12 reglas para vivir

12 reglas para vivir


REGLA 4. No te compares con otro, compárate con quien eras tú antes

Página 9 de 31

REGLA 4NO TE COMPARES CON OTRO, COMPÁRATE CON QUIEN ERAS TÚ ANTES

LA CRÍTICA INTERNA

ERA MÁS FÁCIL SER BUENO en algo cuando había más gente viviendo en pequeñas comunidades rurales y en el mundo rural. Se podía ser la reina del baile del instituto, triunfar en algún concurso de ortografía, ser un as de las matemáticas o una estrella del baloncesto. Tan solo había uno o dos mecánicos y un par de maestros, y en cada uno de sus ámbitos estos héroes locales tenían la oportunidad de disfrutar de la confianza llena de serotonina que acompaña al vencedor. Puede que a eso se deba la sobrerrepresentación de gente nacida en pueblecitos entre los personajes más eminentes de la historia[74]. Si eres uno entre un millón pero naciste en el Nueva York de hoy en día, entonces hay otros diecinueve como tú. Y ahora la mayoría de nosotros vivimos en ciudades. Es más, estamos conectados digitalmente a los siete mil millones que pueblan el mundo, de tal forma que nuestras jerarquías de logros alcanzan actualmente alturas vertiginosas.

Da igual lo bueno que seas en algo o cómo contabilizas tus logros, siempre hay alguien por ahí que te hace quedar como un incompetente. No tocas nada mal la guitarra, pero no eres Jimmy Page ni Jack White. Lo más seguro es que ni siquiera vayas a triunfar en el pub de tu barrio. Cocinas bien, pero hay muchos grandes chefs y la receta de tu madre de cabezas de pescado con arroz, por mucho éxito que tenga en su pueblo, no causa gran impresión en estos tiempos de espuma de pomelo y helado de whisky con tabaco. Siempre hay un capo de la mafia que tiene un yate más hortera y un empresario obsesivo con un reloj de carga automática más lujoso, guardado en un estuche de madera y acero que es muy caro. Hasta la actriz más espectacular de Hollywood acaba convirtiéndose en la Reina Malvada, embarcada en una eterna búsqueda paranoica de Blancanieves. ¿Y tú? Tu carrera es aburrida e inútil, tus habilidades domésticas no resultan nada impresionantes, tienes mal gusto, tienes más michelines que tus amistades y a nadie le gustan las fiestas que organizas. ¿A quién le importa que seas el primer ministro de Canadá cuando otra persona es el presidente de los Estados Unidos?

Dentro de nosotros hay una voz, un espíritu interior crítico que está al corriente de todo esto. Esta voz está predispuesta a hacerse oír, insiste en condenar nuestros mediocres intentos y, en ocasiones, no es nada fácil hacerla callar. Y lo cierto es que este tipo de críticas son necesarias. Sobran artistas sin gusto, músicos que desafinan, cocineros estomagantes, mandos intermedios con trastorno de personalidad burocrática, escritorzuelos y profesores soporíferos rebosantes de ideología. Tanto las cosas como las personas difieren considerablemente en lo que se refiere a sus cualidades. La música horrenda tortura a oyentes en todas partes, los edificios mal diseñados se derrumban durante un terremoto y los coches defectuosos matan a quienes los conducen cuando se produce un accidente. El fracaso es el precio que hay que pagar cuando existen normas y criterios y, puesto que la mediocridad tiene consecuencias reales y duras, tales normas y criterios resultan necesarios.

No somos iguales ni en habilidades ni en los resultados que conseguimos, y nunca lo seremos. Un número muy reducido de personas produce mucho de cualquier cosa. Los ganadores no se lo llevan todo, pero sí la mayor parte, con lo que el escalón más bajo no es el mejor lugar donde estar. Allí la gente no es feliz, suele enfermar y pasa sus días sin reconocimiento ni estima. Allí malgasta sus vidas, allí muere. Así pues, la voz interior que denigra a las personas va ensamblando una historia terrorífica. La vida es un juego de todo o nada y la inutilidad es la condición por defecto. ¿Hay algo aparte de la ceguera voluntaria que pueda proteger a las personas de ataques tan lacerantes? Es por este tipo de razones que toda una generación de psicólogos sociales recomendó las «ilusiones positivas» como el único camino efectivo a la salud mental[75]. ¿Cuál era su lema? Que las mentiras sean tu paraguas. A duras penas se puede concebir una filosofía más deprimente, miserable y pesimista: las cosas son tan horribles que solo el engaño puede salvarte.

Aquí tienes un enfoque alternativo, que además no requiere engaños. Si siempre te salen las peores cartas, a lo mejor es que alguien está haciendo trampas (quizá tú, sin saberlo). Si la voz interior cuestiona el valor de tus esfuerzos —o de tu vida o de la propia vida—, quizá tendrías que dejar de escucharla. Si la voz crítica interior realiza las mismas observaciones denigrantes sobre todo el mundo, tenga el éxito que tenga, ¿qué confianza merece? Quizá lo que dice no es nada sabio, sino mera palabrería. «Siempre habrá alguien mejor que tú» es un tópico nihilista, como la frase «¿Quién se dará cuenta de la diferencia dentro de un millón de años?». La respuesta adecuada a semejante declaración no es: «Bueno, pues entonces nada tiene sentido». Es: «Cualquier cretino puede fijarse en un periodo de tiempo en el que nada importa». Convencerte de que todo es irrelevante no es una crítica profunda del Ser, sino un truco barato de la mente racional.

MUCHOS BUENOS JUEGOS

Los criterios para establecer qué es bueno y qué es malo no son ni un engaño ni algo innecesario. Si no hubieras decidido que lo que estás haciendo ahora es mejor que las alternativas, no lo estarías haciendo. La simple idea de una elección desprovista de valor es una contradicción en sus propios términos. Los juicios de valor constituyen un prerrequisito para la acción. Si algo se puede hacer, entonces se puede hacer mejor o peor. Hacer cualquier cosa es, pues, ponerse a jugar a algo que tiene un objetivo establecido y valioso, el cual se puede alcanzar con mayor o menor eficiencia y holgura. Cualquier juego comporta unas probabilidades de éxito y de fracaso, así que las diferencias de calidad son omnipresentes. Es más, si no hubiera algo mejor y algo peor, no merecería la pena hacer nada. Nada tendría sentido y, por eso mismo, nada tendría significado. ¿Por qué esforzarse si no va a suponer ninguna mejora? El propio significado exige la diferencia entre mejor y peor. Así pues, ¿cómo se puede silenciar la voz crítica de la conciencia? ¿Cómo se pueden encontrar las grietas en la lógica impecable de su mensaje?

Podemos empezar sopesando las palabras «éxito» y «fracaso», que son términos demasiado absolutos. Puedes ser alguien de éxito, algo bueno de forma global, singular y general, o todo lo contrario, un fracasado, algo malo de forma global, singular e irremediable. Se trata de palabras que sugieren la inexistencia de una alternativa y de un término medio. No obstante, en un mundo tan complejo como el nuestro, las generalizaciones de este tipo (o más bien, esta incapacidad a la hora de diferenciar) apuntan a un análisis ingenuo, falto de sofisticación y hasta cierto punto malintencionado. Existen grados y escalas de valor esenciales que los sistemas binarios de este tipo obvian por completo y no precisamente para bien.

Para empezar, no hay un único juego en el que triunfar o fracasar. Hay muchos juegos, es más, hay muchos buenos juegos, juegos que se corresponden con tus habilidades, que te hacen interactuar de forma productiva con otras personas y que mantienen e incluso aumentan su interés con el paso del tiempo. La abogacía es un buen juego y también lo son la fontanería, la medicina, la carpintería o la educación infantil. El mundo ofrece muchas formas diferentes de Ser y, si no tienes éxito en una, puedes probar otra. Puedes elegir algo que se ajuste mejor a tu mezcla personal de fortalezas, debilidades y circunstancias. Es más, si no te sale bien lo de cambiar de juego, te puedes inventar otro. Hace poco vi un concurso de televisión en el que aparecía un mimo que se tapaba la boca con cinta aislante y hacía algo ridículo con manoplas de horno. Se trataba de algo inesperado y original que le salía muy bien.

Al mismo tiempo, no resulta probable que solo participes en un único juego. Tienes una carrera, amigos, familiares, proyectos personales, actividades artísticas y prácticas deportivas. Quizá deberías juzgar tu éxito teniendo en cuenta todos los juegos en los que participas. Pongamos que eres muy bueno en algunos de ellos, normalito en otros y pésimo en el resto. A lo mejor es así como tiene que ser. Puede que me contestes: «¡Tendría que ganar en todo!». Pero, si ganas en todo, lo más probable es que no estés haciendo nada nuevo o difícil. Puede que estés ganando, pero no estás creciendo y quizá crecer es la forma más importante de ganar. ¿Acaso una victoria presente siempre tiene que pasar por encima de toda la trayectoria?

Por último, quizá descubras que los detalles de los diferentes juegos en los que participas son tan exclusivos de ti, tan individuales, que cualquier comparación con otra persona resultaría inapropiada. Quizá sobrevaloras lo que no tienes y desprecias lo que sí. La gratitud tiene cierta utilidad real, supone una buena forma de protección contra los peligros del victimismo y el resentimiento. A tu compañero de oficina se le da mucho mejor el trabajo, pero su mujer tiene un amante mientras que tu matrimonio es estable y feliz. ¿A quién le va mejor? El famoso al que admiras es un intolerante que conduce siempre borracho. ¿De verdad preferirías su vida a la tuya?

Cuando la crítica interior te fustiga con este tipo de comparaciones, las cosas funcionan de la siguiente forma. Primero, elige arbitrariamente un único ámbito de comparación (por ejemplo, la fama o el poder) que pasa a presentar como si fuera el único que tuviera importancia. Después, te compara de forma negativa con alguien verdaderamente destacado en ese ámbito. Puede ir incluso un paso más allá y utilizar la diferencia insalvable entre tú y el objeto de comparación como una prueba de la injusticia fundamental que supone la vida. De esta forma, puede socavar totalmente tu motivación para hacer cualquier cosa. Lo cierto es que no se puede acusar a quienes adoptan un enfoque de evaluación semejante de ponérselo nada fácil, pues ponérselo demasiado difícil supone un problema igual de grave.

Cuando somos muy jóvenes no poseemos ni individualidad ni conocimientos. No hemos tenido el tiempo ni el juicio necesarios para desarrollar nuestros propios criterios. Por consiguiente, tenemos que compararnos con los demás, porque hace falta contar con algún tipo de criterio. En su ausencia no hay donde ir ni nada que hacer. Sin embargo, a medida que vamos creciendo, nos volvemos cada vez más individuales y únicos. Nuestras condiciones vitales son cada vez más personales y menos comparables con las de los demás. En términos simbólicos, quiere decir que tenemos que dejar la casa gobernada por nuestro padre y enfrentarnos al caos de nuestro Ser individual. Tenemos que ser conscientes de nuestra desorientación sin abandonar por completo a ese padre en el proceso. Entonces tenemos que volver a descubrir los valores de nuestra cultura, que nuestra ignorancia nos impedía ver y que aguardan escondidos en el baúl del pasado. Tenemos que hallarlos e integrarlos en nuestras vidas. Así es como se le otorga a la vida su significado pleno y necesario.

¿Quién eres? Crees que lo sabes, pero a lo mejor no es así. No eres, por ejemplo, ni tu propio dueño ni tu esclavo. No te resulta fácil decirte lo que tienes que hacer y luego obligarte a obedecerlo, de la misma forma que no es fácil hacer lo propio con tu marido, tu mujer, tu hijo o tu hija. Hay cosas que te interesan y otras que no. Puedes moldear esos intereses, aunque dentro de unos límites, de tal forma que habrá actividades que siempre te atraigan y otras que simplemente no lo consigan.

Posees una naturaleza. Puedes portarte con ella como un tirano, pero acabarás rebelándote. ¿Hasta qué punto puedes forzarte a trabajar y a conservar las ganas de hacerlo? ¿Cuánto puedes sacrificar por tu pareja antes de que la generosidad se convierta en resentimiento? ¿Qué es lo que te gusta de verdad? ¿Qué es lo que quieres por encima de todo lo demás? Antes de poder articular una serie de criterios de valor, tienes que mirarte a ti mismo como a un desconocido y, una vez ahí, empezar a conocerte. ¿Qué te parece valioso o placentero? ¿Cuánta diversión, cuánto disfrute, cuántas recompensas necesitas para sentirte algo más que una bestia de carga? ¿Cómo tienes que tratarte para no acabar sacudiéndote el yugo y echando abajo todo el corral? Podrías arrastrarte a ti mismo a lo largo de las obligaciones cotidianas y luego patear a tu perro para calmar tu frustración cuando vuelves a casa. O podrías ver cómo van desfilando los días llevándose todo su potencial. O podrías aprender a incentivarte para mantener algún tipo de actividad productiva. ¿Te preguntas qué es lo que quieres? ¿Negocias de forma justa contigo mismo? ¿O eres un tirano y te tienes a ti mismo como esclavo?

¿Cuándo te molestan tus padres, tu pareja o tus hijos y por qué? ¿Qué puedes hacer al respecto? ¿Qué es lo que necesitas y deseas de tus amigos y tus socios? No se trata simplemente de qué es lo que «deberías» querer, ni tampoco me refiero a lo que las otras personas precisan de ti o de qué obligaciones tienes con ellos. Estoy hablando de identificar la naturaleza de la obligación moral que tienes contigo mismo. El «debería» puede estar incluido porque no dejas de formar parte de una cadena de obligaciones sociales. El «debería» es tu responsabilidad y deberías estar a su altura, pero esto no significa que tengas que adoptar el papel de perrito faldero, obediente e inofensivo. Eso es lo que un dictador espera de sus esclavos.

En lugar de esto, atrévete a ser peligroso. Atrévete a ser auténtico. Atrévete a manifestar y a expresar (o, por lo menos, a ser consciente de) lo que realmente justificaría tu vida. Si, por ejemplo, permites que tus oscuros deseos secretos se manifiesten a tu pareja —si es que estás dispuesto a considerarlos—, puede que descubras que al fin y al cabo no eran tan oscuros a la luz del día. Puede que, por el contrario, descubras que tan solo tenías miedo y por eso fingías cierta moralidad. Puede que te des cuenta de que conseguir lo que de verdad deseas te alejaría de tentaciones y descarríos. ¿Tan seguro estás de que a tu pareja no le haría ninguna gracia si una mayor parte de ti emergiera a la superficie? Por algo la femme fatale y el antihéroe son sexualmente atractivos.

¿Cómo se te tiene que hablar? ¿Qué necesitas que te dé la gente? ¿Qué tienes que soportar o qué finges que te gusta solo porque te crees en la obligación? Consulta a tu propio resentimiento. Es una emoción reveladora, por patológica que resulte. Forma parte de una tríada malvada: arrogancia, engaño y resentimiento. Nada causa tanto daño como esta trinidad del inframundo. Pero el resentimiento siempre significa una cosa de dos. O bien la persona resentida es inmadura, en cuyo caso debería callarse, dejar de lloriquear y cargar con lo que le toca, o bien es que sufre algún tipo de tiranía y entonces la persona subyugada tiene la obligación moral de levantar la voz. ¿Por qué? Porque la consecuencia de quedarse en silencio es peor. Desde luego, en el mismo momento resulta más fácil callarse y evitar el conflicto, pero a largo plazo es algo fatídico. Cuando tienes algo que decir, el silencio es una mentira y la tiranía se alimenta de mentiras. ¿Cuándo deberías resistir contra la opresión, a pesar de los peligros? Cuando empiezas a alimentar fantasías secretas de venganza, cuando se te está envenenando la vida y tu imaginación se llena con el deseo de aniquilar y destruir.

Hace décadas, tuve un paciente que sufría de un grave trastorno obsesivo-compulsivo. Tenía que disponer cuidadosamente su pijama antes de poder acostarse cada noche. Luego, tenía que mullir su almohada y, después, tenía que estirar bien las sábanas, una y otra y otra y otra vez. Le dije: «Quizá esa parte de usted, esa parte demencialmente persistente, quiere algo, por mucho que le cueste verbalizarlo. Vamos a dejar que se exprese. ¿De qué podría tratarse?». «Control», dijo él. Le dije: «Cierre los ojos y deje que le diga lo que quiere. Que el miedo no lo detenga. No tiene que representarlo solo porque lo esté pensando». Él dijo: «Quiere que agarre a mi padrastro por el cuello, que lo empotre contra la puerta y que lo sacuda como si fuera una rata». Quizá había llegado el momento de sacudir a alguien como una rata, pero lo cierto es que le propuse algo un poco menos primario. Pero solo Dios sabe qué batallas hay que librar de forma directa y decidida en el camino hacia la paz. ¿Qué haces para evitar el conflicto, por necesario que resulte? ¿Con qué tipo de cosas sueles mentir, dando por hecho que la verdad puede resultar intolerable? ¿Qué finges?

En la infancia se depende de los padres para prácticamente todo lo que se necesita. El niño —digamos un niño de éxito— puede alejarse de sus padres, al menos de forma temporal, y hacer amigos. Para ello renuncia a una parte de sí mismo, pero consigue mucho a cambio. Un adolescente con éxito es el que lleva ese proceso a su conclusión natural: deja a sus padres y se vuelve uno más. Tiene que integrarse en el grupo para así trascender su dependencia infantil. Una vez integrado, el adulto de éxito tiene que aprender cómo ser diferente de todos los demás en las proporciones adecuadas.

Ten cuidado cuando te compares con los demás, puesto que una vez que eres un adulto, eres un ser singular. Tienes tus problemas particulares y específicos: financieros, íntimos, psicológicos y de otra índole. Todos ellos se encuentran enmarcados en el contexto más amplio de tu existencia. Tu carrera o tu trabajo funciona o no funciona de una forma personal, a través de una interacción única con el resto de los parámetros de tu vida. Eres tú quien decide cuánto tiempo dedicas a tal cosa y cuánto a la otra. Tú eres quien decide a qué renuncias y a qué aspiras.

DONDE APUNTAN TUS OJOS, Y LA NECESIDAD DE ESTUDIAR LA SITUACIÓN

Nuestros ojos siempre enfocan las cosas a las que nos interesa acercarnos, lo que queremos investigar, buscar o poseer. Tenemos que ver, pero para ver debemos fijar un objetivo, de tal forma que siempre fijamos un objetivo u otro. Nuestras mentes están construidas sobre la plataforma cazadora-recolectora que es nuestro cuerpo. Cazar no es otra cosa que establecer un objetivo, acecharlo y lanzarse a él. Recolectar significa delimitar y agarrar. Lanzamos piedras, lanzas y bumeranes. Colamos pelotas a través de aros, chutamos discos dentro de una red y hacemos que bloques de granito tallados se vayan deslizando sobre el hielo hasta alcanzar un objetivo marcado en el suelo. Disparamos proyectiles a blancos determinados con arcos, pistolas, rifles y cohetes. Proferimos insultos, emprendemos proyectos y proponemos ideas. Tenemos éxito cuando marcamos un tanto o damos en la diana. Fracasamos, o pecamos, cuando no lo conseguimos (puesto que la palabra «pecado» se relaciona etimológicamente con la idea de no alcanzar el objetivo[76]). No podemos navegar sin un objetivo al que dirigirnos y, mientras estemos en este mundo, tenemos que seguir navegando[77].

Siempre, simultáneamente, «estamos en» un punto a (que deja cosas que desear) y «avanzando hacia» un punto b (que nos parece mejor, de acuerdo con nuestros valores explícitos e implícitos). El mundo siempre nos parece que se encuentra en un estado insuficiente y procuramos corregirlo. Podemos imaginar nuevas formas de enmendarlo y mejorarlo, incluso cuando tenemos todo lo que creíamos necesitar. Incluso cuando nos encontramos satisfechos por un periodo determinado, la curiosidad no desaparece. Vivimos dentro de un contexto que define el presente como eternamente incompleto y el futuro como eternamente mejor. Si no contempláramos las cosas de esta forma, no actuaríamos de forma alguna. Ni siquiera seríamos capaces de ver, porque para ello hace faltar enfocar y, para enfocar, hay que seleccionar un elemento de entre todos los demás.

Pero el hecho es que podemos ver. Vemos incluso cosas que no están de verdad ahí. También podemos imaginar nuevos modos de mejorar las cosas. Podemos enunciar mundos nuevos e hipotéticos para enfrentarnos a la aparición de problemas de los que ni siquiera éramos conscientes. Esto supone ventajas evidentes: podemos cambiar el mundo de tal forma que el intolerable estado del presente pueda rectificarse en el futuro. Por su parte, la desventaja de toda esta clarividencia y creatividad es un malestar crónico. Puesto que siempre comparamos lo que es con lo que podría ser, siempre tenemos como objetivo lo que podría ser. Pero a veces ese objetivo queda demasiado alto, o demasiado bajo o es demasiado caótico. Así pues, acabamos fracasando y vivimos decepcionados, incluso cuando a los demás les da la impresión de que nos va bien. ¿Cómo podemos aprovechar nuestra capacidad imaginativa, nuestra habilidad para mejorar el futuro sin estar permanentemente menospreciando nuestras vidas presentes, que se quedan tan cortas y nos resultan de tan poco valor?

El primer paso, quizá, es estudiar bien la situación. ¿Quién eres? Cuando compras una casa y te dispones a habitarla, puedes contratar a un perito para que revise todos sus defectos: de la casa tal como está ahora, no de cómo te gustaría que estuviera. Incluso le pagarás para que te dé malas noticias. Y es que tienes que saberlo, tienes que descubrir cuáles son los defectos que oculta la casa. Tienes que saber si se trata de imperfecciones meramente cosméticas o de problemas de estructura. Lo tienes que saber porque no es posible arreglar algo antes de saber que está roto. Pues tú estás roto y necesitas un perito. La crítica interior podría desempeñar ese papel, siempre y cuando consigas ponerla en marcha, siempre y cuando los dos consigáis cooperar. Ella podría ayudarte a estudiar la situación, pero entonces tendrás que recorrer con ella la casa de tu psicología y escuchar atentamente lo que tenga que decir. Quizá eres el sueño de todo as del bricolaje: una de esas casas que, a pesar de estar en mal estado, prometen una mejora espectacular si se invierte un poco en arreglarlas. ¿Cómo puedes ponerte a reformar antes de sentirte desmoralizado, casi desolado por el explícito y doloroso informe acerca de todas tus incompetencias que te brinda tu crítica interior?

Aquí tienes una pista. El futuro es como el pasado, pero con una diferencia fundamental: el pasado es fijo mientras que el futuro…, el futuro podría ser mejor. Podría serlo en una proporción determinada, una proporción que quizá consigas alcanzar un día con un esfuerzo mínimo. El presente siempre tiene fallos, pero puede que no sea tan importante dónde empiezas como la dirección a la que te diriges. Quizá la felicidad se encuentra en el viaje de subida y no en el efímero sentimiento de satisfacción que aguarda en la próxima cumbre. Una gran parte de la felicidad está compuesta de esperanza, por muy profundo que fuera el submundo en el que dicha esperanza se fraguó.

Cuando se la convoca de forma apropiada, la crítica interior señalará algo que hay que poner en orden, algo que podrías poner en orden o algo que querrías poner en orden de forma voluntaria, sin resentimiento e incluso con placer. Pregúntate si en tu vida o en tu situación actual hay algún desbarajuste que puedas y quieras arreglar. ¿Podrías y querrías reparar algo que tímidamente está dando señales de estar estropeado? ¿Y podrías hacerlo ahora? Imagínate que eres una persona con la que tienes que sentarte a negociar e imagínate que eres un vago, un quisquilloso, un resentido difícil de soportar. Con una actitud semejante, ponerte en marcha no va a ser nada fácil, así que vas a tener que desplegar cierto encanto, cierta coquetería. Podría decirte, sin la menor ironía o sarcasmo: «Disculpa, estoy intentando aliviar una parte del sufrimiento innecesario que hay por aquí y me vendría bien algo de ayuda». No te eches a reír. «Me preguntaba si estarías dispuesto a hacer algo. Quedaría muy agradecido». Pídelo de forma honesta y humilde. No es cosa fácil.

En función de tu estado mental, puede que tengas que seguir negociando. A lo mejor no confías en ti mismo: piensas que te pedirás algo y que, en cuanto lo hayas conseguido, te pedirás inmediatamente otra cosa. Y entonces te harás el dolido vengativo y echarás pestes de lo que ya has ofrecido. ¿Quién quiere trabajar para un tirano así? Tú no, desde luego. Es por eso que no haces lo que te ordenas hacer. Eres un mal empleado y un jefe todavía peor. Quizá tengas que decirte: «De acuerdo, no nos hemos llevado demasiado bien hasta ahora y lo siento, pero estoy intentando mejorar. Seguro que seguiré cometiendo errores, pero haré lo posible por escucharte si tienes objeciones e intentaré aprender.

Me he dado cuenta hoy mismo, justo ahora, de que no te ha entusiasmado la petición de ayuda que te he dirigido antes. ¿Hay algo que pueda proponerte a cambio de tu cooperación? Quizá, si friegas los platos, podamos salir a tomar algo. Te gusta el café, ¿qué tal un café? ¿Uno doble? ¿O te apetece otra cosa?». Y entonces podrías escuchar. Puede que escuches una voz dentro de ti (quizá la voz de un niño perdido hace tiempo). Y quizá responda: «¿En serio? ¿De verdad vas a hacer algo que me guste? ¿Seguro que lo vas a hacer? ¿No es una trampa?».

Y es aquí donde hay que ir con cuidado.

Esa vocecilla es la voz de alguien que ha ido por agua y ha salido escaldado, así que podrías decirle con mucha delicadeza: «En serio. Quizá no me salga muy bien y tal vez no sea la mejor de las compañías, pero voy a hacer algo que te guste. Te lo prometo». Se puede llegar muy lejos con un poco de amabilidad, y una recompensa apropiada puede funcionar como una tremenda fuente de motivación. Y es entonces cuando puedes darle la mano a esa pequeña parte de ti mismo y poneros a lavar los platos de una maldita vez. Y más te vale no ponerte después a fregar el baño y olvidar el café, la película o la cerveza porque, de lo contrario, la próxima vez será todavía más difícil rescatar esas partes olvidadas de ti mismo de los recovecos del inframundo.

Y puede que luego te preguntes: «¿Qué le puedo decir a alguien —mi amigo, mi hermano, mi jefe, mi ayudante— para que mañana las cosas entre los dos estén un poco mejor? ¿Qué pequeña parcela de caos puedo erradicar en casa, en el escritorio, en la cocina, esta misma noche, de tal forma que mañana todo parezca dispuesto para una obra mejor? ¿Qué serpientes puedo sacar del armario, y de la cabeza?». Cada uno de tus días —hoy, mañana, cualquier otro— se compone de quinientas pequeñas decisiones, de quinientas pequeñas acciones. ¿Podrías proponerte mejorar en una o dos? Es decir, mejorar, en tu propia opinión y según tus propios criterios. ¿Podrías comparar tu mañana personal específico con tu ayer personal específico? ¿Podrías utilizar tu propio juicio para preguntarte cómo puede ser ese mañana mejor?

Ponte un objetivo modesto. No hay que empezar cargando mucho peso, sobre todo si nos ponemos a pensar en lo limitado de tus habilidades, tu tendencia al engaño, todo el resentimiento que llevas encima y tu facilidad para escurrir el bulto. Así pues, te planteas el siguiente objetivo: para el final del día, quiero que en mi vida las cosas estén un poco mejor de lo que estaban esta mañana. Y entonces te puedes preguntar: «¿Qué podría y querría hacer para conseguirlo y qué pequeña recompensa me gustaría a cambio?». Y entonces haces lo que hayas decidido, incluso si te sale mal. Y luego te concedes el dichoso café para celebrarlo. Quizá todo te parezca una tontería, pero lo haces igual. Y lo vuelves a hacer mañana, al día siguiente y el de después, y poco a poco el listón a partir del cual comparas irá subiendo, y eso es magia. Eso se llama «interés compuesto». Hazlo durante tres años y tu vida será totalmente diferente. Ahora ya aspiras a algo más elevado. Aspiras a ser una estrella. Ahora la viga está desvaneciéndose de tu ojo, ahora estás aprendiendo a ver. Y lo que te propones determina lo que ves. Es algo que merece la pena repetir: lo que te propones determina lo que ves.

LO QUE QUIERES Y LO QUE VES

La dependencia de la vista respecto a los propósitos (y, en consecuencia, los valores, puesto que te propones lo que valoras) la demostró de forma memorable el psicólogo cognitivo Daniel Simons en 1999[78]. Simons estaba investigando algo denominado «ceguera por falta de atención». En sus experimentos, sentaba a personas delante de una pantalla y les mostraba, por ejemplo, un campo de trigo. Entonces, sin decir nada, hacía que la imagen se fuera transformando poco a poco mientras la persona seguía mirándola y, progresivamente, iba apareciendo una carretera que atravesaba el trigal. No era un pequeño sendero que pudiera quedar oculto, era una gran pista que llegaba a ocupar una tercera parte de la imagen. Lo notable es que frecuentemente las personas que estaban mirando la imagen no advertían el cambio.

El experimento que hizo famoso al doctor Simons tenía una dinámica similar, pero alcanzaba una dimensión más dramática, casi increíble. Primero, grabó un vídeo en el que aparecían dos equipos de tres personas cada uno[79]. Los miembros de uno de ellos iban vestidos con camisetas blancas, y los del segundo, con negras. Hay que dejar claro que los dos grupos se encontraban bastante cerca y que no había dificultad alguna para verlos. Las seis personas ocupaban la mayor parte del espacio que comprendía la pantalla y la cercanía permitía incluso verles las facciones. Cada grupo tenía una pelota y sus miembros la iban botando o se la lanzaban entre ellos a medida que se iban desplazando por un espacio reducido que quedaba delante de unos ascensores. Una vez que Dan hubo terminado el vídeo, lo proyectó a los participantes de su experimento. Pidió a cada uno de ellos que contara el número de veces que los de las camisetas blancas se pasaban la pelota. Unos minutos después, se les pedía que indicaran la cifra exacta. La mayoría contestaba: «15», que era la respuesta correcta. Muchos se sentían satisfechos por haber acertado. ¡Habían superado el test! Pero entonces el doctor Simons les preguntaba: «¿Habéis visto el gorila?».

¿Estaba de broma? ¿Qué gorila?

«Pues entonces —decía— mirad el vídeo de nuevo, pero esta vez no contéis». Y efectivamente, al cabo de un minuto de proyección, un hombre disfrazado de gorila aparecía tan campante en mitad del juego de pelota, se paraba y entonces empezaba a golpearse el pecho tal y como se presenta siempre haciendo a los gorilas. En toda la mitad de la pantalla, más grande que nada, dolorosa e irrefutablemente evidente. Pero lo cierto es que la mitad de los participantes en la investigación no lo habían visto durante la primera proyección. Y lo siguiente es todavía peor. En su siguiente estudio, el doctor Simons mostraba un vídeo de una persona pidiendo algo en una barra. El camarero se agachaba tras la barra para alcanzar algo y volvía a aparecer. ¿Y bien? La mayor parte de los participantes no encontraban nada raro, pero lo cierto es que quien surgía de debajo de la barra era una persona diferente. «No puede ser —seguro que piensas—, yo me habría dado cuenta». Pero sí, sí, era así. De hecho es bastante probable que tú tampoco hubieras advertido el cambio, incluso aunque el sexo y la raza de la persona también hubieran cambiado. Tus ojos también están ciegos.

Esto se debe, en parte, a que la vista resulta muy costosa desde un punto de vista psicofisiológico y neurológico. La fóvea, la zona de alta resolución, tan solo ocupa una parte muy pequeña de tu retina. Es la parte central de nuestros ojos la que proporciona imágenes de gran nitidez que sirven, por ejemplo, para identificar caras. Cada una de las escasas células de la fóvea necesita diez mil células del córtex visual tan solo para gestionar la etapa inicial del procesamiento de la información visual, que consta de múltiples fases[80]. Y cada una de esas diez mil células requiere otras diez mil más para pasar a la segunda fase. Si toda tu retina estuviera compuesta por fóvea, te haría falta el cráneo de un alienígena de película de serie B para que cupiera tu cerebro. Así pues, cada vez que vemos, hacemos una selección. La mayor parte de nuestra visión es periférica y de baja resolución, con lo que reservamos la fóvea para las cosas verdaderamente importantes. Tan solo empleamos nuestras capacidades de alta resolución para las pocas cosas específicas en las que nos queremos concentrar, y dejamos lo demás —que es prácticamente todo— en una neblina, en el fondo, inadvertido.

Si algo a lo que no prestabas atención se entromete de tal forma que interfiere directamente con aquello que tus ojos están enfocando, entonces lo verás, pero de lo contrario será como si no estuviera. La pelota en la que centraron su atención las personas que realizaban el experimento de Simons en ningún momento quedaba ocultada ni por el gorila ni por ninguno de los seis jugadores. Por eso, es decir, puesto que el gorila no interfería de forma alguna con la tarea concreta que se estaba ejecutando, resultaba imposible distinguirlo de todo lo demás que los participantes no veían cuando miraban a la pelota. Era totalmente natural ignorar al enorme simio, porque así es como te enfrentas a la abrumadora complejidad del mundo, ignorándola mientras te vas concentrando en aquello que te interesa. Ves aquello que te permite avanzar hacia los objetivos que te has establecido y detectas los obstáculos cuando surgen en medio del camino. Para todo lo demás estás ciego y, puesto que muchas cosas componen ese «todo lo demás», en realidad estás muy ciego. Y así tiene que ser porque el mundo es mucho mayor que tú, con lo que tienes que administrar tus limitados recursos con mucho cuidado. Ver es algo muy difícil, así que tienes que elegir qué ver y obviar lo demás.

Hay una idea de gran profundidad en los antiguos textos védicos (las más remotas escrituras del hinduismo, que conforman una parte de los cimientos de la cultura india): el mundo, tal y como se percibe, es maya, apariencia e ilusión. Esto significa, en parte, que la gente está cegada por sus deseos y es absolutamente incapaz de ver las cosas tal y como son, algo que resulta cierto y que trasciende el sentido metafórico. Tus ojos son herramientas y están ahí para ayudarte a conseguir lo que quieres, pero el precio que pagas por este servicio, por este propósito específico y concentrado, es la ceguera respecto a todo lo demás. Es algo que no resulta particularmente importante cuando todo va bien y obtenemos lo que queremos (aunque sí puede suponer un problema incluso en ese caso, puesto que conseguir lo que queremos en este momento puede hacer que nos olvidemos de propósitos más elevados). Pero ese mundo ignorado presenta un problema verdaderamente terrible cuando atravesamos una crisis y absolutamente todo nos sale del revés. En esos casos, puede que tengamos que gestionar demasiados frentes. Afortunadamente, sin embargo, este problema lleva parejas las semillas de su propia solución. Puesto que has ignorado tantas cosas, hay un montón de posibilidades diseminadas allí donde no has mirado.

Imagínate que no eres feliz. No consigues lo que te hace falta, lo que paradójicamente quizá sea una consecuencia de lo que quieres. Estás ciego por las cosas que deseas. Tal vez lo que verdaderamente necesitas se encuentra justo delante de tus narices, pero el objetivo al que aspiras ahora mismo te impide verlo. Y eso nos lleva a otro punto: el precio que hay que pagar antes de que tú o cualquier otra persona consiga lo que ansía (o mejor todavía, lo que necesita). Piénsalo así. Miras al mundo de tu forma particular e idiosincrática. Para ello, utilizas una serie de herramientas que te permiten acotar unos pocos elementos y dejar fuera el resto. Se trata de unas herramientas que has estado construyendo durante mucho tiempo y a las que te has acostumbrado. No son meros conceptos abstractos, sino que están verdaderamente incorporados en ti y te orientan en el mundo. Son tus valores más profundos, a menudo implícitos e inconscientes, que forman parte de tu estructura biológica. Están vivos y no tienen la menor intención de desaparecer, transformarse o morir. No obstante, en ocasiones llega su hora y tienen que surgir cosas nuevas. Por este motivo (pero no exclusivamente) hay que ir soltando cosas a medida que continuamos nuestro viaje ascendente. Si las cosas no te van bien, quizá sea, como dice el más cínico de los aforismos, porque la vida es una mierda, así que ya te puedes morir. Sin embargo, antes de que la crisis en la que te encuentras te conduzca a esta conclusión tan espantosa, estaría bien que reflexionaras sobre lo siguiente: la vida no tiene el problema, lo tienes tú. Darte cuenta de eso al menos te deja varias opciones. Si la vida no te va bien, quizá es tu conocimiento lo que resulta insuficiente y no la vida como tal. Quizá tu estructura de valores necesita una remodelación importante. Quizá lo que quieres te ciega y no te deja ver otras posibilidades. Quizá te estás aferrando a tus deseos en el presente de una forma tan obstinada que no puedes ver nada más, ni siquiera lo que te hace falta de verdad.

Imagínate que piensas de forma envidiosa: «Tendría que tener el trabajo de mi jefe». Si tu jefe se obstina en quedarse en su puesto, y además de forma competente, darle vueltas al tema te llevará a un estado de irritación, infelicidad y asco. Puede que tú mismo te des cuenta de esto. Piensas: «No soy feliz. Sin embargo, me podría curar esta infelicidad si tan solo pudiera alcanzar lo que pretendo». Pero quizá luego, si sigues pensando, te digas: «Espera, quizá, si no soy feliz, no es porque no tenga el trabajo de mi jefe, sino porque no puedo dejar de desear ese trabajo». Algo así no significa que te puedas convencer con toda sencillez de dejar de desear ese puesto y transformarte como por arte de magia. No conseguirás, porque no puedes, cambiarte tan fácilmente. Tienes que llegar más adentro, tienes que cambiar aquello que ansías más profundamente.

Así que puedes pensar: «No sé qué hacer con este maldito sufrimiento. No puedo abandonar mis ambiciones así como así, me quedaría sin ningún lugar donde ir, pero tampoco me está funcionando lo de desear un trabajo que no puedo conseguir». Y ahí puede que decidas abordarlo de otra forma. Puede que te preguntes cómo se podría alumbrar un nuevo plan, uno que sirviese para satisfacer tus deseos y gratificar tus ambiciones en un sentido verdadero, pero que al mismo tiempo eliminara de tu vida la amargura y el resentimiento que arrastras ahora mismo. Puede que pienses: «Discurriré un nuevo plan, intentaré desear aquello que mejore mi vida, sea lo que sea, y voy a empezar ahora mismo. Si eso implica dejar de andar detrás del puesto de mi jefe, lo aceptaré y seguiré adelante».

Y a partir de ahora te encuentras en una trayectoria totalmente diferente. Antes lo correcto, lo deseable, lo que reclamaba todo esfuerzo era algo reducido y concreto, pero te quedaste allí atascado, atrapado e infeliz. Así que sueltas ese lastre, realizas el sacrificio necesario y de esta forma abres todo un nuevo mundo de posibilidades que tu anterior ambición te ocultaba. Y es mucho lo que aparece. ¿Cómo sería tu vida si fuera mejor? ¿Y cómo sería la Vida, en mayúsculas? ¿Qué significa «mejor», para empezar? No lo sabes y no importa que no lo sepas exactamente o ahora mismo, porque poco a poco irás viendo lo que es «mejor», puesto que ahora ya has decidido que eso es lo que quieres. Empezarás a advertir todo lo que te ocultaban tus presuposiciones y tus prejuicios, tus antiguos mecanismos de visión. Empezarás a aprender.

En cualquier caso, todo esto funcionará tan solo si de verdad quieres que tu vida mejore. No puedes engañar a tus estructuras de percepción implícitas, ni lo más mínimo. Apuntan allí donde las diriges. Para reformarlas, para estudiar la situación, para proponerte algo mejor, es necesario replanteárselo todo de arriba abajo. Tienes que peinar toda tu psique y dejarla reluciente. Y tienes que ir con cuidado, porque mejorar tu vida implica asumir mucha responsabilidad, lo que requiere más esfuerzo y cuidado que estar sumido estúpidamente en el dolor y mantenerse en la arrogancia, el engaño y el resentimiento.

¿Y si lo que pasa es que el mundo revela todo lo bueno que tiene justo en la misma proporción en la que tú deseas lo mejor? ¿Y si sucede que cuanto más elevada sea, cuanto más se expanda y se sofistique tu concepción de lo mejor, más posibilidades y beneficios podrás percibir? Esto no significa que baste con desear algo para conseguirlo, ni que todo sea mera interpretación, ni que no exista la realidad. El mundo sigue ahí, con sus estructuras y sus límites. A medida que te vas moviendo con él, coopera contigo o se te opone. Pero de todas formas puedes bailar con él si lo que quieres es bailar, e incluso puedes marcar tú el compás si tienes suficiente habilidad y gracia. No se trata de teología ni misticismo, sino de conocimiento empírico. No hay nada mágico aquí, o nada más que la ya conocida magia de la consciencia. Tan solo vemos aquello que enfocamos con la mirada, el resto (la mayor parte) queda oculto. Si empezamos a apuntar a algo distinto —algo como «Quiero que mi vida sea mejor»—, nuestras mentes empezarán a proporcionarnos nueva información que procede de toda esa parte del mundo que hasta ahora nos quedaba oculta. Entonces podemos emplear esa información, movernos, actuar, observar y mejorar. Y una vez que hayamos mejorado, podremos proponernos algo nuevo, algo superior, algo como «Quiero algo mejor que simplemente hacer que mi vida sea mejor». Y es ahí cuando entramos en una realidad más elevada y completa.

Una vez que llegamos a ese lugar, ¿en qué nos vamos a concentrar? ¿Qué veremos?

Entiéndelo así. Empieza considerando que desde luego deseamos cosas, que incluso las necesitamos. Es la propia naturaleza humana. Todos compartimos la experiencia del hambre, la soledad, la sed, el deseo sexual, la agresión, el miedo y el dolor. Todos estos son elementos del Ser, elementos primordiales y axiomáticos del Ser, pero tenemos que organizar estos deseos porque el mundo es un lugar complejo y obstinadamente real. No podemos conseguir el objeto concreto que queremos más que nada y ahora mismo, junto con todo aquello que queremos normalmente, porque nuestros deseos pueden entrar en conflicto con otros deseos, así como con otras personas y con el mundo. Así pues, tenemos que ser conscientes de nuestros deseos y articularlos, priorizarlos y organizarlos en jerarquías. De esta forma los sofisticamos y conseguimos que interactúen entre ellos, así como con los deseos de otras personas y con el mundo. Es así como nuestros deseos se elevan. Es así como se organizan en tanto que valores y se vuelven morales. Nuestros valores, nuestra moral constituyen indicadores de nuestra sofisticación.

El estudio filosófico de la moral, de lo que es correcto e incorrecto, es la ética. Este estudio puede sofisticarnos a la hora de elegir. Sin embargo, la religión es todavía más antigua y más profunda que la ética. La religión no se ocupa simplemente de lo correcto y lo incorrecto, sino del propio bien y del mal, a partir de los arquetipos de lo que es correcto e incorrecto. La religión se ocupa de lo que constituye el ámbito del valor, del valor máximo. No se trata de un ámbito científico, ni de un territorio que se preste a la descripción empírica. Quienes escribieron la Biblia, por ejemplo, no eran científicos y no habrían podido serlo incluso si así lo hubieran deseado, puesto que las perspectivas, los métodos y las prácticas de la ciencia no se habían formulado todavía por entonces.

La religión, por el contrario, se ocupa del comportamiento apropiado, de lo que Platón denominaba «el Bien». Un verdadero acólito religioso no intenta formular ideas exactas sobre la naturaleza objetiva del mundo —aunque quizá lo haga también—, sino que, al contrario, hace lo posible por ser «una buena persona». Puede que para él «bueno» no sea otra cosa que «obediente», incluso obediente a ciegas. De aquí proviene la crítica del liberalismo clásico ilustrado de Occidente a la creencia religiosa: la obediencia no es suficiente. Sin embargo, ya es un comienzo (y lo hemos olvidado), puesto que no puedes proponerte conseguir ningún objetivo si estás totalmente privado de disciplina e instrucción. No sabrás hacia dónde dirigirte y no conseguirás enderezar el vuelo, ni siquiera aunque de algún modo hayas conseguido identificar el objetivo adecuado. Entonces llegarás a la conclusión de que no hay ningún objetivo al que aspirar, y estarás perdido.

Es por ello que a las religiones les resulta necesario y deseable contar con un elemento dogmático. ¿De qué sirve un sistema de valores si no proporciona una estructura estable? ¿De qué sirve un sistema de valores que no traza un camino hacia un orden más elevado? ¿Y cómo puedes llegar a algún lado si no puedes o no consigues asumir esa estructura o aceptar ese orden, no tanto como destino necesariamente final, pero al menos sí como punto de partida? Sin ese paso, no eres más que un adulto de dos años, sin el encanto ni el potencial de un bebé. No quiero decir con esto (lo repito) que baste con ser obediente. Pero alguien que es capaz de ser obediente —o, mejor dicho, una persona debidamente disciplinada— ya es por lo menos una herramienta bien forjada. Por lo menos eso, que no es nada. Desde luego, tiene que haber una cierta visión más allá de la disciplina, más allá del dogma. Una herramienta requiere una función y es por ese motivo que Cristo dice en el Evangelio de Tomás: «[…] el reino del Padre está extendido sobre la tierra y los hombres no lo ven»[81].

¿Esto quiere decir que lo que vemos depende de nuestras creencias religiosas? ¡Sí! Y también lo que no vemos. Puede que objetes: «Pero yo soy ateo». Pues no, no lo eres; y si quieres comprenderlo, podrías leer Crimen y castigo de Dostoievski, quizá la mejor novela jamás escrita, en la que el protagonista, Raskólnikov, decide tomarse verdaderamente en serio su ateísmo, comete lo que ha racionalizado como un asesinato caritativo y acaba pagando el precio. No eres ateo en lo que haces, y son tus acciones las que reflejan de forma más exacta tus creencias, esas que están implícitas y que forman parte íntegra de tu ser, por debajo de tus aprensiones conscientes, tus actitudes articuladas y tu conocimiento superficial de ti mismo. Solo puedes descubrir lo que crees de verdad (y no lo que piensas que crees) observando tus acciones; hasta entonces, sencillamente no lo sabrás. Eres demasiado complejo para poder entenderte a ti mismo.

Hace falta atenta observación, práctica, reflexión y comunicación con los demás tan solo para poder arañar la superficie de tus creencias. Todo aquello que valoras constituye el resultado de procesos de desarrollo inconcebiblemente largos, tanto a nivel personal y cultural como biológico. No entiendes hasta qué punto lo que quieres —y, en consecuencia, lo que ves— está condicionado por el inmenso, profundo y proceloso pasado. No entiendes en absoluto cómo cada uno de los circuitos neuronales a través de los cuales contemplas el mundo ha sido formado (con sufrimiento) por las pretensiones éticas de millones de años de ancestros humanos; y, antes que ellos, por toda la vida que ha existido anteriormente durante miles de millones de años.

No entiendes nada.

Ni siquiera sabías que estabas ciego.

Parte de lo que sabemos acerca de nuestras creencias se ha podido documentar. Durante decenas y quizá centenares de miles de años, nos hemos mirado actuar, reflexionar sobre lo que veíamos y contar historias destiladas de esa misma reflexión. Todo forma parte de nuestros intentos, individuales y colectivos, por descubrir y articular aquello en lo que creemos. Una parte del conocimiento que se genera así es lo que encierran las enseñanzas fundamentales de nuestras culturas, en escritos antiguos como el Tao Te Ching, los textos védicos antes mencionados o las historias de la Biblia. Para bien o para mal, la Biblia constituye el documento fundacional de la civilización occidental, esto es, de los valores occidentales, de la moral occidental y de la concepción occidental del bien y del mal. Es el producto de procesos que escapan completamente a nuestra comprensión. La Biblia es toda una biblioteca compuesta de muchos libros, cada uno de los cuales fue escrito y editado por muchas personas. Es todo un documento fundacional, una historia que durante miles de años escribió todo el mundo y nadie, seleccionada, secuenciada y, a pesar de todo, coherente. La Biblia emergió de lo más profundo de la imaginación colectiva humana, que a su vez constituye el producto de fuerzas inimaginables que operan a lo largo de inmensos periodos. Un estudio detallado y concienzudo del texto puede aportar revelaciones acerca de lo que creemos, cómo nos comportamos y cómo deberíamos actuar, imposibles de encontrar de prácticamente ninguna otra forma.

EL DIOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL DEL NUEVO TESTAMENTO

Ir a la siguiente página

Report Page