12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 3. Traba amistad con aquellas personas que quieran lo mejor para ti

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REGLA 3TRABA AMISTAD CON AQUELLAS PERSONAS QUE QUIERAN LO MEJOR PARA TI

EL VIEJO PUEBLO NATAL

CRECÍ EN UN PUEBLO que se había erigido en medio de las grandes praderas del interior de Canadá tan solo cincuenta años antes. Fairview, en la provincia de Alberta, formaba parte de la frontera y tenía bares de vaqueros para demostrarlo. Por entonces los grandes almacenes Hudson’s Bay Co. de la calle principal todavía compraban pieles de castor, lobo y coyote directamente a los cazadores locales. Allí vivían tres mil personas, a más de seiscientos kilómetros de la ciudad más cercana. La televisión por cable, los videojuegos e internet no existían. No era nada fácil encontrar entretenimientos inocentes en Fairview, sobre todo durante los cinco meses de invierno, cuando se sucedían días de cuarenta grados bajo cero y noches aún más frías.

El mundo es un lugar diferente cuando hace tanto frío. Los borrachos de nuestro pueblo llegaban al final de sus tristes vidas muy pronto, ya que caían desmayados encima de montañas de nieve y morían de congelación. Y es que no sales así como así de casa cuando hace cuarenta grados bajo cero. En cuanto respiras, el árido aire del desierto te encoge los pulmones. Se te forman estructuras de hielo en las pestañas y se te quedan pegadas. Si tienes el pelo largo y te lo acabas de lavar, se queda rígido como una roca y luego, ya en un espacio caliente, una vez que se te seca, se carga de electricidad y se te pone de punta cuando le apetece, como si fueras un espectro. A los niños solo se les ocurre una vez pegar la lengua a los columpios de acero del parque. El humo que sale de las chimeneas de las casas no sube, sino que, derrotado por el frío, va cayendo y acaba acumulándose como niebla en los tejados nevados o en el jardín. Si no enchufas por la noche el coche a un calentador, por la mañana el aceite no fluye y es imposible arrancar. Y algunas veces no lo consigues aunque lo hayas hecho. Cuando pasa eso, enciendes el motor una y otra vez, sin resultado alguno, hasta que el arranque emite un estrepitoso ruido y después se queda mudo. Entonces tienes que sacar la batería congelada del vehículo, aflojando tornillos con los dedos hinchados por el frío, y meterla en casa. Ahí se queda, descongelándose durante horas, hasta que está lo bastante caliente para poder retener una carga suficiente. Tampoco puedes ver por la luna trasera del coche, ya que se llena de escarcha en noviembre y sigue así hasta mayo. Si te pones a rasparla, lo único que consigues es que la tapicería se humedezca y que luego se congele también. Una noche en la que salí tarde a visitar a un amigo, estuve sentado dos horas en el borde del asiento del copiloto de un Dodge Challenger 1970, agarrado a la palanca de cambios y utilizando un trapo empapado en vodka para mantener despejado el espacio del parabrisas delante del conductor porque la calefacción había dejado de funcionar. No podía ni pensar en parar. No había ningún sitio donde parar.

Y para los gatos domésticos era el infierno. Los felinos de Fairview tenían las orejas y los rabos cortos porque los extremos se les habían caído congelados. Acababan pareciéndose a zorros árticos, que desarrollaron esos mismos atributos para hacer frente al frío intenso. Un día, nuestro gato salió y nadie se dio cuenta. Más tarde lo encontramos, con la piel congelada y adherida al peldaño de cemento de la puerta de atrás en el que se había sentado. Con mucho cuidado, separamos al gato del cemento sin que tuviese ningún daño que lamentar, aparte de su propio orgullo herido. Los gatos de Fairview también corrían grave peligro en invierno a causa de los coches, pero no por los motivos que se te pueden ocurrir. No era porque los vehículos patinaran con el hielo que cubría el asfalto y los atropellasen. Solo los gatos más fracasados morían así. Eran los coches recién aparcados los que resultaban peligrosos. A un gato muerto de frío le puede parecer una magnífica idea trepar por la parte inferior de uno de estos coches y sentarse en el bloque del motor, todavía caliente. ¿Pero qué pasa si el conductor decide volver a utilizar el coche antes de que el motor se haya enfriado y de que el gato se haya ido? Me limitaré a decir que las mascotas en busca de calor y los ventiladores del radiador en rotación rápida no forman una buena combinación.

Y puesto que vivíamos tan hacia el norte, los inviernos, además de gélidos, eran muy oscuros. Para diciembre el sol ya no salía hasta las 9:30 h, así que íbamos andando a la escuela en la más negra de las penumbras. Tampoco había mucha más luz cuando volvíamos a casa, justo antes del ocaso. Para los jóvenes no había gran cosa que hacer en Fairview, ni siquiera en verano. Pero los inviernos eran mucho peores. Era entonces cuando contaban tus amigos, más que ninguna otra cosa.

MI AMIGO CHRIS Y SU PRIMO

Tenía por entonces un amigo al que llamaremos Chris. Era un chico listo, leía mucho y le gustaba el mismo tipo de ciencia ficción que a mí (Bradbury, Heinlein, Clarke). Era creativo y le interesaban los juegos de electricidad, los engranajes y los motores. Era un ingeniero nato. Sin embargo, todo esto quedaba eclipsado por algún problema familiar. No sé de qué se trataba. Sus hermanas eran listas, su padre afable y su madre amable. Las chicas no parecían tener problema alguno, pero a Chris lo habían desatendido de forma grave. A pesar de su inteligencia y su curiosidad, rebosaba rabia, resentimiento y desesperanza.

Todo esto se manifestaba materialmente en el aspecto de su camioneta azul Ford de 1972. El inolvidable vehículo tenía por lo menos una abolladura en cada palmo de su ruinosa carrocería. Peor aún, tenía un número similar de abolladuras por dentro, provocadas en este caso por el impacto de diferentes partes del cuerpo contra las placas interiores, cada vez que se producían los continuos accidentes que causaban las abolladuras de fuera. La camioneta de Chris era el exoesqueleto de un nihilista. Llevaba una pegatina con un delirante juego de palabras que, en combinación con las abolladuras, elevaba el vehículo al teatro del absurdo. Y muy poco de todo eso era, por decirlo de algún modo, accidental.

Cada vez que Chris estrellaba su camioneta, su padre la arreglaba y le compraba otra cosa. Tenía una motocicleta y una furgoneta para vender helados, pero a la moto no le hacía el menor caso y nunca vendió un solo helado. A menudo se quejaba de su padre y de la relación que tenían, pero este era muy mayor y se encontraba enfermo, con una dolencia que no le diagnosticarían hasta muchos años más tarde. No tenía la energía que debería tener y quizá no podía prestarle la suficiente atención a su hijo. Quizá no fue más que eso lo que fracturó su relación.

Chris tenía un primo, Ed, que era unos dos años más joven. Me caía muy bien, o por lo menos todo lo bien que te puede caer el primo más pequeño de un amigo adolescente. Era alto, listo, guapo y encantador. También era muy ocurrente. Si lo hubieras conocido cuando tenía doce años, le habrías presagiado un gran futuro. Pero Ed fue yendo de mal en peor hasta acabar llevando una vida marginal, a la deriva. No se enfadaba tanto como Chris, pero cargaba con la misma confusión. Quien hubiera conocido a los amigos de Ed probablemente habría dicho que se echó a perder por su culpa. Pero sus colegas no estaban más perdidos ni eran más delincuentes que él, aunque, por lo general, sí eran algo menos brillantes. También es cierto que su situación —la de Ed y la de Chris— no mejoró precisamente cuando descubrieron la marihuana. No es que la marihuana sea más mala para todo el mundo de lo que pueda serlo el alcohol. En ocasiones, incluso parece que consigue que la gente esté mejor. Pero no fue así en el caso de Ed, ni tampoco en el de Chris.

Para divertirnos en las largas noches, Chris, Ed y yo, junto al resto de los adolescentes, dábamos vueltas y más vueltas en nuestros coches y camionetas de los años setenta. Bajábamos a toda velocidad por la calle principal, seguíamos por la avenida del ferrocarril hasta más allá del instituto, dábamos una vuelta por el extremo norte del pueblo y llegábamos a la parte oeste; o subíamos calle principal arriba, dábamos una vuelta por el extremo norte del pueblo e íbamos hasta la parte este, y así una y otra vez, interminablemente. Cuando no conducíamos por el pueblo, lo hacíamos por el campo. Un siglo antes, unos topógrafos habían trazado una enorme cuadrícula que cubría casi ochocientos mil metros cuadrados de la enorme pradera del oeste. Cada tres kilómetros en dirección norte había un camino de grava que se extendía hacia el infinito de este a oeste. Y cada kilómetro y medio en dirección oeste, aparecía otro camino similar de norte a sur. Nunca se nos acababan los caminos.

EL PÁRAMO DE LOS ADOLESCENTES

Cuando no andábamos dando vueltas por el pueblo y sus alrededores, estábamos de fiesta. Algunos adultos relativamente jóvenes (o algunos adultos mayores relativamente sórdidos) invitaban a sus amigos y la reunión acababa atrayendo a todo tipo de acoplados. Algunos de ellos eran verdaderos indeseables desde el principio y otros lo eran en cuanto se ponían a beber. Una fiesta también podía empezar de forma imprevista cuando los inconscientes padres de algún adolescente estaban fuera del pueblo. En esas ocasiones, los ocupantes de los coches y camionetas que andaban arriba y abajo veían una casa con las luces encendidas pero sin coche aparcado delante. Lo que ocurría entonces no era nada bonito. Y algunas veces la cosa se iba totalmente de las manos.

No me gustaban las fiestas adolescentes, no las recuerdo con ningún tipo de nostalgia. En realidad eran bastante deprimentes. La iluminación siempre era tenue como para minimizar la timidez. La música se ponía tan fuerte que era imposible mantener ningún tipo de conversación, aunque de todas formas tampoco había gran cosa de que hablar. Además, siempre se contaba con la presencia de algunos de los psicópatas locales y todo el mundo bebía y fumaba demasiado. En el ambiente flotaba una sensación deprimente y opresiva, de desorientación absoluta, y nunca ocurría nada (excepto aquella vez en la que un compañero mío de clase muy introvertido se puso a agitar borracho su escopeta del calibre 12 cargada, o aquella otra en la que la chica con la que luego me casaría se puso a insultar con el mayor de los desprecios a un tipo que la amenazaba con un cuchillo, o cuando otro amigo trepó a un árbol enorme, se colgó de una rama y acabó cayendo de espaldas medio muerto al lado del fuego que acabábamos de encender, justo un minuto antes de que el cabeza de chorlito de su colega hiciera lo propio).

Nadie sabía qué diablos se hacía en esas fiestas. ¿Esperar a que llegara una animadora? ¿Esperar a Godot? Aunque sin lugar a dudas se habría preferido lo primero (si bien los equipos de animadoras eran pocos en nuestro pueblo), la realidad se aproximaba más a lo segundo. Supongo que sería más romántico dar a entender que nos habría encantado hacer algo más productivo, teniendo en cuenta lo aburridos que estábamos. Pero no es así. Todos íbamos de cínicos prematuros, de cansados con el mundo, incapaces de asumir responsabilidades, con lo que de ninguna forma nos habríamos apuntado a los clubes de debate, los grupos de exploradores o las actividades deportivas extraescolares que los adultos intentaban organizar. No molaba hacer cosas. No sé cómo era la vida de los adolescentes antes de que los revolucionarios de finales de los sesenta recomendaran a toda la juventud eso de ponerse hasta arriba, sintonizar y pasar de todo. ¿Era aceptable en 1955 que un adolescente estuviera por voluntad propia en un club? Porque desde luego no era lo que ocurría veinte años después. Muchos de nosotros nos pusimos hasta arriba y pasamos de todo, pero muy pocos conseguimos sintonizar.

Yo quería estar en otro lado y no era el único. Todos los que acabaron por marcharse del Fairview en el que crecí ya tenían claro que se irían a los doce años. Yo desde luego lo tenía claro. Mi mujer, que creció conmigo en la calle en la que nuestras dos familias vivían, también lo tenía claro. Mis amigos de entonces, los que se fueron y los que no, también lo tenían claro, independientemente del camino que llevaran. En las familias de aquellos que en principio irían a la universidad este tipo de ideas, aunque no se hablara de ello, se consideraban totalmente normales. Y para quienes venían de familias con menor nivel educativo, un futuro que pasara por la universidad ni siquiera se concebía. Y no era por falta de dinero, ya que las tasas de la enseñanza superior eran muy asequibles por entonces y en la provincia de Alberta había mucho trabajo y muy bien pagado. En los años ochenta gané más dinero trabajando en una serrería de lo que volvería a ganar haciendo cualquier otra cosa durante los siguientes veinte años. Nadie se quedaba sin ir a la universidad por falta de dinero en la opulenta Alberta del petróleo de los años setenta.

ALGUNOS AMIGOS DIFERENTES Y OTROS DE LOS DE SIEMPRE

Cuando entré en el instituto todos los de mi primera pandilla ya habían colgado los estudios, así que hice dos nuevos amigos que venían internos a Fairview. Su pueblo, Bear Canyon —«el cañón de los osos», muy apropiado—, estaba todavía más lejos de todo y no tenía escuelas donde estudiar más allá de los catorce años de edad. Eran un dúo ambicioso, al menos en comparación con nosotros: sinceros y responsables, pero también divertidos y muy graciosos. Cuando me fui del pueblo para entrar en la universidad, en el Grande Prairie Regional College, a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, uno de ellos se convirtió en mi compañero de habitación, mientras que el otro se marchó a un lugar diferente para seguir con sus estudios. Ambos apuntaban lejos y sus decisiones en ese sentido reforzaron las mías.

Cuando empecé la universidad, estaba contento como unas pascuas. Encontré otro grupo más nutrido de compañeros con mis mismos intereses, en el que también entró mi amigo de Bear Canyon. A todos nos apasionaban la literatura y la filosofía y dirigíamos el consejo estudiantil, que por primera vez en su historia generó ganancias gracias a los bailes que organizábamos. ¿Cómo puedes perder dinero vendiéndoles cerveza a los universitarios? Lanzamos un periódico y conocimos a nuestros profesores de Ciencias Políticas, Biología y Literatura en los pequeños seminarios que caracterizaron nuestro primer año de estudios. Los docentes agradecían nuestro entusiasmo y enseñaban con esmero. Estábamos construyendo una vida mejor.

Así que me desprendí de una gran parte de mi pasado. En los pueblos todo el mundo sabe quién eres, así que vas arrastrando los años a tus espaldas, como un perro que corre con unas latas atadas a la cola. No puedes escapar de la persona que has sido. Por entonces no todo estaba en internet, gracias a Dios, pero sí que quedaba almacenado de una forma igualmente indeleble en los recuerdos y las expectativas de todo el mundo, se dijera o no.

Sin embargo, cuando te mudas, todo queda como suspendido, por lo menos durante un tiempo. Es una situación estresante, pero en el caos surgen nuevas posibilidades. Nadie te puede juzgar con sus viejos prejuicios, ni siquiera tú mismo. Es como si te sacudieran tan fuerte que te hicieran descarrilar y tuvieses que construir una vía nueva, mejor, junto a personas que quieren llegar a un lugar mejor. A mí me parecía que se trataba simplemente de una progresión natural y que cualquier persona que se mudaba pasaba por la misma experiencia, renaciendo como un fénix. Pero no siempre pasa así.

Una vez, cuando tenía unos quince años, fui con Chris y otro amigo, Carl, a Edmonton, una ciudad de 600.000 habitantes. Carl nunca había estado en una ciudad, algo que no resultaba nada extraño. El viaje de ida y vuelta entre Fairview y Edmonton era de casi mil trescientos kilómetros, una distancia que yo ya había cubierto en muchas ocasiones, unas veces con mis padres y otras sin ellos. Me gustaba el anonimato que la ciudad permitía y me gustaban los nuevos comienzos. Me gustaba escapar de la claustrofóbica y deprimente cultura adolescente de mi pueblo, así que convencí a mis dos amigos para hacer el viaje juntos. Pero su experiencia fue totalmente distinta. Nada más llegar, Chris y Carl querían comprar hierba, así que nos dirigimos a las zonas de Edmonton que eran exactamente iguales que lo peor de Fairview. Allí encontramos a exactamente los mismos camellos furtivos callejeros y luego nos pasamos todo el fin de semana bebiendo en el hotel. Aunque recorrimos una larga distancia, no habíamos ido a ninguna parte.

Unos años más tarde, pude ver un ejemplo todavía más atroz. Me había mudado a Edmonton para terminar la carrera. Alquilé un apartamento con mi hermana, que estaba estudiando Enfermería y, como yo, era de las personas a las que les gusta salir de su burbuja. (Muchos años después, ella plantaría fresas en Noruega, organizaría safaris por África, llevaría camiones de contrabando a través del desierto del Sáhara bajo la amenaza tuareg y cuidaría de bebés gorilas huérfanos en el Congo). Vivíamos bien en un apartamento acogedor en un bloque nuevo que dominaba todo el valle del río Saskatchewan Norte y tenía al fondo una vista de todo el centro de la ciudad. En un momento de entusiasmo me compré un flamante piano de pared. Vaya, que el piso estaba muy bien.

Me enteré entonces por terceras personas que Ed —el primo más joven de Chris— se había mudado a la ciudad y me quedé gratamente sorprendido. Un día, me llamó y lo invité a casa porque quería ver qué tal le iba. Esperaba que estuviera desarrollando parte del potencial que había visto en él. Pero no fue así. Ed apareció más viejo, calvo y encorvado. El aire de joven adulto al que no le va del todo bien era mucho más marcado que el de joven con posibilidades. Sus ojos enrojecidos y entrecerrados lo delataban como un porrero empedernido. Ed había conseguido un trabajillo cortando césped y a veces haciendo algo de jardinería que no habría estado mal para un universitario a tiempo parcial o para alguien que no tiene otras posibilidades, pero que resultaba un despropósito para una persona inteligente.

Vino acompañado de un amigo.

Y de hecho recuerdo sobre todo a su amigo. Estaba grogui. Colgadísimo. Fumado hasta las cejas. Su cabeza y nuestro apartamento, tan pulcro y civilizado, no parecían proceder del mismo universo. Mi hermana estaba en casa y conocía a Ed. No era la primera vez que veía a alguien en ese estado, pero de todos modos a mí no me hacía gracia que Ed hubiera traído a un tipo semejante. Ed se sentó y su amigo también, aunque no estaba claro si se daba cuenta de nada. Era bastante tragicómico y Ed, aunque estaba muy fumado, no podía dejar de sentir vergüenza. Mientras bebíamos unas cervezas, el amigo de Ed miraba hacia arriba. «Mis partículas están desperdigadas por todo el techo», consiguió decir. Nunca se han pronunciado palabras más ciertas.

Me llevé a Ed a un lado y le dije educadamente que tenía que irse. Le dije que no tendría que haberse presentado con el inútil de su colega. Él asintió y lo entendió perfectamente, lo que empeoraba aún más las cosas. Su primo mayor Chris me escribiría mucho más adelante al hilo de todo esto. Es algo que incluí en mi primer libro. «Tenía amigos —me contaba—. Antes. Cualquier persona con el suficiente desprecio por sí misma para poder perdonarme el que yo sentía por mí»[68].

¿Qué hacía que Chris, Carl y Ed fueran incapaces (o peor, que no tuvieran la mínima intención) de moverse, de cambiar de amistades y de mejorar las circunstancias de sus vidas? ¿Era inevitable, una consecuencia de sus propias limitaciones, de enfermedades y traumas latentes del pasado? Después de todo, la gente varía considerablemente, de maneras que parecen al mismo tiempo estructurales y deterministas. La gente presenta diferentes niveles de inteligencia, que es en gran parte la habilidad de aprender y transformarse. La gente también tiene personalidades muy diferentes: hay personas activas y otras pasivas. Algunos son inquietos y otros, tranquilos. Por cada individuo que va detrás de un logro hay otro indolente. La verdad es que el grado en el que estas diferencias constituyen una parte inmutable de una persona es mayor de lo que un optimista podría suponer o desear. Y luego quedan las enfermedades, mentales o físicas, diagnosticadas o invisibles, que limitan todavía más o modifican nuestras vidas.

Chris tuvo un brote psicótico a los treinta y tantos, después de bordear la locura durante muchos años. Se suicidó poco después. ¿Su abuso de la marihuana precipitó el desenlace o no era más que una forma legítima de automedicación? Lo cierto es que el uso de analgésicos de prescripción médica ha descendido en los estados que han legalizado la marihuana, como Colorado[69]. Quizá la hierba no empeoró la situación de Chris, sino todo lo contrario. Quizá alivió su sufrimiento en vez de exacerbar su locura. ¿Acaso fue la filosofía nihilista a la que se entregaba lo que allanó el camino hacia su crisis final? ¿Y a su vez ese nihilismo era una consecuencia de una verdadera enfermedad mental o tan solo una racionalización intelectual de su falta de disposición para asumir responsabilidades? ¿Por qué, de la misma forma que su primo o mis otros amigos, eligió continuamente a gente y lugares que no eran buenos para él?

En ocasiones, cuando una persona tiene una mala opinión de sí misma —o quizá cuando se niega a responsabilizarse de su propia vida— elige, a la hora de conocer a gente, exactamente al mismo tipo de individuos que en el pasado le resultaron problemáticos. Se trata de personas que piensan que no merecen nada mejor, así que directamente no lo buscan. O tal vez no quieren asumir las molestias que algo mejor representaría. Freud lo denominó «compulsión de repetición». Consideraba que era un impulso inconsciente de repetir los horrores del pasado: unas veces, para formularlos de forma más precisa o para intentar dominarlos de forma más activa; otras, por simple falta de alternativas. La gente crea su propio mundo con las herramientas que tiene a su alcance y unas herramientas defectuosas producen resultados defectuosos. El uso repetido de las mismas herramientas defectuosas produce los mismos resultados defectuosos. Es así como aquellos que no han sacado ninguna lección del pasado quedan condenados a repetirlo. En parte es el destino; en parte, la incapacidad; y en parte…, ¿las pocas ganas de aprender?, ¿la negativa a aprender?, ¿que tienen «sus motivos»?

EL RESCATE DE LOS CONDENADOS

Hay también otros motivos por los que las personas eligen a amigos que no son buenos para ellas. En ocasiones, lo hacen porque quieren rescatar a alguien. Es algo más típico entre los jóvenes, aunque se trata de un impulso que subsiste entre la gente mayor que resulta demasiado amable, que nunca ha dejado de ser ingenua o que no quiere ver las cosas tal y como son. Puede que se me objete: «No hay nada malo en ver lo mejor que tiene cada persona. La virtud más elevada es el deseo de ayudar». Pero no todo el mundo que fracasa es una víctima y no todo el mundo que está en el fondo quiere subir, aunque muchos sí quieren y muchos, de hecho, lo consiguen. Sin embargo, la gente suele aceptar o incluso magnificar su propio sufrimiento, así como el de los demás, si lo pueden presentar como una demostración de la injusticia que impera en el mundo. Nunca les faltan los opresores a las personas más sometidas, incluso cuando muchos de ellos, por su modesta posición, no son más que aspirantes a tirano. Es el camino más fácil de elegir, una y otra vez, si bien a largo término es un infierno.

Vamos a imaginarnos a una persona a quien no le está yendo bien. Necesita ayuda y puede que incluso la desee. Pero no es fácil distinguir a alguien que de verdad quiere y necesita ayuda de alguien que simplemente está aprovechándose de la buena voluntad de otra persona. Es difícil distinguirlo incluso para la propia persona que quiere, necesita la ayuda y quizá está aprovechándose. Alguien que lo intenta, fracasa, es perdonado después y vuelve a intentarlo, fracasa, y es perdonado una y otra vez suele ser la primera persona interesada en que todo el mundo crea que esos intentos fueron sinceros.

Cuando no se trata solo de ingenuidad, el intento de rescatar a alguien está a menudo motivado por la vanidad y el narcisismo. Algo así se expone en un clásico lleno de amargura, Memorias del subsuelo, del magnífico escritor ruso Fiódor Dostoievski, que empieza con estas famosas frases: «Soy un enfermo… Soy un hombre rabioso. No soy nada atractivo. Creo que estoy enfermo del hígado». Es la confesión de alguien abatido y arrogante, que transita por el inframundo del caos y la desesperación. Se disecciona a sí mismo sin la menor compasión, pero tan solo le sirve para expiar un centenar de pecados de los miles que ha cometido.

Entonces, creyéndose redimido, el hombre del subsuelo comete la peor de las transgresiones posibles: ofrece su ayuda a una persona verdaderamente desafortunada, Liza, una mujer abocada a la prostitución en una situación desesperada típicamente decimonónica. La invita a su casa prometiéndole que su vida volverá al camino recto y, mientras espera a que aparezca, va alimentando fantasías de un carácter cada vez más mesiánico:

Sin embargo, transcurrió un día, y otros dos más; como no venía, comencé a tranquilizarme. Después de las nueve de la noche ya empezaba a sentirme especialmente animado, e incluso, a soñar con cosas bastante agradables: que yo, por ejemplo, salvaba a Liza solo con venir ella a verme y a escucharme […] que yo la instruía y la formaba. Finalmente, me percataba de que ella me amaba, sí, me amaba apasionadamente. Yo me hacía el despistado (no obstante, no sé por qué fingía; claro, que lo hacía por decoro). Finalmente, Liza, completamente turbada, maravillosa, temblando y sollozando, se echaba a mis pies diciéndome que era su salvador y que me amaba más que nada en el mundo.

Lo único que semejantes fantasías nutren es el narcisismo del protagonista hasta el punto que acaban aniquilando a Liza. La salvación que le ofrece exige mucho más compromiso, mucha más madurez de lo que él está dispuesto o puede asumir, y no tiene el carácter que se requeriría. Él se da cuenta en el acto, pero rápidamente lo racionaliza. Liza acaba llegando a su cochambroso apartamento desesperada por encontrar una salida a su miseria, jugándose todo lo que tiene en la visita. Le cuenta al hombre del subsuelo que quiere dejar su vida actual. ¿Y él qué le responde?

—¿Dime, por favor, para qué has venido a verme? —le dije sofocándome y sin coordinar ya el orden lógico de las palabras. Deseaba soltarlo todo de una vez; es decir, de un tirón; ni siquiera me preocupaba por dónde debía empezar.

—¿Para qué has venido? ¡Responde! ¡Responde! —gritaba yo, fuera de mí—. Te lo diré yo mismo. Has venido, porque el otro día dije palabras conmovedoras. Y ahora que te has enternecido, quieres volver a escucharlas. Pues has de saber que aquel día me reí de ti. Como lo estoy haciendo ahora. ¿Por qué tiemblas? ¡Sí, me reí de ti! Un rato antes, durante la celebración de una comida, me habían ofendido aquellos individuos que llegaron antes que yo a la casa donde tú estabas. Fui allí con la intención de darle una paliza a uno de ellos, un oficial del ejército; pero no lo logré, no les pillé dentro; tenía la necesidad de vengar mi ofensa con alguien, de cobrarme lo mío, y como fuiste tú quien se puso a mano, descargué mi rabia riéndome de ti. Puesto que a mí me humillaron, yo también quería humillar a alguien; puesto que me trataron como un trapo, también quise sentirme poderoso frente a alguien […] Eso es lo que ha sucedido. ¿Y tú, te pensaste que había ido allí a propósito para salvarte? ¿Sí? ¿Lo pensaste? ¿Di, lo pensaste?

Intuía que Liza pudiera estar algo confundida como para comprender todos los detalles; pero también sabía que entendería perfectamente la esencia de la cuestión. Así sucedió. Palideció toda poniéndose tan blanca como un pañuelo. En el gesto de querer decir algo, sus labios se torcieron enfermizamente y como si fuera abatida por un hacha, se deslomó sobre la silla. Durante el resto del tiempo permaneció escuchándome con la boca abierta, los ojos estupefactos y temblando de horror. La había apabullado el cinismo; el cinismo de mis palabras…

La petulante prepotencia, la indiferencia y la abierta crueldad del protagonista fulminan las últimas esperanzas que le quedaban a Liza y él se da cuenta. Peor todavía: algo en su interior lo había estado deseando todo el tiempo y también lo sabe. Pero un villano que desiste de su villanía no se convierte en un héroe. Para eso hay que hacer algo positivo, no simplemente no hacer algo que está mal.

Ahora podrías objetar que el propio Cristo se hizo amigo de recaudadores de impuestos y de prostitutas. ¿Cómo puedo permitirme calumniar los motivos que puedan tener aquellas personas que quieren ayudar? Lo que pasa es que Cristo era el arquetipo del hombre perfecto y tú eres tú. ¿Cómo sabes que tus esfuerzos por hacer que alguien salga del pozo no acabarán hundiendo más a esa persona… o a ti? Imagínate el caso de alguien que tiene que supervisar a un equipo excepcional de trabajadores, todos ellos decididos a alcanzar un objetivo marcado colectivamente. Imagínatelos: diligentes, brillantes, creativos y unidos. Pero este supervisor también tiene bajo su responsabilidad a alguien que está dando malos resultados en otro puesto. En un arranque de inspiración y con sus mejores intenciones, el directivo traslada a la persona problemática a su equipo estelar, esperando que el ejemplo le sirva para mejorar. ¿Y qué ocurre? La psicología es unánime al respecto[70]. ¿Acaso el intruso errante se endereza y empieza a hacer las cosas bien? No. Al contrario, el equipo entero degenera. El recién llegado mantiene su cinismo, su arrogancia y su neurosis. Se queja, se escaquea, falta a reuniones importantes y su trabajo de poca calidad provoca retrasos, ya que otra persona tiene que volver a hacerlo. No obstante, se le sigue pagando lo mismo que a sus compañeros. Los trabajadores entregados que están a su alrededor empiezan a sentirse traicionados. «¿Por qué me estoy dejando la piel para acabar este proyecto —piensa cada uno— cuando mi nuevo compañero no da un palo al agua?». Lo mismo ocurre cuando los terapeutas bienintencionados colocan a un delincuente menor de edad entre otros adolescentes comparativamente civilizados. Lo que se expande no es la estabilidad, sino la delincuencia[71]. Es mucho más fácil ir hacia abajo que hacia arriba.

Quizá estés salvando a alguien porque eres una persona fuerte, generosa y equilibrada que quiere realizar una buena acción. Pero también es posible —y quizá, más probable— que lo único que quieras sea llamar la atención por tus inagotables reservas de compasión y benevolencia. O quizá estés salvando a alguien porque quieres convencerte a ti mismo de que tu fuerza de carácter es algo más que una carambola de la fortuna, por haber nacido donde has nacido. O quizá es porque es más fácil parecer virtuoso cuando estás al lado de alguien absolutamente irresponsable.

Empieza asumiendo que estás haciendo lo más fácil y no lo más complicado.

Tu alcoholismo descontrolado hace que mis excesos puntuales con la bebida parezcan triviales. Mis largas y solemnes charlas contigo sobre el rotundo fracaso de tu matrimonio nos convencen a los dos de que tú estás haciendo todo lo posible y de que yo te estoy ayudando al máximo. Parece un esfuerzo, parece que hay cierto progreso. Pero para mejorar de verdad haría falta mucho más, tanto por tu parte como por parte de tu pareja. ¿De verdad estás seguro de que la persona que suplica que la salven no ha decidido ya mil veces aceptar la parte que le toca de un sufrimiento absurdo y cada vez más grave tan solo porque algo así es más fácil que asumir cualquier responsabilidad? ¿No estás participando de un engaño? ¿No es posible que tu desprecio sea en realidad más saludable que tu compasión?

O quizá no tienes ningún plan, genuino o no, para rescatar a nadie. Te juntas con personas que son malas para ti no porque sea mejor para nadie, sino porque es más fácil. Y lo sabes, al igual que tus amigos. Estáis unidos por un contrato implícito, uno que tiene como objetivo el nihilismo, el fracaso y el sufrimiento más estúpido posible. Todos habéis decidido sacrificar el futuro por el presente. No habláis de esto, no os reunís y decís: «Vamos a ir por el camino más fácil, vamos a disfrutar con cualquier cosa que surja y, además, estamos de acuerdo en que no nos lo vamos a recriminar para que así sea más fácil olvidar lo que estamos haciendo». No se dice nada al respecto, pero todos sabéis que eso es justamente lo que está pasando.

Antes de ayudar a nadie, tendrías que descubrir por qué esa persona tiene problemas. No tendrías que asumir directamente que se trata de una auténtica víctima de la injusticia y la explotación. Una situación así constituye la explicación más improbable, no la más verosímil. En mi experiencia —clínica y de otros tipos— nunca me ha parecido tan simple. Además, si te tragas la historia de que ha ocurrido algo horrible sin que la víctima haya tenido la menor responsabilidad al respecto, le estás negando a esa persona todo papel activo en su pasado (y, por implicación, también en su presente y su futuro). Lo que estás haciendo así es arrebatarle todo su poder.

Es mucho más probable que un individuo en concreto simplemente haya decidido no coger el camino de subida porque le resulta difícil. Tal vez esta tuviera que ser tu hipótesis por defecto cuando te encuentras con una situación de este tipo. Igual te parece demasiado duro e igual tienes razón, es ir demasiado lejos. Pero piensa un poco en esto: es fácil comprender el fracaso, no hace falta ninguna explicación. Tampoco requieren ninguna explicación el miedo, el odio, la adicción, la promiscuidad, la traición y el engaño. No hace falta explicación para que el vicio exista, para que alguien se entregue a él. Es más fácil no pensar nada, no hacer nada y no preocuparse. Es más fácil dejar para mañana lo que puede hacerse hoy y asfixiar los meses y años venideros en los placeres ordinarios de este momento. Como dice el inefable padre de la familia Simpson justo antes de tomarse un tarro de mayonesa mezclado con vodka: «Eso es problema del Homer del futuro. ¡No me gustaría estar en su pellejo!»[72].

¿Cómo puedo saber que tu sufrimiento no me exige que sacrifique todos mis recursos únicamente para que tú puedas postergar, solo por un momento, lo que acabará por llegar? A lo mejor es que ya no te importa lo más mínimo tu colapso inminente, que está ahí aunque tú todavía no quieres admitirlo. A lo mejor mi ayuda no cambiará nada, ni puede hacerlo. A lo mejor tan solo servirá para que mantengas a raya un tiempo más una verdad demasiado personal y demasiado demoledora. A lo mejor tu desgracia es una exigencia que me impones para que yo también fracase, para que la diferencia entre los dos que tanto te duele se reduzca, al mismo tiempo que sigues hundiéndote. ¿Y cómo sé que te negarías a entrar en un juego semejante? ¿Cómo puedo saber precisamente que yo no estoy haciendo otra cosa que fingir ser una persona responsable, «ayudándote» de forma inútil solo para no tener que hacer algo verdaderamente difícil pero que está a mi alcance?

Quizá tu desgracia es el arma que esgrimes en tu odio hacia las personas que fueron mejorando y progresando mientras tú esperabas y naufragabas. Quizá tu desgracia es tu intento por poner en evidencia la injusticia del mundo, y evitar poner en evidencia tus propias faltas, tus propias incapacidades, tu negativa consciente a luchar y vivir. Quizá tu disposición para sufrir en el fracaso es inagotable, teniendo en cuenta lo que intentas demostrar con ese sufrimiento. Quizá es tu venganza contra el Ser. ¿Y yo, cómo podría hacerme amigo de ti cuando te encuentras en semejante lugar? ¿Cómo?

El éxito, ese es el misterio. La virtud, eso es lo que no se puede explicar. Para fracasar tan solo tienes que desarrollar unas cuantas malas costumbres. Tan solo tienes que sentarte a esperar. Una vez que alguien ha pasado el tiempo suficiente desarrollando malas costumbres y esperando, ya ha perdido mucho. Mucho de lo que podría haber sido se ha esfumado y mucho de la persona en la que se ha convertido ya es real. Las cosas se derrumban por su propia inercia, pero los pecados de las personas aceleran su degeneración. Y entonces llega el diluvio.

No estoy diciendo que no exista esperanza para redimirse, pero es mucho más difícil sacar a alguien de un abismo que levantarlo de una zanja. Algunos abismos son muy profundos y, cuando se ha llegado hasta el fondo, del cuerpo ya no queda gran cosa.

Quizá por lo menos debería esperar hasta tener claro que quieres que se te ayude. Carl Rogers, el famoso psicólogo humanista, pensaba que era imposible empezar una relación terapéutica si la persona en busca de ayuda no quería mejorar[73]. Rogers pensaba que era imposible convencer a alguien de que cambiara a mejor. El deseo de mejorar era, por el contrario, una precondición para el progreso. He tenido clientes que debían someterse a psicoterapia como resultado de sentencias judiciales. No querían mi ayuda y se veían obligados a solicitarla, así que no funcionaba. Era una farsa.

Si mantengo una relación malsana contigo, quizá es porque tengo muy poca voluntad y demasiada indecisión para irme, pero no quiero saberlo. Así que sigo ayudándote y me consuelo con mi absurdo martirio. Quizá entonces pueda decir sobre mí: «Una persona que se sacrifica tanto, que tiene tantas ganas de ayudar a alguien, tiene que ser una buena persona». Pero no es así. Puede que yo tan solo sea una persona que intenta quedar bien fingiendo solucionar lo que parece ser un problema complicado, en lugar de ser verdaderamente buena y enfrentarme a algo real.

Quizá en vez de persistir en nuestra amistad, tendría que irme a otra parte, poner mi vida en orden y dar buen ejemplo.

Y nada de esto es una justificación para abandonar a aquellos realmente necesitados solo para ir detrás de tu mezquina y ciega ambición, por si hacía falta decirlo.

UN ARREGLO RECÍPROCO

Aquí dejo algo en lo que pensar: si tienes un amigo que no le recomendarías a tu hermana, a tu padre o a tu hijo, ¿por qué sigues teniéndolo tú? Puedes decirme: por lealtad. Bueno, la lealtad no es lo mismo que la estupidez. La lealtad tiene que negociarse de forma justa y honesta. La amistad es un arreglo recíproco. No existe ninguna obligación moral de respaldar a alguien que está haciendo del mundo un lugar peor. Todo lo contrario. Tendrías que quedarte con personas que quieren que las cosas sean mejores, no peores. Es algo bueno, no egoísta, elegir a gente que es buena para ti. Es adecuado y digno de elogio relacionarse con personas cuyas vidas mejorarían si vieran que la tuya está mejorando.

Si te rodeas de personas que apoyan tus aspiraciones, estas no tolerarán ni tu cinismo ni tus tendencias destructivas. Al contrario, te respaldarán cuando hagas bien —a ti y a los demás— y te castigarán con delicadeza cuando no sea el caso. Una actitud así reforzará tu resolución de hacer lo que tienes que hacer de la forma más apropiada y sensible. Las personas que no aspiran a cosas elevadas harán justo lo contrario. Le ofrecerán un cigarro a un fumador que ha dejado el tabaco y una cerveza a quien está superando el alcoholismo. Se pondrán celosos cuando tengas éxito o algo te salga muy bien. Dejarán de estar ahí y de apoyarte o directamente te castigarán de forma activa. Invalidarán tu logro con alguna acción pasada suya, real o imaginada. Quizá intentan probarte, para ver si de verdad estás decidido, si de verdad te lo crees. Pero fundamentalmente lo que quieren es hundirte porque, al mejorar, estás poniendo aún más en evidencia sus propios defectos.

Por eso mismo cualquier buen ejemplo es un desafío trascendental, y todo héroe, un juez. El David, la gran escultura de Miguel Ángel, interpela a quien lo observa desde su perfección: «Podrías ser más de lo que eres». Cuando te atreves a aspirar a algo más, evidencias las carencias del presente y la promesa que representa el futuro. Y entonces molestas a otros en lo más profundo de sus almas, allí donde entienden que su cinismo y su inmovilidad no se pueden justificar. Eres el Abel de su Caín. Les recuerdas que si dejaron de preocuparse no fue por los horrores de la vida, que son innegables, sino porque no quieren cargar con el mundo a sus espaldas, allí donde tiene que estar.

No pienses que es más fácil rodearte de personas buenas y sanas que de personas malas y malsanas. No lo es. Una persona buena y sana es un ideal. Hace falta fuerza y valentía para estar al lado de ella. Pero ten algo de humildad. Ten coraje. Utiliza la cabeza y protégete de una compasión y una lástima demasiado acríticas.

Traba amistad con aquellas personas que quieran lo mejor para ti.

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