percibir el mundo no es para nada característica de muchas personas. De hecho, las hay que tienen el problema contrario: van cargadas con una cantidad inasumible de asco y desprecio hacia ellas mismas, de vergüenza e inseguridad. Así pues, en vez de hacer una valoración excesiva y narcisista de su propia importancia, no se valoran lo más mínimo ni se cuidan con el debido esmero. Parece que a menudo las personas no se acaban de creer que merecen la mejor atención. Poseen una consciencia atroz de sus propios defectos e incapacidades, los de verdad y los exagerados, así que, avergonzadas, dudan de su propio valor. Creen que los demás no deberían sufrir y actúan de forma diligente y altruista para ayudar a aliviar su dolor. Muestran esta misma generosidad hacia los animales que conocen, pero cuando se trata de ellas mismas ya no es tan fácil.

Es verdad que la idea del sacrificio virtuoso está profundamente arraigada en la cultura occidental (al menos en la medida en que Occidente se ha visto influido por el cristianismo, que se basa en la imitación de alguien que llevó a cabo el acto supremo de sacrificio). Así pues, cualquier interpretación de la regla de oro ética que no pase por «sacrifícate por los demás» puede resultar dudosa. Pero la muerte paradigmática de Cristo es un ejemplo de cómo aceptar heroicamente la finitud, la traición y la tiranía, de cómo caminar junto a Dios a pesar de la tragedia que supone ser conscientes de nosotros mismos y no como una invitación a ocupar el papel de víctimas en beneficio de los demás. Sacrificarnos por Dios (o, si se quiere, por el bien mayor) no significa sufrir en silencio y por voluntad propia cuando una persona o una organización nos exige permanentemente más de lo que nos ofrece. Eso significa que estamos apoyando la tiranía y que aceptamos que se nos trate como a esclavos. No es ninguna virtud ser objeto de abusos, ni siquiera a manos de uno mismo.

Aprendí dos lecciones muy importantes de Carl Jung, el famoso psicólogo profundo suizo, acerca de las ideas del tipo «hacer con los demás lo mismo que te gustaría que hicieran contigo» o «querer al prójimo como a ti mismo». La primera lección es que ninguna de estas ideas tiene relación alguna con ser amable. La segunda es que tanto la una como la otra son equiparaciones, más que mandamientos. Si soy amigo, familiar o pareja de alguien, entonces tengo la obligación moral de mostrarme tan firme defendiendo las cosas que me importan como se muestra la otra persona. Si no lo hago, terminaré siendo un esclavo, y la otra persona, un tirano. ¿Qué tiene eso de bueno? En cualquier relación resulta mucho mejor que las dos partes sean fuertes. Además, hay poca diferencia entre levantarse y defenderse cuando te acosan, te atormentan o te esclavizan de alguna forma y levantarse en defensa de otra persona. Como Jung señala, algo así significa aceptar y amar al pecador que eres, así como perdonar y ayudar a alguien imperfecto que va dando traspiés.

Como el propio Dios afirma (o así dice la historia): «Mía es la venganza, yo daré lo merecido». De acuerdo con esta filosofía, no solo te perteneces a ti mismo. No eres una propiedad exclusiva tuya que puedas torturar y maltratar. Eso es en parte porque tu Ser está inexorablemente enlazado con el de otros y el hecho de maltratarte puede tener consecuencias catastróficas para otros. Quizá esto resulta más evidente después de un suicidio, cuando aquellos que siguen vivos sufren al mismo tiempo una pérdida y un trauma. Pero, hablando metafóricamente, hay algo más: tienes una chispa de divinidad en tu interior que no te pertenece a ti, sino a Dios. Después de todo, y de acuerdo con el Génesis, estamos hechos a su imagen. Tenemos la capacidad semidivina de la consciencia. Nuestra consciencia participa en la ampliación del Ser mediante la palabra. Somos versiones en baja resolución, «kenóticas», de Dios. Podemos crear orden a partir del caos, y viceversa, a nuestra manera, con nuestras palabras. Así pues, puede que no seamos exactamente como Dios, pero tampoco somos exactamente nada.

En mis propias épocas de oscuridad, en el inframundo del alma, a menudo me veo sobrepasado y asombrado por la habilidad de las personas para forjar amistades, para amar a sus parejas, padres e hijos, para hacer lo que tienen que hacer con tal de que el mundo siga funcionando. Conocí a un hombre que había quedado inválido tras un accidente de coche y que trabajaba en una empresa de servicios públicos. Después de ese accidente, durante años trabajó codo con codo con otro hombre que a su vez sufría una enfermedad neurológica degenerativa. Colaboraban reparando líneas, cubriendo cada uno las carencias del otro. Este tipo de heroísmo cotidiano es, en mi opinión, la regla y no la excepción. La mayoría de los individuos tiene que plantar cara a uno o varios problemas de salud de cierta seriedad y, al mismo tiempo, seguir con sus asuntos de forma productiva y sin quejarse. Si alguien tiene la suerte de disfrutar de un periodo de gracia y salud a nivel personal, suele tener por lo menos a una persona cercana sufriendo algún tipo de crisis. Y a pesar de todo, las personas persisten y siguen realizando tareas complicadas que requieren grandes esfuerzos para mantenerse y para mantener a sus familias y a la sociedad. Para mí esto es milagroso, hasta el punto de que la única respuesta apropiada cuando pienso en ello es un agradecimiento boquiabierto. Hay muchas formas de que todo se venga abajo o simplemente no funcione, y siempre son las personas heridas las que consiguen evitarlo. Merecen por ello una admiración franca y genuina. Es un milagro sostenido de fortaleza y perseverancia.

En mi práctica clínica animo a las personas a reconocer su propio mérito y el de las personas a su alrededor por actuar de forma productiva y atenta, así como por la preocupación genuina y la consideración que se demuestran.

Las personas están tan torturadas por las limitaciones del Ser que me asombra que puedan llegar a comportarse bien o a ocuparse de algo más que de ellas mismas. Pero muchos lo hacen para que todos dispongamos de calefacción central, agua corriente, corriente eléctrica, capacidad informática infinita, comida suficiente para todos e incluso la posibilidad de contemplar el destino de la sociedad en el sentido más amplio, y también de la naturaleza, tan formidable. Toda esa compleja maquinaria que impide que nos congelemos o muramos de hambre o de sed tiende constantemente a errores de funcionamiento a través de la entropía, así que si funciona de forma tan eficiente es solo gracias a la atención constante de personas diligentes. Algunas personas degeneran y se precipitan en un infierno de resentimiento y odio del Ser, pero la mayor parte se niega a hacerlo a pesar de su sufrimiento, sus decepciones, sus pérdidas, sus incompetencias y su fealdad, lo que constituye otro milagro para quien quiera verlo.

La humanidad, en su totalidad, así como quienes la componen individualmente, merece cierta compasión por la horrible carga bajo la que se tambalean las personas, cierta compasión por su subyugación a la vulnerabilidad mortal, a la tiranía del Estado y a las depredaciones de la naturaleza. Es una situación existencial que ningún otro animal tendrá que afrontar ni soportar, de una dureza tal que haría falta ser Dios para poder soportarla verdaderamente. Esta compasión debería servir de medicamento adecuado para las inseguridades y el desprecio hacia nosotros mismos, que están justificados, pero que solo son la mitad de la historia. El odio hacia uno mismo y la humanidad debe equilibrarse con la gratitud por la tradición y por el Estado, así como con el asombro ante lo que personas normales y corrientes consiguen, y eso sin mencionar los impresionantes logros de las personas verdaderamente excepcionales.

Nos merecemos cierto respeto. Te mereces cierto respeto. Eres importante para otras personas y también para ti. Tienes un papel esencial que desempeñar en el destino del mundo. Por eso tienes la obligación de cuidarte. Tendrías que cuidarte, ayudarte y ser amable contigo de la misma forma que cuidarías, ayudarías y serías amable con alguien a quien amaras y valoraras. Por eso quizá tengas que comportarte de una forma respetable con tu Ser, y está bien que así sea. Todas las personas tienen serios defectos, todas quedan muy lejos de la gloria divina. Sin embargo, si ese hecho en sí significara que no tenemos la responsabilidad de cuidarnos ni a nosotros ni a los demás, todo el mundo sería brutalmente castigado de forma constante. Y algo así no estaría nada bien. Algo así empeoraría aún más y de todas las formas posibles los problemas del mundo, esos problemas que pueden llevar a cualquiera a plantearse honestamente la misma necesidad de que este mundo exista. Este no puede ser de ninguna forma el camino para avanzar.

Tratarte como a alguien a quien tienes la responsabilidad de ayudar supone considerar lo que de verdad sería bueno para ti. No es «lo que quieres» ni «lo que te haría feliz». Cada vez que das un dulce a un niño, lo haces feliz. Eso no significa que lo único que tienes que hacer por el niño sea darle caramelos. «Feliz» no es en absoluto un sinónimo de «bueno». Tienes que hacer que los niños se laven los dientes. Tienen que abrigarse bien cuando salen y hace frío, por mucho que se opongan. Tienes que ayudarlos para que se conviertan en seres virtuosos, responsables y despiertos, capaces de actuar con reciprocidad, capaces de cuidarse a sí mismos y a los demás y de crecer mientras lo hacen. ¿Por qué sería aceptable hacer menos por ti?

Tienes que mirar hacia el futuro y pensar: «¿Cómo sería mi vida si me cuidara debidamente? ¿Qué carrera me plantearía un desafío y me convertiría en alguien productivo y útil, de tal modo que pudiera asumir la carga que me toca y disfrutar de las consecuencias? ¿Qué tendría que hacer cuando cuente con cierta libertad para mejorar mi salud, desarrollar mi conocimiento y fortalecer mi cuerpo?». Tienes que saber dónde estás para poder empezar a diseñar tu recorrido. Tienes que saber quién eres para entender las armas con las que cuentas y saber cómo compensar tus limitaciones. Tienes que saber adónde vas, para poder limitar el poder del caos en tu vida, reestructurar el orden y servirte de la fuerza divina de la esperanza para soportar el mundo.

Tienes que decidir adónde vas para poder así luchar en tu nombre, para no terminar siendo alguien resentido, vengativo y cruel. Tienes que articular tus propios principios para poder así defenderte cuando los demás intenten aprovecharse de ti y para preservar tu estabilidad y seguridad cuando trabajas y cuando juegas. Tienes que disciplinarte cuidadosamente. Tienes que mantener las promesas que te haces y recompensarte de tal forma que puedas confiar en ti y motivarte. Tienes que decidir cómo comportarte contigo para que sea posible que te conviertas en una buena persona y que lo sigas siendo. Estaría bien hacer del mundo un lugar mejor. El cielo, después de todo, no llegará por sí solo. Tendremos que esforzarnos para traerlo y hacer acopio de fuerzas para resistir a los ángeles mortíferos y a la espada flamígera del juicio que Dios utilizó para bloquear su entrada.

No subestimes el poder de la visión y la dirección. Se trata de fuerzas imparables, capaces de transformar lo que quizá parezcan obstáculos inasumibles en senderos transitables y en oportunidades de desarrollo. Hay que fortalecerse, así que empieza contigo. Cuídate. Define quién eres. Refina tu personalidad. Elige tu destino y expresa tu Ser. Como el gran filósofo alemán del siglo XIX Friedrich Nietzsche observó tan brillantemente: «Quien tiene un porqué para vivir encontrará casi siempre el cómo»[67].

Podrías ayudar a rectificar la deriva del mundo y corregir su trayectoria para que apuntara un poco más hacia el cielo y un poco menos hacia el infierno. Una vez que hayas entendido el infierno, una vez que lo hayas estudiado, por decirlo de alguna forma —sobre todo tu propio infierno particular—, podrás tomar una decisión sobre dónde no ir y qué no crear. Podrías dirigirte a cualquier otro lugar. Podrías incluso dedicar toda tu vida a eso, lo que te proporcionaría un Significado, con mayúscula. Eso justificaría tu miserable existencia. Eso serviría para expiar tu naturaleza pecaminosa y para sustituir tu vergüenza y tu inseguridad por el orgullo natural y la franca confianza de alguien que ha vuelto a aprender cómo se anda junto a Dios en el jardín del Edén.

Podrías empezar tratándote como a alguien a quien tienes la responsabilidad de ayudar.

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